1

Los dragones lloraban.

Observé a través del mar gris y agitado, y me concentré en los suaves sonidos de mi interior. A lo largo de tres amaneceres, desde que escapamos del palacio conquistado, había estado sentada en esa misma roca y había sentido el clamor de los diez dragones huérfanos. En general no era más que un débil lamento bajo el canto dorado de mi propio Dragón Espejo. Aquella mañana era más intenso. Más áspero.

Tal vez los diez espíritus se habían recuperado de su dolor y habían retornado al Círculo de los Doce. Tomé aliento profundamente y me dejé llevar hacia el desconcertante sentimiento de la visión mental. Ante mí, el mar se desdibujó en un torbellino plateado mientras mi foco se situaba más allá del plano terrenal, en aquel punto en el que surgían los intensos colores del mundo paralelo de la energía. Sobre mí, sólo había dos de los doce dragones en sus dominios celestiales: al nornoroeste el Dragón Rata azul del Señor Ido, cuyo enorme cuerpo estaba arqueado de dolor, y al este mi propia dragona roja. La Dragona Espejo. La reina. Los otros diez dragones aún no habían regresado de donde fuese que sus espíritus animales se hubieran ocultado en su aflicción.

La Dragona Espejo volvió hacia mí su enorme cabeza. Bajo su barbilla, la perla dorada brillaba contra las escamas purpúreas. Formé en mi mente nuestro nombre compartido, Eona, para intentar reclamar su poder. Su respuesta fue inmediata: una ráfaga de energía dorada recorrió mi cuerpo. Cabalgué sobre la creciente alegría, regocijándome en la unión. Mi visión se dividió entre el cielo y la tierra: a mi alrededor había rocas, mar, nubes, y al mismo tiempo, a través de los grandes ojos del dragón, surgió abajo la playa alzándose y hundiéndose con un ritmo incesante. Pequeños y plateados puntos de hua, la energía de la vida, se abrían camino navegando apresuradamente por un paisaje de remolinos irisados. En lo más profundo de mi ser, se desplegó un saludo de bienvenida, el toque mudo del espíritu del dragón contra el mío, que dejó en mi lengua el cálido sabor de la canela.

De repente, el exquisito sabor se tornó agrio. Ambas sentimos al unísono un muro de energía salvaje, una ráfaga chirriante de fuerza que se abalanzaba contra nosotras. Nunca antes habíamos sentido aquel dolor. Una presión aplastante golpeó nuestro vínculo dorado y soltó mi anclaje con la tierra. Fui tambaleándome a través de rocas desiguales que parecían caer. Alejándose de mí, la Dragona Espejo chillaba y se erguía para alcanzar la ola hirviente del anhelo. Yo no sentía el suelo, ni el viento, ni el plano terrenal. Tan solo el remolino de las energías chocando entre sí.

—¡Eona!

Una voz, lejana y alarmada.

La aflicción me golpeó y perdí mis asideros con el cielo y la tierra. Estaba girando vertiginosamente, los lazos entre mi cuerpo y mi mente se estiraban y amenazaban con romperse. Tenía que salir o quedaría despedazada.

—¡Eona! ¿Estás bien?

Era la voz de Dela: un cable desde el mundo físico. Me agarré a él para escapar del poder rugiente. El mundo reapareció de repente en forma de arena, mar y la luz del sol. Encorvé la espalda. El sabor de los diez dragones huérfanos, aquel agrio vinagre destilado por la aflicción, me provocaba arcadas.

Habían regresado. Nos atacaban. En el mismo instante en que pensaba aquello, sabía, en algún lugar dentro de mí, que estaba equivocada, que nunca atacarían a su reina. Sin embargo, había percibido su hua cayendo sobre nosotras. Otro tipo de terror se apoderó de mí. Tal vez aquello era el inicio del Collar de Perlas, el arma que unía el poder de los doce dragones, un arma nacida de la muerte de todos los Ojos de Dragón excepto uno.

Pero aquello no era más que una leyenda, y yo no era el único Ojo de Dragón que quedaba en pie. El Dragón Rata seguía en el círculo celestial, y eso significaba que había al menos un Ojo de Dragón con vida, ya fuera el Señor Ido o bien su aprendiz, Dillon. Sentí un escalofrío. De alguna manera sabía que el Señor Ido no estaba muerto, aunque no podía explicar el origen de tal certeza. Era como si aquel hombre me estuviera observando, esperando su oportunidad para hacerse de nuevo con mi poder. Él creía en otra leyenda a propósito del Collar de Perlas: que la unión de su poder y su cuerpo con el mío crearía el arma. Incluso había estado a punto de conseguir aquella unión. A veces, todavía podía sentir cómo me agarraba por las muñecas con mano de hierro.

—¿Estás bien? —preguntó Dela de nuevo.

Se hallaba en lo alto del empinado sendero, y aunque no era capaz de ver ni sentir a los dragones, sabía que algo andaba mal. Alcé mi mano temblorosa, con la esperanza de que no pudiese ver el trasfondo de pánico que había dentro de mí.

—Estoy bien.

Sin embargo, había dejado a mi dragona enfrentándose a aquella ola amarga del anhelo. Poco era lo que yo podía hacer, pero no por eso iba a dejarla sola. Hice acopio de todo mi coraje y, con la siguiente respiración, me concentré en mi visión mental y me sumergí de nuevo en el mundo de la energía.

El agitado caos había desaparecido; el plano celestial era nuevamente un suave flujo y reflujo de brillantes colores. La Dragona Espejo me miró con calma, el foco de su atención rozando mi espíritu. Deseaba con intensidad sentir otra vez su calor, pero dejé pasar su presencia. Nuestra comunión parecía haber llamado de algún modo a los dragones apenados en su exilio, no podía arriesgarme a que regresaran. Apenas podía controlar el poder de mi propia dragona, de modo que aún menos podría dirigir la fuerza de diez espíritus animales que sufrían por la salvaje matanza de sus Ojos de Dragón. Y si aquellas criaturas dolientes yacían ahora a la espera de cualquier unión entre mi dragona y yo misma, debía encontrar algún modo de eludir su desolación o nunca podría aprender las artes de los dragones que controlaban los elementos y protegían la tierra.

Allá en su lugar, en el nornoroeste, el dragón azul seguía retorciéndose en su agonía. El día antes había intentado reclamar su poder, tal como había hecho en el palacio, pero esta vez no había respondido. Sin duda, el dolor de la bestia era causado por el Señor Ido. Como lo era el de todos los demás y el mío.

Con un suspiro, solté de nuevo mi asidero con el plano de la energía. Los colores palpitantes regresaron a su forma sólida y constante de luz en la playa, y pronto pude distinguir con claridad la imagen de Dela, que se acercaba. Incluso vestida de pescador, y con un brazo en cabestrillo, andaba como una cortesana, con su elegante balanceo que tan poco combinaba con la túnica y los pantalones gastados. Puesto que era una contraria, un hombre que había decidido vivir como una mujer, su retorno a la ropa y las costumbres masculinas habían parecido un disfraz de lo más convincente. Pero no estaba nada claro. Aunque, ¿quién era yo para decir eso? Tras cuatro años fingiendo ser un chico, yo misma me sentía igual de incómoda con mi regreso a la feminidad. Contemplé los pasos cortos y apresurados de Dela y su elegante porte mientras avanzaba por la arena; era mucho más mujer de lo que yo sería nunca.

Caminé por las rocas para encontrarme con ella. Pisaba con firmeza y suavidad y aquello llenó mi corazón de regocijo. Mi unión con la Dragona Espejo había curado mi cadera. Podía andar y correr sin dolor, sin cojear. No había quedado tiempo ni ocasión para celebrar tan extraordinario regalo: una carrera a lo largo de la playa, al alba, en que cada uno de los pasos había significado un alarido de exaltación; y algunos breves momentos como aquel, pequeños placeres pasajeros y culpables, en medio del miedo y el pesar.

Dela cubrió el espacio que nos separaba, pasando de su elegante andar a un trote apresurado. Tomé la mano que me tendía.

—¿Está peor? —pregunté.

La respuesta estaba en los ojos apagados de Dela, ribeteados de rojo. Nuestro amigo Ryko se moría.

—El maestro Tozay dice que sus intestinos se han perforado y le han envenenado el cuerpo.

Sabía que las heridas de Ryko eran terribles, pero nunca había creído que lo harían sucumbir. Era tan fuerte. Como hombre-sombra que era, uno de los guardias de élite eunucos que protegían a la familia real, tenía la costumbre de fortalecer su energía masculina mediante una dosis diaria de droga de sol. Tal vez los tres días sin ella habían debilitado su cuerpo más allá de cualquier posibilidad de curación. Antes del golpe de Sethon, yo también había tomado algunas dosis de droga de sol, en la creencia errónea que podría ayudarme a unirme con el dragón. En realidad, había ocurrido lo contrario, ya que había diluido mi energía femenina. También había suprimido mis periodos lunares; en cuanto dejé de tomarla, me puse a sangrar. La falta de tan poderosa droga estaría, con toda seguridad, pasando factura al cuerpo herido de Ryko. Observé un gran banco de nubes en el horizonte, sin duda provocado por el alboroto de los dragones, y me estremecí al sentir que la cálida brisa del amanecer se convertía en un punzante viento frío. Pronto volvería a llover, habría nuevas inundaciones, nuevos terremotos devastadores. Y puesto que el Señor Ido había matado a todos los demás Ojos de Dragón, no habría ningún poder para controlar los elementos.

—Tozay insiste en que debemos abandonar a Ryko y continuar la marcha antes de que lleguen los hombres de Sethon —añadió Dela dulcemente.

Su voz se quebró en un sollozo. Se había quitado la gran perla negra que llevaba siempre colgada de una aguja de oro, cosida a la piel del cuello; el símbolo de su condición de contraria. La joya era demasiado visible para continuar luciéndola, pero yo sabía que para Dela había sido muy doloroso desprenderse del emblema de su auténtica identidad dual. Aunque aquel dolor no sería nada comparado con la angustia de vernos obligadas a abandonar a Ryko.

—No podemos dejarlo —dije.

El isleño había luchado ferozmente para evitar que el Señor Ido se hiciese con mi poder de dragón. Incluso tras haber resultado gravemente herido, nos había llevado fuera del palacio asaltado y nos había conducido a la seguridad de la resistencia. No, no podíamos dejar a Ryko, pero tampoco podíamos cargar con él.

Dela rodeó con sus brazos su propio cuerpo, como para protegerse ante la desesperación. Sin el maquillaje propio de la corte, sus rasgos angulosos la acercaban más a la masculinidad, aunque sus ojos oscuros mostraban el pesar de una mujer, una mujer forzada a elegir entre el amor y el deber. Yo nunca había amado con tanta devoción y, por lo que había podido observar, pensaba que amar solamente acarreaba sufrimiento.

—Debemos irnos —dijo al fin—. No podemos quedarnos aquí, es demasiado peligroso. Y tenemos que encontrar al Emperador Perla. Sin vuestro poder, no podrá vencer a Sethon.

Mi poder, heredado por línea femenina, el único poder de Ojo de Dragón hereditario en el Círculo de los Doce. Se esperaba tanto de él… Y sin embargo yo todavía no tenía el entrenamiento necesario. No tenía control. Acaricié el pequeño libro rojo que llevaba sujeto al brazo mediante una cuerda de perlas negras. Las gemas se agitaron y se ajustaron chocando entre ellas. Al menos tenía el diario de mi ancestro femenino como Ojo de Dragón, Kinra, y podría estudiar con él. Cada noche, Dela intentaba descifrar algo de su escritura femenina, los caracteres secretos utilizados por las mujeres. Hasta entonces, habíamos progresado muy poco, no sólo el diario estaba escrito en una forma arcaica, sino que, además, la mayor parte aparecía en código. Yo tenía la esperanza de que Dela pronto encontrara la clave y pudiera leer sobre la unión entre Kinra y el Dragón Espejo. Necesitaba la guía y la experiencia de un Ojo de Dragón, incluso aunque sólo fuese a través de un antiguo diario. Y también necesitaba consejo; si ponía mi poder al servicio de Kygo para ayudarle a recuperar el trono que le correspondía por derecho, ¿acaso no estaría rompiendo la Alianza de Servicio? El antiguo acuerdo prohibía el uso del poder del dragón para la guerra.

Dejé a un lado mis dudas y dije:

—¿Visteis el edicto imperial? Sethon se ha proclamado ya a sí mismo Emperador Dragón, a pesar de que aún quedan nueve días de plazo para las Legítimas Alegaciones.

Dela asintió.

—Ha declarado que tanto el anterior Emperador como sus hijos están muertos —sentí que la duda asomaba a sus labios—. ¿Y si fuera verdad?

—No lo es —respondí con presteza.

Ambos habíamos visto cómo el Gran Señor Sethon mataba a su sobrino, un bebé, así como a la madre de éste. Su otro sobrino, en cambio, que tenía dieciocho años y era el heredero legítimo al trono, había escapado. Yo misma lo había visto cabalgar junto a la guardia imperial.

Dela se mordió los labios.

—¿Cómo podéis estar tan segura de que el Emperador Perla sigue vivo?

En realidad, no estaba segura, pero la posibilidad de que Sethon hubiera encontrado a Kygo y le hubiera dado muerte era demasiado terrible como para pensar en ella.

—De no ser así, lo habríamos sabido. La red de espionaje de Tozay es muy extensa.

—Aun así —insistió Dela—, no se conoce su paradero. Y Ryko… —volvió la cabeza como si fuera el viento el que hiciese aparecer lágrimas en sus ojos.

Solamente Ryko sabía adónde habían llevado sus compañeros de la guardia imperial al Emperador Perla. Siempre prudente, no había compartido la información. Ahora, la fiebre le hacía delirar.

—Podríamos preguntarle de nuevo —dije—. Tal vez nos reconozca. He oído decir que, a menudo, hay un breve periodo de lucidez antes de…

—¿Antes de la muerte? —dijo Dela entre dientes.

Me uní a su dolor con la mirada.

—Sí.

Al constatar que yo declaraba la pérdida de toda esperanza, me miró durante unos instantes con fiereza y luego agachó la cabeza.

—Deberíamos ir a verlo —dijo—. Tozay cree que no falta mucho.

Dirigí una última mirada a las densas nubes y, arremangándome la incómoda falda, ascendí por el sendero tras Dela. Aproveché los breves instantes de placer oculto que me proporcionaba cada paso firme y seguro.

La robusta casa de pescadores, descolorida por las inclemencias del tiempo, había sido nuestro santuario durante los últimos días. Su aislamiento y su situación elevada ofrecían un inmejorable panorama que permitía divisar a quien quisiera aproximarse, tanto por mar como por tierra. Me detuve a tomar aliento en lo alto del sendero y contemplé la distante aldea. Pequeñas barcas de pesca habían zarpado ya en dirección al mar, cada una de ellas tripulada por miembros de la resistencia que aguzaban la vista en búsqueda de barcos de guerra de Sethon.

—Estad preparada —dijo Dela al llegar a la casa—. Se ha deteriorado muy rápidamente.

La noche anterior había estado sentada junto a Ryko hasta la medianoche, y me había convencido de que el isleño resistiría, pero todo el mundo sabía que las horas fantasmagóricas que precedían al alba eran las más peligrosas para los enfermos. La fría y gris soledad facilitaba el camino a los demonios deseosos de consumir la fuerza vital indefensa. Dela había hecho el último turno de guardia, pero parecía que ni siquiera su amorosa vigilancia había sido capaz de contener la oscuridad.

Se hizo a un lado mientras yo apartaba los velos rojos de la buena fortuna que protegían la entrada y penetraba en la habitación. El suplicante de la aldea seguía arrodillado en el extremo opuesto, pero ya no entonaba plegarias por el enfermo, sino que convocaba a Shola, la diosa de la muerte, y había cubierto sus ropajes con una capa blanca para rendir honores a la reina del Otro Mundo. Un farolillo de papel colgaba de una cuerda roja que sujetaba entre las manos unidas, y la luz que desprendía oscilaba entre los rostros oscuros de quienes se hallaban alrededor del jergón de Ryko: el maestro Tozay; su hija mayor, Vida; y el fiel y horriblemente feo Solly. El espeso incienso con aroma a clavo apenas cubría el hedor a vómito y a intestinos.

A la luz espeluznante de la lámpara que se balanceaba en las manos del suplicante, forcé la mirada para ver el cuerpo yaciente sobre el colchón de paja. Aún no, rogué, aún no. Tenía que decirle adiós.

Oí el jadeo de Ryko antes de ver cómo su pecho se elevaba y hundía al ritmo de su respiración entrecortada. Llevaba un taparrabos por toda vestimenta, su piel oscura había palidecido hasta parecer de cera y su antes musculoso cuerpo era ahora endeble, macilento.

Le habían quitado los vendajes de lino, dejando expuestas sus heridas purulentas. Su mano, que descansaba sobre el pecho, estaba hinchada y negruzca: el resultado de las torturas de Ido. Más espantoso era el gran corte que cruzaba desde la axila hasta la cintura. En algunos puntos, la carne tumefacta había abierto la sutura y dejaba al descubierto huesos pálidos y tejido de un color rojo intenso.

El herborista entró en la estancia arrastrando los pies. Llevaba un gran bol del que se elevaba un vapor astringente. Murmuraba plegarias sobre el líquido espeso. Había permanecido sentado junto a mí durante un buen rato en la vigilia de la noche anterior. Era un hombre agradable, perpetuamente fatigado, consciente de que sus habilidades no bastarían para curar las heridas de su paciente. Sin embargo, lo había intentado y lo seguía intentando, aunque estaba claro que Ryko se adentraba ya en el sendero dorado de sus ancestros.

Oí a mi espalda la respiración de Dela, que se tornaba en un sollozo. Aquel sonido hizo que el maestro Tozay levantara la cabeza. Nos indicó por gestos que nos acercáramos a él.

—Dama Ojo de Dragón —dijo con suavidad, cuando llegué junto al jergón.

En aras a la seguridad, habíamos acordado no usar mi título, pero hice caso omiso. Aquel incumplimiento era el modo en que Tozay honraba la vida de Ryko, dedicada al cumplimento del deber.

Vida siguió rápidamente el ejemplo de su padre y se situó junto a Dela. La chica no era mucho mayor que yo misma, con mis dieciséis años, pero se comportaba con discreta dignidad, una herencia de su padre. De su madre había recibido una pronta sonrisa y un sentido práctico que no retrocedía ante heridas purulentas ni sábanas sucias.

Dela se arrodilló y cubrió la mano sana de Ryko con la suya. Él no hizo ademán alguno. Tampoco se movió cuando el herborista tomó dulcemente la otra mano, mutilada, y la introdujo en el bol de agua caliente. El vapor olía a ajo y romero, buenos para limpiar las heridas, aunque el brazo entero parecía ya insalvable.

Hice señas al suplicante para que cesara en sus invocaciones a Shola. No había necesidad de que Ryko llamase la atención de la diosa de la muerte. Pronto llegaría de todos modos.

—¿Se ha despertado en algún momento? ¿Ha dicho algo? —pregunté.

—Nada inteligible —dijo Tozay. Luego miró a Dela—. Lo siento, pero para vosotras ha llegado el momento de partir. Mis espías han visto a Sethon dirigiéndose hacia aquí. Seguiremos cuidando de Ryko y buscando al Emperador Perla, pero vosotras debéis ir al este y refugiaros entre la tribu de Dela. Nos volveremos a encontrar en cuanto hayamos encontrado a Su Majestad.

Tozay tenía razón. Aunque el pensamiento de abandonar a Ryko era una pesada losa en mi espíritu, no podíamos demorarnos más, el este era nuestra mejor baza. También era el dominio de mi dragona, la fortaleza de su poder. Tal vez mi presencia en el corazón de su energía fortalecería nuestro vínculo y me ayudaría a controlar su magia salvaje. Quizás ayudaría también a la Dragona Espejo a contener a los diez huérfanos si regresaban.

Dela lanzó una mirada llena de fiereza al líder de la resistencia.

—Seguro que esta discusión puede esperar hasta que…

—Me temo que no puede esperar, señora. —La voz de Tozay era suave pero, a la vez, inflexible—. Éste debe ser vuestro adiós, y debe ser raudo.

Ella inclinó la cabeza, luchando contra el tajante sentido práctico de Tozay.

—Mi gente nos ocultará más allá del alcance de Sethon —dijo finalmente—. El problema es llegar hasta ellos.

Tozay asintió.

—Solly y Vida os acompañarán.

Vi cómo Vida erguía la espalda, detrás de Dela. Una de nosotras, al menos, estaba preparada para afrontar el reto.

—Saben cómo ponerse en contacto con otros grupos de la resistencia —añadió Tozay—, y pueden fingir que os sirven. De este modo pareceréis simples mercaderes, marido y mujer, en peregrinaje hacia las montañas.

Dela volvía a concentrar su atención en Ryko. Alzó los dedos inertes del isleño para acercarlos a sus mejillas. La luz oscilante de la lámpara capturó el brillo de aflicción en sus ojos.

—Es buena idea —dije, alejando mi mirada de aquella tierna imagen—, pero nuestras descripciones viajan en los labios de todo portador de noticias. Están escritas en los troncos de los árboles.

—Hasta ahora, os siguen llamando Señor Eón —dijo Tozay. Sus ojos se fijaron en mi cuerpo fuerte y erguido—. Y dicen que sois cojo. Y en cuanto a la dama Dela, la descripción que se hace de ella sugiere tanto a un hombre como a una mujer, por lo que resulta inútil.

¿Seguían llamándome Señor Eón? Estaba segura de que Ido le habría contado a Sethon que yo era una chica, ya fuera bajo tortura o bien a cambio de algún favor. Para él, no tenía sentido protegerme. Tal vez la Dragona Espejo y yo habíamos cambiado realmente la naturaleza de Ido al curar el punto de energía atrofiado de su corazón e introducir compasión en su espíritu. Al fin y al cabo, aquella primera unión con mi dragona también había sanado mi cadera, y seguía curada. Acaricié con la mano la bolsa que llevaba al cinto y que contenía las estelas funerarias de mis antepasadas Kinra y Charra: una muda plegaria para pedir que el cambio fuese permanente. No sólo el cambio del Señor Ido, sino también mi milagrosa curación. No podría soportar perder de nuevo la libertad.

—Sethon no sólo os busca a vos, dama Ojo de Dragón —susurró el maestro Tozay, mientras me agarraba suavemente por la manga para alejarnos unos cuantos pasos—. Buscará a cualquier ser cercano a vos que pueda usar como rehén. Dadme los nombres de quienes creáis que pueden estar en peligro. Haremos cuanto podamos por encontrarlos.

—Rilla, mi sirvienta, y su hijo Chart —dije de inmediato—. Huyeron antes de la toma del palacio. —Pensé en Chart; su cuerpo tullido llamaría la atención allá donde recalase, aunque sólo fuera para alejar a los demás de la mala fortuna con que pudiese mancillarlos. Sentí una breve exaltación de mi espíritu: nunca más me escupirían ni se apartarían de mí por ser un lisiado—. Rilla buscará un lugar aislado.

Tozay asintió.

—Comenzaremos por las provincias centrales.

—Y Dillon, el aprendiz de Ido, pero ya lo estáis buscando. Id con cuidado con él; no está bien de la cabeza, y Sethon lo estará buscando para conseguir el libro negro.

Recordaba la locura en los ojos de Dillon cuando me arrebató el manuscrito negro. Había sabido que era vital para los planes de Ido en pos del poder, y pensó que podría usarlo como moneda de cambio con su maestro Ojo de Dragón para salvar su vida. En lugar de eso, había atraído contra él a Sethon y todo su ejército. Pobre Dillon. No había comprendido lo que verdaderamente contenía aquel pequeño libro que llevaba consigo. Sabía que en él se encontraba el secreto del Collar de Perlas, pero aquellas páginas ocultaban otro secreto, uno capaz de aterrorizar al propio Señor Ido: el modo en que la sangre real podría someter la voluntad y el poder de cualquier Ojo de Dragón.

—¿Es eso todo cuanto puede estar en peligro, mi Señora? —preguntó Tozay.

—Quizá… —hice una pausa, temerosa de añadir los siguientes nombres—. No he visto a mi familia desde muy temprana edad. Apenas me queda un vago recuerdo. Tal vez Sethon no…

Tozay negó con la cabeza.

—Sethon intentará cualquier cosa. De modo que, decidme: si los encuentran y se los llevan, ¿podría Sethon coaccionaros amenazando sus vidas?

Sentí que mi estómago se retorcía de terror. Asentí e intenté recuperar de la memoria algo más que las pocas y vagas imágenes que conservaba de mi familia.

Recuerdo que mi madre se llamaba Lillia y mi hermano Peri, aunque creo que sólo era un mote. De mi padre, sólo recuerdo haberle llamado papá. —Miré a Tozay—. Sé que no es gran cosa. Vivíamos en la costa, pues recuerdo aparejos de pesca y una playa, y cuando mi señor me encontró, trabajaba en la fábrica de sal de Enalo.

Tozay gruñó.

—Eso está al oeste. Haré que llegue la información.

Junto a nosotros, el herborista alzó la mano de Ryko, que goteaba tras haber permanecido dentro del bol, y la dejó descansar de nuevo sobre el jergón. Luego se inclinó y acarició la mejilla de Ryko, y a continuación palpó con los dedos la piel del isleño bajo la mandíbula.

—La temperatura ha subido abruptamente —dijo, rompiendo el silencio—. Es la fiebre de la muerte. Ryko se unirá muy pronto a sus antepasados. Ha llegado el momento de desearle un feliz viaje.

Hizo una reverencia y luego se alejó.

Sentí el dolor de la pérdida asomando a mi garganta. Al otro lado del jergón, Solly mostraba un rostro rígido, apesadumbrado. Alzó el puño hasta el pecho, el saludo del guerrero. Tozay suspiró y se puso a rezar dulcemente por el hombre que agonizaba.

—Haced algo —dijo Dela.

En parte era una súplica, y en parte una acusación. Creí que se dirigía al herborista, pero cuando alcé la vista, me di cuenta de que me miraba fijamente.

—Haced algo —repitió.

—¿Qué puedo hacer? No hay nada que esté en mi mano.

—Os curasteis vos misma. Curasteis a Ido. Ahora debéis curar a Ryko.

Miré los rostros tensos a mi alrededor. Sentía la presión de sus esperanzas.

—Pero eso ocurrió en el momento de la unión. No sé si puedo volver a hacerlo.

—Intentadlo. —Dela apretó las manos hasta convertirlas en sendos puños—. Intentadlo, por favor. Morirá.

Me sostuvo la mirada, como si el hecho de desviarla pudiese liberarme de su desesperación.

¿Podía salvar a Ryko? Había dado por sentado que la curación de Ido y la mía habían sido el resultado del poder extraordinario generado por la primera unión del dragón y el Ojo de Dragón. Quizá no había sido así. Quizá la Dragona Espejo y yo siempre podríamos curar. Sin embargo, yo no podía dirigir el poder de la dragona. Si nos uníamos para intentar salvar a Ryko, podíamos fracasar. O bien podíamos ser descuartizados por la desolación de los diez dragones huérfanos.

—¡Eona! —La angustia de Dela me arrancó de repente de mi confusión—. Haced algo. ¡Por favor!

Cada jadeo de Ryko era una trabajosa vibración.

—No puedo —susurré.

¿Quién era yo para jugar, como los dioses, con la vida y la muerte? No tenía conocimientos. No tenía formación. Apenas era un Ojo de Dragón.

Y aún así, era la única oportunidad para Ryko.

—Está muriendo por vos —dijo Dela—. Le debéis la vida y el poder. No podéis volverle a fallar.

Eran palabras duras, pero ciertas. Ryko había seguido protegiéndome a pesar de mis mentiras y de haber traicionado su confianza. Había luchado y había sufrido en la esperanza de que yo obtuviera mi poder. Sin embargo, ¿de qué serviría que él hubiese protegido aquel poder, si ahora yo no tenía el coraje suficiente para usarlo?

Me arremangué la falda y me arrodillé junto al jergón, buscando instintivamente más contacto con la tierra y la energía que contenía.

—No sé qué es lo que va a ocurrir —dije—. Apartaos todos.

El herborista se apresuró a reunirse con el suplicante en el rincón opuesto de la habitación. Tozay indicó por señas a su hija y a Solly que se alejaran de la cama, y luego se volvió hacia Dela, pero ella hizo caso omiso de su mano extendida.

—Me quedo aquí. —Leyó mi oposición en mi mirada, pero negó con la cabeza—. No le abandonaré.

—En ese caso, no lo toquéis mientras llamo a mi dragón.

La primera vez que había convocado al Dragón Espejo, la corriente salvaje de poder había rasgado el cuerpo del Señor Ido mientras él estrujaba mi cuerpo contra el muro del harén.

Dela soltó la mano de Ryko y se sentó.

Tal vez la llave de la magia curativa estaba en tocar a Ryko, del mismo modo en que Ido me había estado tocando en el momento en que la dragona y yo introducíamos compasión en su atrofiado espíritu. Con mucha cautela, puse la palma de mi mano sobre el pecho debilitado de Ryko, a la altura del corazón. Tenía la piel caliente, y el latido de su corazón era tan rápido y tan tenue como el de un pájaro en manos de su captor.

Tomé aliento profundamente y recurrí a mi hua, usando la pulsante fuerza vital para concentrar mi visión mental en el mundo de la energía. Se produjo un rápido cambio en mi visión, como si me hubiese tambaleado hacia delante. La habitación se llenó del resplandor que sólo un Ojo de Dragón podía ver. Se arremolinaba formando intrincados dibujos irisados. La hua plateada ascendió a través de los cuerpos transparentes de mis amigos y, por toda la habitación, el flujo era arrastrado hacia el este por la presencia irresistible del inmenso poder de la Dragona Espejo roja, para luego retornar en poderosas oleadas desde el enorme animal. Sobre mi espalda izquierda atisbé la forma retorcida del Dragón Rata, allá en el nornoroeste. Su energía era débil, lánguida.

No había aún otros dragones en el círculo celestial. ¿Esperaban una nueva ocasión para abalanzarse sobre su reina?

Rechacé con firmeza aquel temor y abrí mis senderos interiores a la Dragona Espejo, llamándola por nuestro nombre común. Respondió con un torrente de energía, y el sabor dulce de su saludo colmó mis sentidos hasta que no pude contener mi deleite y solté una carcajada de alegría.

Al otro lado de la cama, la figura transparente de Dela se tensó. El centro de poder en la base de su espina dorsal lanzó una llamarada roja de ira. La emoción hizo prender la llama en los restantes seis centros alineados desde el sacro hasta la coronilla. Los podía ver cómo si ella estuviera hecha de cristal; cada una de aquella bolas giratorias de energía rebosantes de color golpeando a la siguiente, brillando por la incomprensión.

Aunque reprimí mi alegría, no podía entretenerme en tranquilizar a Dela; los diez dragones huérfanos podían regresar en cualquier momento. Me rendí al poder de la Dragona Espejo y me vi llevada en volandas hacia el interior de una espiral de oro embriagadora. Por un momento, todo fue brillo, rítmico color y una nota pura y simple, la canción de mi dragona, y entonces mi visión se disoció entre la tierra y el cielo.

A través de los ojos de la dragona, en lo más alto, vi la fuerza vital de Ryko, que se extinguía, la luz de cada uno de sus centros de poder parpadeando como una vela que se apaga. Desde mi cuerpo terrenal, vi cómo mi propia mano transparente, de la que surgía hua dorada, tocaba el pecho de Ryko sobre el punto verde pálido de su corazón. Igual que cuando había tocado a Ido. Concentré todo mi ser en un único pensamiento: la curación.

Entonces, yo era algo más que un conducto para un dragón.

Éramos hua.

Como una unidad, comprendimos las grandes heridas físicas, demasiado graves para una fuerza vital debilitada. No quedaba mucho tiempo; Ryko se hallaba muy cerca del mundo espiritual. Nuestro poder buscó los delicados patrones de vida que se repetían en diminutas ondas de complejidad. Cantamos para ellas, una silenciosa melodía de curación que entrelazaba fibras doradas de energía en intrincadas trenzas y aceleraba el ciclo de la reparación. Extrajimos poder de la tierra, del aire, y lo canalizamos hacia el interior de su cuerpo, entretejiendo carne dañada, tendones, huesos rotos y espíritu.

—Por todos los dioses sagrados —dijo el herborista entre jadeos, en su rincón de la habitación—. Mirad, las heridas se cierran.

Sus palabras penetraron en la melodía y perturbaron mi concentración. La interrupción hizo estremecer mi conexión con la Dragona Espejo. Sentí que mi visión mental se ondulaba y se estrechaba de nuevo entre los límites de mi cuerpo terrenal. El flujo de hua se atenuaba.

Ryko no estaba curado todavía; aún quedaba mucho por hacer.

Busqué a tientas un asidero con el mundo de la energía, el hilo de la canción se escurría entre mis torpes dedos. Sólo conocía una orden para un dragón: la llamada a la unión. La lancé con fuerza: Eona. Entre el rugido de mi desesperación, oí su canción, afilándose y agarrando mi foco huidizo, arrastrándome de nuevo hacia nuestra hua compartida.

Mientras brotaba de nuevo nuestra alegría común, un influjo de energía ácida zarandeó nuestra unión. Los diez dragones. Nos abrazamos para resistir la fuerte presión, atrapadas como estábamos entre la desesperada necesidad de Ryko y el poder torrencial de los dragones.

Si la canción se interrumpía de nuevo, Ryko moriría.

Cantamos su curación, mientras a duras penas resistíamos la salvaje energía que desgarraba nuestro vínculo. A nuestro alrededor, los contornos de los diez dragones huérfanos relucían y aullaban.

De repente, el Dragón Rata se alzó en su rincón, su tenso dolor reemplazado por un serpenteante movimiento de premura. Embistió al opaco Dragón Buey y luego se lanzó hacia nosotras, volando en círculo y deteniendo a los demás dragones en su avance. En lo más profundo, pudimos escuchar otra voz que chillaba con gran esfuerzo.

El Señor Ido.

El acre sabor a naranja de su poder nos hizo retroceder, pero esta vez no buscaba controlarnos. Nos estaba defendiendo.

El Dragón Rata volvió a alzarse sobre sus patas traseras para enfrentarse de nuevo a la feroz energía de los diez dragones huérfanos. El techo de la casa de pescadores saltó por los aires, provocando una lluvia de tejas de madera y polvo en la habitación. Una viga cayó al suelo con estrépito, aplastando al suplicante. Su flujo plateado de hua parpadeó antes de extinguirse.

—¡Salid! —rugió Tozay, mientras arrastraba a Vida hacia la puerta. El herborista se apresuró a seguirlos, tropezando en su camino con el cuerpo del suplicante.

Dela se abalanzó sobre Ryko para proteger su cuerpo de la lluvia de escombros. Varios pedazos de madera impactaron en mi cuerpo terrenal, pero no sentí ningún dolor. Tozay empujó a Vida entre los brazos de Solly.

—¡Salid del edificio! —gritó, y luego se volvió hacia Dela.

Ahora que el techo había desaparecido, nos hallábamos de repente más allá de la habitación, inmersos en el abrazo aturdidor de un cielo oscuro. Con ojos de dragón vimos cómo las siluetas brillantes de Vida, Solly y el herborista abandonaban la casa a la carrera hacia el camino que conducía a la aldea. Rodamos a través de nubes negras de tormenta, bajo el peso abrumador de un poder brutal. Con las garras unidas, desgarrábamos la piel de los dragones para apartar sus cuerpos. Junto a nosotras, el Dragón Rata cerró el paso al Dragón Serpiente, y el choque de hua provocó el desprendimiento de un acantilado, muy abajo.

Concéntrate. Era la voz mental del Señor Ido, que atravesaba el delirio. ¡Bloquea!

¿Cómo? ¡Yo no sabía cómo!

Mi visión mental se dirigió vertiginosamente hacia la morada terrenal donde Tozay alzaba el cuerpo de Ryko, para regresar de nuevo, tambaleante, hacia los dragones y la batalla en lo alto del cielo. Allí abajo, el mar era un amasijo hirviente de energía que lanzaba las diminutas barcas contra las rocas y se llevaba de un plumazo una hilera de casitas costeras. Una docena de brillantes puntos de hua salió corriendo de los edificios de la aldea, y el muro de agua se abatió sobre ellos, apagando su luz.

—Eona.

Era Dela. Tiraba de mi cuerpo terrenal.

Por un momento, volví en mí y mis ojos se posaron sobre su mirada de desesperación. Las paredes se agrietaban bajo el poderoso martilleo de un viento lacerante, y se derrumbaban.

—¡Vámonos! —chilló, mientras me arrastraba hacia la puerta, al tiempo que Tozay cargaba con el cuerpo de Ryko hacia el patio.

¡Eona!

El alarido mental de Ido me arrancó de nuevo de mi cuerpo terrenal y me introdujo en la dragona. Girábamos en espiral y agitábamos las garras para repeler el ataque del ágil Dragón Conejo rosado. Más arriba, el Dragón Rata chocó contra el Dragón Tigre y el impacto resonó a través de la mente de Ido hasta el interior de nuestra unión.

Durante un segundo de desconcierto, nos hallamos en otra habitación, una habitación de piedra. Teníamos las muñecas y los tobillos atados mediante grilletes y el dolor atravesaba nuestro cuerpo destrozado por los azotes. El cuerpo de Ido. Sentimos una nueva oleada de energía cuando el dragón de Ido golpeó otra vez a su rival, y de repente nos empequeñecimos, nos acurrucamos entre la maleza del libro negro abierto, con las oscuras palabras ardiendo en nuestra mente. Dillon gritaba Encontrad a Eona, encontrad a Eona, encontrad a Eona. Luego, de repente, se fue, y nos hallamos nuevamente en el cielo, sobre la casa del pescador que se derrumbaba, blandiendo nuestras garras como cuchillos y pregonando nuestro desafío. A nuestro alrededor, los diez dragones huérfanos cerraban el círculo.

No deben cerrar el círculo, decía la áspera voz mental de Ido, con un tono de alarma y temor. Dame tu poder.

¡No!

Más abajo, Dela salía tambaleándose al jardín. Llevaba a rastras mi cuerpo terrenal.

Te partirán en dos. Morirás. ¡Dame tu poder!

¡No!

El poder combinado de los diez dragones nos golpeaba. No resistiríamos mucho más, pero no podíamos ceder nuestro poder a Ido. No tras lo sucedido en el palacio, cuando había querido apoderarse brutalmente de él.

¡Ayúdame a detenerlos! La voz mental de Ido se hacía más aguda a causa del miedo.

Diez descarnadas canciones de luto se abatieron sobre nosotras, buscando el alivio de la unión.

No había lugar alguno adonde ir. No teníamos suficiente poder, suficiente conocimiento. Con un alarido de impotencia, abrimos nuestros senderos interiores a Ido.

Su poder desesperado se abalanzó sobre nosotras y nos atravesó, llevándose consigo nuestra energía dorada. Quedamos vacías, indefensas. Los diez dragones huérfanos se arremolinaron a nuestro alrededor, su anhelo giraba sobre sí mismo como un tornado. Ido y el Dragón Rata reunieron nuestras energías con un control de acero y las ataron al viento aullador y al agua estrepitosa.

¡Prepárate!, aulló la voz mental de Ido.

Lanzó un enorme chorro de poder. La presión surgió, abrasadora, a través de su mente, hacia nuestro interior. La ensordecedora explosión rasgó el círculo de dragones y los hizo retroceder. Allí abajo, las ruinas de la casa del pescador giraban hacia la oscuridad del cielo, mientras el resto del acantilado se derrumbaba en el mar.

¡Bloquea ahora!, rugió Ido.

Pero no sabíamos cómo. La ola de poder nos golpeó como un martillo y me vi empujada hacia atrás, hacia mi cuerpo terrenal. Pude ver por un instante el rostro de Dela sobre el mío, sus fuertes brazos sosteniendo mi cabeza. El dolor atravesaba cada uno de mis miembros y chillé. Pero la agonía no era sólo mía.

Ayúdame, dijo la voz mental de Ido, entre jadeos. No puedo

Entonces, la ondulante oscuridad me arrastró y dejé de oír su torturado grito.