5

Mientras el cuerpo de Haddo se vaciaba de hua, Ryko emitió un rugido de liberación después de que su espada finalizara su inútil recorrido. Sabía que tenía que dirigirme al isleño para jurarle que no había controlado sus movimientos a propósito, pero no podía apartar la mirada de Haddo mientras se desplomaba en el suelo, atravesado por la espada del capitán. Su muerte sin sentido me desgarraba como una flecha con la punta mellada.

—¡Se suponía que debíais capturarlo vivo! —grité—. ¡Deberíais haberlo cogido con vida! ¡Habéis fallado a vuestro Emperador!

Me disponía a abalanzarme sobre el capitán, pero algo me agarró brutalmente por el hombro y me hizo retroceder.

—¡No! ¡Soy yo quien ha fallado! —Agitó mi cuerpo con fuerza y me hizo volver junto a él—. Tardé demasiado en dar la orden.

—El capitán podría haberse detenido. Tenía tiempo.

El Emperador negó con la cabeza.

—Fui demasiado lento.

—La dama Ojo de Dragón está en lo cierto, Majestad —interrumpió el capitán, con la voz llena de frialdad—. No obedecí vuestras órdenes.

El Emperador me soltó inmediatamente y se apartó para abrir un cierto espacio entre nosotros.

—Sí, claro —murmuró sonrojándose—. La dama Ojo de Dragón.

Yo me alejé un poco más de él, y entonces vi cómo el capitán arrancaba su espada del pecho de Haddo. Al hacerlo, el cuerpo del teniente se desplomó sobre el pavimento como un muñeco inútil. El oficial había sido nuestro enemigo, pero también un hombre amable y un marido que había sabido cuidar de su mujer, ahora viuda. Cerré los ojos, pero no sentí ningún alivio; el lugar de Haddo en mi mente lo ocupaban ahora los ojos sin vida del soldado en el palacio conquistado. El primero al que había matado con mis propias manos, pero, probablemente, no el último. Yo no era nadie para juzgar al capitán.

—Majestad, mío es el error —dijo él—. Os ofrezco mi espada y mi muerte inmediata.

Se arrodilló ante nosotros y, con la frente en el suelo, alzó la espada para entregársela a su Emperador. Aunque había limpiado la hoja, el acero seguía manchado con la sangre de Haddo. Desvié la mirada.

El Emperador se puso en pie. Apretó las mandíbulas en una mueca que revelaba su cansancio y su horror.

—Declino tu ofrecimiento, capitán Yuso: Tu muerte me será más útil en otro momento y lugar.

Era fácil comprender el ritual en aquellas palabras: ambos hombres se refugiaban en los ceremoniales del honor.

Yuso hizo una reverencia.

—Mi vida os pertenece, maestro celestial. —Se sentó sobre sus talones—. Sería un suicidio sin sentido permanecer aquí por mucho tiempo, Majestad —añadió con una adusta sonrisa—. Mis hombres han intentado contener a la patrulla, pero si alguno de ellos ha conseguido escapar, no tardarán en aparecer los refuerzos. Sugiero que hagamos limpieza y nos marchemos.

El Emperador observó el patio.

—Buen consejo.

La expresión de Yuso mostró entonces una estudiada frialdad.

—Majestad, no podemos permitirnos tomar prisioneros —echó un vistazo al cuerpo caído de uno de sus guardias—, ni hacernos cargo de ningún herido que no pueda cabalgar.

Vi que Ryko tensaba el cuerpo, en un gesto de disconformidad. El otro guardia imperial que había sobrevivido a la refriega miró con expresión de inquietud, primero al isleño, luego de nuevo a su capitán.

Junto a mí, el Emperador tomó aliento ruidosamente.

—¿Es eso necesario, Yuso?

El capitán hizo un breve gesto de asentimiento.

—No estoy de acuerdo —dijo Ryko, mientras se arrodillaba—. Disculpad mi franqueza, Majestad, pero creo que…

El Emperador alzó una mano para hacerle callar. La luz del sol se reflejó en un gran anillo que lucía en su mano mientras interrogaba a Yuso.

—Sus razones, capitán.

—Cuanta menos información le llegue al Gran Señor Sethon, mejor —dijo Yuso—. Disponemos de muy pocas ventajas: no saben cuántos somos ni adónde nos dirigimos, y todavía creen que la dama Ojo de Dragón es el Señor Eón; si dejamos a alguien atrás, a quien sea, todo ello llegará a oídos del Gran Señor, por lealtad o bajo tortura.

Hasta aquel momento, no había comprendido del todo de qué estaban discutiendo. Ahora estaba claro, y me ponía enferma de repugnancia. Yuso quería matar a todos cuantos aún permanecieran con vida en el campo de combate. Amigos y enemigos. Yo ni siquiera podía articular palabra ante semejante crueldad.

—¿Ryko? —inquirió el Emperador. Había un leve tono de súplica en su voz.

—Lo que dice el capitán Yuso es cierto —admitió Ryko a regañadientes—. Pero no es lo que vos… no parece honorable, Majestad.

—Quizás has pasado demasiado tiempo en el harén, Ryko —dijo el capitán Yuso.

El Emperador tensó el rostro. Kygo me había confesado en una ocasión que temía que su infancia en el harén le hubiese vuelto demasiado sensible. Demasiado femenino. Si Yuso lo sabía, entonces se trataba de un hombre que jugaba a fondo sus bazas, pues su pulla habría dado en la verdadera diana.

Como si nada hubiera pasado, el Emperador dirigió entonces su mirada hacia alguien que estaba detrás de mí.

—¿Eres tú, dama Dela?

Giré la cabeza y vi a Dela haciendo una profunda reverencia.

—Acompaña a la dama Ojo de Dragón fuera del campo de batalla y prepárate para la evacuación. —El Emperador alzó la vista al cielo del alba, teñido de rojo—. Partiremos en un cuarto de hora.

—¡No! —dije—. Majestad, no podéis estar pensando…

—¡Dama Ojo de Dragón! —Su voz era dura. El cansancio había afilado los últimos vestigios de redondez juvenil en sus rasgos. Su rostro era ahora el de un hombre, un hombre cansado y abatido—. ¡Marchaos! —Hizo señas a la dama Dela para que se retirara.

Dela me cogió de la mano y me obligó a erguir la espalda. La miré a los ojos intentando conseguir su apoyo, pero ella hizo un leve gesto de negación con la cabeza.

—¿Dónde están vuestras espadas?

Mis espadas: durante un breve momento de locura quise cogerlas para sentir la fuerza de Kinra introduciéndose bajo mi piel, hasta mi corazón. Ella sabría cómo detener al Emperador. Agité la cabeza para sacudirme el impulso… no, ella lo mataría.

—Yo las cogeré —dijo Ryko con sequedad.

Dela apretó más las manos todavía y me llevó a un extremo del patio. Allí, ante mí, un cuerpo tendido en el suelo se estremeció. Oí un tenue lamento.

—¿De verdad van a…? —no pude terminar la frase.

Dela me hizo avanzar más allá del soldado y su quejido.

—No lo sé. Estamos luchando por salvar nuestras vidas, Eona. —Podría intentar curarlos.

—¿Has hallado el modo de controlar tu poder? —preguntó Dela.

—No.

—En ese caso, no puedes ayudarlos.

—Pero está mal —dije, mientras daba un estirón para soltarme.

Ella me atrajo hacia sí, forzándome a seguir sus pasos apresurados.

—No quieren cerca a mujeres que les recuerden la vida y la compasión, cuando tienen que hacer frente a la brutalidad de la guerra.

Pensé en Kinra: no todas las mujeres representaban la vida y la compasión. Y en cuanto a mí misma, apenas sabía ser mujer y, tras la carnicería en la aldea de pescadores, nadie podría considerarme un símbolo de vida. Aun así, Yuso reclamaba más muerte, y el Emperador se la concedía. Apreté los puños.

Dela me metió a empellones en la posada, a través del cortinaje rojo. La única lámpara de pared se había apagado y había dejado el zaguán casi en penumbra. Agucé el oído para escuchar lo que ocurría en el patio. Una parte de mí temía los sonidos que pudiesen llegar hasta el aire viciado del interior, pero otra sabía que tenía que escuchar. Hasta ese momento, nada atravesaba los muros excepto el canto de los pájaros que despertaban y los mugidos de nuestros bueyes.

—¿Estáis herida? —preguntó Dela mientras me empujaba hacia la escalera.

—Sólo la mano —dije, y la levanté para que la inspeccionara.

Las perlas se estiraron y comprimieron mi antebrazo y el libro se mantuvo en su sitio. Por primera vez, su entrechocar me asustó. Si las espadas de Kinra estaban forjadas para matar al Emperador, entonces, ¿cuál sería el propósito del libro? Tal vez contenía gan hua, energía negativa destilada de hua y dirigida contra el Emperador. La gan hua podía ser una fuerza mortal si no contaba con el contrapeso de la energía positiva correspondiente, la lin hua. Contuve un acceso de pánico. Había depositado todas mis esperanzas en el diario de una traidora. Aunque conservara en su interior todos los secretos del poder de mi dragón, era un objeto inútil; no podía confiar en las palabras de una mujer que había intentado asesinar a su emperador y que había hecho viajar su odio a lo largo de cinco siglos.

No debía arriesgarme a transportar un libro cuyo poder era capaz de introducirse en mi mente y hacerse con ella, como habían hecho las espadas.

—¿Mi Señora?

Ambas dimos media vuelta. Vida estaba junto a la puerta trasera.

—Solly y yo hemos capturado algunos caballos de los guardias —dijo—. He metido cuanto he podido en las alforjas.

—Muy bien —dijo Dela—. ¿Dónde están nuestras ropas? La dama Eona debe vestirse. Y también necesita una cura.

Además, necesitaba desprenderme del libro que llevaba atado al antebrazo… y a mi mente. La decisión me provocó un nudo en la garganta y un sentimiento de pérdida. El libro había sido un compañero fiel durante las últimas semanas, un símbolo de esperanza y de poder. Me sentía como si un amigo leal me hubiera traicionado súbitamente.

Vida nos hizo señas para que la siguiéramos hasta el patio de establos. Allí fuera, el aire olía a animales asustados, cereales y estiércol, un alivio comparado con el hedor de la sangre y las entrañas de los hombres esparcidas por el patio principal. Tomé aliento entrecortadamente, con la esperanza de sobrevivir a la consternación que amenazaba con aplastarme. Si no podía confiar en el libro, ¿cómo aprendería a controlar mi poder?

Había cuatro caballos amarrados a la barandilla del establo. Solly deambulaba entre ellos, calmándolos mediante dulces caricias y palabras suaves. Al ver que nos acercábamos, nos detuvo con un gesto de la mano.

—Señoras. —Agachó la cabeza en una breve reverencia, con su sonrisa habitual de dientes mellados reducida a la delgada línea de sus labios—, manteneos a distancia de los caballos. Están entrenados para la batalla y cocearán a cualquiera que se acerque a sus cuartos traseros.

Dela me hizo avanzar hacia el establo.

—Id con Vida y que os ponga un vendaje en el brazo —dijo—. Y vestíos, pero no con la túnica de luto. Algo que llame menos la atención.

Seguí a Vida. Ambas dimos un amplio rodeo para evitar a los caballos hasta llegar al cobertizo. Los bueyes mugieron al vernos pasar ante sus establos. Seguramente estaban hambrientos. Me di cuenta de que yo también lo estaba, y no pude evitar una sonrisa irónica; a mi cuerpo no le preocupaban ni la traición ni la desesperación, sólo la comida y el descanso.

Vida me miró por encima del hombro.

—¿Cómo de mala es la herida?

El abrazo de la cadena de perlas había atenuado el dolor. Ahora, al mirar la herida, sentía una punzada con cada movimiento de los dedos. Le mostré el corte superficial en el reverso de la mano.

—No es nada —dijo—. Ya no sangra.

Hizo una pausa antes de continuar.

—He visto lo que habéis hecho por Su Majestad. Cómo hicisteis que se detuviera —dijo—. Habéis sido muy valiente.

Miré a la muchacha con cierto recelo. No estaba acostumbrada a que me dirigiese palabras tan cálidas.

Ella se apresuró hacia la parte posterior del carro.

—He metido todos los vendajes en las alforjas. Cuando estéis vestida, seguro que encontraré algunos. —Abrió la lona trasera y levantó la tapa de la primera cesta. Hurgó con la mano en su interior. Aquí, poneos esto.

Me pasó un par de sandalias de suela delgada, hechas para las calles pavimentadas de una ciudad, y siguió rebuscando entre el contenido de la cesta. Finalmente, extrajo dos bolsas que contenían ropa cuidadosamente doblada, una de color teja y la otra verde oliva. Con un rápido gesto de las muñecas desplegó la de color teja, que se transformó en una falda larga, completa. La ropa verde era una túnica; las prendas de diario de la esposa de un mercader. La resistencia nos había dado un buen surtido.

Se puso en cuclillas y abrió la falda por la cintura.

—Deprisa, mi Señora.

Introduje los pies en la abertura cortada en la tela de lino. Vida la estiró hacia arriba sobre mi enagua manchada de sangre y luego me la anudó con destreza alrededor de la cintura. Aunque apenas acababa de amanecer, el aire ya era cálido y pegajoso. Cuando llegara el mediodía, me asfixiaría bajo todo aquel ropaje.

—Los brazos, por favor.

Los alcé, obediente. Aquella acción tan usual me trajo a la memoria el recuerdo de Rilla vistiéndome en palacio. ¿Estaban a salvo Chart y ella? Aunque los había liberado a ambos de la esclavitud al tomar posesión de la herencia de mi señor, y había nombrado a Chart heredero de la finca, aquello no era garantía de protección. En especial si el Gran Señor Sethon los había convertido en rehenes para lograr mi rendición.

Vida hizo pasar mi cabeza por el cuello de la túnica y la estiró para que me cubriese el pecho, hasta las caderas. Tras hurgar de nuevo en el cesto, sacó una faja de color rojo; debía ser de seda, a juzgar por cómo brillaba. Aquello hizo que me preguntara de quién era la ropa que vestía; la falda y la túnica no eran nuevas. Por otra parte, la mujer de un mercader nunca dejaría fácilmente que la despojaran del único retal de seda al que tenía derecho por ley. Un pensamiento terrible acudió a mi mente: ¿acaso eran aquellas las ropas de una mujer a quien yo había matado? Agité la cabeza para sacarme de encima aquella morbosa idea. No, la ropa era de demasiada calidad para una aldeana.

Vida me envolvió tres veces la cintura con la faja y la anudó por delante. Dio un paso atrás y me observó con detenimiento. Luego ajustó el cuello alto de la blusa.

—Vais muy despeinada —dijo—. Supongo que no importa. No vamos a viajar por caminos frecuentados.

Metí los dedos por debajo de la faja; me iba muy ceñida.

—He encontrado esto en la habitación. —Vida extrajo de un bolsillo hondo de su vestido dos bolsas de piel desgastadas—. Son importantes, ¿no es cierto?

Mi brújula de Ojo de Dragón y mis estelas funerarias. Tendí la mano para cogerlas, pero entonces me retuve. La brújula también había pertenecido a Kinra. Probablemente, estaba anclada en su poder, más incluso que el diario.

—Empaquétalas —dije. Vida estaba a punto de guardarlas de nuevo en su bolsillo—. No, espera.

Agarré la bolsa de las estelas y la introduje entre los pliegues de mi faja. Cuando hubiera un momento de calma y soledad, rezaría a Kinra para rogarle que me dejara en paz.

Con el fin de disimular mi brusquedad, doblé la espalda y me dispuse a calzarme las sandalias. Pero la voluminosa falda entorpecía mis movimientos.

—Es imposible, con toda esta ropa —dije, mientras recogía el dobladillo con una mano—. Preferiría llevar túnica y pantalón de hombre.

—Eso es lo que querríamos todas —dijo Vida.

Dejé un momento mi tarea y miré hacia arriba; ¿se estaba congraciando conmigo?

—No todas. La dama Dela, no —dije, vacilante, con una fugaz sonrisa.

Ella soltó una carcajada.

—Bien cierto.

—¿Qué es cierto sobre la dama Dela? —preguntó la contraria, mientras los bueyes mugían de nuevo al verla pasar.

Vida se sonrojó al instante y retrocedió, pero fui yo quien respondió:

—Nosotras queremos vestir pantalones, mientras que vos preferiríais volver a llevar falda.

Dela dibujó una sonrisa entristecida.

—Más que nada en este mundo.

Nos traía un cordel enrollado del que colgaban frutos secos, raciones de viaje para soldados que, sin duda, habían recuperado de las provisiones de Haddo.

—Comed algo antes de partir. Y poneos un vendaje en la mano.

—Dela —dije, cuando ella se disponía a dejarnos—. ¿Podéis hacer una cosa por mí? —Me desaté las perlas, sin hacer caso de la férrea resistencia que ofrecían ni del tenue sentimiento de pérdida que percibía en el corazón—. ¿Podéis haceros cargo del libro?

—¿Queréis que lo lleve?

Sostuve el libro en la mano. Las perlas lo envolvieron de nuevo con fuerza.

—Sólo vos podéis descifrar la escritura —dije—. De este modo, podréis trabajar con él siempre que queráis.

Me observó un momento, con su mano posada sobre la mía. ¿Presentía que le estaba ocultando algo? Yo no podía, de ningún modo, contarle que mi antepasada, en quien habíamos depositado todas nuestras esperanzas, había sido una traidora. No se lo podía contar a nadie. Ya no me parecía extraño que Kinra hubiera sido suprimida de los registros, ni que su dragón hubiera huido del círculo durante quinientos años. Aquélla era la sangre mancillada que corría por mis venas. El legado imperdonable que yo debería enderezar ante los dioses.

Dela acabó cogiendo el libro.

—Estoy a vuestro servicio, dama Ojo de Dragón —dijo, y metió el diario con la ristra de perlas guardianas bajo su túnica.

Vida me estaba poniendo la venda en la mano cuando el Emperador apareció por el callejón. Andaba erguido y veloz. Ryko, Yuso y el único guardia imperial indemne lo seguían a prudente distancia. Incluso desde el lugar donde estábamos sentadas, junto a la puerta del establo, podía percibirse la tensión entre los hombres.

—¿Están preparados los caballos? —espetó dirigiéndose a Solly. ¿Han bebido?

El hombre de la resistencia se arrojó al suelo de rodillas y rozó el suelo con la frente.

—Sí, Majestad.

Vida siguió el ejemplo de Solly y se postró ante él sobre el suelo mugriento. Yo hinqué la rodilla y doblé la espalda para formar el cuarto creciente. No me di cuenta de mi error hasta que Dela, con un siseo, me puso la mano en la cabeza para que me agachara aún más; había hecho la reverencia propia de un señor, no de una dama.

—Levantaos —dijo secamente el Emperador.

Nos pusimos de pie. Echó una ojeada a los caballos.

—¿Sólo cuatro? —dijo—. ¿Cuántos somos?

—Ocho, Majestad —respondió Dela.

—Entonces montaremos de dos en dos. Debemos poner cuanto antes tierra de por medio con esta miserable posada.

Ryko dio un paso adelante. Tal como había prometido, llevaba las espadas de Kinra. Las hojas estaban ahora relucientes. Había faltado tan poco para que se manchasen con la sangre del Emperador… No podía arriesgarme a tocarlas en su presencia.

—Majestad —dijo Ryko—, ¿puedo sugerir que permitáis a la dama Eona cabalgar con vos? Vuestro caballo no está en condiciones de cargar con dos hombres.

El argumento era muy razonable, pero yo sabía que lo había sugerido con el fin de alejarse de mí todo lo que pudiera. No había tenido la oportunidad de hablar con él sobre mi extraño control de su voluntad durante la batalla. Intenté apartar de mí un sentimiento premonitorio. Yo no deseaba controlar la voluntad de nadie, y sin duda no quería que ninguna barrera se interpusiera entre nosotros. La confianza de Ryko en mi persona ya había quedado ensombrecida por la duda.

—No, Ryko. —Yuso movió negativamente la cabeza. Su oposición era tan fuerte que avanzó para situarse junto al isleño—. No es buena estrategia que Su Majestad y la dama Ojo de Dragón viajen en un mismo caballo.

El isleño alzó la barbilla.

—Lo es en este caso, capitán. Podemos rodearlos y protegerlos a ambos sin perder velocidad.

Yuso observó a su subordinado.

—Y si nos persiguen y nos dan caza, podemos perderlos a ambos. No, es mejor repartir nuestros tesoros que dejarlos en un único lugar para que nos los arrebaten de una sola tacada.

—Ya basta —dijo el Emperador con aire cansado—. No tenemos tiempo para discusiones. La dama Eona cabalgará conmigo. Ju-Long es fuerte de corazón, pero está casi exhausto. Un menor peso será un alivio para él.

Los dos soldados hicieron una reverencia.

El Emperador contempló su ropa de duelo, manchada de sangre.

—Dama Dela, encontrad algo para que pueda vestirme. Estos ropajes ya no honran a mi padre. El resto, formad parejas cuidando de no cargar demasiado los caballos.

—Por aquí, Majestad —dijo Dela, invitándolo a adentrarse en el establo.

—Deberíais comer algo más de esos frutos secos —dijo Vida, mientras señalaba mediante gestos las raciones de viaje que llevaba colgando de la faja—. Será un día duro.

—Vida —gritó Solly—. Trae acá esas bolsas de comida.

La muchacha hizo un gesto con la cabeza en dirección a mis raciones, luego se colgó al hombro unas voluminosas bolsas. Entonces me fijé en Ryko y en su compañero de la guardia, que estaban comprobando las sillas de montar y los estribos. En el aire reinaba un silencio pesado. ¿Qué había pasado en el patio, capaz de causar tanta tensión? La imagen de la espada atravesando el pecho de Haddo apareció en mi mente.

Desaté apresuradamente la cuerda con los frutos secos, mientras me concentraba en la tarea de borrar aquella imagen terrible. Finalmente liberé el cordel y pude arrancar una gran porción de ciruela seca. Me metí en la boca la pieza entera, una costumbre masculina que tendría que cambiar, pero esta vez nadie me estaba mirando. Cerré los ojos y mastiqué hasta llenar mi boca de polvoriento dulzor. Sentí que una profunda fatiga se apoderaba de mí, como si aquel fruto azucarado hubiera sido el detonante. Sólo deseaba dormir, hallar un refugio más allá de la sangre y el horror, pero tenía por delante un largo día de dura cabalgada. Lancé una sencilla plegaria a los dioses: ayudadme a sostenerme a la grupa del caballo del Emperador. Ayudadme a hallar el modo de vivir con tan persistentes fantasmas.

—Dama Eona.

Abrí los ojos. El Emperador estaba de pie frente a mi, vestido con una túnica lisa de color marrón y pantalones. El cuello alto cubría la Perla Imperial, aunque dejaba a la vista los rugosos puntos de sutura que unían la gema a su piel. Me tragué lo que quedaba de la ciruela.

—Majestad —dije, y me dispuse a hacer la reverencia. Me tomó por el brazo cuando estaba a medio camino y me forzó a levantarme de nuevo.

—Éste no es momento ni lugar para el protocolo cortesano —espetó—. Veo que ya no cojeáis. Un regalo de los dioses para premiar vuestra valentía, sin duda.

Entreabrí los labios para responder, pero no tuve ocasión.

—Tenéis mi gratitud —prosiguió—, por haberme apartado de la ira asesina. Ya sé… —Hizo una pausa, sus ojos se ensombrecieron súbitamente—. Sé todo lo que ocurrió. Vuestro coraje y lealtad…

—¿Todo? —repetí. ¿Sabía que las espadas de Kinra habían estado a punto de matarlo?

Me miró fijamente.

—Puedo verlos a todos. Puedo ver los rostros de cada uno de ellos.

Ah, yo no era la única que luchaba contra sus fantasmas. Aunque sabía que no debía preguntar por los soldados caídos en el patio, el horror compartido de la mañana y su afligida gratitud me hicieron osada, otra vez. Toqué su brazo.

—¿Disteis muerte también a los heridos?

Se irguió, y el vasto abismo que separaba nuestras jerarquías respectivas se hizo patente de nuevo.

—Ésa fue una decisión militar, dama Eona. No queráis sobrepasar vuestro rango.

—Vuestro padre nunca habría hecho algo así —dije.

—Vos no sabéis lo que mi padre habría hecho o dejado de hacer.

Vi con el rabillo del ojo que Ryko y el otro guardia dejaban por un momento sus preparativos y se giraban a mirarnos, pero yo no podía dejar la discusión a medias; quería que Kygo fuera digno hijo de su padre.

—¿Los matasteis? —pregunté de nuevo—. Decidme que no lo hicisteis.

—¿Quién creéis que sois para hablar a un emperador en ese tono? No sois mi naiso; no acepto vuestros consejos ni vuestras críticas —dijo con frialdad—. Ni siquiera sois un verdadero señor, sino una mujer. Manteneos en el lugar que os corresponde.

Por un momento, su desprecio me dejó sin palabras. Entonces, algo abrasó las ataduras del deber y el temor. ¿Era mi propia rabia, o los rescoldos de la antigua ira de Kinra? No lo sabía y, además, de repente, dejó de importarme. Sólo sabía que ese algo era mío y era poderoso.

—Soy el Ojo de Dragón Ascendente —dije apretando los dientes—. Sea yo un hombre, una mujer o ninguna de las dos cosas, soy el único vínculo que tenéis con los dragones. Haréis bien en recordarlo.

La verdad de mis palabras se reflejó en el oscuro destello de sus ojos.

Se acercó un poco más, usando su altura para acobardarme.

—Espero que podáis hacer honor a lo que ello comporta —dijo—. Muchos hombres y mujeres dependen de vuestro poder. Sin embargo, Ryko me dice que seguís sin controlarlo, que destruisteis una aldea y matasteis a treinta y seis personas. Gente inocente que no podía luchar.

—Por lo menos, no fue una acción deliberada —dije para mostrar mi firmeza—. Por lo menos, sé que estuvo mal.

—Yo tampoco lo pude controlar. Lo visteis con vuestros propios ojos. No sabía lo que hacía.

—No hablo de vuestra ira asesina —insistí—. Hablo de esos hombres que habían quedado con vida, en el patio.

Pensé que me golpearía. En lugar de eso, dio un paso atrás, con los brazos a lo largo de los costados y los puños cerrados.

—No necesito una segunda voz de la conciencia, dama Eona. Cuidad de vuestra propia moralidad y dejad en paz la mía.

Cruzó el recinto a grandes zancadas en dirección a Ju-Long, el gran caballo rodado, que seguía atado a la barandilla del establo. Vi cómo acariciaba el lomo cubierto de sudor del animal, con la cabeza baja. Aunque la rabia seguía rugiendo en mi interior, algo frío y húmedo, amargo, apareció.

La decepción.

—Dama Eona —dijo Ryko.

Me giré y le hice gestos de que no se acercara. No podría soportar tener que enfrentarme también a su enfado.

Alargó los brazos para mostrarme las espadas de Kinra.

—No hay lugar para más vainas en la alforja de Su Majestad —dijo en tono agresivo—. ¿Deseáis transportar las espadas en una vaina colgadas del cuarto trasero?

—¡No! —Era casi un grito. Respiré hondo para dotar de una pizca de tranquilidad a mi voz—. Llévalas por mí, te lo ruego.

Hizo una rápida reverencia, con el rostro adusto. Era la expresión de un sirviente.

—Como deseéis.

El Emperador condujo a su caballo hasta el centro del patio de establos y se montó en él con un ágil movimiento. Llamó al otro guardia.

—Tiron, ayuda a la dama Eona a montar. No tiene experiencia en cabalgar.

Sentí que me ruborizaba. La última vez que me había visto montar a caballo era la noche del golpe de mano en el palacio… la misma noche en que había descubierto que yo no era el Señor Eón sino una muchacha. Recordé avergonzada su mirada feroz recorriendo todo mi cuerpo, y su rabia.

El Emperador me hizo señas para que me acercara.

—Viajaréis a mi espalda. Usad las rodillas para sujetaros, pero intentad no entorpecer los movimientos de Ju-Long.

Con un simple y rápido movimiento de la mano indicó a Tiron que se arrodillara junto al caballo. El joven guardia se sonrojó al ver que yo recogía la falda con las manos. Miró educadamente hacia otro lado mientras yo ponía el pie sobre las palmas de sus manos entrelazadas.

—Preparada —dije.

De repente, me encontré en el aire. Torcí el cuerpo, extendí torpemente la pierna curada sobre el flanco del animal y busqué el modo de agarrarme a la parte posterior de la silla de montar. Aterricé pesadamente y cerré las rodillas en un acto reflejo. El animal no tuvo más remedio que desplazarse lateralmente, tableteando con las pezuñas sobre los adoquines. El Emperador corrigió el movimiento mientras yo intentaba desesperadamente no caerme de aquella grupa huesuda y musculosa, que cambiaba continuamente de posición.

—Tenéis permiso para tocarme, dama Eona —dijo escuetamente el Emperador una vez hubo conseguido que el caballo se quedase quieto, aunque todavía intranquilo—. Si no, acabaréis en el suelo.

No sin vacilación, me solté de la silla y apoyé las manos en la cintura del Emperador. A través de su túnica, podía sentir el calor de su cuerpo y la tensión que ejercían sus músculos trabajando para controlar el animal.

—Quería decir que os agarraseis a mí. —Me cogió los brazos para obligarlos a rodear estrechamente su cintura y presionó mis manos contra su estómago.

Acerqué el cuerpo a su espalda, apretándolo con fuerza contra la silla.

—Podéis montar —ordenó al resto.

No me atreví a echar la vista atrás por miedo a caerme del caballo. Desde atrás nos llegó el estrépito de las pezuñas y la voz de Dela que maldecía tras fallar en el primer intento de montar. Me fijé en las diminutas joyas rojas entretejidas con los cabellos de la larga trenza del Emperador, mientras ajustaba lentamente la presión de mis rodillas contra los flancos del caballo. La tensión ya se acumulaba en mis muslos, y me dolía el cuello. El único lugar en el que podía descansar mi cabeza era el espacio entre los dos omóplatos del Emperador, pero era una postura demasiado íntima. No podía tomarme tal libertad.

—En marcha —gritó.

Empezamos al paso, aunque pronto nos pusimos al trote. Mis brazos se aferraron aún más a la cintura de Kygo, instintivamente. Intentaba encontrar el ritmo adecuado para que mi trasero no golpeara con demasiada violencia los flancos del caballo, y al mismo tiempo no me quedara triturado el vientre al rebotar contra el borde posterior de la silla, que se curvaba hacia arriba.

—No luchéis contra el movimiento —dijo el Emperador, mirándome por encima del hombro con el ceño fruncido—. Relajaos y apoyaos en mí o ambos nos iremos al suelo.

Entonces me di cuenta de cuál era nuestro camino.

—¿Vamos a pasar por delante de la puerta principal?

—Yuso quiere que crucemos el pueblo antes de adentrarnos en el bosque.

Noté cómo sujetaba las riendas mientras doblábamos la esquina de la casa para cruzar el patio. El hedor hizo que el caballo alzara la cabeza y soltara un fuerte relincho de disgusto. Antes nosotros yacían los cuerpos, tendidos sobre el pavimento adoquinado empapado de sangre y excrementos. Negras aves carroñeras ya estaban arrancando vísceras y tirando de las extremidades. Alzaron el vuelo con sus pesados aleteos al vernos llegar. El Emperador guió al caballo hasta el límite del recinto y luego le obligó a pasar entre los cadáveres. Quise cerrar los ojos, volver la cabeza hacia un lado, pero algo llamó mi atención.

Se movían.

Un soldado gateaba. Otro intentaba levantarse apoyándose en la pared de la posada, tambaleándose y gimiendo de dolor.

—No están muertos —dije—. No los habéis matado.

—Mejor les iría si lo hubiéramos hecho —replicó el Emperador con un tono áspero en su voz—. La mayoría morirán, por mucho que el médico local haga por ellos. Y los que sobrevivan nos delatarán.

—Me alegra que no lo hayáis hecho.

Me miró por encima del hombro.

—¿Os alegraréis cuando mi tío descubra vuestro engaño? ¿Y cuando sepa dónde nos encontramos? —Dirigió al caballo a través de la puerta del recinto de la posada—. No hay nada aquí de lo que alegrarse.

Kygo se equivocaba. Espoleó al caballo para que se pusiera a cabalgar a medio galope. Aquel ritmo me haría crujir los huesos. Apoyé entonces la cabeza en su hombro y recosté el cuerpo en el robusto soporte de su espalda.