VALLEYDALE había sido en otros tiempos digno de la elocuencia de su Cámara de Comercio. Las montañas cubiertas de pinos, chaparral, manzanito y, más abajo, de robles, se dividían en apacibles colinas y, luego, en lo que antaño había sido fértil valle.

Ahora era una masa de rocas amontonadas en lomas donde los transportadores de las dragas las habían depositado. Eran piedras redondas desgastadas por viejos ventisqueros y torrentes. Eran los huesos de lo que en otros tiempos fueran enormes rocas y ahora brillaban bajo el sol como descoloridos huesos en el desierto. Aquí y allá se habían hecho esfuerzos por nivelar el terreno y plantar huertos de árboles frutales. En las laderas de las colinas no tocadas por las dragas, los robles macizos proyectaban oscuros lagos de invitadoras sombras. Aquí y allá se veían en las laderas algunos viñedos y, en algunos lugares, verdes huertos. Éstos daban una idea de lo que había sido la comarca en otros tiempos.

Un río que se deslizaba montaña abajo se abría paso por una especie de canal cerca de la población de Valleydale, ensanchaba sus aguas plácidas y luego avanzaba por entre los horribles montones de piedras.

Encontré un campamento de automovilistas y me alojé en él, dando el número de matrícula de la agencia y el nombre de Donald Lam. Más adelante, cuando tuviera que rendir cuentas de mi tiempo a la Policía, no quería que pareciese que había recurrido al uso de un nombre falso o que había intentado huir.

Me puse a trabajar inmediatamente.

A la gente que quedaba en la población las dragas les inspiraban un odio mortal. Los primitivos propietarios del terreno habían ganado dinero y se habían marchado a las ciudades. Las dragas habían hecho prosperar a la población por los sueldos que, gracias a ellas, ingresaban, la instalación de talleres de mecánica y despachos. Luego habían trabajado el terreno hasta dejarlo agotado. Los talleres se habían trasladado. Los despachos estaban desiertos. Un ambiente de desesperación envolvía el lugar. Los que quedaban se cuidaban de sus quehaceres con aire de desaliento, moviéndose con el aplanamiento de personas que han perdido la ocasión de hacer fortuna y que siguen trabajando nada más que porque no saben cómo abandonar el trabajo.

Nadie sabía qué había sido de los archivos de la Compañía dragadora. Las oficinas centrales nunca habían estado allí. Los libros de contabilidad habían desaparecido, las máquinas y los empleados se habían marchado.

Hice varias gestiones para averiguar si habría alguno de los antiguos empleados en el país aún. El dueño de un establecimiento me dijo que creía que un viejo soltero, solitario, llamado Pedro no sé cuántos, había trabajado en las dragas y en las perforaciones al ser explorado el terreno. No sabía cuál era el apellido de Pedro ni dónde vivía exactamente; pero tenía una cabaña río abajo. Había una lengüeta de terreno que las dragas no habían tocado. Pedro vivía en ella. Se presentaba en la población de vez en cuando en busca de provisiones. Pagaba al contado, y no era amigo de hablar. Nadie parecía saber exactamente de qué vivía.

Supe que una Compañía nueva tenía la intención de usar una invención nueva para meter las rocas debajo y la tierra encima otra vez. Los veteranos decían que, aun cuando se lograra sacar a la superficie la tierra otra vez, transcurrirían muchos años antes de que pudiera crearse nada en ella. Otros opinaban que por medio de una fertilización científica sería posible hacerla producir casi inmediatamente. Ninguno de ellos intentaba reunir los datos conocidos y formar una opinión inteligente e imparcial. Primero se formaba una opinión; luego escogían comadreo y rumores que sirvieran de apoyo a su opinión. Todo lo que no la apoyara se desechaba por completo. Deduje que no había gran probabilidad de averiguar nada por mediación de aquella gente.

Anochecía cuando di con la cabaña de Pedro. En otros tiempos había sido el cuarto de mandos de una draga, con ventanas alrededor. La mitad de las ventanas estaban tapadas con hojalata: latas de petróleo de diez litros que Pedro había aplastado a martillazo limpio y clavado por encima de las aberturas.

Pedro tenía cerca de setenta años. Era de osamenta grande y no tenía mucha carne. No se encorvaba ni poco ni mucho. Se apellidaba Digger.

─¿Qué desea usted? ─preguntó, sentado en un banco de confección casera instalado junto a una estufa salvada de la basura. Ardía fuego en ella y hervía sobre la misma una cacerola de judías.

─Estoy intentando reunir datos acerca de la historia de la comarca.

─¿Para qué?

─Soy escritor.

─¿Qué está escribiendo?

─La historia del dragado de oro.

Pedro se quitó la pipa de la boca y señaló con ella por encima del hombro en dirección a Valleydale.

─Esos pueden contárselo todo.

─Parecen tener muchos prejuicios ─contesté.

Pedro rió. Era una risa seca, rebosante de filosófico regocijo.

─Es una pandilla de cuidado ─reconoció.

Miré el interior de la cabaña.

─Es una casita la mar de cómoda.

─A mí me va muy bien.

─¿Cómo es que no le mascaron todo las dragas?

─Tuvieron que dejar esa lengüeta para impedir que el río inundara el terreno que estaban trabajando. Tenían la intención de dar la vuelta y construir un dique con las piedras para poder volver aquí más tarde. No salió la cosa a medida de sus deseos.

─¿Qué tamaño tiene esta lengüeta?

─Oh, cosa de media milla de longitud y un par de centenares de metros de ancho.

─Es bien bonito esto. ¿Era todo igual antes de que vinieran las dragas?

─No. Esto era terreno abandonado. Había sido trabajado a mano. Los antiguos montones de desperdicios de la tierra trabajada por los chinos aún están aquí. No eran montones grandes, de un metro o metro y medio de altura nada más… Había terreno bastante bueno por aquí antes de que empezaran a funcionar las dragas…, más valle arriba.

─Esta lengüeta se me antoja encantadora para poder vivir en ella.

─Uh˗huh.

─Vi unos conejos en ella al acercarme.

─Hay unos cuantos. Sirven de alimento de vez en cuando ─indicó con un gesto el rifle oxidado del calibre veintidós que colgaba de la pared─. No parece gran cosa visto desde el exterior; pero está suave como un espejo por dentro.

─¿Quién es el propietario de este terreno?

Le brillaron los ojos.

─Yo ─dijo.

─Resulta mucho mejor vivir por aquí que en la población.

─¡Vaya si resulta! La población está muerta. Este sitio está bien. ¿Cómo pudo usted encontrarlo?

─Alguien lo dijo en la población que estaba usted aquí y que podría decirme algo del dragado.

─¿Qué es lo que quiere usted saber?

─Oh, detalles generales.

Pedro señaló otra vez en dirección a Valleydale con la pipa.

─Esa gente me asquea. He visto todo el asunto desde un principio. La tierra era bastante buena por aquí. En los tiempos de tartanas y caballos, no era más que una población rural… luego alguien empezó a hacer propaganda del sistema de sacar oro con ayuda de dragas. La mayoría de los habitantes opinaban que no daría resultado; se hizo propaganda en contra. Pero, cuando descubrió que sí que lo daba, se volvieron todos locos. Las fincas empezaron a subir de precio y siguieron subiendo. La Cámara de Comercio se puso a trabajar. Le hicieron zalemas al equipo dragador y le entregaron toda la población. Todo ciudadano que quería trabajo, lo conseguía; luego la Compañía se puso a importar trabajadores a montones. La ciudad empezó a florecer. Los comerciantes subieron los precios todo lo que pudieron. De vez en cuando, alguien suscitaba la cuestión de lo que iba a quedar cuando acabara el dragado y poco faltaba para que los demás lo lincharan.

»Bueno, pues, al cabo de un tiempo, empezaron a nivelarse las cosas como quien dice. Entonces los que tenían fincas decidieron que había llegado el momento de deshacerse de ellas. Los compradores no opinaban lo mismo. Las dragas se pusieron a rebajar sueldos. Se pusieron muchas casas en venta. Aun entonces la Cámara de Comercio se negó a hacer frente a la realidad. Probaron silbar para no perder ánimos. Creyeron que iba a pasar por aquí un ferrocarril. La población se convertiría en una importante ciudad ferroviaria. Iban a introducir trituradoras de roca. Esos propósitos se los llevó el aire. Las cosas se pusieron a decaer muy aprisa. Luego quedaron como las ve usted hoy: todo el mundo se dedicó y se dedica a maldecir a la Compañía dragadora.

─¿Trabajó usted para la Compañía ésa?

─Uh˗huh.

─¿Cuándo empezó a trabajar?

─Allá por la época en que empezaron a dragar. Yo me había dedicado a buscar oro por aquí.

Las llamas del fuego crecieron. Las judías empezaron a burbujear hasta que el vapor levantó la tapa de la cacerola. Pedro se levantó y apartó un poco el cacharro.

Yo dije:

─Me interesa mucho todo esto.

─¿Dice usted que es escritor?

─Sí. Si quisiera usted ganarse unos cuantos dólares podría pasar yo alguna noche aquí reuniendo material y se lo pagaría bien.

─¿Cuánto?

─Cinco dólares.

─Deme el dinero.

Le di un billete de cinco dólares.

─¿Se queda a cenar?

─Me gustaría.

─No hay nada más que judías, tortas calientes y melaza.

─Me parece la mar de bien.

─¿Usted no es guardabosques?

─No.

─Bueno, pues tengo un par de codornices. Comamos primero y hablaremos después.

Vi cómo preparaba la cena y hasta sentí algo de envidia. La cabaña era tosca, pero estaba limpia. Todo estaba en orden; había un sitio para cada cosa y no había nada tirado donde no debiera estar. Alacenas y armarios estaban hechos de cajones de madera colocados uno encima de otro y clavados. Pedro sacó dos platos y dos cubiertos. Explicó que la melaza era de confección casera y que se componía de azúcar blanca y morena en partes iguales con un poco de jugo vegetal para darle gusto. Las tortas calientes fueron hechas a la sartén y vueltas como si fueran tortillas. No tenían manteca. Las judías tenían mucho ajo. La salsa era espesa. Las codornices habían sido asadas sobre fuego de leña. Me dijo que mataba caza en tiempo de veda, lejos del campamento, desplumaba las piezas o las pelaba, según el caso, las limpiaba, enterraba la piel, plumas, intestinos, patas y cabezas, hacía fuego, las asaba y las metía en casa guisadas ya. Las guardaba en un sitio donde ningún guardabosques sabría encontrarlas.

─¿Le molestan a usted muchos los guardabosques? ─pregunté.

─Hay un tipo en la población que se ha hecho nombrar comisario del sheriff. Se acerca aquí de vez en cuando a echar una ojeada ─rió de la forma que le era peculiar─. Nunca encuentra nada.

Fue una cena agradable. Quise ayudarle a Pedro con los platos; pero acabó de lavarlos y secarlos mientras aún discutía yo con él. Todo volvió a su correspondiente sitio. Pedro colocó el quinqué en el centro de la mesa de construcción casera.

─¿Le gustan los cigarrillos? ─pregunté.

─No. Prefiero la pipa. Es más barata. Me gusta… Me satisface más.

Encendí un cigarrillo. Pedro encendió la pipa.

─¿Qué desea usted saber? ─preguntó.

─¿Se ha dedicado usted a buscar oro?

─Sí.

─¿Cómo lo hacía? Casi no parece posible, puesto que todo el oro estaba debajo del agua.

─En aquellos tiempos teníamos una barrena Keystone. Es fácil buscar. Se hace un agujero hasta la roca del fondo. Se saca la tierra con una bomba de arena. Todo lo que sale de la bomba va a parar a un cacharro y se lava para sacar «color».

─¿Color?

─Sí. Es oro que ha sido molido por la acción de ríos y ventisqueros hasta quedar reducido a copos del tamaño de una cabeza de alfiler y tan delgados como una hoja de papel. A veces hace falta mucha cantidad de ellos para reunir por valor de un centavo de oro.

─Entonces, se debe sacar mucho de cada agujero.

─No, señor. Las dragas grandes podían trabajar la tierra con beneficios aunque no hubiera más que oro por valor de diez centavos por metro cúbico. Eso es más de lo que hubiera podido sacar un hombre al día con los métodos antiguos.

─Pero ¿cómo podían formarse una idea exacta del valor del terreno con semejante sistema de trabajarlo?

─Eso es fácil. Los ingenieros sabían con exactitud la cantidad de tierra que había entrado en la barrena para cuando ésta había tocado fondo. Sacaban el oro de cada agujero. Lo pesaban con cuidado y hacían agujeros de trecho en trecho.

─¿Y no sacaban mucho oro de ningún agujero?

─No; nada más que color.

Aguardé un poco, y luego dije, como si pensara en alta voz:

─Parecería fácil falsear los resultados en un trabajo así.

Se sacó él la pipa de los labios, me miró unos instantes, comprimió los labios y nada dijo.

─¿Sólo ha buscado usted oro por aquí?

─No. Una vez que conocí el oficio, me llevaron por todo el país. Busqué oro en Klondike, donde el suelo estaba tan helado que había que deshelarlo con tubos de vapor antes de poder practicar en él un agujero. Estuve en América del Sur también. Recorrí todo el país. Luego regresé a trabajar en las dragas.

─¿Ahorró dinero?

─Ni un centavo.

─Pero ¿no trabaja ahora?

─No. Voy tirando.

Guardé silencio unos instantes. Pedro dijo:

─No me cuesta casi nada el vivir. Consigo la mayor parte de las cosas que necesito buscando por la comarca. Compro un saco de judías de vez en cuando y tengo un huerto pequeño aquí. Compro el tabaco, algo de azúcar y harina en la población. Y un poco de tocino, y guardo la grasa para guisar. Le sorprendería comprobar lo poco que necesita un hombre para vivir.

Reflexioné un poco más y dije:

─No me di cuenta de que iba a pasar la noche en un sitio tan cómodo. Sólo falta una cosa.

─¿Cuál?

─Un buen trago de whisky. ¿Qué le parece si echáramos una corrida a la población a buscar una botella?

No dijo nada durante un buen rato, limitándose a mirarme con fijeza.

─¿Qué clase de whisky bebe usted? ─preguntó.

─Cualquiera, con tal de que sea bueno.

─¿Cuánto paga usted, por regla general?

─Alrededor de tres dólares el litro.

─Aguárdeme aquí un momento; vuelvo en seguida.

Se levantó y salió. Oí sus pisadas hasta cosa de seis metros de la puerta. Luego se quedó parado. Al cabo de unos instantes echó a andar otra vez. Brillaba la luna fuera. Por las ventanas que no estaban tapadas con hojalata vi que la luna proyectaba oscuras sombras bajo los pinos y los robles. En el fondo, las blancas pilas de rocas reflejaban el frío brillo de una manera que me hacía recordar el desierto.

Poco después regresó Pedro y se sentó. Le miré unos instantes, luego saqué la cartera y extraje tres billetes de a dólar.

Me devolvió uno de los billetes, se metió la mano en el bolsillo, sacó medio dólar más y me lo dio.

─Sólo he traído medio litro ─me explicó.

Extrajo una botella del bolsillo de atrás y la puso sobre la mesa, junto con unos vasos. Echo un poco en cada vaso y volvió a guardarse la botella.

Tenía el whisky un oscuro color ambarino. Lo probé. No era malo.

─Buen whisky ─dije.

─Gracias ─contestó Pedro con modestia.

Bebimos y fumamos. Pedro me contó historias de antiguos campamentos mineros, de minas perdidas en el desierto, de robos de minas y luchas y mezcló en la conversación comentarios de los tiempos en que se había dragado el valle.

Cuando me tomaba el segundo vaso y empezaba a sentirme un poco aturdido, dije:

─Corren rumores de que va a empezar a trabajar aquí una nueva Compañía dragadora.

Pedro rió.

─¿No se dejaron sin trabajar mucha roca de fondo por aquí? ─pregunté.

─La Compañía para la que yo trabajaba la dirigía el viejo Darnell. Lo que a él se le pasara por alto le cabría a usted en un ojo.

─¿Pero había algunos sitios en que no pudieron llegar a roca de fondo?

─Sí.

─¿Muchos?

─Sí.

─Entonces, ¿por qué no pueden volver a dragar la comarca?

─Sí que pueden.

─¿Y ganar dinero?

─Tal vez.

─¿Pueden convertir esto de nuevo en terreno apropiado para la agricultura?

─Eso pretenden.

─¿No sería eso buena cosa?

─Tal vez sí.

─Supongo que tendrán los antiguos informes de las inspecciones hechas aquí, que sabrán hasta qué profundidad podían llegar las antiguas dragas, y que sabrán también dónde buscar lo que desean.

Pedro se inclinó hacia delante.

─En mi vida he visto falsear resultados de una forma tan burda.

─¿Qué quiere usted decir?

─Me refiero a las perforaciones que están haciendo.

─¿Están haciendo perforaciones?

─Eso mismo. A cosa de milla y media de aquí. ¡Dios mío! ¡Qué burdos son!

─¿Cómo quiere usted decir?

─¡Qué rayos! No hacen más que echar el oro en el hueco de la barrena y volverlo a sacar. De vez en cuando se presentan aquí con un puñado de primos. Los primos se quedan boquiabiertos ante el cacharro en que se lava la tierra para sacar el oro. En lo que no se fijan es en que el encargado de barrenar conserva una mano en la cuerda para que no oscile tanto la broca al subir y bajar. Si se fija usted en esa mano, la verá metérsela con frecuencia en el bolsillo y sacar la otra para sujetar la cuerda. Si se fija con más atención, verá que cae algo de oro cada vez que lo hace… Aunque lo hace con bastante limpieza, lo advierto. No lo hace de forma que salga demasiado. Lo tiene bien calculado y no saca ni un gramo de oro hasta haber llegado a una profundidad mayor de la alcanzada por las dragas antiguas. Pero, créame, cuando tocan roca de fondo, abre bien las manos. Si toma nota de las cantidades que sacan de los agujeros y calcula lo que eso representa por hectárea, lo que le extrañará será que la Casa de la Moneda no cierre sus puertas. Tendrían que cavar todo el Estado de Kentucky para almacenar el oro.

─Debe hacer falta una buena cantidad de oro para eso.

─¿Para qué? ¿Para echar en el agujero?

─Sí.

Movió negativamente la cabeza.

─No hace falta mucho. Son unos estúpidos. Los van a pillar.

─¿Cuántos agujeros han hecho?

─Tres. Están trabajando en el cuarto. Acaban de empezarlo.

─¿Sabe usted quién dirige todo esto?

─No. Una pandilla del sur del Estado. Están vendiendo la mayoría de las acciones por aquí.

─¿Qué opina la población de todo eso?

─Están divididas las opiniones. Encontrará usted propagandistas y enemigos. En cuanto parezca que están a punto de instalar una draga, sin embargo, verá usted a la Cámara de Comercio ponerse de cabeza y menear los dedos de los pies… Sólo que no van a instalar ninguna draga.

─¿Por qué no?

─Porque se les descubriría el juego. En cuanto se ponga a trabajar una draga en este país, se verá que el terreno ha sido sembrado de oro primero. No creo que tengan la intención de gastarse dinero alguno en instalar una draga. Están hablando mucho, echando mucho oro en el suelo y sacándolo otra vez para poderlo echar en el agujero siguiente. ¿Quiere otra copa?

─No, gracias. Este whisky es de padre y muy señor mío.

─Tumba de espaldas. Para eso lo destilé.

─Usted beba si quiere. Yo tengo que regresar conduciendo el coche.

─No acostumbro a beber mucho; pero me gusta cuando estoy sentado charlando con un amigo. Es usted una buena persona… Escritor, ¿eh?

─Uh˗huh.

─¿Qué escribe usted?

─¡Oh! Artículos sobre distintos asuntos.

─No sabe gran cosa de minería, ¿verdad?

─Ni una palabra.

─¿Cómo se le ocurrió escoger ese asunto para un artículo?

─Pensé que tendría éxito… no en una revista de minería, sino en una dedicada a la agricultura.

Me miró unos instantes sin decir una palabra. Luego metió el tabaco en la pipa y se entregó a las delicias de fumar.

Después de un rato, le dije que tenía que irme y que tal vez volvería más adelante a conseguir más información. Le dije que le pagaría cinco dólares por noche. Me respondió que era pagarle bien y me estrechó la mano.

─Cuando quiera pasar usted por acá de visita ─declaró─, no tendrá necesidad de gastarse cinco dólares. Me es usted simpático. Encaja. No a todo el mundo dejo que se siente y charle conmigo… Y de cada cien personas no llega a una la que prueba mi whisky.

─Ya lo comprendo. Bueno, hasta la vista.

─Hasta la vista.

Regresé al campamento automovilista. Había parado un automóvil grande y brillante delante de la cabaña que había alquilado. Saqué la llave del bolsillo y abrí la puerta. Oí un movimiento en la cabaña contigua y cerré mi puerta rápidamente. Luego sonaron pisadas en la grava y llamaron a mi puerta.

Bueno; no había escape. Había hecho todo lo que era posible.

Abrí.

Alta Ashbury apareció en el umbral.

─¡Hola! ─dijo.

Me hice a un lado para que pasara.

─Éste ─dije─, no es buen sitio para usted.

─¿Por qué no?

─Por muchas razones. En primer lugar, me andan buscando los detectives.

─Ya me lo dijo papá.

─En segundo lugar, si nos encontraran aquí, los periódicos podrían convertirlo en una historia muy sabrosa.

─¿Quiere usted decir que lo tomarían por un nido de amor?

─Eso es.

─¡Cuán emocionante! Tranquilícese si está preocupado.

─Sí que estoy preocupado.

─¿Por qué? ¿Por su buen nombre?

─No; por el de usted.

─Va a venir papá. Llegará aquí a eso de medianoche.

─¿Cómo va a venir?

─En avión.

─¿Cómo supo que estaba en este campamento?

─Los habría recorrido todos hasta dar con su paradero. No hay más que cuatro, ¿sabe?, y éste es el segundo que visito.

─¿Por qué va a venir su padre?

─Porque las cosas se están agravando.

─¿Qué ha ocurrido de nuevo?

─El señor Crumweather me llamó por teléfono y me pidió que fuera a verle a su despacho mañana por la tarde, a las dos.

─No vaya.

─¿Por qué no?

─Creo que tiene él las cartas perdidas. Creo que se está preparando a apretar los tornillos.

─¿Quiere usted decir con eso que era él quien las tenía todas?

─Sí.

─¿No cree usted eso de que los detectives traicionaran al fiscal?

Moví la cabeza negativamente dije:

─Siéntese. Está aquí ya; conque y más vale que se divierta.

─Donald, ha estado usted bebiendo.

─¡Vaya que sí!

─¿A qué obedece la celebración?

─Me he estado entrevistando con un contrabandista de bebidas.

─Yo creí que había dejado de existir.

─Siempre han existido. Siempre existirán.

─¿Era un contrabandista simpático?

─Uh˗huh.

─¿Era buena la bebida?

─Bastante buena.

─¿No se ha traído usted nada?

─Nada más que la que llevo dentro.

─Huele como si llevara una buena cantidad ─se acercó un poco más y olfateó─. Y ajo también.

─¿Le molesta?

─¡Quizá! Lo que siento es que no me llevara consigo. Me hubiera divertido mucho visitar contrabandistas y comer ajo. ¿En qué estaba metido el ajo?

─En judías.

Se sentó en uno de los desvencijados sillones de la cabaña.

─¿Tiene usted un cigarrillo, Donald? Me excité al oírle llegar y salí corriendo sin el portamonedas.

─¿Dónde lo tiene?

─En la otra cabaña.

Le di un cigarrillo.

─¿Lleva dinero dentro?

─Algo.

─¿Cuánto?

─Seiscientos o setecientos dólares; no estoy segura de la cantidad.

─Más vale que vaya a buscarlo.

─¡Oh! No corre peligro. Dígame, Donald, ¿por qué vino usted aquí?

─Quiero encontrar algo contra Crumweather.

─¿Por qué?

─Para que, cuando él le apriete los tornillos a usted, pueda apretárselos yo a él.

─¿Cree usted poderlo hacer?

─No lo sé. Es muy listo.

─Aquí es donde la Compañía de Roberto tenía sus tierras, ¿verdad?

─¿Sabe usted algo de eso?

─Sólo lo poco que me ha dicho Roberto.

La miré.

─Voy a hacerle a usted una pregunta a la que tal vez no quiera responder.

─No la haga Donald. Nos llevamos ahora muy bien. Me desagrada sobremanera que se me interrogue.

─¿Por qué?

─No lo sé. Me gusta ser independiente y vivir mi vida. Cuando la gente empieza a hacerme demasiadas preguntas y me obliga a responder, me produce la sensación de que mi vida ha dejado de ser privada. Respondo a ellas si la persona que me las hace es simpática; pero quedo resentida. Siempre he sido así.

─A pesar de eso, pienso hacerle la pregunta.

─¿Cuál es?

─¿Le ha dado usted dinero a su hermanastro?

─Supongo que eso lo querrá saber papá.

─Lo quiero saber yo.

─Sí.

─¿Mucho?

─No.

─¿Dinero para que lo metiese en la Compañía?

─No; ni un centavo. Sólo para que fuera tirando y tuviera tiempo de situarse cuando papá le cerró la bolsa.

─¿Cuánto?

─Unos mil quinientos dólares.

─¿En qué plazo de tiempo?

─En dos meses.

─¿Cuándo dejó de darle dinero?

─Cuando empezó a trabajar.

─¿No le ha dado usted nada desde entonces?

─No.

─Quería más después de haberle cortado usted la ración, ¿verdad?

─Sí. Eso me enfureció. Tenga entendido, Donald, que no siento la menor simpatía por él. Me parece horrible; pero, después de todo, le han metido en la familia y no tengo más remedio que llevarme lo mejor posible con él o largarme a vivir sola.

─¿Y por qué no hace usted eso?

─Por el lío tan terrible en que se ha metido papá.

─¿Se refiere a su segundo matrimonio?

─Sí.

─¿Cómo se dejó pescar?

─¡Maldito si lo sé, Donald…! ¡Oh, es una cosa terrible de que hablar!

─Ha empezado ya; conque, siga.

─Bueno, pues fue culpa mía.

─¿Cómo?

─Me fui a los mares del Sur, luego a México, y por último hice un crucero en yate.

─¿Bien?

─Papá quedó sólo. Es una mezcla rara. Es gruñón y duro y, sin embargo, en el fondo es un sentimental de lo más grande que puede darse.

»Había sido muy feliz con mamá, y papá y yo siempre nos llevamos admirablemente. Su vida de hogar había sido muy feliz y significaba mucho para él. Al morir mamá (ella tenía ya una fortuna independiente, ¿sabe…?), dejó su fortuna repartida entre papá y yo. Yo estaba… ¡Oh, supongo que no tendré más remedio que decírselo! Tuve un asunto amoroso que me llenó de pena y dolor. Ya se me ha pasado todo eso, pero durante una temporada creí que jamás lo olvidaría y papá me dijo que tirara adelante. Hice las maletas y me largué. Cuando volví, estaba casado.

─¿Cómo fue?

─¿Cómo ocurren esas cosas siempre? ─exclamó ella, con amargura─. ¡Fíjese en ella! No quiero hablar de ella, pero tengo necesidad de hacerlo. Usted la ha visto. ¿Cómo puede una bola con cadena como ésa encontrar a nadie a quien sujetarse…? No hay más que una manera.

La miré.

─Se refiere usted a una especie de chantaje. ¿Quiere usted decir con eso que…?

─Claro que no. Dedúzcalo usted por su cuenta. Esa mujer es una actriz consumada. ¿No se ha preguntado alguna vez, Donald, cómo es que hay tantas mujeres de carácter, buenas personas y mejores compañeras, que no se casan nunca, mientras que las arpías, las mujeres que siempre están quejándose y lloriqueando, consiguen, generalmente, muy buenos maridos?

─¿Va usted a soltarse el pelo y revelarme los secretos de su sexo?

─Si es preciso que los conozca usted, sí ─contestó con media sonrisa─. Es usted lo bastante mayorcito ya para conocer las verdades de la vida, Donald.

─Bueno, pues cuéntemelas.

─La gente de carácter ─siguió─, es igual siempre. No recurren a todos esos trucos de cambio de carácter que son arma de los hipócritas. Las mujeres de ese tipo se limitan a exhibirse tal cual son. Un hombre puede encontrarlas lo bastante agradables para casarse con ellas, o no.

»Luego, hay el otro tipo. No tienen personalidad propia, salvo personalidad desagradable, y saben lo bastante para ocultar sus defectos. Bueno, pues la actual esposa de mi padre descubrió que papá se sentía muy solo, que deseaba un hogar, y que su hija andaba viajando por el mundo y probablemente se casaría. Le invitó a su casa a comer.

»Roberto se portó magníficamente, dando la sensación de compañerismo y buena voluntad, y ella no era, ni mucho menos, como la ve usted ahora. Papá nunca oyó hablar de su presión arterial hasta que se hubo casado con ella. No era más que una mujercita dulce, amante del hogar, que no tenía ningún empeño en salir, que quería formar un hogar para alguien, que le acariciaba a papá la frente cuando estaba cansado y jugaba al ajedrez con él… ¡Oh! ¡Ella adoraba el ajedrez! ─a Alta le brillaron los ojos─. No ha jugado una sola partida de ajedrez con él desde que se casaron ─alzó la voz para imitar la de su madrastra─. “¡Oh, cuánto me gustaría, Enrique! ¡Echo tan de menos esas partidas…! Pero ¡mi pobre cabeza! Es la presión arterial, ¿sabes? El médico dice que he de gozar de reposo y tranquilidad absolutos”. ─De pronto, se interrumpió y dijo─: ¿Lo ve? Ha conseguido usted desatarme la lengua. Supongo que ha estado aguardando esta oportunidad, y calculando que algún día me pescaría cuando estuviera lo bastante loca para contárselo todo.

─Al contrario ─le contesté─. No me importa gran cosa nada de eso. Sólo quería saber qué arreglo económico tenía con su hermanastro.

─¡Buen agradecimiento! ─exclamó Alta, riendo─. Le abro mi pecho y me dice que no le interesa lo que le digo.

Le sonreí.

─¿Ha cenado?

─No; y tengo más hambre que un lobo. Anduve rondando por allí en la esperanza de que llegara usted pronto.

─Creo que se recogen hasta las calles en este pueblo a las ocho y media; pero tal vez encontremos un sitio que esté abierto toda la noche en la carretera real.

─¿Sabe una cosa, Donald?

─¿Qué?

─Ese olor a ajo que despide su aliento…

─¿Es ofensivo?

Ella se echó a reír y dijo:

─Es usted un buen chico, Donald; pero va a unos sitios… Tome las llaves de mi coche y salgamos en busca de aventuras.

─¿Cuándo estará su padre aquí?

─Hasta medianoche no llegará. No cabe la menor duda de que le ha caído usted muy bien.

Abrió la portezuela del automóvil y entró.

Yo puse en marcha el motor, que funcionaba tan silenciosamente como una máquina de coser y tenía tanta potencia como un cohete. Lo puse en primera y pisé el embrague y por poco nos arrancó la cabeza de cuajo. Alta se echó a reír.

─Éste no es el montón de hierro viejo que tiene usted por automóvil, Donald. Se arranca en segunda, a menos que se encuentre uno en una pendiente muy pronunciada o atascado en el barro.

─Eso ya lo he descubierto ─le contesté.

Encontramos un pequeño restaurante español y ella probó la minuta completa.

─Demos un paseo en el automóvil, bajo la luna, un rato ─propuse cuando salimos.

Calculé que habría una carretera que saldría a la llanura por encima del río. Por fin di con ella y dejamos el asfaltado a unos trescientos metros de altura por encima del valle, para meternos por el camino que conducía a un espolón desde el que podíamos ver la comarca a nuestros pies. Desde aquella altura, los montones de piedras no parecían tan duros y brillantes. La luz de la luna era suave y todo el panorama del valle formaba parte de la noche, de las estrellas y de los misteriosos ruidos que emanaban de la vida silvestre.

Paré el motor y apagué los faros. Ella se acurrucó contra mí. Un conejo cruzó por un claro inmediatamente delante del coche. Un búho se dejó caer sobre un ratón. Las sombras eran negras manchas en los cañones. Las lomas estaban salpicadas de vivida luz y el valle bañado en apacible resplandor. Sentí el cuerpo de Alta contra el mío y oí el rumor de su respiración. La miré, creyendo que dormía; pero tenía los ojos muy abiertos, contemplando el paisaje.

Movió una mano y se posesionó de una de las mías. Sus uñas puntiagudas trazaron pequeños dibujos en el borde de mis dedos. Suspiró una vez, un suspiro trémulo de profundo contento. De pronto, alzó la mirada y preguntó:

─Donald, ¿le gusta esto?

Por toda contestación, me incliné y le rocé la frente con los labios.

Durante un instante creí que iba a alzar la cara para que la besara; pero en lugar de eso se apretó aún más contra mí y se quedó completamente inmóvil.

Después de un rato, dije:

─Más vale que nos vayamos y estemos en el campamento cuando llegue su padre.

─Supongo que sí.

Habíamos bajado por el serpenteante asfaltado hasta las afueras de Valleydale antes de que dijese ella nada. De pronto, dijo simplemente:

─Donald, te podría querer eternamente por eso.

─¿Por qué?

─Por todo.

Reí.

─Yo no hice el paisaje ─contesté.

─No; y hay muchas otras cosas que no intentaste hacer… Donald, eres un buen chico.

─¿A qué ─pregunté─ conduce todo eso?

─A nada. Pero quería que lo supieras. No hubiera sido lo mismo con ninguna otra persona. Otros hombres que yo conozco hubieran hablado demasiado, o sobado demasiado, o me hubiesen obligado a luchar. Contigo estuve tranquila. Reposé y sentí que tú formabas parte del paisaje y que el paisaje formaba parte de mí.

─En otras palabras, soy una especie de no combatiente, ¿no es eso?

─¡Donald! ¡Haz el favor de callar! Demasiado sabes que eso no es verdad.

─Tengo entendido que, para un hombre, no es una flor precisamente el que una muchacha le diga que se siente completamente segura a su lado.

Su risa fue nerviosa.

─Si supieras lo insegura que me siento a tu lado, te sorprenderías. Lo que quise decir es que todo estaba en consonancia… ¡Oh! ¿Por qué intenté explicarlo…? No sirvo para eso, después de todo… ¿No sabes conducir con una mano, Donald?

─Sí.

Me quitó la mano derecha del volante, se la echó por encima de los hombros y se achuchó contra mí. Conduje demasiado despacio por las desiertas calles de la pequeña población, población de fantasmas y recuerdos, con casas faltas de pintura y árboles que interceptaban los rayos de la luna con hojas verdes pulimentadas, mientras que las oscuras manchas de sombra a su pie parecían charcos de tinta aplicada al suelo con gruesas pinceladas.

Enrique Ashbury nos estaba esperando en el campamento de automovilistas. Había fletado un avión y alquilado luego un coche que le llevara el resto del camino.

─Has llegado más aprisa de lo que esperabas, ¿verdad? ─inquirió Alta.

Movió la cabeza afirmativamente y nos contempló pensativo. Me estrechó la mano, besó a su hija y luego se volvió a mirarme otra vez. No dijo nada.

─Bueno, no tomes la cosa tan en serio ─dijo Alta─. Espero que traerás whisky en tu maleta, porque esta población está cerrada a cal y canto. Hay unos cacharros aquí y podría hacer unas bebidas calientes para dormir.

Entramos todos en la cabaña doble que Alta había alquilado para ella y para su padre. Nos sentamos y Alta preparó una especie de ponche de whisky, lo sirvió en tazas y se sentó a nuestro lado.

─¿Qué ha averiguado usted? ─preguntó Ashbury.

─No gran cosa; pero lo bastante.

─¿Qué está ocurriendo?

─Están examinando el terreno. Parece ser que lo hacen con una barrena. Como una draga puede funcionar y rendir muchos beneficios en un terreno en que haya poco oro por metro cúbico, no hace falta mucho oro para falsear resultados… Y pueden usar el mismo oro cada vez.

─¿Cuánto?

─No lo sé. Calculo que unos cuantos dólares.

─¿Hasta qué punto están falseando los resultados?

─Hasta un punto considerable al parecer.

─¿Qué ocurrirá después?

─Los organizadores sangrarán todo lo posible a la Compañía y luego la dejarán empantanada. Jamás se atreverán a instalar una draga. Si lo hicieran, habría tal diferencia en los resultados que quedaría claramente demostrado el fraude.

Ashbury mordió la punta del cigarro uro y fumó durante un rato en silencio. Dos veces le pillé mirando a Alta por encima de los lentes.

─¿Bien? ─pregunté.

─¿Qué quiere usted decir?

─Usted ha de decidir qué ha de hacerse ahora ─le dije.

─¿Por qué dice usted eso?

─Porque todo depende de lo que quiera usted hacer.

─Lo voy a dejar todo en sus manos. Estoy convencido de que tiene usted la capacidad suficiente para protegernos.

─Olvida que mañana a estas horas es muy probable que esté encerrado en una celda, acusado de asesinato.

Alta soltó una involuntaria exclamación de sorpresa.

El padre volvió la vista para mirarla, y luego me miró a mi otra vez.

─¿Qué propone usted? ─preguntó.

─¿Es muy importante el que impida usted que Roberto se encuentre en un atolladero?

─Muy importante. Estoy yo ocupado también en organizar una Compañía con tres asociados. Si surgiera ahora algo así, me colocaría en una situación embarazosa… no económicamente hablando… ¡Qué rayos! Todo el mundo me miraría con desprecio. La gente sacudiría la cabeza cuando entrara yo en un club. Cesarían las conversaciones en cuanto apareciese yo en el salón… Toda esa despreciable mecánica de asesinarle a uno la buena fama se llevaría a cabo en mis propias barbas y tendría yo que fingir que no me enteraba de nada.

─Solamente hay una manera de arreglar bien este asunto ─dije.

─¿Cuál?

─Podríamos matar dos pájaros de un tiro ─murmuré, pensativo.

─¿Qué otro pájaro es ése?

─¡Oh! Nada más que un detalle incidental.

Alta apartó a un lado su taza y se inclinó sobre la mesa.

Él la miró.

─Estás preocupado porque crees que me he enamorado de Donald, ¿verdad?

Él la miró de hito en hito.

─Sí.

─Pues no creo que lo haya hecho. Estoy intentando no hacerlo. Él me está ayudando, y es todo un caballero.

─Deduje ─observó Ashbury, con acidez─, que le habías hecho confidencias… No me las hiciste a mí.

─Ya lo sé, papá. Y debí haberlo hecho. Te lo voy a contar todo ahora.

─Ahora no; más tarde. Donald, ¿cuál es su plan?

Yo dije, con calor:

─Yo no estoy intentando emparentarme con los millones, los millares, los centenares o lo que sea de los Ashbury. He procurado ser leal con usted, y…

Alargó la mano y la posó en mi brazo. Apretó los dedos hasta hacerme sentir toda su fuerza.

─No me estoy quejando de usted, Donald, sino de Alta. Por regla general, los hombres acuden a su alrededor como moscas y ella les hace saltar a todos por un aro. Me duele la forma en que les trata. Me enfado, no con ella, sino con los de mi sexo por aguantar sus impertinencias… ─Se volvió bruscamente hacia Alta y le dijo─: Tal vez sientas alivio al saber que, antes de marcharme, le dije a la señora Ashbury que podía ver a su abogado, llegar a un acuerdo, ir a Reno y divorciarse sin escándalo. Y que se llevara a su hijo con ella… y ahora, Donald, ¿qué plan tiene?

─La inteligencia que dirige todo esto es un abogado llamado Crumweather. Creí poder salirle al paso y a retarle los tornillos. Puedo hacerlo por un lado. No puedo por otro. Se han vendido demasiadas acciones.

─¿Cuántas?

─No lo sé. Bastantes. Va a haber un jaleo de mil diablos.

─¿Y el comisario de Corporaciones?

─Crumweather ha descubierto una manera de burlar la ley, o cree haberlo hecho, por lo menos.

─¿No podemos engancharle?

─Por este asunto, no. Es demasiado listo. Recibe un diez por ciento de los beneficios sin figurar para nada. Los que se llevarán el disgusto serán los directores de la Compañía.

─Bueno, ¿y que podemos hacer?

─Lo único que se puede hacer es buscar a los accionistas y conseguir que vendan las acciones.

─Donald, ésta es la primera vez que le oigo proponer una estupidez.

Alta acudió en defensa mía.

─Papá, a mí me suena eso factible. ¿No te das cuenta de que es el único sistema?

─No digas tonterías ─contestó Ashbury, arrellanándose en su asiento y mascando el puro─. La gente que compró acciones en la Compañía lo hizo como quien juega a la Lotería, no como cosa segura. Tiene la esperanza de conseguir un beneficio del cien por uno, o quinientos por uno, o cinco mil por uno. Intente comprarles las acciones al precio que los accionistas pagaron por ellas, y se le reirán en las barbas. Ofrézcales diez veces más, creerán que se ha hecho un hallazgo de importancia y que usted tiene informes confidenciales.

─Me parece que no comprende usted lo que quiero decir.

─¿Qué quiere usted decir?

─Sólo hay una persona que pudiera comprar esas acciones otra vez, y esa persona es Crumweather.

─¿Cómo iba a poder hacerlo?

─Podía descubrir, de pronto, que todas las ventas hechas eran transacciones ilegales, hacer que sus vendedores visitaran a los clientes y les dijeran que la idea no era factible y que el comisario de Corporaciones les había ordenado que devolviesen el dinero obtenido a cambio de acciones.

─¿Cuánto le costaría hacer una cosa así? ─observó Ashbury, con sequedad─. Medio millón de dólares por lo menos.

─Yo creo que podríamos hacerlo con quinientos dólares.

─¿Cuánto ha dicho usted?

─Quinientos dólares.

─O está usted loco o lo estoy yo.

─¿Vale eso quinientos dólares para usted?

─Yo me gastaría hasta cincuenta mil dólares por conseguirlo.

─El coche de Alta está ahí fuera. Vámonos a dar un paseo.

─¿Puedo ir yo también? ─preguntó Alta.

─Me parece que no. Vamos a visitar a un ermitaño que seguramente se habrá acostado ya.

─Me gustan los ermitaños.

─Vamos ─dije.

Nos sentamos los tres en el asiento de delante y yo conduje por el accidentado camino, entre las pilas de piedras, hasta que los faros iluminaron los contornos de la cabaña de Pedro Digger.

─Ustedes quédense aquí ─dije─. Yo iré a ver si está en condiciones de recibir visitas.

Me apeé y eché a andar en dirección a la casa. Una voz cascada gritó, desde las sombras:

─¡Arriba las manos, hermanito, y procure alzarlas todo lo posible!

Di media vuelta y alcé las manos. La luz de los faros iluminó mis facciones, y Pedro Digger dijo, con rabia:

─Ya podía haberme figurado que era usted un cochino confidente. Bueno, ande y procure encontrarlo, so hipócrita rastrero. Conque escritor, ¿eh? Por ese coche no parece que fuera usted escritor. Si no trae mandato judicial, lárguese de aquí con mil demonios. Si lo trae, enséñelo.

─Se confunde, Pedro. Vengo en busca de más información, sólo que esta vez voy a pagar una cantidad mayor por ella.

Contestó entre dientes y no dejó muy bien parada a mi familia.

De pronto, se abrió la portezuela del coche. Alta se apeó y echó a andar en línea recta en dirección a las sombras. Dijo:

─Le aseguro que no tiene por qué alarmarse. Donald nos trajo a mí y a mi papá para que habláramos de negocios con usted.

─¿Quién es usted?

─Me llamo Alta.

─Póngase a la luz, donde pueda verla.

Alta se puso a mi lado.

─Enrique Ashbury dijo, alegremente:

─Creo que ahora me toca la vez a mí.

Se apeó y se acercó a nosotros.

─¿Quién demonios es usted? ─preguntó Pedro.

Yo dije:

─¡So estúpido! ¡Si es uno de los Reyes Magos!

Y bajé las manos.