El corpulento hombre entró tambaleándose en la habitación, jadeando agitadamente a intervalos irregulares. Dejó caer el arma y dobló la espalda.
Dela fue corriendo hacia él.
—¿Estás herido?
—No. —Ryko cogió la mano que Dela le tendía y la mantuvo apartada a distancia de un brazo—. No importa. —Tomó un aliento tembloroso—. El Emperador Perla está abajo.
—¿Aquí? —Vida estaba aterrada—. ¿Por qué?
El rostro de Ryko, iluminado por la luz de la luna, mostraba una gran adustez.
—Cuando encontré a Su Majestad, le dije que Sethon había matado a su madre y a su hermano. Enloqueció. Una especie de ira de sangre. Mató a dos de su propia guardia, y luego se dirigió hacia aquí en busca de los hombres de Sethon. Derriba a cualquiera que se cruce en su camino. A cualquiera.
—Si le dan muerte, todo estará perdido —dijo Vida.
Miré las empuñaduras de adularia y jade que llevaba en las manos. Su pálido resplandor se desdibujó para dar paso a una imagen de la Perla Imperial que Kygo llevaba cosida a la base de la garganta. Agité la cabeza para borrar la imagen de mi mente. Lo logré, pero un leve zumbido persistió en la base de mi cráneo.
—Debemos detenerle —dijo Vida—. Desarmarlo. Sacarlo de aquí.
—¿Desarmarlo? —dijo Ryko—. No podemos enarbolar un arma contra el Emperador. —Se limpió la sangre que le cubría los ojos—. Dela, llevad a Eona a un lugar seguro. Id, mientras siguen combatiendo en el patio.
—No iré a ninguna parte —dije—. Debemos detener al. Emperador.
El zumbido iba en aumento.
—No podemos hacerlo —dijo Ryko—. No podemos tocarlo.
Agarré fuertemente las espadas de Kinra.
—Yo sí puedo.
Ya había golpeado al Emperador Perla en una ocasión. Hacía menos de una semana que lo había abofeteado con el revés de la mano para evitar que me estrangulase. Él había creído que yo era el Señor Eón, su poderoso aliado. Cuando le confesé que era una muchacha, la rabia que se desató en él había sido terrible.
Me volví hacia Vida.
—Busca a Solly y traed unos caballos.
—¿De dónde? —protestó.
—No lo sé. ¡Hazlo!
Me dirigí a la puerta, pero Dela me cerró el paso.
—Déjame pasar —dije.
—No. No debéis poneros otra vez en peligro.
—Apártate de mi camino, Dela.
Intenté rodearla, pero ella se movió en la misma dirección.
—Si morís, dama Ojo de Dragón, el Emperador no podrá reclamar su trono —dijo.
Un torrente de energía que no era mío explotó a través de mi cuerpo. Golpeé el pecho de Dela con el codo, y la dejé sin aliento. Entonces se desplomó.
Durante un momento que pareció eterno, nadie se movió. Luego Dela tomó una ronca bocanada de aire. Tenía los ojos abiertos como platos por el asombro. Mi propia estupefacción me hizo dar un paso atrás. La violenta energía procedía de mis espadas. De Kinra.
—¡Detenía, Ryko! —jadeó Dela finalmente.
Él se hizo atrás.
—No puedo. —Me miró con los ojos desorbitados, como si fuese yo quien le detenía a él. Su rostro empalideció de terror. No puedo.
—¿Qué? —chilló Dela. No podía creer lo que veía.
Empujé a Ryko a un lado y Dela me siguió por el pasillo en penumbra. Corrí hacia la escalera y descendí los peldaños de dos en dos. Al doblar el descansillo, el ruido sordo procedente del patio devino más claro, se distinguían fuertes gritos y alaridos y el entrechocar de las espadas.
—¿Qué te ocurre, Ryko? —preguntó Dela. Ambos me seguían—. ¿Por qué no la has detenido?
—¡No lo sé! ¡No podía… moverme!
Salté los últimos peldaños y aterricé pesadamente en el vestíbulo. No me había acostumbrado todavía a la movilidad de mi cuerpo rehabilitado. La firme determinación de Kinra desbordaba mi mente y me lanzaba al combate. Tras de mí, Ryko y Dela descendían las escaleras con gran estrépito.
—Eona, esperad —imploró Dela.
Me aparté, agachando la cabeza y encorvando la espalda, para rehuir el deseo salvaje de empuñar las espadas contra ellos.
—¡No salgáis! —Quien así gritaba era el posadero, que estaba junto a la puerta trasera, su rostro convertido en la viva imagen del horror—. Venid por aquí, señor. Rápido, sé de un lugar donde os podréis ocultar.
Agarró a Dela por el brazo para arrastrarla hacia los establos.
Las cortinas rojas que colgaban, lacias, ante la puerta principal oscurecían la visión del combate bajo el aire pesado del amanecer. Aunque los sonidos se oían muy cercanos, la experiencia de Kinra me decía que el corazón de la lucha estaba más alejado, hacia el otro lado del patio. Respiré profundamente y salí atravesando con brusquedad las cortinas, mientras en el cielo aparecían los primeros rayos del alba.
Al principio, no veía más que un tumulto: cuerpos ensombrecidos esparcidos sobre los adoquines, caballos encabritados, hombres enzarzados en el combate. A mi alrededor, el entrechocar de los metales y los gruñidos que emitían los combatientes se confundían con los relinchos de los caballos aterrorizados y los alaridos de los hombres heridos. La pestilencia de la sangre y los orines me hizo retroceder. Entonces, la sabiduría de Kinra, surgida de mis espadas, me hizo hallar sentido a la refriega. Kygo estaba en el centro, a lomos de un caballo. No llevaba armadura, solo la túnica blanca de luto que le había visto vestir en palacio la última vez, la gruesa tela de seda horriblemente manchada de suciedad y trazos de sangre oscura. Ni siquiera llevaba puesto el casco, y su larga trenza, en la que destellaban las gemas, colgaba del cogote del cráneo rapado y se balanceaba al ritmo de los gestos que hacía para cortar cualquier cosa que se moviese. Dispuestos a su alrededor, cuatro guardias imperiales luchaban contra los soldados para obligarles a alejarse del joven Emperador. A pesar de lo desigualado de las fuerzas, los guardias mantenían la posición.
Mi mirada se sintió atraída por el pálido fulgor en la base de la garganta de Kygo: la Perla Imperial, grande como el huevo de un pato. Al zumbido de mi cabeza se unió entonces el fogonazo de un recuerdo de los sentidos: mis dedos acariciando el cuello de un hombre, acariciando la perla, su suave belleza cosida en el hueco entre las clavículas. De un momento a otro tendría la oportunidad de arrancar la perla de la piel y la carne a las que se hallaba unida para despojar al Emperador de su poder.
Jadeé para romper la ensoñación. No eran mis dedos los que acariciaban la perla, y no era mi Emperador quien la llevaba. ¿De quién era aquel recuerdo? ¿De quién, aquella traición?
Sólo había una respuesta posible: Kinra. Mi antepasada.
Ella había intentado robar la perla imperial. El asombro hizo que mis manos se aflojaran. Por un momento, pensé en dejar caer las espadas. ¡Las armas de una traidora! Pero el primer impulso se perdió entre el zumbido de su poder y la certeza de que no podría desarmar a Kygo sin su ayuda.
Tras de mí, Dela y Ryko salieron bruscamente de la posada. Su llegada captó la atención del guardia más cercano, que se enfrentaba a tres soldados. Yo recordaba de mis días en palacio aquel rostro delgado y surcado por profundas arrugas: el capitán de la guardia imperial, el amigo de Ryko. Detuvo un golpe terrible con una de las espadas, mientras hacía oscilar la otra para bloquear un ataque que le llegaba desde abajo, a la derecha. Su destreza superaba a la de sus oponentes, pero empezaba a estar cansado.
—¡Ryko! —chilló. Una espada golpeó su peto y le hizo tambalearse hacia atrás.
Ryko cargó contra el atacante más cercano, barriendo el aire con su pesada espada como si fuera un hacha sobre el casco del soldado. El hombre combó la espalda y su espada resonó al caer sobre los adoquines y resbalar hacia nosotras. Con una endiablada rapidez, Ryko saltó sobre el cuerpo y golpeó el rostro del siguiente combatiente con la empuñadura de su arma.
Dela maldijo para sí y recogió la espada del soldado caído.
—Eona, volved adentro —me ordenó antes de correr hacia Ryko.
Pero yo no me moví; la energía antigua de Kinra palpitaba a través de mí. Mis ojos buscaron de nuevo a Kygo y siguieron el movimiento de la perla en su garganta, mientras él se agachaba sobre el caballo y balanceaba la espada hacia los hombres que había en el suelo. Kinra quería la perla. Ésa era su llamada. Su destino. Su derecho.
Teníamos que coger la perla.
¿Nosotras? Apreté los dientes con fuerza, luchando para mantener el control. Estaba allí para desarmar a Kygo y salvarlo, ¡no para robarle la Perla Imperial! Yo no era una traidora, y tampoco era la esclava de una traidora de tiempos antiguos. Ido me había robado una vez la voluntad. No volvería a suceder.
Arrojé las espadas al suelo. Su sonido metálico al golpear los adoquines quebró el grito de guerra de Kinra en mi cabeza. Pero aquel ruido alertó a un soldado que corría hacia Dela. Se volvió y comprobó que tenía un objetivo fácil. Entonces vino hacia mí, blandiendo la espada.
Era mejor tener pensamientos de traición antes que de muerte. Me lancé en pos de las espadas que había desechado y caí de rodillas cerca de ellas. Agarré una por la empuñadura, pero la otra me quedaba demasiado lejos. Aún de rodillas, me di la vuelta rápidamente para enfrentarme al soldado. Tres zancadas y lo tendría encima.
A la primera zancada, alzó la espada.
A la segunda, la hoja hendió el aire.
A la tercera, yo estaba preparada, con el arma apuntando en dirección a mi oponente, bien apuntalada en el suelo. En el momento en que los dos metales chocaron, el zumbido de mi espada ascendió hasta mi mente.
Deja caer los hombros y rueda por el suelo.
La frase fue como una orden dada en un susurro, pero obedecí. La hoja del soldado golpeó el suelo, justo en el lugar en que yo estaba arrodillada un instante antes. La sorpresa lo dejó paralizado. A través de los ojos de Kinra, vi la oportunidad y lo ataqué a la altura de las rodillas. Se oyó el crujir de sus huesos, acompañado de un chorro de sangre. Se desplomó con un alarido de dolor.
Me arrastré por el suelo de adoquines hasta que pude hacerme con la segunda espada. El zumbido se identificó de nuevo, la misión de Kinra ardía en mi mente. Estaba claro que no podría sobrevivir sin su sabiduría pero, por otra parte, necesitaba encontrar el modo de resistir su deseo de obtener la perla.
Retrocedí hasta cubrir mi espalda con el muro de la posada. Ante mí, la batalla era como una danza palaciega de giros constantes y figuras cambiantes al ritmo de chillidos y lamentos. Mis ojos volvieron a posarse en el Emperador, vestido de blanco, montado a caballo, cortando frenéticamente el aire con la hoja de su espada. La energía de Kinra aceleraba su flujo, sus habilidades guerreras descifraban los movimientos del combate. Tenía que permitirle que me abriera paso entre la batalla. Era una apuesta arriesgada: debía esperar que, una vez ante Kygo, él se viera ante Eona y no ante una antigua traición destinada a arrancarle la perla del cuello.
Kinra halló el espacio por el que introducirse: en el flanco derecho del Emperador, un joven guardia imperial había eliminado a tres atacantes y un amplio espacio se había abierto a su alrededor. Aun así, necesitábamos que alguien nos cubriera las espaldas. Tomé medidas drásticas contra aquel pensamiento. Era yo y sólo yo quien necesitaba que alguien cubriera mis espaldas, y sólo las mías.
—¡Ryko! —chillé—. ¡Conmigo!
A mi señal, se alejó del ataque de un soldado que le hacía frente.
—Ve —le gritó Dela—. Yo me ocupo de éste.
Hizo un amago ante el oponente de Ryko para incitarle a atacarla a ella. Cerca de allí, el capitán había acorralado a un soldado contra el muro de la posada, y había rasgado con la espada la piel de su vientre. Desvié con presteza la mirada para evitar la visión de las tripas desparramándose por el suelo.
—Mi Señora, volved a entrar —gritó Ryko, corriendo hacia mi. Yo ayudaré al Emperador.
—¡No! ¡Desármalo! —Una nueva imagen de mi mano alrededor de su garganta, alrededor de la perla, rompió mis defensas. Hice acopio de mi fuerza de voluntad para concentrarme en Ryko y hacer oídos sordos al murmullo traicionero de las espadas.
—Mi Señora —suplicó—. No puedo enfrentarme al Emperador.
—Entonces, ayúdame a detenerle.
Nos miramos fijamente. Sentí la enorme energía de Ryko como un segundo latido que atravesaba mi cuerpo, y que se confundía con el de mi propio corazón como si él y yo fuéramos uno.
—¿Qué es esto? —jadeó—. ¿Lo hacéis vos?
—No lo sé.
Entre chillidos y ruido de metal, el grito de un animal hendió al aire. El caballo del Emperador se encabritó, sus patas delanteras apenas tocaban el suelo, y entonces corcoveó y se tambaleó. El Emperador saltó del corcel y cayó desmañadamente al suelo, envuelto en un amasijo de seda blanca.
—¡Ahora! —grité.
Corrí, propulsada por la euforia de Kinra. Con el rabillo del ojo, vi que Ryko se agachaba a recoger del suelo una segunda espada. El Emperador ya se ponía en pie. Su aterrorizado caballo la emprendía a coces con hombres que se apartaban como podían y sombras que parpadeaban. Sentí a Kinra, concentrando su atención en la Perla Imperial que el Emperador lucía en el cuello.
Podía sentir su obsesión por la gema, su anhelo de poseerla.
Un soldado con la armadura desabrochada se volvió hacia mí. Llevaba las espadas levantadas en una clásica figura de bloqueo. Antes incluso de verle la cara, supe que era el teniente Haddo. Su sorprendida mirada se clavó en mi cuerpo, bajo la delgada túnica. Entonces sus ojos y los míos coincidieron y vi cómo la extrañeza se tornaba en rabia. Bajó las armas.
—Deponed las espadas, señora —gritó—. Volved a la posada o saldréis herida.
Me sentí desfallecer. El hombre seguía creyendo que yo era una mujer indefensa. Sentí una orden imperiosa en mi mente: golpéale ahora.
—Quedaos junto a mi —añadió Haddo—. Os llevaré a la casa.
Antes de que pudiera reponerme, Ryko pasó como una exhalación, apuntando con sus espadas a la cabeza del teniente. Haddo se cubrió con un rápido movimiento, pero la fuerza del ataque le hizo retroceder hacia donde se encontraba el caballo. El animal alzó las patas delanteras al notar el repentino movimiento, y luego dejó caer en picado las pezuñas, que rozaron el hombro del teniente. Ryko se alejó de un salto, mientras Haddo se tambaleaba y caía, y luego giraba sobre su espalda para escapar de las coces del frenético caballo. Con la maniobra, la armadura desabrochada se retorció y salió disparada, resbalando por los adoquines. Cerca de allí, un soldado se dio cuenta de que su teniente había caído al suelo y atacó a Ryko. El isleño se revolvió y eludió el ataque.
Así con fuerza las empuñaduras de las espadas de Kinra y sentí su experiencia en la batalla recorriendo mi cuerpo. No des cuartel, susurraba. Acaba con Haddo ahora. Blandí las espadas, pero el hombre seguía de rodillas.
—Haddo —grité—. Levántate.
Él alzó la cabeza al oírme, y sus ojos se abrieron de par en par.
—¡Detrás de vos! ¡Detente! ¡Es una orden!
Di media vuelta. Uno de sus hombres corría hacia mí. Tal vez no había oído la orden, o bien no le importaba, puesto que seguía corriendo y amenazando mi nuca con la espada en alto.
Con los reflejos de Kinra, puse mis espadas en ángulo en un desesperado movimiento defensivo. El acero del soldado golpeó el mío y la fuerza estalló en mis brazos provocando un agudo dolor. Alzó su arma para el siguiente golpe.
—¡Detente! —rugió Haddo.
El hombre se detuvo, atónito.
—El isleño. Ve a por el isleño —ordenó el teniente, y el hombre se puso a correr hacia Ryko.
A través del patio, vi a un soldado abalanzándose sobre Vida. La muchacha había conseguido atrapar al caballo del Emperador y se empeñaba en sujetarlo por la brida, con toda su atención puesta en el enfurecido animal. Cuando yo estaba a punto de lanzar un grito de advertencia, Solly apareció desde el callejón y derribó al hombre con su maza.
Haddo me miró entonces, y en sus ojos vi que empezaba a comprender.
—¿Quién sois?
Por toda respuesta, intenté una serie de golpes del Tigre dirigidos a su pecho. Los bloqueó instintivamente, y sus rasgos se endurecieron al ver mi habilidad, prestada por Kinra. Un poco más allá, el Emperador rechazaba el ataque de dos soldados, animado por una rabia feroz. De nuevo sentí que fijaba mi atención en la base de su cuello. En la perla. Con denodada determinación, volví a concentrarme en Haddo.
El teniente se había recuperado de la sorpresa; bloqueó eficazmente mi siguiente serie de golpes. Entonces, cambiando de táctica, me balanceé para lanzar los ataques circulares con las extremidades superiores e inferiores del cuerpo que eran propios de la Cabra. Nuestras espadas chocaron y quedamos detenidos de repente, los rostros separados por un par de centímetros.
—¿Sois de la resistencia? —jadeó.
No podría contener mucho tiempo más su peso, me derribaría. Kinra susurró: fintas y patadas del Conejo. Hice acopio de valentía y relajé los músculos temblorosos. La repentina falta de oposición hizo que mi oponente se inclinara hacia delante. Utilicé toda mi fuerza para agacharme y luego saltar, soltándome de ese modo de nuestro forcejeo. Al volver al suelo, se me doblaron las rodillas y caí; había vuelto a olvidar la renovada fuerza de mi pierna curada. Me levanté ayudándome de los brazos.
A poca distancia de allí, Ryko y Dela repelían el ataque de tres soldados que habían avanzado hacia el Emperador, ahora que estaba sin su montura. Aunque Haddo, frente a mí, tenía las espadas preparadas, parecía paralizado por la visión del isleño y el elegante hombre que luchaba junto a él. Fue entonces cuando estableció la conexión.
—Por todos los dioses, sois ellos. —Volvió a mirarme—. No sois una mujer. ¡Sois el Ojo de Dragón!
Tomó aliento para lanzar un grito de alarma, y entonces arremetí contra él, pero se revolvió con fuerza y rapidez. Descargó una serie de golpes furiosos, su rabia me hacía retroceder. De repente, un giro artero de su espada izquierda me hizo un corte en el reverso de la mano, cerca del libro que llevaba atado justo encima de la muñeca. Las perlas que lo sujetaban chasquearon como una serpiente de cascabel. Grité, pero fue la visión de mi sangre lo que atemperó la ira de Haddo; tenía que cogerme viva e indemne. Se retiró un momento, lo que me ofreció un respiro. Las perlas volvieron a su posición, sujetando firmemente el libro y cortando la hemorragia. ¿Tenían también como mandato robar la Perla Imperial? Ya no podía confiar en ninguno de los tesoros de Kinra. Tomé aliento entrecortadamente y me preparé para el siguiente ataque de Haddo.
Esta vez, fue más cauteloso; debía intentar desarmarme.
—Debéis saber que seréis apresado —dijo, al tiempo que se liberaba de mi bloqueo bajo—. El ejército entero os busca.
—Servís a un traidor —dije.
—Suya es la sangre y el derecho.
Me lanzó un nuevo ataque, pero yo repelí su primera espada mientras detenía la segunda con un movimiento lateral, justo a tiempo.
—El príncipe Kygo tiene el derecho legítimo —dije, retirándome unos pasos—. Sethon afirma que Kygo ha muerto, pero no es cierto. Ahí lo tenéis, frente a vos.
Haddo echó un vistazo al joven Emperador, que estaba derribando con frenéticos golpes a un soldado. La Perla Imperial brillaba en su cuello, como un faro de la verdad. La ambición de Kinra se recrudeció de nuevo. Me concentré en olvidar sus murmullos fervorosos.
Haddo bajó los brazos. Me acerqué a él con cautela. Estábamos uno frente a otro, mirándonos, inmóviles y vigilantes, con las armas prestas por si se rompía tan extraña tregua.
—¿Por qué creéis que Sethon me quiere vivo? —pregunté.
—Sois un Señor.
—No. Lo que desea es usar el poder de mi dragón para la guerra.
Haddo me observó y dijo:
—Está prohibido. Mentís.
—Es Sethon quien miente.
Haddo lanzó de nuevo una rápida mirada al Emperador: era la prueba viviente de las mentiras de Sethon. Entonces vi que sus ojos se fijaban en algo detrás de mí.
—¡Eona!
Era Dela quien me llamaba.
Me arriesgué a mirar por encima de mi hombro. Dela giraba alrededor del Emperador y de Ryko.
—¡Eona! ¡Detenle! ¡Matará a Ryko!
En su frenesí, Kygo había atacado al isleño, y aunque éste se protegía con bravura de los golpes del Emperador, no podía enzarzarse realmente en el combate. Ni Ryko ni Dela alzarían sus espadas contra su amo. Alrededor de ellos, yacían hombres muertos o heridos. Un rápido vistazo al patio bastaba para mostrar que sólo el capitán de Ryko y otro miembro de la guardia seguían luchando ante un puñado de soldados. Casi todos los hombres de Haddo habían caído.
—¿Eona? —repitió el teniente—. Entonces, ¿es cierto que sois una mujer? ¿Una mujer Ojo de Dragón?
Pude ver el asombro en sus ojos abiertos como platos. Tocó el amuleto de sangre que colgaba de su nuca.
—Dela, venid aquí —ordené, y me retiré del combate contra Haddo. Él se quedó mirándome, perplejo, hasta que Dela le atacó con un alarido de guerra.
Di media vuelta y sentí que Kinra evaluaba la situación. Ryko retrocedía ante cada golpe del Emperador. Con cada paso, el isleño le recordaba a gritos su lealtad, pero Kygo continuaba avanzando. El joven Emperador tenía el rostro oscurecido por la ira y el esfuerzo, sus salvajes golpes de espada mostraban la destreza adquirida tras años de tenaz entrenamiento. Kinra me hizo mirar la perla. No la merece. No hice caso de aquel traicionero pensamiento.
—Ryko, sal de su camino —chillé.
Él se agachó para esquivar los golpes cortantes del Emperador.
—No sabe quiénes somos —jadeó—. No puedo hacer que despierte.
—Majestad —grité—. Soy Eona.
La mirada del Emperador viró hacia mí. No había en sus ojos signos de que me hubiera reconocido, únicamente la fiebre de la locura. Blandió sus espadas. Fui idiota, él nunca había conocido mi verdadero nombre.
Lo intenté de nuevo:
—Majestad. Soy el Señor Eón, vuestro aliado.
Los reflejos de Kinra me salvaron de un golpe cortante dirigido a la cara y de otro, malicioso, hacia el bajo vientre. Di un brinco hacia atrás y hundí los pies en el cuerpo blando y elástico de un caído. Se movió en un espasmo; el hombre no estaba muerto. Se agarró a mis piernas, aullando de dolor. Un terror frío me hizo saltar de su pecho ensangrentado. El fuerte impacto debilitó mi capacidad para contener a Kinra. Su propósito acudió a mí como agua resquebrajando un dique, y la furiosa ambición borró por completo mi terror y mi compasión.
Ella agitó las espadas, y yo sentí que cantaba la muerte de Kygo, no su liberación. Intenté desesperadamente recobrar el control, pero Kinra mostró su fiereza y atacó, apuntando al pecho de su oponente. Los golpes infames chocaban contra las armas de Kygo. Acero contra acero, chirrido estridente del metal. Apreté los dientes y tiré de las espadas para liberarlas, mientras luchaba contra el deseo de Kinra de clavarlas en el corazón del Emperador.
Algo titiló en la mirada vidriosa de Kygo. ¿Miedo? ¿O, tal vez, me había reconocido?
—¡Majestad! —Busqué en mi mente algo que pudiera hacerle volver en sí—. ¡Kygo! Tenemos un pacto. La mutua supervivencia.
Sin embargo, un murmullo en mi cabeza clamaba su destrucción.
Arremetió contra mí, sus espadas girando en círculo en un ataque de Cabra alto. La experiencia de Kinra detuvo su fuerte carga, y su defensa elusiva hizo que el Emperador perdiera el equilibrio. Antes de que pudiera retirarme, Kinra le propinó un violento golpe en la frente con la empuñadura, que le hizo tambalearse hacia atrás y tropezar con las piernas de un cuerpo tendido en el suelo.
¡Coge la perla!
La orden hizo que me abalanzara sobre el Emperador, saltando por encima del cadáver. La perla cosida a su garganta, al alcance de mi espada, era todo cuanto podía ver. Kygo se tambaleaba aturdido, la sangre brotaba de la brecha abierta en su ceja. No pudo ver cómo me acercaba a él. Un solo golpe certero con la hoja de mi espada. Alcé las armas.
—Mi Señora, ahora tenéis la oportunidad. ¡Desarmadlo! —La voz de Ryko se elevó sobre el murmullo de triunfo que resonaba en mi cabeza. Algo dentro de mí, muy profundo, forjado por dragones, salió en busca de la enorme energía del isleño. Y su fuerza palpitó de nuevo a través de mi cuerpo, el latido de su corazón se mezcló con el mío. Me agarré por instinto a su sólida presencia y coreé para mis adentros su consigna, desarmadlo, desarmadlo, desarmadlo, para ahogar el creciente chillido de las espadas.
—¡Desarmadlo, desarmadlo! —Ryko corrió hacia Kygo, con una mueca de horror en su rostro mientras se acercaba a él. Mi salmo anulaba sus acciones. De algún modo, yo controlaba su voluntad.
Dejé de corear, pero ya era tarde. Ryko se había arrojado sobre el Emperador, más liviano que él. Tropezaron y cayeron. Ryko rodó por el suelo mientras Kygo se apoyaba en las manos y las rodillas, y eso hizo que se le escaparan las espadas. Kinra vio la ocasión. Vi en mi mente cómo alzaba las armas y descargaba un gran golpe. Vi cómo separaba la cabeza del trono. Vi cómo liberaba la perla.
Con un grito terrible, blandí las espadas. Apuntaban hacia la tierra con la fuerza de mil años de terror sin aliento.
Y por cada segundo de aquellos mil años, combatí con Kinra por hacerme con el mando. Combatí con ella por mi propia mente. Combatí con ella por la vida de Kygo.
Las hojas golpearon los adoquines a distancia de un dedo meñique del cuello del Emperador. La violencia del choque hizo vibrar mis manos, que absorbieron el alarido decepcionado de Kinra. El Emperador retrocedió, y entonces vi en sus ojos que el miedo penetraba en su locura y le hacía volver en sí.
Sentí el alivio que recorría mi pecho y ahogué un grito.
—¡Kygo!
Él se desplomó, y la rabia ciega le abandonó.
—¿Estáis bien, Majestad?
Alzó la vista lentamente. Respiraba con dificultad, entrecortadamente.
—¿Señor Eón?
Dejé caer las espadas de Kinra. Con la repentina ausencia de aquella furia, pareció que alguien me hubiera arrancado de la espalda la espina dorsal. Me derrumbé y caí de rodillas al suelo.
—Estoy aquí, Majestad.
Alargó los brazos y me tocó el hombro, como si quisiera cerciorarse de que yo estaba realmente frente a él.
—Están muertos, Señor Eón. —Su voz se quebró, como si estuviera reprimiendo un sollozo—. Mi hermano. Mi madre. Muertos.
—Lo sé.
Miró los cuerpos ensangrentados a nuestro alrededor.
—¿Qué es esto?
Cerró los ojos.
—Recuerdo a Ryko llegando al campamento, y las noticias que trajo sobre el golpe de estado. Y los soldados… —Se cubrió los ojos con los puños cerrados—. Por todos los dioses, ¿he hecho yo todo esto? ¿Matar a mis propios hombres? Y aquella gente, en el pueblo…
Dobló la espalda, reprimiendo una arcada. La tensión de su cuerpo se tornó en temblores. No buscaba consuelo; era hombre y rey a la vez. Sin embargo, algo dentro de mí sabía que debía hacer algo por romper su solitaria desesperación. Entrañaba riesgos. Su cuerpo real era sagrado, inviolable. Y yo misma acababa de librar una batalla desesperada para evitar que Kinra lo matase.
La culpa y el dolor en su rostro ensangrentado me ofrecieron la oportunidad. Yo comprendía muy bien lo que eran la culpa y el dolor. Toqué su hombro, y el fuerte músculo se estremeció al sentir mis dedos. Levantó la cabeza con un respingo, y toda una vida de enseñanza para mostrarse frío y distante quedó engullida por un anhelo urgente; también eso teníamos ahora en común. Tiré de él, torpemente, para acercarlo más a mí, no sólo para reconfortarlo, sino también para escapar del horror que veía en su mirada, y me puse a susurrar sonidos de consuelo sobre su piel empapada de sudor. Pronto regresarían sus fantasmas interiores, como lo habían hecho los míos, pero lo menos que podía hacer yo era ahuyentarlos por un rato con el tacto de mis manos, y con una voz que no fuera una petición de clemencia.
Cerca de allí, Ryko se levantó, usando la espada como muleta. En un parpadeo, vi con el rabillo del ojo a Haddo, que seguía intercambiando golpes con Dela y mi mirada se/dirigió hacia allí. No le faltaba mucho al teniente para vencer a la contraria; los bloqueos de las espadas de Dela eran resbaladizos, y sus golpes faltos de energía. Ryko se dio cuenta de ello. Tomó aliento y corrió hacia los combatientes.
—¡Dela, retroceded! —chilló.
Ella hizo acopio de una fuerza desesperada y pudo desprenderse de su oponente. Ryko detuvo una de las espadas de Haddo con un movimiento lateral que la envió girando por los aires hasta estrellarse en el suelo adoquinado. El fuerte ruido metálico rompió el repentino y aterrador silencio.
Me di cuenta de que no se oían más sonidos de espadas entrechocando ni gritos de esfuerzo; la batalla había concluido. No se oían más que quejidos y lamentos. Sólo quedaban otros dos hombres en pie: el capitán y un miembro más de la guardia. Ambos vieron a Ryko en el combate y corrieron en su ayuda.
Haddo había dado la vuelta para hacer frente al isleño, balanceando la espada con gesto cansado. Sus movimientos eran demasiado lentos, una centésima tan solo: no iba a durar mucho, sobre todo ahora que el capitán y el otro hombre se acercaban. Aunque sabía que Haddo era el enemigo, no podía verlo morir de aquel modo. Ya había demasiada muerte en el lugar.
—Majestad —dije, apretando el hombro del Emperador. Él levantó la cabeza. ¡Ordenad a Ryko que se detenga! Por favor.
En el mismo instante en que yo decía aquellas palabras, Ryko atacó. Una de les espadas lanzó por los aires el arma que Haddo aún sostenía; la otra abrió un corte superficial en el hombro del teniente. Haddo se tambaleó y cayó pesadamente al suelo. Giró sobre su espalda e intentó desesperadamente avanzar, de rodillas. Demasiado tarde; Ryko ya alzaba su espada para matarlo. Los dedos de Haddo se cerraron alrededor del amuleto que llevaba colgando al cuello; una última plegaria a Bross.
—¡No! —grité, mientras extendía una mano en dirección al isleño.
La energía saltó entre nosotros. Nuestros pulsos retronaron en lo más profundo de mi ser. Nuestros corazones latían como uno solo.
Ryko quedó paralizado, con la espada suspendida en su arco mortal sobre la cabeza de Haddo. El isleño contrajo sus enormes hombros para dar el golpe definitivo, y en su vano esfuerzo sus labios emitieron un gruñido. No podía descargar su fuerza. Sentí, a través de nuestro vínculo, que su confusión explotaba hasta convertirse en ardiente cólera.
—¿Qué estás haciendo? —rugió.
Haddo vio que tenía su última oportunidad y se hizo a un lado, retorciéndose para escapar de la espada… y su intento sólo sirvió para hallar en su camino al capitán.
El Emperador enderezó su cuerpo hasta quedar de rodillas.
—¡Cogedlo vivo!
Pero el capitán ya había hundido la hoja de su espada en el pecho de Haddo, y la carne se separaba del espíritu en una jadeante ráfaga de muerte.