ESTABA tan acostumbrado a oír el rápido teclear dela máquina de escribir de Elsie Brand al abrir la puerta del despacho de la agencia, que el desacompasado son de clic˗​clac˗​clac˗​clac˗​clic˗​clac me sonó raro al bajar por el pasillo y me hizo detenerme para asegurarme de que no me equivocaba de oficina.

Abrí la puerta.

Una muchacha bastante bonita ocupaba la mesa de Elsie Brand, con los brazos alrededor de la máquina de escribir, dándole al papel con una goma de borrar.

Alzó la mirada.

Indiqué con un movimiento del pulgar el despacho particular.

─¿Hay alguien ahí entro?

─Sí.

Alargó la mano hacia el teléfono.

La interrumpí:

─No se moleste. Esperaré.

─¿No quiere usted decirme su nombre?

─No es necesario.

Me dirigí a un rincón, me senté y cogí un periódico. Busqué la sección de deportes y encendí un cigarrillo.

La muchacha acabó de borrar y se puso a golpear el teclado otra vez. De vez en cuando me echaba una mirada. Ni alzaba yo la vista para darme cuenta de ello; no era necesario. Tenía la costumbre de dejar de escribir cada vez que me miraba.

Oía voces en el despacho de Berta, aunque sin poder distinguir las palabras.

Al poco rato se abrió la puerta y salió un hombre. Tenía yo el periódico alzado delante de la cara en aquel momento; pero podía mirar por debajo del borde de las hojas y verle las piernas de rodilla para abajo, y los pies.

Existe una antigua teoría, demostrada falsa ya, de que los detectives llevan botas grandes de punta cuadrada. Es posible que lo hicieran en algún tiempo; pero los buenos detectives dejaron de hacerlo mucho antes de que semejante costumbre llegara a oídos del público siquiera.

Aquel hombre llevaba zapatos ligeros, de color, y una raya muy bien hecha en el pantalón; pero había algo en su manera de mover los pies que me hizo conservar el periódico delante de la cara. Empezó a andar hacia la puerta y de pronto se volvió y le dijo algo a Berta Cool. Las punteras de sus zapatos señalaban directamente hacia mí. Seguí con el periódico levantado y él siguió parado allí.

Solté el periódico, alcé la cara, sin expresión y pregunté:

─¿La señora Cool?

Ella respiró profundamente.

El hombre tenía unos cuarenta y cinco años; era alto y bastante ancho de hombros. Parecía apacible y reservado; pero tenía algo en los ojos que no me gustaba, aunque no se los miré.

Berta preguntó:

─¿Qué quiere usted? No me diga que vende nada. Ya me he suscrito a todas las revistas que me interesan y he hecho todos los donativos que pienso hacer.

Sonreí y repuse:

─Esperaré a que esté usted libre.

Y volví a coger el periódico.

El hombre dijo: «Buenos días, señora Cool», y salió del despacho. Berta aguardó a que se hubiera cerrado la puerta de su despacho particular con un gesto.

Entré tras ella y cerré la puerta. Ella encendió un cigarrillo: le estaba temblando la mano.

─¡Cielos, Donald! ¿Cómo lo sabías?

─¿Qué?

─Que era un detective que andaba buscándote.

─Por la forma en que sus zapatos me señalaban ─contesté─. Parecía un perro de muestra.

─Bien sabe Dios que has tenido una corazonada de suerte; pero no te va a servir de nada.

─¿Por qué me anda buscando?

─Tú debieras saberlo.

─¿Qué dijo?

─Dijo que estaba investigando por pura fórmula una serie de personas con las que quería entrevistarse por cuestión del asesinato. Me preguntó si tenía un empleado llamado Lam y si estaba haciendo algún trabajo para cierto señor Ashbury.

─¿Qué le dijiste?

─Le dije que no estaba autorizada para hacer declaración alguna acerca de lo que estaban haciendo mis empleados. Eso era cosa del señor Ashbury.

─Están enterados ─dije─. Andan buscando a Alta por otro asunto y han averiguado que estoy yo allí.

─Lo que han averiguado es que tu descripción corresponde muy bien a la del hombre que andan buscando como complicado en el asesinato de Ringold.

─Es probable.

─Bueno, ¿y qué vamos a hacer?

─Yo voy a desaparecer durante una temporada.

─¿Haces algún progreso en el caso?

─Alguno.

─¡Donald, me das más que hacer…! Desde que estás conmigo, me has metido en un lío en todos los asuntos que he tocado.

─Y estás ganando diez veces más dinero también.

─Bueno, ¿y qué? Eres demasiado loco. Corre demasiados riesgos. El dinero no sirve para nada en la cárcel.

─¿Tengo yo la culpa de que alguien escoja el preciso momento en que yo estoy trabajando en un asunto para liquidar a alguien?

No supo qué contestar a eso, conque no intentó hacerlo siquiera. Me miró con ojos muy brillantes y dijo:

─Telefoneé a Elsie para averiguar cómo marchaba el asunto y me dijo que le habías ordenado decirme que dejara de hacerlo.

─Así es.

Se puso colorada.

─Soy yo quien dirige este despacho.

─Y yo soy quien dirige el despacho de Fischler. ¿De qué sirve molestarse tanto en instalar un despacho si el que entra por la puerta ha de ver a mi secretaria escribiendo cartas en papel que lleva el membrete de Berta Cool, Investigaciones Confidenciales?

─No puedo consentir que se esté sentada allí tocándose las narices sin hacer nada. Le estoy pagando un sueldo. Tengo trabajo que hay que despachar.

─Búscate otra secretaria y cárgalo a gastos.

─¿Qué gastos ni que ocho cuartos? Voy a hacer un trato contigo. Llévate a esta chica y yo volveré a quedarme con Elsie.

─Como quieras.

─Pues lo quiero así.

─Tú mandas.

Esperó a que discutiera, y no discutí.

─Bueno, ¿qué encuentras de mal en ello? ─exigió.

─Nada, si quieres que se haga así. Claro está, las cosas, estando como están, podría resultar un poco complicado que esta muchacha se fuese a casa y le contara a su madre o a su novio la forma en que la habían cambiado.

─La despediré y tomaré otra. Después de todo, ésta no sirve para nada.

─Bueno; pero asegúrate de que la que escoges no tenga novio ni familia.

─¿Por qué?

─Porque las muchachas hablan cuando llegan a casa. Ese despacho del Edificio Commons… Bueno, ya sabes lo que pasa. No puedo inventar trabajo. No es más que una tapadera. Cualquier muchacha que tuviese dos dedos de frente se daría cuenta de ello.

Berta dio una fuerte chupada a su cigarrillo.

─Las cosas no pueden continuar así.

─En efecto.

─Donald, van a pescarte. Te arrastrarán a ese hotel. Serás identificado y te meterán en la cárcel… Y no vayas a creer que te va a correr el sueldo mientras estés encerrado.

─Voy a gastar mil dólares del dinero de gastos esta misma tarde.

─¡Mil dólares!

─Eso mismo.

Berta Cool tiró del cajón del dinero para asegurarse de que estaba cerrado con llave. Lo estaba.

─Me parece que esta vez te vas a quedar con las ganas ─contestó con aspereza.

─Los he gastado ya.

─¿Qué has hecho?

─Que los he gastado ya.

Parpadeó una vez y luego me miro con fijeza.

─¿De dónde los sacaste?

─Ashbury.

─¡Conque fuiste directamente a él después de sacarme a mí todo ese dinero!

─No; fue él quien vino a mí.

─¿Cuánto le sacaste?

Agité la mano.

─No me ha puesto límites. Me dijo que siempre que necesitara unos cuantos millares que le avisase sin cumplidos.

─Soy yo quien se encarga de la parte comercial de esta agencia.

─Pues anda y encárgate, pero procura no ponerme demasiadas trabas.

Se inclinó hacia mí.

─Donald ─dijo─, estás abarcando demasiado. Soy yo quien dirige este negocio.

─No cabe la menor duda de eso.

─Bueno, pues cuando yo…

Sonaron pasos presurosos en el despacho exterior. Oí los balidos de la nueva secretaria al intentar contener la turbonada humana que cruzó la habitación y forcejeó con la puerta del despacho particular. Se abrió la puerta y entró Ashbury, jadeando.

─¡Conque aquí está usted! ─exclamó al verme─. ¿Qué es lo que intenta nacer? ¿Conseguir que me dé un colapso cardíaco?

─Nada más que decirle la verdad.

─Bueno, pues usted y yo vamos a discutir el asunto. Vamos. Salgamos de aquí.

Berta Cool dijo, con dignidad:

─En adelante, señor Ashbury, recibirá los informes por mediación mía. Donald va a presentar informes escritos a máquina, periódicamente. Yo obtendré los informes y se los enviaré a usted. Esta agencia se está volviendo demasiado irregular.

Ashbury se volvió a ella y preguntó:

─¿De qué está usted hablando?

─Que los tratos los hizo usted conmigo. En adelante tenga la bondad de hacerlo todo por mediación mía. Yo le daré los informes.

Le miró por encima de los lentes. Habló en voz baja, bien modulada y extremadamente cortés.

─Deduzco de eso ─dijo─ que me he estado desmandando un poco.

─Es Donald quien se ha desmandado.

─¿Por lo del dinero para gastos, quizá?

─En parte eso.

Ashbury dijo:

─Venga conmigo, Donald. Usted y yo tenemos que hablar.

Berta Cool dijo con avidez:

─Por mí no lo deje. Yo no soy más que el jefe de Donald.

Ashbury la miró. Dijo, muy sereno:

─La persona que a mí me interesa principalmente es mi propia persona. Y da la casualidad de que soy yo quien paga todas las cuentas.

Eso hizo que Berta se deshiciese en zalemas.

─Naturalmente, señor Ashbury. Nosotros representamos sus intereses. Lo que más queremos es hacer lo que usted desee.

Ashbury me asió del brazo.

─Bueno ─dijo─, vámonos.

─¿Dónde vamos?

─Abajo, a mi coche.

─No sería mala idea que te fueras de viaje ─me dijo Berta.

─Ya he pensado en eso. ¿Dónde está el coche de la agencia?

─En el garaje.

─Hasta luego.

─¿Cuándo podré usar a Elsie otra vez?

─No lo sé.

Berta Cool luchó con su genio; Ashbury me asió del brazo y me condujo a través de la oficina del parque de estacionamiento en que había dejado el automóvil.

─Bueno ─dijo─, hablaremos aquí.

Se sentó al volante. Yo me coloqué a su lado.

─¿Qué es todo eso que me dice de Roberto?

─Use usted la cabeza.

─Eso es lo que estoy haciendo. Debía de haberlo hecho hace tiempo; pero jamás se me ocurrió semejante posibilidad.

─¿Qué otro motivo podía haber habido?

─Creí que era una combinación para conseguir que metiera yo mi dinero en el negocio. Creí que Bernardo Carter era la inteligencia que lo dirigía todo y que estaba ganando él todo el dinero. Creí que la señora Ashbury quería proporcionarme la ocasión de sacar dinero fácilmente y que habían decidido que la mejor manera de abordarme era por mediación de Roberto.

─Bueno, pues se trata de un fraude. Le han puesto a Roberto de hombre de paja. No creo que Bernardo Carter tenga mucho que ver con el asunto.

─Pues sí que está complicado en ello.

─Una inteligencia mayor que la de Carter se oculta tras de todo esto. Seguramente a él le están usando como tapadera también… Por lo que veo, Carter no quería precisamente que el hijo de la señora Ashbury se viera metido en un lío por culpa suya.

Ashbury emitió un silbido de sorpresa.

─¿De qué fraude se trata?

Le contesté:

─Compraron unos terrenos sin valor allá en Valleydale y están haciendo correr la noticia de que allí abunda el oro.

─¿Y lo hay?

─No lo creo. La compañía dragadora no dragó mucho donde no podía llegar a la roca del fondo.

─¿Qué están haciendo?

─Vendiendo acciones de a dólar de una Compañía difunta al modesto precio de quinientos dólares por acción colocada.

─¡Santo Dios! ¿Cómo pueden hacer eso?

─Astucia, perspicacia y arte de vender. Hombres enérgicos, que tienen el don de la palabra y trabajan a toda presión, colgando un cebo dorado ante los ojos del cliente. Se fijan a sí mismos un tiempo limitado para hablar. Colocan un reloj delante del primo. El primo está siempre tan imbuido de la idea de que es un hombre de negocios muy ocupado que, cuando le llega el turno de hacer preguntas, golpea con los dedos la esfera del reloj y recuerda severamente al vendedor que ya ha consumido el tiempo que se había asignado.

─¿Es así como trabajan?

─Sí; a última hora, el de las prisas resulta ser el cliente en realidad.

─Es una idea magnífica. Buena psicología cuando se para uno a pensarlo.

─Parece funcionar a las mil maravillas.

─Conque la víctima no hace preguntas, ¿verdad?

─No. Cada vez que lo intenta, el vendedor se pone a hablar como si estuviese acabando su explicación, interrumpida por el cliente al recordarle que ya había transcurrido el tiempo fijado. Eso enfurece a la víctima, que le hace callar.

─¡Caramba! ─exclamó Ashbury─. Si a Roberto se le ocurrió esa idea, es mucho más listo de lo que yo hubiera creído jamás.

─No se le ocurrió a él.

─¿A quién, pues?

─No lo sé. Probablemente a un abogado llamado Crumweather, que también ha inventado un medio de burlar la ley de sociedades.

─¿Es un medio legal?

─Probablemente no lo es, en la forma en que lo está usando. Por eso Roberto es el presidente.

─¿No tiene ninguna falla el método ese de vender…?

─No; es la mar de ingenioso.

Ashbury se enjugó la frente con un pañuelo.

─¡Y pensar que fui tan idiota… que tenía tantas ganas de impedir que el estúpido ése me hablara del negocio, que no vi lo que estaba ocurriendo…!

Nada dije.

Después de unos momentos, me preguntó:

─¿Qué piensa usted hacer, Lam?

─¿Cuánto empeño tiene usted en impedir que Roberto vaya a la cárcel?

─Pase lo que pase, no podemos permitir que ocurra eso.

─Había pensado en irme a pasar un día o dos a Valleydale.

─¿Por qué?

─Es allí donde está operando.

─¿Qué espera encontrar allí?

─Tal vez dé con los informes de la antigua Compañía dragadora que traten de la inspección de los terrenos que dragaron.

─Y luego, ¿qué?

─Si pudiera conseguirlos y demuestran lo que yo creo que demostrarán, haré un trato con el abogado… pero no creo que pueda obtenerlos.

─¿Por qué no?

─El cerebro que ideó la manera de burlar la ley y el sistema ese de ventas, seguramente se habrá cuidado de ese detalle también.

─¿Qué otra cosa hará usted?

─Examinar el terreno y procurar descubrir dónde está el fraude.

─Y mientras se halle usted ausente, ¿qué será de… de ese otro asunto?

─Ese otro asunto ─le dije─ se está poniendo demasiado caliente… Demasiado caliente para que lo toque yo en estos momentos sin quemarme los dedos. Había pensado ausentarme uno o dos días y dar tiempo a que se enfriase.

─No estoy muy seguro de que me guste eso. Alta telefoneó poco después de haberse marchado usted. Dijo que había creído que usted regresaba, que no había hecho más que acompañarme al garaje. Desea verle. Está preocupada… Está… ¡Qué rayos, Donald! ¡Nos estamos volviendo todos de una forma que sólo tenemos confianza en usted!

─Para eso me contrataron.

─Ya lo sé; pero esto es distinto. Alta se sentiría perdida si se marchara usted.

─Alta tiene que marcharse también.

─¿Qué?

─Ya me ha oído.

─¿Marcharse con usted, quiere decir?

─No; marcharse a alguna parte. Visitar a alguien. Pasarse unos días con amistades que vivan fuera… y que nadie sepa adónde se ha ido.

─¿Por qué?

─Porque no quiero que nadie le haga preguntas antes de que sepa yo unas cuantas contestaciones más y que me interesan.

─Entonces, ¿por qué se marcha?

─Me siguen la pista los detectives en estos momentos. Están haciendo comprobaciones… ¿Quiere usted que le diga lo que andan buscando?

─No.

─Bueno, pues voy a decirle lo que voy a hacer lo que puede hacer usted.

Reflexionó unos instantes, sacó un puro del bolsillo, mordió la punta y lo encendió.

─¿Cuándo se marcha usted? ─preguntó.

─Ahora.

─¿Dónde puedo ponerme en comunicación con usted?

─Mejor será que no lo intente siquiera. Si surge algo, póngase en contacto con Berta Cool.

─Pero ¿va a ir usted a Valleydale?

─Sí.

─¿No sabe cuánto tiempo estará ausente?

─No.

─Irá usted a casa a hacer la maleta y…

─No iré a ninguna parte a hacer ninguna maleta. Me voy al garaje a coger el automóvil de la agencia y a ponerme en marcha. Compraré la ropa que necesite.

─¿Se marcha inmediatamente?

─Tengo que atender a un asunto, nada más.

─¿Cuál?

─Liquidar el negocio del señor Fischler.

─Puedo llevarle a usted hasta el edificio Commons.

─Telefonearemos primero. Aguarde aquí. Enseguida vuelvo.

Había un teléfono público en el parque de estacionamiento. Pedí el número que me había dado Elsie Brand. Ella contestó.

─¿Ha habido algo?

─Usted debe haber creído que no querrían su dinero.

─¿Por qué?

─Dijo usted que le dirían que tenía tiempo hasta las dos de la tarde.

─¿Qué dijeron?

─El vendedor ha estado aquí dos veces. Va a volver dentro de diez minutos. Me dijo que le dijera que podía conseguir lo que usted quería; pero que la oportunidad expiraba a la una.

─Quédese ahí. Voy a extender el contrato de la opción.

─Ya trae él uno extendido.

─Seguramente no me gustará.

─¿Quiere usted que se lo diga?

─No. Voy a ir ahora mismo.

Volví al coche y le dije a Ashbury:

─Bueno; lléveme al edificio Commons si quiere…, o puedo tomar un taxi.

─No; quiero estar en contacto con el asunto lo más posible.

Ashbury aguardó fuera mientras subía yo al despacho. Rich me estaba esperando cuando entré. Me estrechó calurosamente la mano y dijo:

─¡Le felicito, señor Fischler! Es usted el comprador más perspicaz que he conocido en quince años que me dedico a corredor. ¡Usted gana!

Me asió del brazo y me condujo a mi despacho particular como si fuera él quien mandara en mi oficina. Se sacó una acción del bolsillo y dijo:

─Aquí tiene: una acción. Y aquí un contrato de opción debidamente firmado por el presidente y el secretario de la Compañía.

─Trabaja usted aprisa ─dije.

─No tuve más remedio que hacerlo para poder lograr una transacción así. Saltaron hasta el techo; pero yo les expliqué que no tenía usted disponible el dinero en este preciso instante, que la compra era segura, que sería usted un buen accionista para la Compañía, que…

Siguió hablando; pero yo dejé de escucharle. Estaba leyendo el contrato de opción. Con gran sorpresa mía, observé que era tal como yo le había pedido que lo hiciese. Firmé el duplicado, le di mil dólares y me metí la acción el original del contrato en el bolsillo. Estaba firmado por Roberto Tindle como presidente y E. E. Matts en funciones de secretario. Le estreché la mano a Rich, le dije que tenía una cita y le ayudé a salir del despacho.

Le dije a Elsie:

─No olvide que ha de mantener abierto el despacho hasta mi regreso.

─¿Dónde va?

─Estaré ausente de la ciudad en viaje de negocios.

─¿Le explicó usted a Berta lo del trabajo?

─Sí.

─¿Qué contestó?

─Que está bien.

─Así, pues, ¿he de seguir sentada aquí y limitarme a leer revistas?

─Eso es. Cosa un poco si quiere. Fume durante las horas de oficina y masque goma. Esa clase de negocios que es éste…, uno de esos negocios en que cada uno hace lo que quiere.

─Estaré muy entretenida.

─Eso es lo que quiero que parezca. ¿Comprende?

Me sonrió con los ojos.

─¡Buena suerte, Donald!

─Toque hierro ─le dije.

Y salí a decirle a Ashbury que estaba preparado a marchar.

Se empeñó en llevarme hasta el garaje en que Berta Cool tenía encerrado el coche de la agencia. Me miró con nostalgia cuando me alejé por entre el tráfico.