2

Todo mi cuerpo se convulsionó y me obligó a abrir los ojos. Una imagen blanca y desdibujada se formaba en el arco de una lona de algodón anudada por sus extremos inferiores, y la luz del sol penetraba a través de la abertura. Entrecerré los ojos por aquella luz y por el intenso dolor que sentía en las sienes. Una nueva sacudida me zarandeó e hizo más intenso el olor veraniego de la paja. Estaba tendida en un jergón, en el interior de un carro cerrado por los cuatro costados. Levanté con cautela la cabeza y, a través de una juntura mal unida, observé el paisaje. Viajábamos entre bancales de arroz. La cosecha amarillenta estaba cubierta por el agua.

—¿Mi Señora?

Ryko surgió desde algún lugar a mis pies. Su cuerpo se bamboleó cuando las ruedas del carro se colaron en algún surco. Por un momento, estuve todavía en la casa del pescador, con mi mano sobre su corazón, y luego la memoria se invirtió y regresé al carro. Allí estaba Ryko, frente a mí. Vivo y sonriente. El asombro me dejó sin aliento: el Dragón Espejo y yo lo habíamos salvado. Aun así, ¿estaba completamente curado? En el momento mismo en que abría la boca para preguntar, me invadió un aluvión de imágenes confusas: la canción dorada, los diez dragones huérfanos, la batalla.

El Señor Ido.

—¡Estaba de nuevo en mi mente! —dije. Mi voz era un graznido seco. Me incorporé trabajosamente, apoyándome en los codos—. ¡Ido estaba en mi mente!

Y Dillon también, por un instante. Estaba segura de ello, aunque su imagen era borrosa. Aún podía sentir su terror.

Ryko se acercó a mí, mostrándome su costado derecho.

—¿Qué queréis decir, mi Señora?

—Ido hizo retroceder a los demás dragones.

Un eco de nuestra unión mental vibró a través de mí, y el dolor en mi cabeza se redobló. Demasiado poder.

—El Señor Ido no se encontraba en la aldea, mi Señora.

—No, estaba de nuevo en mi mente. —Ryko se estremeció con una mueca de dolor cuando le agarré el brazo—. Estaba en mi mente. Tuve que dejarle entrar. ¿Te das cuenta? Tuve que dejarle entrar o habríamos muerto, o…

—¿A qué os referís cuando decís que estaba en vuestra mente? Ryko se apartó. El tono de incredulidad en su voz me hizo callar. Sin duda, Ido está muerto.

—No.

Cerré los ojos y sentí de nuevo la presión de los grilletes y el dolor agónico de la piel lacerada por los azotes.

Sethon lo tiene prisionero. Vi a través de sus ojos. Creo que se está muriendo.

Sentí un atisbo de piedad.

—Un final justo —gruñó Ryko.

—Sólo si muriera veinte veces sería justo —añadí rápidamente. Ido no merecía mi compasión.

Me incorporé y alargué la mano buscando un lugar donde agarrarme en el panel lateral de madera.

—Ryko, ¿está despierta? ¿Está bien?

Era la voz de Dela. Llamaba desde el exterior del carro.

Se abrió la puerta corredera de una amplia portezuela frontal y aparecieron las trabajadas ancas de dos bueyes sujetos con arneses. Una silueta conocida caminaba junto a ellos y los guiaba; Solly, con sus rasgos bulbosos que los cortes y rasguños llenos de costras hacían más grotescos todavía. El hombre sonrió e hizo una reverencia, y entonces Dela se inclinó hacia el interior del carro impidiéndome ver. Ya no iba vestida de pescador, sino que vestía la túnica de cuello alto y el sombrero propios de un próspero comerciante.

—¿Estáis bien, Eona? —preguntó, mientras me inspeccionaba con la mirada—. Creíamos que nunca recuperaríais la conciencia. ¿Cómo os sentís?

Me relamí los labios. De repente, me di cuenta de que tenía una gran necesidad de beber.

—Tengo sed. Y estoy mareada —respondí—. Me duele la cabeza. ¿Cuánto tiempo llevaba así?

Ella miró a Ryko con aprensión.

—Dos días —dijo.

—¿Dos días? —Los miré a los ojos—. ¿De veras?

Ambos asintieron, pero ninguno de los dos añadió comentario alguno. Sólo el crujido del carro y las voces de Solly conminando a los bueyes a avanzar rompían el incómodo silencio. Ryko alargó una cantimplora de loza. Su rostro mostraba una expresión severa.

Abrí el recipiente y sorbí su contenido. El agua fresca me suavizó la garganta, pero sentí que mi estómago se revolvía al recibir la pequeña cantidad de líquido. No había vuelto a sentirme tan mal desde el banquete imperial, largo tiempo atrás.

Devolví la cantimplora a Ryko, luchando por no vomitar.

—Alguien tendrá que contarme lo sucedido.

—¿No os acordáis? —Dela me miró con ansiedad—. Estabais curando a Ryko y entonces… todo estalló. Lluvias torrenciales y vientos se llevaron la casa entera. El acantilado entero.

—Y la aldea —añadió Ryko con voz queda.

Dela le lanzó una rápida mirada.

—Tiene que saberlo —dijo él.

Entonces tuve un presentimiento.

—¿Saber qué? Decídmelo ahora.

Ryko se irguió, dispuesto a obedecer mi orden.

—Murieron treinta y seis aldeanos y casi ochenta más resultaron heridos. —Bajó la cabeza. Por salvarme.

Se me había vuelto a secar la garganta.

—¿Treinta y seis?

Tantas personas muertas por mi incapacidad para controlar mi poder. Por mi temeridad al convocar a mi dragón a sabiendas de que no tenía las habilidades suficientes.

—Quieran los dioses perdonarme —susurré. Aun así, si los dioses lo hacían, ¿cómo podría perdonarme a mí misma?

Ryko hizo una torpe reverencia, tambaleándose por el movimiento del carro.

—Mi señora, no os sintáis culpable. Es cierto que me curasteis a costa de muchas vidas, pero no es culpa vuestra. Los dioses sabrán que no fuisteis vos quien se las llevó. —Se volvió hacia Dela—. Fue Ido. Invadió la mente de mi señora mientras ella me curaba.

Dela ahogó un grito.

—¿Ido causó toda aquella destrucción? ¿Perseguía de nuevo vuestro poder?

Dudé. Qué fácil sería culpar a Ido de todas aquellas muertes y escabullirme de la pesada losa del remordimiento. Pero no podía mentir de nuevo a mis amigos, ni a mí misma. Si había aprendido alguna cosa en las últimas semanas, era que tales mentiras podían resultar mortales.

—No —dije—. Ido nos salvó a todos. Al intentar curar a Ryko, los diez dragones huérfanos estuvieron a punto de partirme en dos.

Ambos me miraron sin comprender.

—Así es como llamo a las bestias de los Ojos de Dragón muertos. Creo que intentan unirse a su reina, aunque ignoro por qué razón. El Señor Ido y su dragón los detuvieron.

Ryko entrecerró los ojos.

—Eso no es muy de Ido. Cada vez que respira lo hace movido por su propio interés. Si lo que decís es cierto, debe tener alguna oscura razón para ayudaros.

Consentí la pulla contra la veracidad de mi relato. Al fin y al cabo Ryko tenía todo el derecho de desconfiar de mí. Él había sufrido más que nadie las consecuencias de mis mentiras. Aunque, en mi defensa, la mayor de aquellas mentiras, mi disfraz masculino, había sido una imposición de mi maestro. Tal vez algún día Ryko me perdonaría. De momento, yo debía cargar con su decepción.

—Todo lo que sé es que consiguió apartar a los diez dragones, y que sin él no habríamos sobrevivido.

—¿Dónde está Ido? —preguntó Dela—. No lo entiendo. Cómo pudo apartar…

—Pido disculpas.

Era la voz áspera de Solly.

El carro se balanceó fuertemente, un nuevo peso se añadía a él. Luego, el combatiente de la resistencia miró hacia el interior, junto a Dela.

—Ryko, hay tropas avanzando desde atrás —dijo con voz atropellada—. Parece una patrulla de montaña. Nos han visto, igual que nosotros a ellos. No tienes tiempo de salir.

Me hizo una fugaz reverencia y desapareció de mi vista.

Ryko frunció el ceño.

—¿Tropas aquí, en lo alto de las montañas? Espero que Su Majestad esté a buen recaudo. —Echó una ojeada en dirección a mí—. Debemos rescatar al Emperador Perla.

Por un breve instante, el alivio me cortó la respiración.

—Entonces, ¿está vivo?

—Por lo que sabemos, sí —respondió Dela—. Ryko dice que hay un lugar seguro más allá del próximo pueblo. Si todo ha ido como debía, tendría que estar allí.

Se apartó de la trampilla y, al asomarse de nuevo, asintió con una expresión de inquietud para corroborar lo que había dicho Solly.

—Se acercan a paso vivo, Ryko —añadió—. Tienes que esconderte en la caja. —Luego me puso la mano en el hombro—. Vos y yo somos marido y mujer. Os llevo a las Aguas de la Dama Luna para que os curéis. ¿De acuerdo?

—¿Sabe el ejército que nos encontramos en estas tierras? —pregunté.

—No. Seguramente se trata de una patrulla regular. Hasta ahora hemos pasado sin problemas todos los controles. Vos recordad que sois mi mujer enferma.

Dela cerró la portezuela.

Ryko ya había alzado el extremo inferior de mi jergón y estaba levantando las tablas del suelo.

—¿Qué haces?

—Esconderme. —Levantó una nueva tabla para dejar a la vista un compartimento oculto—. Sethon anda buscando a un muchacho que se comporta como un Señor, a una contraria y a un isleño. Vosotras os podéis intercambiar los papeles, pero yo no puedo empequeñecerme ni cambiar mi piel.

—¿De veras cabes ahí dentro?

Era un espacio muy pequeño con una polvorienta alfombra de paja y un fardo de ropa en un rincón.

—Aquí. Coged esto —dijo mientras me pasaba el fardo.

En el preciso instante en que tocaba el basto algodón supe que contenía las espadas de Kinra; su habitual sacudida de rabia atravesó mi cuerpo y agudizó mi dolor de cabeza. Las perlas negras entrechocaron alrededor de mi brazo, como si saludaran las armas que antaño pertenecieran a mis antepasadas Ojos de Dragón. Hurgué entre los dobleces del fardo y saqué a la luz las empuñaduras tachonadas de adularías y jade, y una bolsa de piel que me resultaba muy familiar: mi brújula de Ojo de Dragón. Junto a mí, Ryko se introdujo en el refugio del carro. Alargó las manos buscando las espadas. Volví a envolverlas con la tela de algodón y se las di, sin dejar de sentir su atrayente poder. Al menos, algunos de los tesoros de la Dragona Espejo estaban a salvo. Acaricié la bolsa que llevaba colgando de la faja; las largas y delgadas formas que contenía me tranquilizaron: las estelas funerarias de mis antepasadas también estaban a buen recaudo.

—Ayudadme a colocar estas tablas en su sitio —dijo Ryko—. Y luego el jergón encima.

—¿Podrás respirar?

—Hay aire de sobra. —Me dio una palmada en el brazo, acompañada de una tensa sonrisa—. Estaré bien.

Coloqué las maderas sobre su rostro severo, con dedos torpes a causa de un temor repentino. Luego tiré del colchón de paja para devolverlo a su posición original. Mientras me tendía sobre el jergón y me alisaba la túnica blanca, me di cuenta, finalmente, de la indumentaria que llevaba puesta: ropa de luto de una mujer que podría haber sido madre, pero que revelaba, con una faja anaranjada, la tragedia de un hijo no nacido. Llevé mis manos a ambos lados de la cabeza y noté el tejido retorcido del tocado que ocultaba mis cabellos y proclamaba mi reciente desconsuelo. Pocos hombres osarían acercarse a tal muestra de desgracia, y mucho menos se atreverían a registrar la cama en la que yacía. Una treta inteligente. Y un buen motivo para emprender un viaje en tan peligrosos tiempos; se decía que una mujer podía despojarse de tan mala fortuna si se bañaba antes de su siguiente ciclo en las Aguas de la Dama Luna, un lago favorecido por los dioses, allá en las montañas. Aun así, me sentía incómoda vistiendo ropajes tan tristes. Busqué la buena suerte palpando el libro rojo oculto en mi manga, y el suave roce de las perlas negras me tranquilizó.

Alguien alzó la lona que cubría la parte trasera del carro. Cerré los ojos e intenté ralentizar mis rápidos jadeos, llevarlos al ritmo tranquilo de un sueño profundo.

—Soy yo —dijo una voz conocida.

Levanté la cabeza y vi a Vida encaramándose al carro, que avanzaba lentamente. Había sustituido la túnica y los pantalones que solía llevar por el vestido de una criada. A pesar de su modesto atavío, la caída del tejido marrón y el bello lazo de la faja enfatizaban las curvas generosas de su cuerpo. Bajó la lona y gateó hacia mí. Su falda quedó enganchada en una de las tres grandes cestas de viaje sujetas al panel lateral. Tiró de la prenda, maldiciendo para sus adentros.

—Deja que te ayude —dije, incorporándome y apoyándome en los codos. Entonces se me nubló la vista y el carro se puso a dar vueltas en mi cabeza. Caí de nuevo sobre el colchón.

—Dejadlo —espetó ella. Finalmente, pudo liberar la falda y se acercó a mí—. Tenéis muy mal aspecto, aunque supongo que va a juego con el disfraz. —Me tomó la mano, pero no había signos de consuelo en el gesto—. Ya nos han parado antes y hemos seguido adelante. Todo lo que tenéis que hacer es actuar con calma. Y si no apodéis, os calláis, sencillamente, y hacéis como si fuerais muda.

Aunque sus palabras eran duras y ásperas, tenía las manos húmedas y me agarraba con excesiva fuerza. Miré a aquella muchacha, tan estrechamente conectada a aquellos que habían muerto, y me obligué a mí mismo a preguntar:

—Tu padre, ¿está bien?

Vida asintió, pero su rostro mostraba una expresión fría.

—No resultó herido.

El alivio me hizo sonreír; el maestro Tozay estaba vivo. Al menos, no había matado ni herido al líder de la resistencia.

—Me alegra mucho saberlo.

Vida no me devolvió la sonrisa.

—Mi padre está bien —prosiguió suavemente—, pero perdí a mi… perdí a buenos amigos, entre los que perecieron. —Me agarró con más fuerza todavía, hasta que tuve que ahogar un grito—. He visto vuestro poder, mi Señora, y mi padre insiste en que sois la llave del éxito. Aun así, una parte de mí habría preferido no veros despertar.

Intenté retirar mi mano, pero no me dejó. Por encima del ruido que hacía nuestro carro al avanzar nos llegó el tintineo de las armaduras y un grito áspero con que nos obligaban a detenernos.

Vida se inclinó más hacia mí.

—Hasta ahora, habéis hecho más mal que bien. Espero que merezcáis todo este dolor. —Soltó mi mano en el momento en que el carro se detenía con una sacudida.

—En nombre del Emperador Sethon, mostrad vuestro salvoconducto —ordenó una voz entrecortada.

—Aquí lo tengo —respondió Dela. Su habitual tono suave se había vuelto más grave, masculino.

A mi lado, la silueta de un soldado se dibujó a través de la lona de algodón, como un títere en un teatro de sombras chinas. El rostro anguloso de Dela apareció, mientras se movía para entregar una gran placa octogonal, y luego desapareció de nuevo. Un salvoconducto de Sagrado Peregrinaje; difícil de obtener y casi imposible de forjar. El hombre lo estudió largo rato, luego levantó la cabeza y preguntó:

—¿Adónde os dirigís, mercader?

—A las Aguas de la Dama Luna. Para mi…

—Son malos tiempos para viajar. Las carreteras están inundadas y un terremoto ha destruido uno de los pasos de montaña.

—Confiamos en los dioses…

—¿Cuántos viajáis?

—Yo mismo, mi mujer y nuestros dos criados.

¿Sin escolta?

—Sí, señor. Llevamos un Sagrado Peregrinaje y viajamos bajo el estandarte oficial del peregrino. Estamos seguros.

—Nos han informado de la presencia de bandidos que atacan a los peregrinos a lo largo de esta ruta. —El soldado devolvió la placa a Dela—. ¿Habéis visto a otros viajeros? ¿Un gran isleño, un muchacho y una mujer, tal vez? ¿O dos hombres y un muchacho?

Parecía que hubieran extraído todo el aire del carro. Nos buscaban. Lo había imaginado por las noticias que llegaban a la aldea de pescadores, pero ahora era real. Había soldados merodeando con órdenes de capturarnos o matarnos. Apreté los puños temblorosos.

—No, señor —respondió Dela.

—Inspeccionad el carro —ordenó el hombre, con un gesto de la cabeza.

Me hundí todavía más en la paja e intenté relajar los miembros para aparentar languidez. Vida, junto a mí, recompuso su rostro para sustituir su expresión de ferocidad por una de dócil servidumbre. Nos miramos un instante la una a la otra, unidas momentáneamente por la amenaza.

La lona al fondo del carro se alzó y dos hombres se asomaron con las espadas desenvainadas. Inspeccionaron el carro, rozando apenas con la mirada mi cuerpo vestido de blanco para detenerse durante un momento en el de Vida.

—Una mujer y su doncella, señor —informó el más viejo de los dos.

El oficial apareció y ambos le dejaron paso. Era más joven de lo chic yo esperaba, y mostraba un rostro bondadoso ajado por el peso de la responsabilidad. De su cuello colgaba un amuleto de sangre, de jade rojo, en el extremo de un cordel de cuero. Lo había visto antes entre soldados de rango: una súplica de protección en la batalla a Bross, dios de la guerra. Un amuleto de sangre sólo funcionaba si era producto de un regalo, y uno tallado en jade rojo, en lugar del más común hecho de hueso de buey, tenía que haber costado una fortuna; alguien quería que aquel guerrero siguiera con vida.

Miraba mi ropa blanca con gesto afligido.

—¿Señor? —le urgió uno de sus hombres.

El oficial parpadeó, luego volvió a mirarme fijamente.

—Mis disculpas por la intromisión, señora —dijo con dulzura—. Ahora comprendo el motivo de vuestro viaje en tiempos tan difíciles. Mi nombre es Haddo, teniente de la patrulla de la Montaña del Este. —Hizo una reverencia—. Espero que comprendáis mi petición de apearos mientras inspeccionamos el carro.

Vida tensó el cuerpo.

—Señor, os lo ruego, mi ama se encuentra mal —dijo. Su voz había adquirido el tono saltarín de las criadas.

Haddo hizo caso omiso de sus quejas.

—Si tenéis la bondad de bajar, señora.

—Naturalmente.

Busqué el modo de mantener las manos ocupadas para ocultar el temblor, y me entretuve en recoger mi falda. Bajo mi cuerpo, sentía la presencia desesperada de Ryko como si fuera un corazón palpitante.

Vida se apresuró a tomarme del brazo y me ayudó a levantarme.

—Apoyaos en mí, ama.

Sentía su cuerpo tenso junto al mío.

Nos acercamos al teniente, encorvadas bajo el toldo. Andábamos despacio y con torpeza. No todo era fingido, tras dos días tendida en el carro, apenas podía moverme. Con cada paso tembloroso aumentaban las náuseas.

Vida me ayudó a bajar al camino y a rodear un charco en el suelo, rozando suavemente el dobladillo de mi vestido. Cuando me di la vuelta para mirar al teniente, vi hasta qué punto era grave la amenaza. Estábamos rodeados por una tropa de veinte hombres, la mayoría soldados de a pie con espadas, pero también unos pocos que llevaban mortales arcos mecánicos. No había modo alguno de que pudiéramos escapar. Vida me clavo las uñas en el brazo.

—¿Está bien mi esposa? —gritó Dela.

—¡No os mováis, mercader! —ordenó Haddo. Luego hizo un gesto con la cabeza en dirección a los dos soldados que esperaban—. Registrad.

Subieron al carro. Yo no podía mirar, sin duda mi cara se convertiría en un mapa con una ruta marcada hacia Ryko, pero tampoco podía dejar de hacerlo. El más viejo de los dos abrió las tapas de las cestas de viaje, una tras otra, y hurgó en ellas, esparciendo comida y ropa de vestir y de cama. El otro soldado levantó el grueso colchón de paja, alzando un remolino de polvo, y lo atravesó con la espada, una, dos veces. Luego miró al suelo. Vida, junto a mi, jadeaba. Una oleada de inquietud me encogió el estómago.

—Creo que voy a devolver —dije.

Me incliné hacia el rodero inundado, pero Vida me agarró y me dio la vuelta para que quedase frente al teniente. No hubo tiempo para objetar nada. Doblé la espalda y vomité un repugnante hilillo de agua y bilis a los pies del hombre.

Haddo dio un paso atrás, con una mueca de asco. Vomité de nuevo un poco más de aquel líquido amargo.

—Por favor, señor, mi ama tiene que acostarse —dijo Vida, balanceando mi cuerpo en dirección al teniente. Erguí la espalda de puro reflejo, pero ella me clavó las uñas en el brazo con tanta fuerza que el dolor me obligó a doblarla de nuevo.

El teniente dio un nuevo paso atrás y luego miró a sus hombres en el carro. Ambos mostraban incómodas sonrisas.

—Veamos. ¿Está limpio?

El soldado más joven dejó caer el colchón.

—Sí, señor.

—Entonces salid de ahí y dejemos descansar a esta pobre dama.

Los hombres saltaron del carro y fueron a reunirse con el resto del pelotón.

Cuando se hubieron alejado lo suficiente para que no pudieran escuchar, Haddo dijo en voz baja:

—No os aflijáis, señora. Mi propia esposa sufrió los mismos mareos… después. —Señaló con la mano mis ropas blancas—. Hallamos buena fortuna en las Aguas de la Dama Luna. Estoy seguro de que los dioses os devolverán la salud también y os obsequiarán con un nuevo hijo.

Logré componer una débil sonrisa.

—Puesto que llevamos la misma dirección —prosiguió—, vos y vuestro marido podéis viajar con nosotros hasta el próximo pueblo. Será más seguro y más rápido.

—Sois muy generoso, teniente Haddo —dije, forzando en la voz un tono de gratitud—, pero no quisiéramos apartaros de vuestros menesteres.

—Mi tropa debe cruzar la montaña de todos modos —repuso él—. Y estoy convencido de que los dioses querrían que os ayudase en vuestro peregrinaje. Deberíamos llegar al pueblo de Laosang antes del anochecer. —Hizo una reverencia y se alejó, sin duda para darle a «mi marido» la buena noticia.

Vida se quedó mirando mientras yo echaba las últimas gotas de bilis.

—La próxima vez, no me opongáis resistencia —murmuró mientras me llevaba hacia el carro.

Yo deseaba que me quitara las manos de encima, pero estaba demasiado débil para subir sola. Además, debía admitir que su agudeza nos había salvado el día, aunque no mi dignidad. Sin perder un segundo, clavó una rodilla en el suelo junto al carro, mientras mantenía la otra levantada, como una buena criada ofreciendo a su ama enferma ayuda para montar. Resistí la tentación de aprovechar para pisotearla y me encaramé hasta el jergón, desde donde pude escuchar los intentos de Dela de oponerse al ofrecimiento de Haddo. Todos los pretextos eran cortésmente rechazados; el hombre estaba decidido a ayudarnos. Parecía que nuestra inteligente treta se había convertido en una trampa.

—Bien, estoy muy agradecido, señor —dijo Dela al fin. No nos quedaba más remedio que aceptar, pues no hacerlo habría hecho que el teniente sospechara—. Será un alivio contar con vuestra protección.

Vida bajó la lona posterior. Su rostro en tensión parecía un reflejo del mío. Cada segundo que pasáramos en compañía de aquellos hombres era una oportunidad para que nos descubrieran. Y ahora viajaríamos junto a ellos.

—En marcha, pues —gritó el teniente.

Las siluetas se movieron al otro lado de la lona al ponerse el carro en camino. La portezuela delantera se abrió y Dela se asomó al interior.

—¿Estás bien ahí atrás, esposa?

Su tono de voz expresaba respeto, pero sus ojos estaban fijos en el lugar donde se ocultaba Ryko.

—Me gustaría hacer un alto esta noche, esposo —respondí.

Dela asintió. Todas sabíamos que no podíamos hacer nada por el momento. De hecho, no podríamos hacer nada mientras estuviésemos rodeados de hombres de Sethon. Ryko tendría que permanecer oculto hasta que la oscuridad nos diese una oportunidad para sacarlo.

Dela echó una nueva ojeada llena de ansiedad al suelo del carro y luego cerró la portezuela.

Me giré de lado y alcé con sumo cuidado un extremo del colchón de paja, sin hacer caso de las protestas que Vida profería entre dientes. Apoyé la mejilla en las tablas del fondo y murmuré «esta noche», por si Ryko podía oírme entre el ruido sordo del carro. Era improbable, pero no podía soportar el pensamiento de que se hallase en aquel diminuto espacio sin tener ni idea de qué estaba pasando y de cuándo tendría la oportunidad de escapar.

Sentí náuseas otra vez y un sabor amargo en la garganta. Junto a mis pies, Vida estaba volviendo a meter en las cestas de viaje el revoltijo de cajas de comida y ropa de cama.

—Tomad —murmuró, mientras me pasaba una cantimplora de agua fresca—. Necesitáis descansar. Bebed un poco, pero lentamente, o volveréis a vomitar. Es como si os hubierais dado un buen golpe en la cabeza, para eso no hay otro remedio que el descanso.

—¿Sabías que me iba a marear ahí fuera?

Ella se encogió de hombros.

No mostraba compasión alguna, pero ¿qué podía esperar? Un primer intento de beber algo de agua me revolvió el estómago. Cerré la cantimplora y asentí en señal de agradecimiento, pero Vida ya había vuelto la cabeza en otra dirección. Yo seguía siendo la asesina de sus amigos. Miré hacia lo alto, hacia el tejido que formaba el techo del carro, en busca de pensamientos que no contuvieran miedo ni culpabilidad, pero fue en vano.

Al principio, no podía dejar de pensar en los soldados que nos rodeaban mientras Ryko seguía atrapado ahí debajo. Luego aparecieron los fantasmas de aquellos a quienes había matado. Intenté apartar de mi mente la cruda imagen del suplicante aplastado por el techo de la casa del pescador, pero su rostro sin vida se transformó en los de todos cuantos habían perecido: hombres arrastrados por olas gigantescas, mujeres sepultadas en el interior de sus casas, niños sangrientos con los huesos rotos.

Tomé aliento temblorosamente, con la esperanza de borrar de mi imaginación aquellas deprimentes imágenes, sólo para ver a continuación a mi señor muriendo en mis brazos, al Señor Tyron decapitado en mitad de la carretera, como un traidor, y el terrible instante en que había sabido que el Señor Ido había dado muerte a los otros diez Ojos de Dragón junto con sus jóvenes aprendices. Tanta muerte, la mayor parte de ella en nombre de la ambición de Ido. También los habitantes de la aldea habían muerto a causa de su poder, tanto como a causa del mío.

¿Por qué me había salvado Ido? Ryko tenía razón; Ido no hacía nada sin obtener algo a cambio. Si lo que quería era mi poder, habría podido conseguirlo en la casa del pescador; allí me hallaba indefensa. Me estremecí al recordar la primera vez que él se había abierto paso en mi mente, durante la prueba del Monzón Rey. No sólo me había quitado el poder, sino también el cuerpo. Esta vez, en cambio, tampoco lo había intentado. Quizás Ido había cambiado de verdad. Aun así, yo no podía apostar por aquella transformación: la oscuridad estaba profundamente entretejida con su naturaleza. Más bien parecía que estuviese intentando obligarme a deberle algo, para que de aquel modo pudiese salvarle de Sethon. ¿Creía de veras que yo arriesgaría mi vida para rescatar al hombre que había matado a mi maestro y a los demás Ojos de Dragón?

—Laon, toma a tu gente y abriros en dirección sur.

Era la voz de Haddo, junto a la parte delantera del carro.

—Sen, tú con tu equipo dirigíos al norte. Recordad que no habrá ningún premio si el joven Ojo de Dragón resulta herido. En cuanto a los demás, al Emperador le da lo mismo. Los cadáveres bastarán.

Escuché cómo Vida inspiraba profundamente. La observé y vi que tenía la vista clavada en la lona del carro, su rostro desprovisto de color. Entrecruzamos una rápida mirada, en un fugaz reconocimiento de temor, luego se irguió y continuó metiendo nuestros enseres en las cestas de viaje.

Acaricié bajo la manga el libro con su ristra de perlas guardianas y envié una plegaria a Kinra: protégenos, por favor. Las gemas entrechocaron, pero esta vez no hallé sosiego en su fuerte abrazo.