3

Ya había oscurecido cuando, con una sacudida, el carro se detuvo en el patio de la posada del pueblo de Laosang. El súbito cese del ruido agudizó los sonidos a nuestro alrededor: las órdenes que Haddo daba a sus hombres para que organizaran el alojamiento, el mugido de nuestros bueyes hambrientos y el golpeteo metálico de instrumentos de cocina. Una tenue luz amarillenta penetraba a través de la lona y permitía una visión detallada del interior del carro. Vida estaba de pie, apretujada entre dos grandes cestas de viaje. Su rostro estaba vacío de expresión a causa del cansancio. Durante el largo día, yo había ido cayendo en un sueño intranquilo e irregular provocado por el balanceo del carro en su lento avance y el golpeteo de una lluvia intermitente sobre la lona. Vida, en cambio, había procurado mantenerse despierta todo el rato. Me froté los ojos. Curiosamente, me irritaba su estoicismo.

La portezuela frontal se abrió y Dela asomó la cabeza.

—Voy a pedir una habitación, esposa.

Llevaba tanta suciedad incrustada en las arrugas de su rostro, que parecían las líneas pintadas de una máscara de ópera.

—Tú, Vida, cuida de tu ama y luego ve junto a Solly y ayúdale a preparar el carro para mañana.

Un buen plan, en especial porque la mayoría de los hombres de Haddo estarían ocupados en sus propios menesteres durante una hora o más. Nuestras miradas se cruzaron para asumir los riesgos en silencio.

—Aquí está vuestra capa, señora —dijo Vida, forzando algo de vitalidad en la voz al tiempo que me alcanzaba la prenda—. Debéis protegeros del aire nocturno.

Dela me esperaba al pie del carro. Me ofreció una mano para ayudarme a bajar, como correspondía a su papel de marido, y frunció el ceño con aire preocupado al comprobar que me flaqueaban las piernas y caía sobre su cuerpo.

—¿Estás bien? —me dijo al oído mientras me abrazaba.

—Son simples calambres, por el viaje —respondí. Entonces percibí el aroma de carne y jugosas salsas. Mi estómago vacío se retorció y rugió. Las náuseas habían desaparecido—. Por todos los dioses, tengo hambre.

El magnífico olor atravesaba el patio procedente del interior de la taberna. El edificio, de dos plantas, lindaba con el amplio espacio adoquinado en el que podían estacionarse fácilmente ocho o nueve carros uno junto al otro, y otros tanto en fila. Enfrente de la taberna, había tres hileras de bancos húmedos con mesas para comer, en los que no había nadie sentado. Del alero colgaban faroles rojos. Las contraventanas de la planta baja estaban abiertas para dejar pasar el aire fresco de la noche, y en el interior comían unos pocos clientes ante unas largas mesas.

Aceleré el paso, con la perspectiva de una cena, pero Dela se mantuvo firme.

—No podemos comer ahí —dijo.

Por supuesto: una pareja de mercaderes adinerados tomarían una habitación privada, sobre todo estando de peregrinaje. Me dejé caer sobre Dela.

Un hombre grueso rechoncho, que a juzgar por su delantal a rayas debía de ser el posadero, salió de la taberna y se acercó a nosotras. Se detenía aquí y allá para indicar con gestos bruscos a los soldados que tenían que dirigirse a los dos edificios bajos que había a ambos lados de la puerta principal. Los estandartes que colgaban de las ventanas daban a entender que, habitualmente, servían de dormitorio para los peregrinos, pero ahora eran usados como barracones.

—Tenemos que mover el carro —susurré a Dela al oído.

Asintió con un gruñido y luego me golpeó con el codo para que me quedara un paso por detrás de ella. Me avergoncé de haber cometido un error tan básico, una buena esposa debía mantenerse siempre detrás de su esposo. El dueño se acercó e hizo una reverencia, sin dejar de observar la bolsa de piel que Dela llevaba colgada al cinto y mi fina ropa de lino.

—Os saludo, noble señor, sed bienvenido —dijo—. Es un alivio recibir, por fin, a un cliente de pago. —Una sonrisa irónica suavizó sus palabras—. ¿Buscáis alojamiento? Puedo ofreceros a excelente precio tantas habitaciones como deseéis. —Bajó el tono de voz para continuar—. Estas turbulencias en la ciudad son un desastre para los negocios. Y si añadimos las inundaciones y los terremotos, nadie viaja si puede evitarlo. —Sus ojos se posaron de nuevo en mi vestido blanco. Entonces se dio cuenta de su metedura de pata y añadió sin demora—: El celo de vuestra esposa en su deber, a pesar de los tiempos que corren, os honra en gran manera.

Dela hizo un gesto de reconocimiento ante las disculpas implícitas.

—Una habitación bastará, gracias.

El posadero hizo una nueva reverencia.

—¿Y cena? Mi propia esposa es quien cocina una excelente comida para los peregrinos. Podemos servirla en vuestra habitación. —Torció el cuello en dirección a los soldados que pasaban—. No os recomiendo que bajéis al comedor cuando esos hayan comenzado a beber licor de arroz.

—Sí, cenaremos —dijo Dela—. Mis criados comerán lo que sea que sirvan en la taberna. —Echó una ojeada alrededor del patio adoquinado, luego hizo gestos al posadero para que se le acercará un poco más—. No quisiera parecer descortés, buen hombre, pero ¿hay algún lugar más seguro para mi carro? Mis criados se quedarán junto a él, naturalmente, pero, de todos modos, preferiría no dejarlo en un lugar tan expuesto.

—Fuera de peligro —asintió el posadero—. Tengo un establo en la parte trasera. Hay sitio suficiente para el carro y los bueyes. Por un pequeño importe, también puedo dar de comer a los animales.

—Adelante, entonces —dijo Dela, tocándose la frente y el corazón para sellar el acuerdo.

El posadero la imitó, luego señaló a Vida, que permanecía detrás nuestro, en silencio, con una cesta de viaje en los brazos.

—Un consejo: yo no haría dormir en el carro a la muchacha, ni siquiera si lo hace el hombre. —Se frotó la frente—. Puedo poner un jergón en vuestra habitación para ella.

—¿Por un pequeño importe? —preguntó Dela sin ningún entusiasmo.

El posadero soltó una carcajada.

—Sin coste alguno, buen señor, sin coste alguno. No quisiera tener a ninguna mujer en peligro dentro de mi establecimiento. Puede comer en la cocina.

—Sois muy amable —dijo Dela inclinando la cabeza.

—Tú —dijo el posadero a Solly—. Lleva el carro a la parte trasera, al primer establo. —Luego nos hizo gestos para que le siguiéramos al interior de la casa.

Continué andando un paso por detrás de Dela, con la cabeza baja. Aun así, pude ver cómo Solly conducía los bueyes y el carro por un estrecho callejón entre el edificio principal y el muro del patio. Parecía que nuestra suerte estaba cambiando; con el carro oculto en el establo trasero, Solly tendría tiempo de sobra para ayudar a Ryko a salir de su escondite y salir en busca del Emperador Perla.

Sin embargo, una minúscula voz interior me decía que todo era demasiado fácil. Mi inquietud aumentó al ver que el teniente Haddo nos observaba a través del patio, una silueta inmóvil entre el ir y venir de los hombres. No había duda de que si descubría a Ryko ataría cabos y se daría cuenta de que nosotros éramos su presa. Había una mente atenta tras aquella apariencia juvenil. Y si nos desenmascaraba, todo terminaría en un combate de cinco contra veinte. Sus ojos coincidieron con los míos, y percibí una dulce preocupación en ellos. Aparté la mirada, con la modestia que se suponía en una buena esposa, aunque mi corazón latía con vehemencia.

El dueño de la posada abrió las cortinas rojas de la puerta y nos invitó a entrar en la casa. Seguí apresuradamente a Dela a través del umbral hasta un zaguán que era poco más que un pasillo y el hueco de una escalera. La intensa seducción de la carne guisada y la salsa se había desvanecido. En su lugar, el rancio olor de unas estoras llenaba el aire, mezclado con el hedor del aceite de pescado que ardía en un par de lámparas. Al fondo del pasillo, una puerta trasera se abría al exterior. A juzgar por el olor penetrante a estiércol, debía comunicar con el establo. Ahí fuera, en algún lugar, Solly daba de comer a los bueyes, mientras esperaba la ocasión para liberar a Ryko.

Vida y el posadero entraron en el estrecho pasillo. Quedé arrinconada junto a los primeros peldaños de una empinada escalera con un pasamanos de madera desigual. Miré a Dela a los ojos; se había tapado la nariz y la boca con la mano para evitar mostrar su repugnancia. Comparado con el lujo del palacio donde había vivido siempre, el lugar era un tugurio. Sin embargo, era bueno comparado con las posadas en las que habíamos tenido que alojarnos mi señor y yo cinco años antes.

Aquel recuerdo inesperado fue como la quemadura de un ácido. A pesar de que mi señor estaba muerto, su traición seguía siendo cruel. Aquel largo viaje se había producido antes de que me dejara cojo a propósito. Acababa de salir de la esclavitud de la fábrica de sal y aprendía a actuar como un chico, y me deleitaba en la libertad de poder moverme sin sentir la mordedura de un látigo ni el peso de un saco de sal. Luego, mi señor ejecutó un plan secreto para romperme la cadera y, de ese modo ocultar mi sexo y hacerme intocable. Todo ello con el objetivo de conseguir el dinero y el poder que ansiaba. Más tarde, según le contó a Chart, lamentó haberlo hecho e incluso llegó a apreciarme de algún modo. Tal vez ahora que estaba curada y tenía el poder de un dragón, debería perdonarlo. Sin embargo, mi rabia era tan profunda y ardiente como siempre.

El posadero descolgó una de las lámparas de aceite y empezó a subir los peldaños. Le seguimos en fila de a uno, yo peleándome con la falda de mi vestido y Vida aplastada por el peso de la canasta de viaje.

El aire no era más puro en el piso de arriba; el calor y la humedad del día habían esparcido el hedor a pescado por toda la casa. El posadero nos condujo a lo largo de un estrecho pasillo que corría entre los dormitorios, cada uno de los cuales estaba separado del contiguo por un tabique de papel. No podríamos hablar en secreto aquella noche.

—Mi mejor habitación —dijo mientras descorría un ligero panel—. Puesto que no hay otros huéspedes esta noche, os he alojado en la parte trasera de la casa, de este modo evitaréis los ruidos de la taberna.

El lugar era sorprendentemente espacioso. Dos camas enrollables estaban apoyadas en la pared, preparadas para bajarlas al suelo, y en el centro había una mesa baja para comer. No había estoras que olieran a rancio, un regalo del cielo, aunque a través de unos grandes agujeros que había entre las placas de madera del suelo se colaba un poco de luz procedente de las lámparas del vestíbulo. En una esquina, detrás de un biombo lleno de manchas, había una jofaina, y una ventana, con los postigos todavía cerrados, podría ofrecer aire fresco.

El posadero colgó la lámpara justo sobre la entrada e hizo una reverencia para invitarnos a pasar.

—Os traeré la cena y un jergón extra antes de una hora —dijo.

Luego salió de la habitación con una nueva reverencia. Esperamos en silencio hasta que sus pasos se perdieron por las escaleras que descendían a la planta baja.

Cuando, finalmente, creyó que estábamos seguros, Dela dijo en un susurro:

—Vida y yo iremos a ayudar a Solly.

—Y yo, ¿qué? ¿Qué puedo hacer?

—Deberéis esperar aquí. La esposa de un mercader nunca entraría en un establo, y menos aún rondaría sola por una posada. —Percibió mi contrariedad en la mirada—. Ya sé que es frustrante, pero sólo una puta o una criada joven se aventuraría a bajar, sobre todo con esos soldados merodeando. Debéis continuar en vuestro papel.

—Ya sé, el de Respetable Mujer Abrumada por el Dolor —dije con sarcasmo—. Tal vez pueda quedarme vigilándoos. —Me acerqué a la ventana y abrí los postigos, pero todo cuanto se veía era un edificio destartalado al otro lado del patio, apenas iluminado por la luna en cuarto menguante. La habitación no daba a los establos.

Dela me dio unas palmaditas en el hombro.

—No os preocupéis. Pronto estaremos de vuelta.

Asentí de mala gana.

—Deseadle buena suerte, entonces.

Dela me dio un último apretón en el hombro y se dirigió al pasillo. Vida descargó la cesta y la siguió sin mirar hacia atrás. Vi cómo las dos sombras se movían al otro lado del tabique de papel hasta que desaparecieron.

Durante un momento de locura, estuve a punto de ponerme a correr tras Dela y decirle que era mejor esperar a que todos estuvieran durmiendo para liberar a Ryko. Aunque tal vez ése era el momento adecuado, cuando Haddo y sus hombres estaban atareados preparando su campamento. Un sirviente limpiando el carro encajaría perfectamente en la escena.

Cerré el panel corredero y observé de nuevo la habitación. De repente, el lugar me parecía una cárcel. Conté mis pasos a lo largo: dieciocho. Luego a lo ancho: doce. Había vivido como un chico durante casi cinco años, e incluso cuando no era más que un candidato novato había sido más libre que en aquel rol de mujer. Debería estar abajo ayudando a Ryko, en lugar de medir la habitación con mis pasos. Recogí parte de la falda con las manos; incluso la ropa estaba diseñada para dificultar los movimientos. Con el dobladillo dentro de la faja era más fácil andar, pero de todos modos no tenía adónde ir.

Me quité el tocado de luto y metí las yemas de los dedos entre las diademas de la trenza; Dela o Vida, una de las dos, se había ocupado de peinarme como a una madre que ha perdido a su hijo. En la fábrica de sal, yo había visto a mi amiga Dolana hacer lo mismo por una madre cuyo hijo había muerto de Mal del Llanto. Aunque habíamos intentado consolar a la pobre mujer y observar los rituales funerarios, su dolor la había llevado a la locura hasta el punto de que se había cortado el cabello y se había cegado con sal.

Mis pensamientos retornaron al teniente Haddo. Un hombre amable, sin duda afectado por la muerte de su propio hijo, pero un soldado de todos modos, cuyas órdenes eran capturarme y matar a mis amigos. Tiré el tocado encima de una de las camas y volví a cruzar la habitación. Nuestra farsa de hacernos pasar por peregrinos parecía un escudo muy endeble ante tanta crueldad. Un error, un solo instante de descuido, podía ser fatal. De todos modos, yo tenía mucha experiencia a la hora de fingir; mentir para salvar mi vida formaba parte de mi naturaleza.

La llegada de una criada interrumpió mi deambular por la habitación. Traía el jergón que nos habían prometido. Murmuró tímidamente para asegurarme que la comida estaba en camino.

Cuando se hubo ido, me puse en cuclillas bajo la lámpara y desenrollé la flexible ristra de perlas negras para soltar el diario de Kinra que llevaba sujeto al brazo. No tenía sentido seguir dándole vueltas a la amenaza de Haddo y sus hombres. Sólo conseguiría agudizar mis temores. Me obligué, en cambio, a estudiar una página del precioso libro, en el que podía reconocer uno solo de los borrosos caracteres: Deber.

En los pocos días de recuperación que había pasado en la casa del pescador, Dela había empezado a instruirme en la escritura femenina. Normalmente, pasaba de madres a hijas, pero yo había sido vendida como esclava antes de que me hubieran enseñado sus secretos. Progresaba muy penosamente, y la tarea de leer las partes que no estaban en clave se complicaba también a causa de la caligrafía arcaica. Incluso a Dela le costaba traducirlo, y yo apenas conocía una docena de caracteres, y eso no bastaba para descubrir lo que tan desesperadamente necesitaba saber: cómo controlar mi poder y mantener a raya a los diez dragones huérfanos.

El suave rumor de unas voces sibilantes rompió mi concentración. ¿Estaban Dela y Vida de regreso? Me esforcé en escuchar quién estaba hablando… eran dos hombres, en el zaguán. De modo que no eran mis amigas. Guardé el libro de nuevo bajo la manga, haciendo que se deslizara por debajo de las perlas para que éstas lo mantuvieran bien sujeto a mi antebrazo.

Me puse a cuatro patas y miré a través de un generoso agujero en el suelo de madera. Todo cuanto podía ver ahí abajo era la pared del vestíbulo y el suelo, levemente iluminados. Quienes fueran que estuviesen hablando, quedaban fuera de mi ángulo de visión, y sus voces estaban demasiado alejadas para resultar inteligibles. ¿Me atrevería a arrastrarme hasta lo alto de la escalera para poder escuchar? Dela se pondría furiosa si se enteraba de que había salido de la alcoba, pero en realidad no había ningún peligro. Podría regresar rápidamente a buen recaudo, y tal vez podría oír algo útil, en lugar de quedarme esperando a que volvieran las demás.

Me arremangué la falda, me levanté y abrí con sumo cuidado el panel corredero. El pasillo estaba despejado. Cuando estaba ya cerca del hueco de la escalera, una de las voces apagadas adquirió el timbre agudo y autoritario de Haddo.

—… y también necesitaré arroz y algo de salazón de pescado. Igual que la última vez.

—No me habéis pagado el último lote. —Era el posadero, cuya voz se elevaba en una queja malhumorada.

—Tendrás tu dinero en cuanto volvamos a cruzar las montañas —dijo Haddo—. Mi problema ahora mismo es que mis hombres están hambrientos, de modo que ten los víveres preparados.

Hubo una pausa, y enseguida Haddo preguntó:

—Dime, ¿sabes dónde está el mercader que llegó con nosotros?

—Creo que está en los establos, supervisando la comida de sus animales. ¿Por qué? ¿Ocurre algo malo? No van a traer más desgracias, ¿o tal vez sí? Les he dado mi mejor habitación.

—No te preocupes. Estoy seguro de que la desgracia de la dama no contaminará tu posada. —El teniente hablaba en tono irónico—. Tan solo quiero ofrecerles escolta para mañana. Esta puerta conduce a las cuadras, ¿verdad? ¿O tengo que dar la vuelta?

El latido de mi corazón se aceleró. Si Haddo salía entonces, era posible que viese a Ryko. Intenté hacer una estimación del tiempo que había pasado desde que Dela y Vida habían salido de la habitación; ni siquiera un cuarto de hora. Era posible que aún estuvieran ayudando a Ryko. No podíamos arriesgarnos; al menor atisbo de la presencia del isleño, estaríamos perdidos. Tenía que detener a Haddo. Anduve unos pocos pasos más hasta llegar a lo alto de la escalera, con las advertencias de Dela resonando en mi cabeza. Tenía razón. No podía bajar; ninguna mujer respetable se dirigiría a dos hombres por su cuenta. Tenía que mantenerme en el papel.

—Lo que digo es que lleva las marcas de las que han perdido a un hijo —dijo el posadero—. He visto a montones de ellas de camino a las Aguas de la Dama Luna y a su regreso, y algunas nunca vuelven a estar en buenas condiciones. Lo mejor que puede hacer ese hombre es devolvérsela a sus padres y buscarse otra que le pueda dar un hijo sano.

Me agarré al pasamanos. Sus hoscas palabras me dieron, de repente, una idea desesperada.

—Baja la voz, hombre —dijo Haddo, bajando la suya. Tuve que concentrarme para oír las siguientes palabras—:… a las Aguas de la Dama Luna lo antes posible. Fue la salvación para mi esposa.

—No deseaba faltaros al respeto —repuso apresuradamente el posadero—. Vuestra esposa fue tocada por la bendición. Tal vez lo sea también esta muchacha. Seguid recto por el pasillo, os llevará al patio. El mercader está en el último establo.

Si había un momento en la vida para mostrar mis dotes de actriz, era precisamente aquél. Solté una de mis trenzas y, con una muda plegaria a los dioses, avancé, recogiéndome la falda todavía más por encima de los tobillos.

—¿Eres tú, esposo? —chillé, mientras bajaba a toda prisa las escaleras—. Lo he visto, esposo. ¡He visto a nuestro hijo!

Cuando doblé el descansillo, vi los rostros perplejos de Haddo y el posadero, mirando hacia arriba. Sonreí y me dirigí al teniente con voz temblorosa:

—Está en nuestra habitación, esposo. Debes venir ahora.

Descendí los últimos escalones y agarré a Haddo por el brazo, intentando tirar de él hacia el primer peldaño. El hombre permaneció totalmente inmóvil.

—Está llorando, pobre hijo mío, y quiere ver a su padre.

Haddo y el posadero intercambiaron una silenciosa mirada de horror: está loca, parecían decirse; ¿qué hacemos? Tiré de él nuevamente. Los hombres siempre estaban prestos a creer en la locura de las mujeres.

Haddo me soltó la mano de su brazo.

—Señora, no soy vuestro marido. Soy el teniente Haddo. ¿No me recordáis?

—Claro que te recuerdo, esposo. —Su compasión me hizo sonreír—. ¡Qué cosas tienes! Ven antes de que nuestro hijo vuelva a dormirse.

—La llevaré a su habitación —dijo el posadero—. Id a buscar a su marido.

Debía evitar que fuesen al establo. Representé en mi mente los ataques de locura de la mujer despojada de su hijo en la fábrica de sal.

—Mira, ahora sale a jugar —dije, intentando esconder la desesperación en mi voz—. Vuelve, hijo. —Aparté a Haddo, me abrí paso entre las cortinas de la puerta y salí al patio principal, rezando por que los dos hombres me siguieran.

—Espera, hijo. Espera a tu madre. —Dirigí mis palabras a un trío de soldados que andaban por allí. Se volvieron hacia mí con la sorpresa asomando a sus rostros.

—No debes jugar aquí fuera, está demasiado oscuro —añadí, mirando al joven que estaba en el centro—. Ven adentro.

Sentí que me observaba con más atención.

—Ya basta. Entremos a jugar.

Los dos compañeros del soldado mostraron unas risitas de aprobación, y el joven se dispuso a recorrer los pocos metros que nos separaban.

—¿Qué andas buscando, niña? —Me agarró por la cintura y me acercó a él de un tirón. Me cogió una muñeca con una mano mientras me acariciaba los pechos con la otra. Quedé paralizada. El tocamiento me trajo otro vivo recuerdo de la fábrica de sal: las manos del capataz manoseando a Dolana y ella sacándoselo de encima a puntapiés.

—Déjala.

Era Haddo. La orden cortante de su jefe puso firme al soldado. Quedé liberada súbitamente de su abrazo y tropecé. Haddo me agarró del brazo con su mano enérgica, y me ayudó a levantarme del suelo adoquinado.

—Lo siento, señor —dijo el soldado. Sus compañeros se escabulleron hacia las sombras—. Pensé que era una de las chicas de la taberna…

—Usa los ojos, Laon, y no lo que cuelga entre tus piernas. ¿No ves que lleva ropa de luto?

—Sí, señor.

—Ahora irás a practicar tus dotes de observación haciendo guardia. ¡Ya!

El soldado hizo de nuevo el saludo de rigor y se marchó. Haddo, que seguía agarrándome del brazo, me miró a la cara.

—¿Estáis bien, señora?

No cabía duda de que percibiría mi buena salud mental en mis ojos; no podía seguir conjurando la locura bajo su mirada escrutadora.

—Teniente Haddo —dije, frunciendo el ceño—. ¿Qué hago aquí fuera? ¿Por qué me cogéis del brazo?

El teniente me soltó.

—Estabais —hizo una pausa—, indispuesta. Veo que ya habéis vuelto en vos.

Miré al suelo para evitar sus ojos penetrantes.

—No me acuerdo.

—Ocurre a veces —dijo, mientras me daba unas torpes palmaditas en el hombro—. Mi esposa creía sentir el aliento de nuestro niño en su mejilla. Os pondréis mejor.

—¿Dónde está? —gritó Dela desde el vestíbulo de la casa.

El grueso posadero abrió las cortinas que cubrían la puerta.

—Aquí, en el patio —dijo, y condujo a Dela hacia el recinto exterior. No deberíais haberla dejado sola sin su criada. No puedo permitirme mujeres enloquecidas paseándose por mi posada.

—Mi esposa no está loca —dijo Dela, mientras se llevaba la mano al bolso que colgaba de su cinto—. Es sólo la aflicción y los rigores del viaje. Aquí tenéis, una pequeña suma para compensar los inconvenientes. —Ofreció una moneda al posadero y entonces me vio, junto a Haddo—. Teniente, según creo, habéis asistido a mi esposa. Os lo agradezco y lamento los problemas que os haya podido ocasionar. —Hizo una reverencia, aunque su cortesía se mezclaba con su irritación.

Haddo le devolvió la reverencia.

—No ha habido ningún problema, señor. Vuestra esposa tampoco ha sufrido daño alguno, aunque debo sugeriros que no la dejéis sola en su estado.

Dela me asió con fuerza del brazo.

—Ven, esposa. Deja que te lleve de vuelta a la comodidad de nuestra habitación. —Tiró de mí hacia la puerta al tiempo que inclinaba la cabeza ante el teniente—. Mi agradecimiento, de nuevo.

Vida esperaba en el vestíbulo de la casa. Llevaba el fardo que contenía mis espadas y mi brújula.

—¿No pensáis más que en vos misma? —masculló, mientras depositaba bruscamente el fardo en mis manos—. Nos habéis puesto en peligro a todos.

Cerré los ojos un instante para contener el consabido acceso de rabiosa energía de Kinra a través de la tela. Sabía que la tristeza y el miedo habían afilado la lengua de Vida, pero aun así me dolía la injusta acusación. Ella no había oído lo que se proponía Haddo. ¿Quién era para juzgar cada una de mis acciones? Cerré el puño con fuerza ante la irresistible tentación de abofetearla. Me di la vuelta bruscamente y seguí a Dela escaleras arriba. Estaba sorprendida por la violencia de mi propio rencor.

En el descansillo, Dela volvió atrás la cabeza hacia Vida:

—Quédate aquí —dijo en un susurro—. Avísame si entra alguien en la casa, por delante o por detrás.

Vida asintió con un gesto enérgico de la cabeza y se pegó de espaldas a la pared.

—Yo sí sé cumplir órdenes.

Me arrastré tras Dela, preparada para lo que pudiese venir. Una vez en la habitación, ella cerró el panel corredero. La vestimenta masculina sobre su cuerpo magro y los rasgos afilados de su rostro, le conferían una belleza adusta que se había transformado en furia.

Se acercó a mí en dos zancadas.

—Esto ha sido el colmo de la insensatez —me dijo al oído, y cada una de sus palabras era como un bofetón—. Creía que os quedaba algo de sentido común, sin embargo os habéis puesto en peligro, a vos y a todos nosotros.

Acaricié las espadas de Kinra. Sentía crecer mi propia furia.

—Haddo se dirigía a los establos para buscaros. Tenía que hacer algo, ¿o pensabais que era mejor quedarme sentada hasta que os encontrara?

Me detuve por precaución, y mi abrupto silencio sirvió para contener asimismo a Dela. Nuestras voces se habían elevado demasiado.

Inspiró profundamente y luego dijo, en un susurro:

—¿Buscarme a mí? ¿Para qué?

—Quiere ofrecerse para escoltarnos hasta el próximo pueblo. Dela hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Malas noticias.

Asentí.

—Al menos, nuestro amigo habrá podido escapar, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Está bien?

—No ha estado bien del todo en ningún momento desde que partimos de la aldea. —Hablaba en voz baja, pero su tono era de rabia contenida. Se cubrió los ojos con las palmas de las manos—. Perdonadme, estoy muy cansada. Está suficientemente bien. Y en camino. —Hizo un esfuerzo para recobrar su autoridad—. Debéis prometerme que no os pondréis de nuevo en peligro. No os podemos perder, no podemos permitírnoslo.

—Tenía que hacer algo.

—No, Eona, lo teníamos controlado. —Me miró fijamente hasta que desvié mi propia mirada. Al menos, vuestra fingida locura será una buena excusa para quedarnos aquí mientras Haddo y sus hombres prosiguen su camino. Si todo va como es debido, mañana por la tarde sabremos si este viaje ha valido la pena.

—Señor —dijo Vida desde el pasillo—, la criada está aquí con la cena. ¿Puede pasar?

Al poco rato, la muchacha había depositado la comida sobre la mesa baja y había salido, llevándose consigo a Vida a la cocina, donde cenaría ella. Me arrodillé sobre el cojín al otro lado de Dela y observé la exigua selección de verduras, arroz y encurtidos acompañados de un pequeño cuenco de té para ayudar a tragarlo. Un genuino rancho de peregrinos. Comimos en silencio. Con Vida en la cocina y Solly de guardia en el carro, no teníamos a nadie que pudiera vigilar y no podíamos arriesgarnos a mantener una auténtica conversación. De todos modos, tenía la impresión de que Dela no estaba para charlas. Su preocupación por Ryko era como un tercer comensal.

Más tarde, una vez la criada hubo retirado los restos de la cena, Vida regresó bostezando a la habitación. Estaba tan cansada que su hostilidad se redujo a unas pocas frases cortantes y un par de miradas de soslayo. Todas estábamos agotadas, y eso, junto con el miedo, nos hacía irritables, pero yo era la única de las tres a quien la fatiga no había dejado completamente vacía de energía, de modo que hice la primera guardia.

Tanto Dela como Vida cayeron dormidas en cuanto se tendieron, ambas vestidas, una sobre la cama enrollable y la otra sobre el jergón de paja. Desenvolví el paño que cubría las espadas de Kinra y las deposité en el suelo con sumo cuidado, sin hacer caso de su airado fulgor. La brújula estaba envuelta junto con ellas. Cogí la bolsa de cuero, saqué el pesado disco de oro y lo sostuve en la palma de la mano. Estaba dividido en veinticuatro círculos concéntricos, y el punto central alojaba un enorme rubí redondo, mientras que el círculo exterior estaba tachonado con gemas rojas más pequeñas en cada uno de los puntos cardinales. Los demás círculos mostraban grabados con los animales celestes y elegantes caracteres de caligrafía femenina. Se suponía que la brújula debía señalar la energía del Dragón Espejo y dibujar las líneas de energía terrestre, pero hasta que yo no pudiese usar mi poder y leer los caracteres antiguos, no serviría más que de bella decoración. La metí de nuevo en la bolsa y la dejé en el suelo junto a las espadas.

Luego le tocó el turno a la bolsa que llevaba atada a la cintura. La desaté con presteza y la coloqué junto a la brújula. Después me quité trabajosamente el vestido, contenta de liberarme de él, y me senté, en enaguas. Desde el patio principal me llegaban los sonidos amortiguados de los soldados, que cantaban y reían.

Mientras transcurría la guardia, reflexioné sobre mi decisión de detener a Haddo antes de que entrara en las cuadras. Dela lo había considerado una insensatez. Desde luego, había comportado un cierto riesgo, pero la amenaza de que se hubiera puesto todo al descubierto era real. No podía quedarme sentada mientras Ryko estaba en peligro, no era mi modo de ser. Un viejo dicho proclamaba que el acero del que estaban hechos los hombres sólo podía conocerse bajo el martillo de las circunstancias. Si alguien me hubiera preguntado apenas unas horas antes, habría respondido que casi cinco años viviendo como un muchacho me habían golpeado con el martillo hasta hacer de mí un ser constantemente temeroso y excesivamente precavido. Sin embargo, ahora me daba cuenta de que el martillo había hecho todo lo contrario. Me había convertido en alguien que siempre daba un paso al frente para conseguir lo que quería. Era demasiado tarde para que pudiese quedarme con las manos cruzadas, esperando, como una buena mujer.

Oí por fin el tañido de una campana distante que anunciaba la medianoche. Me incliné sobre Dela y le agité los hombros para despertarla. Se sentó de inmediato y buscó a tientas su cuchillo.

—Vuestro turno —susurré—. Sin novedad.

Dibujó una sonrisa breve y cansada.

—Pero, no hace ni dos minutos que me tendí en la cama, ¿verdad?

—Cuatro —dije, y le devolví la sonrisa, satisfecha de ver que tras haber dormido un poco se le había pasado algo de la rabia y la preocupación.

Me acosté. Dela se dirigió a la jofaina, detrás del biombo. Lentamente, mi conciencia empezó a fluctuar, entraba y salía del sueño una y otra vez, mientras la taberna se iba quedando en silencio.

El sonido inconfundible de un choque de espadas me despertó. Me puse de rodillas, medio adormecida. La habitación estaba apenas iluminada por la luz del alba. Me levanté, no sin esfuerzo, para escuchar en dirección al sonido amenazante.

Abajo, en el patio.

El rumor de unos pasos apresurados a lo largo del pasillo se llevó de un plumazo mi aturdimiento. Vida ya estaba en cuclillas, con un cuchillo en la mano. Dela se dio la vuelta sobre su cama enrollable, tensa y preparada. Busqué con las manos mis espadas. Su antigua energía me quemaba por dentro.

El panel se abrió de golpe.

Las tres nos quedamos paralizadas, mirando con la boca abierta la silueta recortada contra la abertura de la puerta.

Ryko.

La luz tenue de la ventana alcanzó a iluminar una mancha oscura que cubría su cara y su pecho. Sangre. Mucha sangre.