6

Al atardecer, Yuso detuvo la marcha. Nos reunimos en un pequeño claro del bosque. El gorjeo ensordecedor de los pájaros anunciaba el final del día. A través de las hayas y el sotobosque, entreví un arroyo que bajaba crecido por las recientes lluvias monzónicas. Las precipitaciones, liberadas del control de los Ojos de Dragón y sus monturas, habían sido más intensas de lo habitual. Con sólo dos de nosotros en el círculo, uno agonizando y la otra completamente inútil, no pasaría mucho tiempo antes de que algún grave desastre desgarrase la tierra, y los gritos de socorro se perderían sin respuesta.

Desmonté de la grupa sudorosa de Ju-Long. El súbito contacto con el suelo hizo ascender pinchazos de dolor por mis piernas. Habíamos pasado más de doce horas alternando cortas e intensas galopadas con largos y arduos tramos a pie, guiando a los fatigados animales. Mis muslos, que no estaban habituados a los rigores de la monta, se habían convertido en un doloroso revoltijo de músculos sobrecargados y piel irritada.

Me sentía casi incapaz de agacharme y tender la espalda en el suelo mojado del bosque, envuelta como estaba en los pliegues recalentados de la falda. Aparté una rama caída sobre la que había apoyado la cadera, y maldije para mis adentros. El vendaje que me cubría la mano estaba mugriento, pero la herida ya no me dolía, ni siquiera al flexionar los dedos. Al otro lado del claro, Solly desensillaba el caballo que había compartido con Tiron, mientras el joven guardia se ocupaba de Ju-Long. Ryko pasó las riendas a Vida y me miró, con la discusión pendiente en sus ojos. Me preparé para empezarla, pero el Emperador se sentó junto a mí, y el isleño no pudo acercarse. Suspiré aliviada; no tenía respuestas para Ryko.

—Tomad, aquí hay agua —me dijo el Emperador al tiempo que me pasaba una cantimplora lacada—. Unos pocos días más a lomos de Ju-Long y os acostumbraréis a cabalgar.

—Unos pocos días más y el dolor en el culo acabará conmigo. —Me tapé rápidamente la boca con la mano; se me había escapado la irreverencia.

Él soltó una breve risotada.

Le devolví una vacilante sonrisa. Sólo lo había visto reír una vez, tras una broma de su padre. Desde luego, no había habido muchos motivos para la risa en el Palacio Imperial. Su sonrisa me recordaba a la de su madre. La delicada simetría de los pómulos y las mejillas de la dama Jila tenía una traslación más descarada y masculina en el rostro de su hijo, pero yo podía percibir la belleza sensual de la madre en los ojos oscuros y en la boca carnosa del Emperador.

Pobre dama Jila; ojalá halle el reposo en el jardín de los dioses. Parecía que hubieran pasado años desde que nos habíamos sentado en el harén una junto a la otra, y yo le había prometido proteger a su hijo y ser su amiga. Pero sólo habían transcurrido dos semanas, y hasta entonces, poco había hecho yo por cumplir aquella promesa.

—Nunca había oído a una dama decir «culo» —dijo el Emperador en tono suave.

—Durante largo tiempo, no he sido una dama —le recordé. Con cierta osadía, producto del cansancio y la sonrisa del Emperador, me atreví a añadir:

—He pasado quince años diciendo «culo». No es fácil dejar de decir «culo» después de tanto tiempo. Supongo que debería dejar de decir «culo», ya que las damas no dicen…

—«culo» —concluyó.

Sonreí con él.

Yuso se arrodilló ante nosotros.

—Majestad.

El Emperador se irguió y su rostro perdió la dulzura.

—¿Qué ocurre?

—Calculo que llevamos un día de ventaja ante cualquiera que nos persiga, incluso si lo hace a caballo. Aun así, mi consejo es que no encendamos fuego para cocinar y que nos contentemos con las raciones de viaje. La muchacha os las traerá —dijo el capitán, torciendo la cabeza en dirección a Vida, que estaba ajustando un morral a uno de los caballos. Dice que hay un grupo de la resistencia a menos de un día de marcha. Deberíamos ir a su encuentro. Tendrán noticias sobre los movimientos de Sethon.

El Emperador asintió.

—Muy bien. Quiero reunir a tantos hombres como sea posible y avanzar hacia palacio.

Yuso tomó aliento ruidosamente. Su consabido control mudaba en algo duro e intenso. Duró menos de un segundo, hasta que las facciones se destensaron para recobrar su habitual adustez.

—Entonces, ¿no nos dirigimos hacia las tribus del este, Majestad? —preguntó—. Ryko dice que la resistencia se está congregando allí.

—No. Para cuando estuviéramos de vuelta, los doce días de plazo de las Legítimas Alegaciones habrían expirado. Debe ser ahora.

Me mordí el labio; una marcha sobre palacio sin un auténtico ejército, equivalía a un suicidio.

—Como gustéis, Majestad —dijo Yuso.

Él también sabía que aquello era un suicidio; podía leerlo en sus ojos. ¿Por qué no decía nada? Todo lo que hizo fue una reverencia: la del soldado leal a su deber.

—Majestad —dije, vacilante—. La resistencia espera encontrarnos en el este. Es allí donde podéis estar seguro de hallar un fuerte apoyo. —Miré a Yuso—. ¿No es así, capitán?

El capitán no me miró. Sin duda no quería que yo lo arrastrara al punto de mira.

—Su Majestad desea marchar hacia palacio —dijo, sin asomo de emoción en la voz.

Insistí en mi mirada. Alguien tenía que decir la verdad, pero no iba a ser yo la única que lo hiciese.

—Estoy segura, capitán, de que coincidiréis conmigo en que no es probable que podamos reunir fuerzas suficientes de aquí hasta el palacio para constituir un ejército con visos de victoria —dije con prudencia—. Hasta ahora, el Gran Señor Sethon cuenta con un ejército más numeroso.

El Emperador me observaba, impasible. Yo había visto en su honorable padre la misma expresión impertérrita ante noticias poco gratas. Intenté no moverme, a pesar de su insistente mirada. El viejo emperador había sido un político astuto, siempre atento a escuchar puntos de vista encontrados, sin que se hubieran de temer represalias. Yo esperaba que su hijo mostrase parecida circunspección.

—Podéis iros, capitán. —El Emperador hizo un gesto con el brazo para apoyar sus palabras. Yuso hizo una reverencia y se alejó.

El Emperador esperó a que su subordinado no nos pudiera oír, y entonces dijo:

—Mi tío tal vez tenga mayor fuerza militar, dama Eona, pero no tiene la Perla Imperial, y tampoco cuenta con vuestro poder.

—¿Mi poder, Majestad? —Rocé con el dedo la peonía dorada grabada en la lujosa cantimplora—. ¿Me estáis pidiendo que use a mi dragón para la guerra?

—¿Guerra? —Negó con la cabeza—. No habrá ninguna guerra. Para eso tenemos los días de las Legítimas Alegaciones, para prevenir un desastre como ése. Tengo el antiguo símbolo de la soberanía —prosiguió, mientras tocaba la perla en su garganta— y el favor del Ojo de Dragón Espejo, el símbolo del poder renacido. Mi tío se dará cuenta de que su reclamación es vana comparada con la mía.

Yo era consciente de mi falta de experiencia en asuntos de estado, pero estaba convencida de no equivocarme en cuanto a las ambiciones de Sethon. Ni en cuanto a su falta de escrúpulos.

—Vuestro tío no va a negociar con símbolos, Majestad, sino con la fuerza. Ya se ha proclamado Emperador a sí mismo, con perla o sin ella.

Kygo se llevó de nuevo la mano a la garganta.

—No lo entendéis. Sin esta perla, mi tío no puede de ningún modo ocupar el trono. Es la perla la que mantiene a los dragones de nuestro lado, el sello de nuestro pacto celestial.

—Entonces, os matará y os la quitará. —Por un momento, no pude sentir más que el dulce fuego de la perla en mis dedos y el ardor del propósito de Kinra. Apreté los puños y luché contra aquel recuerdo.

—Si me la roba, no necesitará matarme —dijo con frialdad el Emperador—. Ahora forma parte de mi hua, está unida con sangre a ella. Si alguien me la quita, moriré.

—¿Parte de vos? No lo entiendo.

—Se dice que la perla es un vínculo viviente con los dragones. Una vez cosida al cuello, emperador y perla se unen para siempre mediante la sangre. Es por ello que debe transferirse del cuerpo del emperador muerto a su heredero vivo en menos de doce alientos. Si no es así, la perla muere y nuestro pacto con los dragones queda roto.

Me fijé en los engarces dorados que rodeaban la perla y conté doce puntadas con hilo de oro que la unían a la piel. Las tres superiores aparecían nítidas, limpias, mientras que el resto era un embrollo de piel tumefacta y amoratada.

—Doce alientos no parece mucho para tan delicado trabajo —dije.

Soltó una áspera risotada.

—Menos de un minuto y medio para doce puntadas en la garganta. Como podéis ver, mi médico tenía prisa y, además, estaba nervioso.

—Debió de doler.

Se quedó un momento dubitativo, pensando para sus adentros. Luego me miró fijamente a los ojos.

—Es lo más doloroso que he tenido que soportar en mi vida —dijo, y yo sabía que el hecho de admitirlo no era asunto menor. Tampoco lo era para mí saberlo.

—El engarce de la perla se realiza mediante doce lengüetas, las cuales perforan primero la piel de modo que la perla quede colgando del cuello —prosiguió—. Cada lengüeta tiene un ojal por el que pasa el hilo que cose la joya a la carne. —Se pasó el dedo por el borde de la cicatriz. Y hay algo más todavía; una quemazón que penetra en la sangre, como un ácido que fluye por el cuerpo durante varias horas.

Me di cuenta de que estaba tragando saliva, llena de compasión.

—¿Sabe vuestro tío que la perla muere?

—Por supuesto. «Doce alientos, doce puntadas», es algo que aprendemos todos los miembros varones de la realeza, en orden de sucesión.

—Eso quiere decir que debe cogeros vivo si quiere transferir la perla a su propia garganta antes que muera.

Movió la cabeza en señal de contrariedad.

—Parecéis muy segura de que mi tío hará caso omiso de las Legítimas Alegaciones.

Me armé de valor para atreverme a decir lo que pensaba.

—Vuestro tío asesinó a vuestra madre y a vuestro hermano, y envenenó a vuestro padre. ¿Por qué debería detenerse ahora?

¿Había ido demasiado lejos? Sabía que con mis palabras había puesto el dedo en la llaga, lo percibí al ver cómo abría los ojos, pero no quería acobardarme. El Emperador tal vez había sufrido un ataque de ira de sangre al conocer la muerte de sus familiares, pero no había visto cómo Sethon empalaba con su propia espada al hermano infante. Ni había visto los cuerpos ensangrentados del personal de palacio, ni a su tío alentando a los soldados para que actuasen con salvaje crueldad. Alguien tenía que contarle cómo estaban las cosas.

De todos modos, tuve que hacer acopio de toda mi voluntad para no llegar a la humillación.

No muy lejos, Vida hurgaba en una alforja; Tiron consultaba algo a Solly: y Dela se soltaba la cabellera con gesto cansado. Ninguno de ellos estaba al corriente de que el Emperador creía poder entrar en el palacio y recuperar su trono sin más.

—Sois muy franca, dama Eona —dijo él, finalmente. Se cubrió los ojos con las manos—. Soy un ingenuo. Mi padre insistió hasta la terquedad en confiar en su hermano, y aquí estoy yo ahora, haciendo exactamente lo mismo. —Un largo suspiro anunció su renuncia a una reparación sin derramamiento de sangre—. Sin duda, estáis en lo cierto. Intentará arrebatarme la perla. No será el primero en pensar que puede robar su poder.

El Emperador conocía la historia de la perla; tal vez también la existencia de Kinra. Aquella era mi oportunidad de descubrir si los recuerdos que las espadas me transmitían eran verdaderos, si mi sangre estaba contaminada. Mientras mi corazón latía apresurado, libré una batalla interior entre el riesgo y la oportunidad.

—Como Kinra —dije, condensando mi aliento en aquellas dos palabras.

Bajó las manos, boquiabierto.

—¿Cómo sabéis de Kinra?

Busqué rápidamente una historia que pareciese creíble.

—Yo… vi su nombre en uno de los rollos del Señor Brannon. —Su expresión de sorpresa se desvaneció—. Sólo decía que había intentado robar la perla. ¿Era una asesina, Majestad?

—No, tan solo una Mujer Flor. Poco le faltó para hechizar al Emperador Dao y robarle la perla. Él mandó que la ejecutaran por traidora mediante los Doce Días de Tortura. —Se acercó más a mí. He oído decir que los verdugos son capaces de mantener a alguien vivo durante días incluso tras haberles cortado los órganos vitales. Algo a considerar en el caso de mi tío.

Volví la cabeza, con la esperanza de que los gestos de mi cara no me traicionasen. Ambas historias no coincidían. De algún modo habían transformado a mi antepasada en prostituta y no en Ojo de Dragón pero, en mi visión, yo había sido Kinra y había tocado la garganta de un emperador y acariciado su perla. Tal vez los relatos no estaban tan alejados uno de otro. ¿Fue aquél el motivo de que su nombre fuese borrado de la historia, y de que su papel como reina Ojo de Dragón quedase reducido al de una prostituta traicionera?

El Emperador me tocó el brazo.

—Mis disculpas, dama Eona, no quería asustaros.

Conseguí dibujar una tenue sonrisa.

—Creo que estoy cansada, Majestad.

Hizo señas a Vida de que se acercara.

—Trae algo de comida para la dama Eona. Y una manta de viaje. —Se levantó—. Os dejaré descansar.

Se alejó y en unas pocas zancadas llegó a la altura de Tiron para darle algunos consejos sobre cómo almohazar a Ju-Long. Rogué por que decidiera revisar la estrategia y volver al antiguo plan de dirigirnos al este. Aunque hubiera heredado los erróneos sentidos de la lealtad y la tradición de su padre, también parecía haber heredado la mentalidad flexible y la perspicacia de su madre.

—Yo llevaré eso a la dama Eona —oí que decía Ryko.

Sin darme tiempo, el gran isleño se había plantado ante mí. Me acercó un chusco de pan duro y una tira retorcida de carne seca.

—Gracias. —Tomé el pan, evitando mirarlo a los ojos.

Apretó la mano libre hasta transformarla en un puño.

—¿Cómo me controlasteis?

—No lo sé. —Levanté la vista. Él tenía los labios contraídos por la incredulidad—. Ryko, ¡de veras que no lo sé!

—Entonces, ¿por qué?

—Ya había demasiados muertos.

—¿Podéis hacerlo siempre que queráis? —La seriedad de su expresión no podía enmascarar el miedo profundo que reflejaba su voz.

Dela se acercó a nosotros.

—¿Qué ocurre, Ryko? —preguntó mientras descansaba una mano sobre el brazo del eunuco—. Estáis acosando a la dama Eona —añadió, poniendo énfasis a mi rango.

Con un estirón, se soltó de la mano de Dela.

—Por muy dama que sea, ejerce algún tipo de control sobre mi voluntad. Me detuvo en plena batalla.

—¿Poder sobre tu voluntad? —repitió Dela, aunque era a mí a quien interrogaban sus ojos.

—Es cierto —dije, bajando la voz—, pero no sé cómo lo hago. Es como si se abriera un vínculo entre nosotros cuando las circunstancias son extremas.

—¿Sólo con Ryko? ¿Tenéis poder sobre alguien más? —preguntó ella.

—No, sólo Ry… —me detuve, abrumada por una súbita e indeseada certeza—. Sí, también sobre el Señor Ido. No es exactamente lo mismo, pero ambos comparten una especie de vínculo.

—Ryko y el Señor Ido —dijo Dela pensativamente—. ¿Cuál es la conexión?

—Nada nos conecta —dijo Ryko, con frialdad—. No tengo nada en común con ese miserable.

—Eso no es cierto —dijo Dela. Acababa de comprender algo que la hizo palidecer. Me miró con ansiedad—. La dama Eona os ha curado a ambos.

Nos miramos la una a la otra, y a Ryko también. Había una lógica innegable.

—El intercambio de hua —dije—. Mi poder fluye a través de ti, Ryko. Y también fluyó a través de Ido, en el palacio.

El eunuco se quedó sin aliento.

—De modo que… ¿éste es el precio que debo pagar por mi vida? ¿Ver cómo me arrebatan la voluntad? ¿Verme forzado a realizar actos que son contrarios a mi naturaleza?

—¡No lo sabía!

Dela nos interrumpió.

—Fui yo quien suplicó a la dama Eona que te curase.

—En ese caso, me habéis hecho un flaco favor —dijo Ryko ásperamente—. ¿Acaso no he dado ya suficiente por la causa? Ahora, ni siquiera soy dueño de mi propia voluntad.

—Pero no podía dejarte morir —repuso Dela con la voz llena de tensión. Alargó nuevamente la mano hacia él, pero Ryko retrocedió.

Sujeté a Dela, tomándola de la mano. Aquél no era el momento para declarar sus sentimientos.

—Tal vez hay un modo de romper el vínculo —dije—. En el manuscrito.

—Lo buscaré —prometió.

Ryko me miró.

—Y si no lo hay, ¿seré por siempre vuestro esclavo?

—No volveré a usarlo —dije—. Lo juro.

—Me parece muy bien, pero sois una mentirosa confesa, y yo no puedo deteneros.

—¡Ryko! —protestó Dela.

Él le lanzó una mirada llena de rencor y se fue al otro lado del claro.

—No lo dice en serio —comentó mientras lo seguía con la mirada—. Empezaré a buscar ahora mismo.

Sacó el diario de debajo de la túnica y fue hasta un estrecho haz de tardía luz solar.

Abrí lentamente la mano; el chusco de pan duro me había dejado una profunda marca en la palma. No podía culpar a Ryko por la rabia que sentía; yo había sentido lo mismo cuando el Señor Ido me había arrancado mi propia voluntad. Y ahora, si Dela estaba en lo cierto, me quedaba una especie de vínculo duradero con Ido, nacido del acto de curación del raquítico punto de energía de su corazón.

Me estremecí. No quería tener poder sobre Ido. No quería tener nada que ver con él. Sin embargo, su último aullido se extendía entre nosotros como la seda de una telaraña.

—Mi Señora —dijo Vida, interrumpiendo mis oscuros pensamientos. Me traía una raída manta de viaje—. Aquí tenéis algo para que podáis echaros a dormir.

Le di las gracias con un murmullo, tomé el delgado rollo de tejido y lo extendí junto a mí. Cada vez que meneaba el trasero, me dolían las caderas. Sentía la fatiga con cada movimiento. Mascar el duro mendrugo de pan ya representaba un esfuerzo insuperable. Conseguí tragarme un pedazo de fruta del cordel que seguía colgando de mi faja y luego me tendí con cuidado sobre la manta. Durante un momento, fui consciente de la dureza despiadada del suelo y del olor de las hojas secas y la tierra, y luego me quedé dormida.

Me despertó la insistente necesidad de orinar. La media luna estaba alta en el cielo, y su luz plateada recortaba el perfil del palio que formaban los árboles. El canto de los pájaros que se posaban allí de día había cedido el paso al chillido de las aves rapaces y al ruido ensordecedor de los insectos. Con los ojos entreabiertos, vi las sombras de los cuerpos acurrucados, durmiendo, y la silueta vigilante de quien estaba de guardia. A mi parecer, era alrededor de medianoche, de modo que podría dormir al menos cuatro o cinco preciosas horas más. Quizá si me quedaba completamente inmóvil volvería a deslizarme hacia la inconsciencia.

No iba a ser así. Me puse de rodillas, con una mueca de dolor. Todos y cada uno de mis músculos se habían contraído como para quejarse. Me levanté, con un leve gruñido. El que hacía la guardia volvió la cabeza al percibir que me dirigía, renqueante, hacia los árboles. Era Yuso. La luz de la luna parecía esculpir sus facciones mediante trazos gruesos, como si estuviera tallado en madera. Detrás de él, alguien más estaba sentado mirando el cielo de la noche. Por la forma cuadrada de sus hombros y la cabeza afeitada, pálida, supe que era el Emperador. Quizá sus fantasmas habían regresado.

Los músculos entumecidos, la falda y el sonido del torrente no eran una buena combinación. Pasé tanto rato detrás del árbol que Yuso acabaría viniendo a por mí, estaba segura. Así fue, tanto él como el Emperador estaban rondando por las cercanías cuando, finalmente, regresé al claro.

—Pensé que os habíais extraviado, dama Eona —dijo Yuso.

—No. Estaba a pocos pasos de aquí.

—Volved a vuestro puesto, capitán —ordenó el Emperador en voz baja.

Yuso hizo una reverencia y se encaminó hacia uno de los bordes del claro. El Emperador esperó a que estuviera de nuevo en su posición, antes de hablar.

—Sentaos junto a mí.

Parpadeé ante su repentina orden. Algo en su voz denotaba tensión. ¿Estaría enfadado conmigo después de todo?

—Por supuesto, Majestad.

Me condujo a lo largo del límite del bosque, un buen trecho más allá de donde dormían Vida y Solly.

—Aquí estará bien.

Se sentó en el suelo. Yo le imité, dolorosamente, y me envolví las piernas con la falda y la enagua. El tejido estaba manchado de sangre seca y sudor de caballo. Tendría que haberme lavado un poco antes de echarme a dormir.

—¿Sabéis lo que mi padre me dijo acerca de vos? —Había bajado la voz hasta convertirla en la mezcla de murmullo y susurro que se empleaba en la corte para las conversaciones privadas. De no haber estado tan cerca de él, no le habría oído por el constante ruido de los insectos y la corriente de agua.

Procuré disimular mi asombro, y empleé el mismo tono para responder.

—No, Majestad.

—Quedó muy impresionado con vos en el pabellón de la Iluminación Terrenal. Me dijo que teníais la habilidad de ver los dos lados de una misma discusión, y que, aunque no habíais recibido instrucción, erais estratega por naturaleza.

Me ruboricé. ¿Estratega por naturaleza? Me guardé el cumplido en la mente y lo estudié como si fuera una piedra preciosa. Si el hecho de que me preocuparan las motivaciones de otros podía considerarse «estrategia», entonces tal vez el maestro Celestial había estado en lo cierto.

—No sabía del asunto la mitad, ¿verdad? —añadió secamente el Emperador—. Me pregunto que habría dicho de una Ojo de Dragón femenina.

Me ruboricé de nuevo.

—Dijo que una naturaleza oculta no es necesariamente malvada.

—Lo recuerdo —confirmó el Emperador—. De las enseñanzas de Xsu-Ree, el maestro de la Guerra. Todos los generales poseen una naturaleza oculta. Ya sea ésta fuerte o débil, bondadosa o perversa, debe ser estudiada en beneficio de la propia victoria.

—Conoce a tu enemigo —susurré.

Se mostró sorprendido.

—¿Cómo conocéis las enseñanzas de Xsu-Ree? Sólo se permite estudiar sus tratados a reyes y generales.

—Incluso el más humilde de los sirvientes conoce esta máxima —respondí—. ¿Cómo podría, si no, predecir el humor de su señor, o burlar a otro sirviente que le precediese en jerarquía?

—Entonces, decidme. ¿Qué sabéis de nuestro enemigo? —preguntó el Emperador tras una breve pausa—. ¿Qué sabéis de mi tío?

Yo sólo había visto al Gran Señor Sethon en una ocasión, en el desfile de la victoria que se había dado en su honor, el mismo desfile durante el cual había muerto mi señor, envenenado por el Señor Ido. Aparté de mi mente la truculenta imagen del cuerpo de mi maestro, muriendo en medio de grandes convulsiones, y me concentré en la de Sethon. Recordaba su gran parecido con su medio hermano, el viejo Emperador. Ambos lucían la misma frente alta y despejada, la barbilla y la boca. Sethon, sin embargo, tenía el rostro marcado por las batallas, con la nariz rota y achatada y una profunda cicatriz curvada que le cruzaba la mejilla. No obstante, el recuerdo más vivo que conservaba era el de su voz; un tono monocorde que no mostraba ninguna emoción.

—No mucho —dije—. Un gran señor y un general victorioso. El guía de todos los ejércitos.

—Y el primer hijo de una concubina, como yo —dijo el Emperador—. Por nacimiento, tenemos el mismo rango.

—Pero él no fue adoptado como hijo legítimo por la emperatriz, como sí lo fuisteis vos —puntualicé—. Vos fuisteis proclamado heredero, mientras que Sethon siempre ha sido tan solo el segundo hijo del harén.

—Mi padre nació de una emperatriz. Yo no. Hay quienes argumentarían que Sethon tiene tanto derecho al trono como yo mismo.

—Y uno de ellos es el propio Sethon. —Intenté imaginarme cómo sería vivir como Sethon; siempre el segundo hijo del harén, y ahora el segundo de un sobrino que tenía, más o menos, el mismo rango por nacimiento—. ¿No pensáis que Sethon tal vez cree de verdad que sus aspiraciones al trono tienen la misma base que las vuestras? Tal vez su crueldad no está tan solo alimentada por la ambición, sino también por un sentido real del derecho.

—Mi padre tenía razón, poseéis una profunda agudeza —dijo el Emperador—. Xsu-Ree dice que debemos hallar la llave de nuestro enemigo. Su punto débil. Creo que esta arrogancia es la llave de mi tío. ¿Qué pensáis vos?

—Cuando un hombre levanta la barbilla en señal de orgullo, no puede ver el abismo que se abre a sus pies —dije, citando al gran poeta Cho. Fruncí el ceño. No me convencía la idea de que Sethon fuese un hombre debilitado por la arrogancia—. El Gran Señor Sethon ha librado muchas batallas sin que el orgullo le haya hecho tropezar nunca —dije—. Puede, incluso, que sea una de las claves de su éxito.

El Emperador sonrió.

—No me decepcionáis, dama Eona.

Erguí la espalda, cautelosa ante su tono jovial.

—Dama, me habéis golpeado, habéis entrechocado vuestras armas con las mías, habéis desobedecido mis órdenes y discutido mis decisiones. —La calidez de su voz me dejaba sin habla. No ocurre a menudo que un emperador encuentre a alguien dispuesto a hacer todo eso en nombre de la amistad. Necesito a alguien que no tema hacerme frente. Que sepa advertirme de que estoy traicionando el legado de mi padre o que estoy hablando desde la inexperiencia. Respiró profundamente—. Os pido que seáis mi naiso, dama Eona.

Los sonidos de la noche que reinaban alrededor quedaron enmudecidos por el latido de mi corazón. El naiso era el más alto consejero del emperador, y el único cargo de la corte que podía rechazarse sin castigo. En la lengua de los antiguos, la palabra significaba «portador de la verdad», pero quería decir más que eso; quería decir hermano, protector y tal vez también voz de la conciencia del emperador, lo que era mucho más peligroso. Era responsabilidad del naiso poner en tela de juicio las decisiones del soberano, criticar sus razonamientos y decirle la verdad por muy dura y desagradable que fuese.

Aquél era un cargo de vida, a menudo, breve.

Dejé que mi mirada se perdiera en la oscuridad mientras luchaba contra la confusión en mi mente. El naiso era siempre un hombre de edad avanzada. Un hombre sabio. Nunca una mujer. Un naiso de sexo femenino era algo casi tan impensable como un Ojo de Dragón femenino. Tuve que contener una carcajada que asomaba a mi garganta ante lo disparatado de mi condición: yo ya era un ser impensable… tal vez podía ser doblemente impensable. Sin embargo, dar consejos a un rey no estaba a mi alcance. No tenía ninguna experiencia en la política de un imperio, un asunto serio y a veces mortal. No tenía conocimientos en el arte de la guerra, de la batalla.

—Majestad, no soy más que una muchacha. No soy nadie. No puedo daros consejo.

—Tal como me recordasteis, y con justicia, sois el Ojo de Dragón Ascendente.

—Yuso sería mejor elección —dije, volviendo la vista atrás hacia la silueta del hombre que recorría en silencio el perímetro del claro—. Es un soldado de carrera. O Ryko.

—No, ambos han sido entrenadores míos —dijo el Emperador—. Son buenos, pero cuando es menester cuestionar al rey, el recuerdo del alumno no debe interponerse.

—¿Y la dama Dela? —aventuré.

—Es una cortesana y una contraria. No os lo estoy pidiendo porque seáis la única disponible en nuestra minúscula tropa. Ningún emperador está obligado a nombrar un naiso. Os lo pido porque creo que me diréis la verdad donde otros mentirían o se limitarían a complacerme. —Endureció el tono de la voz—. O me traicionarían.

—Pero yo os mentí sobre mi condición —repuse—. Mentí a todo el mundo.

—Vinisteis a mí, mientras velaba por el alma de mi padre, para contarme la verdad, cuando pudisteis haber escapado hacia las islas. Nunca habéis obrado contra mí, incluso cuando eso os ponía en peligro de muerte. En ello confío.

Confianza. La palabra penetró en mí, punzante. Había abandonado la idea de que alguien pudiera confiar en mí, y he aquí que mi Emperador deseaba poner su vida en mis manos.

Si aceptaba, pondría los pies en las arenas movedizas de la influencia y la responsabilidad.

Si no lo hacía, perdería su confianza y su buena opinión sobre mí. Perdería la ocasión de que se apoyara en mí, como si lo que yo tuviera que decir fuese digno de la atención de un emperador.

¿Podía ser yo quien él esperaba que fuese? La conciencia de un rey.

Inspiré profundamente, y en aquella inspiración se hallaba una plegaria para cualquier dios que quisiera escuchar: Ayúdame a ser su verdad. Y ayúdame a conocer mi propia verdad.

—Me sentiré honrada de ser vuestro naiso, Majestad —dije con una reverencia.

—De igual modo que yo me siento honrado por vuestra aceptación —dijo, con una sonrisa que se imponía a la rigidez de la ceremonia. Puedes tutearme; el emperador y su naiso se tratan mutuamente como iguales.

Me puse en tensión. No había duda de que se creía sus propias palabras, pero yo ya había visto semanas atrás, en el pabellón de la Iluminación Terrenal, la idea que tenía él de la igualdad. Se suponía que aquel pabellón era un lugar al que podían acudir mentes de todos los rangos, pero cuando su maestro contradijo su voluntad, la igualdad se transformó de repente en humillación. Por lo visto, la igualdad podía tener varios niveles; tenía que descubrir en cuál de ellos me situaba el Emperador.

—Hay una segunda parte en esa antigua máxima de «conoce a tu enemigo», Kygo —dije. La voz me tembló al pronunciar su nombre—. «Conócete a ti mismo.» ¿Cuál es tu punto débil? ¿Qué usará el Gran Señor Sethon contra ti?

—La inexperiencia —dijo él sin pensárselo dos veces.

—Tal vez. —Entorné los ojos e intenté ver al joven hombre que era él a través de la mirada de su tío. Sin experiencia, según sus propias palabras. Sin práctica en la guerra, pero valiente y bien entrenado. Progresista y compasivo, como su progenitor, y amante de sustentar los mismos ideales, los ideales que Sethon odiaba—. Creo que tu debilidad es el deseo de emular a tu padre.

Irguió la espalda.

—No creo que eso sea una debilidad.

—Yo tampoco —dije enseguida—, pero creo que así es como lo verá el Gran Señor Sethon. Ya derrotó una vez a tu padre.

Se estremeció ante mi franca valoración. No me atreví a moverme, ni siquiera a respirar, para el caso de que su idea de igualdad no coincidiese con la mía.

—Mi corazón no quiere creerte, naiso —dijo—. Pero en mis entrañas veo que estás en lo cierto. Gracias.

Entonces, ambos inclinamos la cabeza.

En su caso, no fue más que un leve movimiento, pero me dejó helada.

Aquello era un exceso de igualdad. Un exceso de confianza. Yo no había hecho nada para merecer que un emperador inclinase la cabeza ante mí. Ni siquiera había cumplido con mi primera obligación como naiso: ser portador de la verdad, por más difícil y peligrosa que fuera. Y la verdad que seguía ocultándole era, ciertamente, muy peligrosa.

Me había ofrecido su confianza. Si debía ser su naiso, tenía que darle la prueba de que yo podía ofrecerle también la mía.

—No puedo convocar a mi dragón. —Ya mientras pronunciaba aquellas palabras, sentía la imperiosa necesidad de tragármelas.

Su cabeza dio un respingo.

—¿Qué?

—No puedo usar mi poder.

Me miró con la boca abierta.

—¿Nada en absoluto?

—Cuando lo intento, las diez bestias que han perdido a sus Ojos de Dragón se nos echan encima, y todo lo que hay a mi alrededor es destruido.

—¡Por todos los dioses! —Se frotó la frente como si con la presión pudiera introducir las malas noticias en su cabeza. ¿Cuándo lo supiste?

—En la aldea de pescadores. Mientras curaba a Ryko.

—Cuéntamelo —dijo con seriedad—. Todo.

Tuve que contener mis emociones para describir la llamada al Dragón Espejo, la curación de Ryko y la fuerza destructora de las otras bestias en su intento de conseguir la unión con nosotras. Para concluir, le hablé del retorno del Señor Ido.

—¿Estás diciendo que no puedes usar tu poder sin Ido?

—¡No! Lo que digo es que él sabe cómo detener a los demás dragones, y yo no. No he recibido entrenamiento. Estaba empezando a aprender cuando… —Me estremecí. Él conocía muy bien los acontecimientos que habían impedido mi formación.

—¿Qué sucede con el diario rojo? Me dijiste que contenía los secretos de tu poder.

—Es una esperanza, no una certeza —repuse—. Está escrito en una antigua forma de caligrafía femenina, y en código. Dela lo está descifrando tan rápidamente como puede, pero aunque pudiese leérmelo entero ahora mismo, sería inútil. Si llamase a mi dragona para practicar con ella, las otras bestias me abatirían antes de que pudiese hacer nada.

—De modo que necesitas a Ido —dijo con acritud—. Lo necesitas para que te entrene y mantenga a raya a los dragones.

Rodeé mis piernas con los brazos y hundí la barbilla entre las rodillas.

—¿Necesitas a Ido o no? —La voz de Kygo se hizo más aguda, como si estuviera dando una orden.

—De todos modos, lo más probable es que esté muerto.

—Necesitamos saber si lo está o no. Viste una vez a través de sus ojos. ¿Puedes hacerlo de nuevo?

—¡No! —Miré hacia atrás por encima del hombro. Temía que mi vehemencia hubiese despertado al resto. Yuso desenvainó la espada hasta mitad de la funda, pero nadie más se movió.

Kygo levantó una mano para impedir al guardia que se acercara.

—Eona, tenemos que saber si está vivo. Por mucho que deteste a ese hombre, es el único Ojo de Dragón entrenado que queda.

Me había llamado por mi nombre, sin usar el título. El dulce y sencillo honor que me dispensaba quedaba superado por el peligro que entrañaba su petición.

—No puedo arriesgarme a llamar a mi dragón —susurré—. Morirá gente.

En aquel momento no podía evitar el recuerdo de la casa del pescador derrumbándose a mi alrededor, la presión del poder salvaje que penetraba hasta el fondo de mi corazón, el anhelo con que las bestias compungidas me aporreaban, el Dragón Rata abalanzándose contra ellos con una velocidad endiablada.

¡El Dragón Rata! Si él estaba en el círculo, eso significaba que había un Ojo de Dragón Rata vivo. Y si se trataba de Ido, tal vez podría sentir su presencia a través de su dragón.

Agarré con fuerza el brazo de Kygo.

—Puedo sencillamente mirar el mundo de la energía. Si Ido vive, ¡estoy segura de que podré sentir su hua!

—Acabas de decir que los otros dragones te despedazarían.

—No, no si no intento hacer uso de mi poder. Sólo iré, miraré y saldré lo antes posible.

—¿Será suficientemente seguro?

—Más seguro que convocar a mi dragona.

—Entonces, hazlo —dijo—, pero ve con cuidado.

Tuve un instante de duda. ¿Era más seguro?

—Si algo empieza a cambiar —dije, apuntando con el índice al cielo de la noche—, como el viento o las nubes, tira de mí para sacarme. ¡Hazlo sin tardanza!

—¿Cómo?

—Agita mi cuerpo. Chíllame al oído. Pégame, si hace falta. No dejes que me quede en el mundo de la energía.

Echó una mirada intranquila al cielo y asintió.

Primero me concentré en la respiración, profundizando en cada una de las inspiraciones hasta que logré la visión mental. Las sombras del bosque se retorcieron, temblorosas, hasta convertirse en una cascada de luces y colores. Luego me concentré en los movimientos de hua y entonces el mundo de la energía tomó forma. Allí arriba, la silueta borrosa del Dragón Rata seguía en su posición, al nornoroeste, y yo continuaba percibiendo la presencia de Ido, como si me estuviese observando. Estaba vivo, aunque la pálida languidez de su bestia no presagiaba nada bueno. En el este, las rojas escamas de mi bella Dragona Espejo relucían. Se agitó, su presencia se deslizaba hacia mí, y era inquisitiva. Nunca lo había hecho antes. Habría deseado tener respuestas y sentir el poder creciendo en mi interior, pero no podía arriesgarme a atraer a los diez dragones huérfanos. Alejé mi atención del animal rojo. Sin embargo, su sabor a canela seguía especiando mi lengua.

A mi lado, Kygo se había convertido en un perfil transparente. Su hua plateada palpitaba a lo largo de los doce senderos de su cuerpo, y sus siete puntos de poder, dispuestos a intervalos regulares entre el sacro y la coronilla, giraban sobre sus ejes, llenos de vitalidad.

Mis ojos se sintieron atraídos por un pálido resplandor en la línea de esferas giratorias. A diferencia de las demás, aquella estaba inmóvil pero latía con energía dorada, en la base de su garganta. La Perla Imperial. Su poder me atraía, su fuego suave acariciaba mi piel a medida que acercaba mi mano a ella y frotaba con los dedos su luminosa belleza. La calidez de la canela en mi boca se hizo eco del calor que emanaba la perla. Estaba tan cerca; podría arrancarla de su morada. Ahuequé las manos a su alrededor para sentir su peso. Las yemas de mis dedos reposaron en el cuello de Kygo. Sentía su pulso acelerándose sobre mi piel.

¿Qué estás haciendo?

Kygo agarró con fuerza mi muñeca. Un pesado anillo de oro me mordía la carne.

El dolor me arrancó del mundo de la energía, y las imágenes borrosas de las corrientes de colores se desvanecieron súbitamente. Pestañeé. El bosque era de nuevo una masa de sombras y luz de luna. Kygo me miraba intensamente, con los ojos muy abiertos. Mis dedos seguían presionando su pulso acelerado. Retiré la mano de un tirón.

—No lo sé.

Era mi primera mentira como naiso.