DURANTE el desayuno, le pregunté al señor Ashbury que sabía de Fundiciones, Minas y Minerales Amalgamados. Dije que tenía un amigo, un tal Fischler, cuyo despacho se hallaba en el Edificio Commons, y que había heredado un puñado de dinero. Quería algo en qué meterlo y era de los que gustaban de arriesgarse. Yo le había propuesto que adquiriera unas buenas acciones mineras.

Roberto dijo:

─¿Por qué no conservarlo todo dentro de la familia?

Yo le miré con sorpresa.

─No deja de ser una idea.

─¿Qué señas tiene?

─Despacho seiscientos veintidós. Edificio Commons.

─Haré que le visite un vendedor.

─Hágalo.

Ashbury le preguntó a Roberto si había oído algo más de la policía acerca de lo que estaban haciendo en el asunto del asesinato de Ringold. Roberto contestó que la policía había estado investigando el asunto, y llegado a la conclusión de que se trataba de un asesinato por cosas de juego y que estaban averiguando quiénes eran los asociados de Ringold, en la esperanza de encontrar a alguien que respondiera a la descripción del hombre al que se había visto salir de la habitación del jugador después del asesinato.

Después del desayuno, Roberto me llamó aparte y me hizo unas cuantas preguntas acerca de Fischler, acerca de la cantidad que iba a heredar y de la que yo creía que deseaba invertir en acciones. Yo le dije que Fischler había de cobrar dos herencias. Había recibido ya una cantidad pequeña, pero había de cobrar más de cien mil dólares antes de fines de mes. Le pregunté a Roberto cómo marchaba su Compañía y él me contestó:

─Muy bien. Las cosas se van poniendo mejor cada día.

Se fue. Ashbury me miró por encima de los lentes como si estuviera a punto de decir algo; pero se contuvo, carraspeó un par de veces y dijo, por fin:

─Donald, si necesita usted unos cuantos miles más para gastos, no vacile en pedírmelos.

─No vacilaré ─le aseguré.

Alta apareció entonces e hizo señas para darme a comprender que deseaba hablarme. Fingí no darme cuenta y le dije a Ashbury que saldría con él hasta el garaje.

Una vez allí, le dije que no quería hablar, cosa que le produjo gran alivio, pero que quería acompañarle en el automóvil.

Conservó la vista fija en la carretera y la boca cerrada. Me di cuenta de que tenía muchas cosas que preguntarme, pero no se le ocurría ni una sola pregunta a la que no tuviera miedo de oír la contestación. Dos veces pensó en algo que quería decir, respiró profundamente, vaciló con la primera palabra temblándole en los labios, exhaló el aliento y siguió conduciendo sin decir nada.

No fue hasta hallarnos en el distrito comercial que logró emitir una pregunta que no creyó muy peligrosa.

─¿Dónde he de dejarle, Donald?

─¡Oh! En cualquier sitio por aquí.

Empezó a decir otra cosa, cambió de opinión, torció a la derecha, se salió de su camino y recorrió un par de manzanas, deteniéndose delante del edificio Commons.

─¿Qué tal le irá aquí?

─¡Ah, muy bien! ─le respondí. Y me apeé.

Ashbury se marchó a toda prisa y yo subí al sexto piso y eché una mirada a la placa de la puerta número seiscientos veinte. Parecía bien. Abrí la puerta y entré. Elsie Brand estaba dándole a la máquina de escribir.

─¡Por el amor de Dios! Usted está aquí para adorno nada más. No hay necesidad de que haga creer que hay tanto negocio como todo eso.

Dejó de escribir y me miró.

─La gente que va a venir ─proseguí─, cree que soy un individuo que ha heredado. No creen que haya ganado dinero en el negocio, conque no es necesario que dé usted esa sensación.

─Berta Cool me dio muchas cartas que escribir. Me dijo que podía traerlas aquí y aprovechar el tiempo.

─¿En qué papel? ─le interrumpí.

Y me incliné por encima de su hombro para ver la carta que tenía en la máquina.

─En su papel ─contestó─. Me dijo que podía…

Arranqué la carta de la máquina, se la di a Elsie y ordené:

─Guárdela en el cajón. Que no se vea. Esconda todo ese papel. Cuando se vaya usted a comer, saque toda esa porquería del despacho y que no vuelva yo a verla aquí. Dígale a Berta Cool que lo he ordenado yo así.

─Recuerdo cuando primero entró a trabajar usted en la agencia.

─¿Qué pasa con eso?

─Calculé que duraría usted unas cuarenta y ocho horas. Creí que Berta Cool le haría sudar. Por eso la habían dejado todos los demás detectives que había tenido… Y ahora es usted quien está dando órdenes.

─Y esta orden se va a cumplir.

─Ya lo sé. Eso es lo que hace que sea más interesante la cosa. Usted no se pone a discutir con Berta. No se deja dominar. Sigue adelante su gusto y cuando quiere uno darse cuenta, Berta está gruñendo y mascullando cosas entre dientes, pero siguiéndole y haciendo lo que usted le dice que haga.

─Berta no es mala persona cuando se la conoce.

─Querrá usted decir cuando ella llega a conocerle a uno. El querer ser amistosa con ella es como jugar al escondite con una apisonadora… Cuando quiere una darse cuenta está aplastada.

─¿Está usted ─pregunté─ aplastada?

Me miró y dijo:

─Sí.

─Pues no lo parece.

─Tengo un sistema con Berta. Hago todo el trabajo que ella me manda. Cuando he acabado, me voy al despacho. No intento ser amistosa con ella. No quiero que lo sea ella conmigo. Soy parte tan integrante de esta máquina de escribir como el teclado. Soy una máquina y procuro ser una máquina buena.

─¿Qué es toda esa correspondencia que anda siempre escribiendo?

─Cartas que manda ella a los abogados de vez en cuando para que le encarguen investigaciones, y correspondencia relacionada con los asuntos en que tiene invertido dinero.

─¿Muchos asuntos?

─Montones. Se va de un extremo a otro. La mayor parte del tiempo anda buscando asuntos que sean tan seguros como los valores del Estado, pero que rindan dos veces más interés. Pero tiene sus momentos de verdadera especuladora. Corre riesgos enormes.

─Bueno, pues en la forma en que se va a llevar este despacho, no tendrá usted mucho que trabajar. Baje al puesto de periódicos del vestíbulo, escoja un par de revistas de cine y una pastilla de goma de mascar. Meta una revista en el cajón de su mesa. Abra el cajón y estese sentada mascando goma y leyendo la revista. Cuando entre alguien, cierre el cajón; pero no antes de que se hayan dado cuenta de lo está usted haciendo.

─Siempre he ambicionado un trabajo así. Otras muchachas parecen conseguirlo. Yo nunca he podido.

─Probablemente esto no durará más de un par de días; pero durante ese tiempo, ésa es la clase de trabajo que va usted a hacer.

─Berta dará el cambiazo. Le conseguirá a usted otra muchacha de cualquier agencia de colocaciones y volverá a llevarme a mí al matadero.

─No la dejaré. Le diré que necesito a alguien de quien pueda fiarme. Puede conseguir ella todas las muchachas que quiera para que le escriban la correspondencia… Tal vez fuera una buena idea darle ocasión de que se diera cuenta de lo difícil que es hallarle a usted una sustituta que valga lo que usted.

Me miró unos instantes y dijo:

─Donald, me he preguntado muchas veces cómo se las arreglaría para conseguir que la gente le diera a usted bombo… Seguramente será porque es tan considerado. Usted…

Dejó de hablar bruscamente, retiró la silla, cruzó corriendo la oficina, y salió como si hubiera fuego.

Entré en el despacho particular, cerré la puerta, me acomodé en el sillón giratorio, y apoyé los pies en una mesa que había conocido ya muchos amos.

Cuando oí que Elsie volvía al despacho general, descolgué el teléfono y apreté el botón que comunicaba con su mesa.

─¿Diga? ─preguntó.

─Tome nota de estos tres nombres, Elsie: Parker Stold, Bernardo Carter y Roberto Tindle… ¿Lo ha apuntado?

─Sí; ¿qué pasa con ellos?

─Si alguno de ellos se presenta, estoy ocupado y voy a seguir estándolo toda la mañana. No puedo recibirles y no quiero que esperen. ¿Comprende?

─Sí.

─Si viene alguna otra persona, procure averiguar qué desea. Hágala sentarse y esperar. Consiga que le dé una tarjeta, si es posible. Páseme la tarjeta.

─¿Nada más?

─Nada más.

─Bueno ─contestó ella.

Y oí que colgaba el auricular.

Tenía mucho que pensar y permanecí sentado en la silla, fumando y pensando, intentando organizar las cosas de forma que tuvieran ilación. No intentaba hallar la solución de todo el rompecabezas porque comprendía que no tenía suficientes datos; pero los iba consiguiendo. Tenía el presentimiento de que si lograba conservar la serenidad y no dar ningún paso en falso, las cosas se irían aclarando.

A eso de las once oí abrirse y cerrar la puerta del despacho exterior y rumor de voces. Entró Elisa con una tarjeta. Ésta tenía el nombre de un hombre y nada más.

Examiné la cartulina.

─Gilberto Rich, ¿eh? ¿Qué aspecto tiene?

─Dinámico ─contestó Elisa─; aspecto de vendedor de alguna clase. No quiere decirme de qué. Le pregunté el objeto de su visita y me contestó que se trataba de una oferta. Tiene cuarenta años y viste como si tuviese veintisiete. No va precisamente lo que usted llamaría bien vestido.

─¿Gordo?

─No; más bien esbelto. Tiene unas entradas bastante grandes. Cabello Oscuro echado hacia atrás. Ojos negros, sin lentes. Rápido, nervioso, plausible. Tiene las uñas bien cuidadas y les ha sacado brillo. Se ha limpiado los zapatos esta mañana a juzgar por el brillo y huele a barbería. ¿Quiere recibirle?

─Sí.

Salió y Gilberto Rich entró. Cruzó el despacho con paso rápido para estrecharme la mano. Sus modales eran nerviosos y magnéticos. Empezó a hablar como si tuviera la costumbre de intentar decir el mayor número de palabras posibles antes de que le echaran.

─Sin duda alguna, señor Fischler, se estará usted preguntado qué clase de asunto me trae. Cuando le dije a su secretaria que se trataba de una oferta, quizá creyera usted que se trataba de algo que quería que usted se encargara de vender por mi cuenta. En realidad, se trata de todo lo contrario. Quiero que gane usted mucho dinero, señor Fischler. Para ello, voy a necesitar tres minutos de su tiempo.

Sacó un reloj de bolsillo y lo depositó sobre la mesa, delante de mí.

─Tenga la bondad de fijarse en la hora, señor Fischler. No quite la vista de ese reloj. En cuanto hayan transcurrido los tres minutos de su tiempo, y a cambio le garantizo que serán los tres minutos de más provecho que haya tenido usted en diez años.

─Siga ─le dije─; le concedo los tres minutos.

─Señor Fischler, ¿se ha parado usted alguna vez a pensar en las maravillas de la ciencia moderna? No se moleste en contestar, porque ya veo que sí. Se dará usted cuenta, señor Fischler, de que las cosas que hoy en día nos parecen naturales eran, hace pocos años, imposibilidades científicas.

»Ahora bien, señor Fischler, para poderle demostrar cómo va usted a sacarle dinero al desarrollo científico moderno, será necesario que vuelva atrás unas cuantas páginas de nuestro grande y glorioso Estado. Volveremos atrás, no a los días de mil ochocientos cuarenta y nueve, sino a los que les siguieron: aquellos días en que el Estado era un verdadero hormiguero de buscadores de oro. Había hombres trabajando con el pico y la pala, con artesas y sartenes de lavar, sacando oro de la tierra, señor Fischler, y se sacaba mucho. El oro iba a parar a los centros monetarios del Este en un chorro continuo… Pero quedaba mucho oro aún.

»Allá en los alrededores de Valleydale había un rico placer de oro. El río salió rugiendo de la montaña, arrastrando oro consigo, depositándolo en extensa planicie aluvial sobre el ancho valle agricultor que se abrió para recibir las sonrientes aguas del río que, de pronto, se habían vuelto apacibles. Hombres desnudos hasta la cintura trabajando en las lluvias de invierno y en el asfixiante calor del verano sacando oro y siempre más oro. Luego, al irse agotando los depósitos aluviales más ricos, fueron bajando, siguiendo el curso del río a través de las edades geológicas, encontrando la tierra de la superficie muy buena para la agricultura, pero con el oro posado sobre el fondo rocoso en que se había depositado la tierra… De pronto, cuando ya estaban a punto de cosechar el fruto dorado de su trabajo, se encontraron con el problema del agua. Podían cavar hasta ocho metros de profundidad antes de toparse con agua. Sacaron oro casi de las raíces de la hierba, pero les era imposible llegar a los ricos depósitos de la roca. Por aquel lugar, la roca formaba una especie de meseta uniforme a cosa de catorce metros de profundidad.

»No le entretendré dándole detalles del cuadro, señor Fischler. Sin duda alguna lo conoce usted por haber visto ya las distintas películas históricas, verdaderas obras maestras del cinematógrafo. Nos saltaremos todo eso para llegar al principio de las invenciones modernas. Un hombre de clara visión concibió la idea de usar el agua, no como enemigo, sino como ayudante. Construyó una gran barcaza y sobre ella colocó la maquinaria necesaria para dragar. Una cadena sin fin de cubos de acero se hundía muy por debajo de la superficie del agua para raspar el oro. La tierra quedó destruida desde el punto de vista de la agricultura, pero el propietario recibió, a cambio, un elevado tanto por ciento del oro extraído. Toda la topografía del país cambió. Debido al procedimiento empleado en el dragado, la tierra y la arena quedaron en el fondo y las rocas encima. Como consecuencia, el rico valle agricultor se convirtió en un montón de piedras quemadas por el sol.

»Pasaron los años. Los dragadores de oro acabaron de trabajar todo el terreno aprovechable y al destruir la última hectárea se encontraron acorralados en un desierto rocoso de su propia creación. Las dragas dejaron de tener utilidad. Eran demasiado voluminosas para desmontarlas y moverlas y aun cuando no hubiera sido así no había sitio donde llevarlas. Cayeron en tan triste ruina como la hermosa tierra que habían estropeado. Las barcazas empezaron a hacer agua y se ladearon. La maquinaria se oxidó. Lo que pudo transportarse con beneficio para venderlo como hierro viejo se sacó de allí. Lo demás quedó convertido en oxidado monumento a la avaricia del hombre.

»Ni las dragas habían podido llegar a la roca en todas partes. En algunos sitios se habían visto obligados los dragadores a dejar tanto como cinco o seis metros de tierra aurífera riquísima sobre la roca del fondo.

»Y ahora señor Fischler, llegamos a un gran sueño, a un sueño dorado, a un sueño que se está convirtiendo en realidad. La ingeniería moderna ha ideado un medio para volver a dragar el terreno, colocar la roca en el fondo y la tierra encima, de manera que el terreno ése pueda volver a ser hermoso y fértil. Esto se ha sabido desde hace tiempo. La Cámara de Comercio de Valleydale ha pensado también en volver a dragar la tierra con equipo moderno con el simple propósito de devolverle su productividad agrícola; pero ello hubiera resultado demasiado costoso. Lo que no comprendió la Cámara de Comercio es que aún quedaba una cuantiosa fortuna en oro depositado sobre la roca del fondo, aguardando a que la persona apropiada,…

─Ha agotado usted sus tres minutos ─le interrumpí.

Me miró, luego contempló el reloj dijo:

─Tiene usted razón. Bueno, ya he acabado, señor Fischler. Tratándose de un hombre corriente, tendría que hacerle ver la similitud entre la situación que confronta al capitalista de hoy y aquélla ante la cual se encontraron los primitivos dragadores. El oro lleva allí muchos años. A medida que se ha ido desarrollando la habilidad de la ingeniería, el ingenio del hombre, luchando contra la Naturaleza, ha pasado por el valle en oleadas sucesivas, llevando cada una de ellas, en su cresta, una nueva generación de millonarios, alzándoles al poder. La historia de San Francisco es…

─Sus tres minutos pasaron hace treinta segundos ya.

─En efecto. Iba a decir que, tratándose de un hombre corriente, no hubiera tenido más remedio que hacerle ver todo esto; pero usted, señor Fischler, un hombre que conoce también la técnica de ventas, por consiguiente, es capaz de comprender las posibilidades comerciales al primer golpe de vista, verá en seguida las posibilidades de la situación.

»Lo que interesa, señor Fischler, es si esta nueva cosecha de millones que han de ser empujados hacia la riqueza y el poder ha de llevar inscrito en su lista de honor el nombre de Carlos E. Fischler.

Retorcí un lápiz entre los dedos e intenté esquivar su mirada. Él no hacía más que moverse para obligarme a mirarle, haciendo gestos enérgicos, golpeando la mesa con los dedos.

─No discutiré con usted, señor Fischler. Es usted un hombre de discernimiento. Es usted un hombre de juicios rápidos y atinados. De lo contrario, no hubiera tenido tanto éxito en los negocios. Usted podría darse cuenta de las enormes posibilidades que se ofrecen. No sólo obtenemos beneficios del dragado de la tierra, sino que, cuando se terminen nuestras actividades en ese sentido, habremos vuelto a formar un terreno propio para la agricultura, bañado por el sol, cubierto de huertos y viñedos, preparado para ser subdividido, mientras la gente, ávida de tierras que pueda subdividirse en fanegas de independencia, acude en tropel a las oficinas de la compañía colonizadora y deposita el dinero importe de la parcela que quiere adquirir.

»Y entretanto, señor Fischler, no he llamado su atención sobre el punto más significativo de todos porque sé que no necesita usted que se lo señalen. Sé que ha estado observando mientras hablaba y diciéndose para sí:

»¿Cuándo va a mencionar que el precio del oro es hoy aproximadamente el doble del que regía en la época en que se hicieron tantas fortunas? ¿Cuándo va a mencionar el hecho de que el que tiene el dinero invertido en oro virgen no tiene por qué temer la inflación? ¿Cuándo va a mencionar el hecho de que una mina de oro es el mejor negocio en que invertir el dinero para poder contemplar con ecuanimidad una larga serie de presupuestos con déficit? ¿Cuándo va…?

─Ya han pasado los tres minutos ─le advertí.

─Comprendo, señor Fischler. Tal vez haya abusado de su tiempo y de su bondad; pero es tal mi ansiedad por ver que usted mismo…

─¿Cuánto ─pregunté con cautela─ va a costar?

─Eso depende enteramente de usted, señor Fischler. Si desea obtener un beneficio de cien mil dólares, la cantidad que ha de invertir es relativamente pequeña. Si se conforma con quinientos mil, puede emplear una cantidad moderada. Si quiere verse convertido en multimillonario, le costará más.

─¿Cuánto he de invertir ─le pregunté para convertirme en multimillonario?

─Cinco mil dólares ─contestó sin pestañear.

─¿Cómo saca usted esa cuenta?

─Para empezar, hay esa enorme extensión de terreno.

─No se moleste en repetir todo eso; vayamos al grano.

─¿Qué es lo que quiere saber?

─¿Qué valen las acciones?

─Ciento cincuenta y siete veces lo que pedimos por ellas.

─¿En qué unidad están divididos sus valores?

Sacó el hombre un folleto del bolsillo y golpeó con él la mesa.

─Señor Fischler, cuando se estableció la Compañía de Aseguradores de Granjas con Juicio Hipotecario, era simplemente una empresa agricultora lanzada en pleno período de depresión comercial con el objeto de redimir tierras con juicio hipotecario. Por consiguiente, la Compañía emitió unas acciones capitalizadas a un valor muy bajo. Ahora que esta vasta y nueva empresa se ha desarrollado, lo lógico sería aumentar el valor de nuestras acciones en un mil por ciento. En otras palabras, la acción que tuviera anteriormente un valor a la par de un dólar, debiera ser dividida en mil acciones de un dólar cada una. Sería posible hacerlo; pero para conseguirlo habría dificultades de orden jurídico, la mar de trámites burocráticos que hacer, retrasos, que harían que obtuvieran beneficios.

»Nuestro Consejo de Administración, compuesto de hombres jóvenes, vigorosos, de amplias miras, agresivos y determinados, es partidario de eliminar toda esta serie de trámites y ponerse a trabajar a toda prisa con el fin de que nuestros accionistas empiecen a cobrar intereses casi inmediatamente.

─¿Cuánto conseguiría por quinientos dólares?

─Una sola acción. El valor a la par sería de un dólar. El valor verdadero, hoy en día, sería con toda seguridad, cinco mil dólares. Antes de sesenta días, lo más probable es que pueda usted venderla, si quiere, por diez mil quinientos dólares. Al cabo de un año, la acción esa valdrá cien mil dólares.

Me quedé pensativo. Entonces comprendió que había llegado el momento de callar y, como buen vendedor que era, se retiró discretamente a segundo término para dejar que entraran bien los detalles.

─No tengo mucho dinero ahora ─dije─. Dentro de treinta días espero tener mucho más.

─Dentro de treinta días ─contestó él─, las acciones habrán aumentado de valor, naturalmente; pero aun entonces resultará un buen asunto en que invertir el dinero.

─Escuche ─dije─, ¿podría comprar quinientos dólares en acciones y conseguir una opción sobre mayor cantidad de ellas mediante el pago de otros quinientos dólares?

─Tendría que consultar con la Central ─me contestó. ─Resulta algo fuera de lo corriente… Usted mismo se dará cuenta de lo que eso significa, señor Fischler. Si inmovilizara un puñado de acciones mediante el pago de quinientos dólares, podría usted venderlas antes de una semana con grandes beneficios. Antes de treinta días seguramente podría usted obtener veinte mil dólares por su opción de quinientos.

─Así es como quiero yo hacerlo ─dije.

─Pero ¿ha pensado usted en la posibilidad de ir a un Banco, señor Fischler, y…?

─Ya le hecho a usted mi oferta.

─Comprendo. Pero señor Fischler, la situación es la siguiente: nuestro Consejo Directivo ha de ser rigurosamente justo. Tienen otros accionistas a los que tener en consideración. Muchas personas han comprado…

─Ya ha oído usted mi oferta. Ya ha consumido sus tres minutos con creces. Conozco lo que tiene usted que ofrecer. Yo no pierdo el tiempo discutiendo.

─¿Qué cantidad de acciones querría usted que se le reservasen al pagar quinientos dólares por la opción?

─Dentro de treinta días ─dije─, voy a tener cien mil dólares que invertir. No pienso meter todo mi dinero en el mismo asunto. Cincuenta mil dólares es el máximo que estaría dispuesto a invertir en su Compañía. Entregaré quinientos dólares ahora como prueba de mi buena fe y quiero que me reserven una cantidad de acciones que, al precio que se cotizan actualmente, representen cincuenta mil dólares.

─Veré lo que se puede hacer; pero ¿no podría usted considerar…?

─¡No! ─le interrumpí, levantándome─; tengo muchas ocupaciones, señor Rich.

─Comprendo; pero no olvide que estoy aquí ofreciéndole un servicio sincero. Los minutos que tan generosamente me ha concedido le rendirán dividendos fantásticos, fuera de toda proporción con…

─Ya conoce mi oferta. Cuanto antes se la dé usted a conocer a su Consejo Directivo, antes podrá usted contestarme.

Crucé el despacho y abrí la puerta.

Me miró con curiosidad unos instantes; luego me tendió la mano.

─Señor Fischler ─dijo─, permítame que le felicite por haber tomado una de las decisiones de mayor importancia de su vida comercial… y por haber llevado a cabo la transacción financiera más perspicaz y de más visión que ningún otro de cuantos clientes he visitado. Lo llamaré por teléfono esta tarde.

Permanecí en la puerta y le vi cruzar el despacho general y salir.

Elsie Brand alzó la vista.

─¡Qué vendedor!

─¿Oyó usted lo que dijo?

─Las palabras no; pero se le oía escapar la voz por todas las rendijas de la puerta.

─Llame a Enrique Ashbury. Encontrará su número en el listín. No intente llamar a su casa particular. Pruebe en el despacho.

Volví a mi despacho y me senté. Conseguí la comunicación pedida a los treinta segundos.

─Hola, Ashbury. ¿Sabe usted quién habla?

─No.

Hablaba como si no le gustaran las adivinanzas por teléfono y estuviese a punto de cortar la comunicación.

─Su profesor de gimnasia.

─Ah sí.

Su tono cambió.

─¿Le molestaría ─pregunté─ que su hijo fuera a la cárcel por fomentar Compañías fraudulentas?

─Si mi… ¡Santo Dios, Donald! ¿De que está usted hablando?

─De si le molestaría a usted que su hijastro fuera a la cárcel por fomentar Compañías fraudulentas.

─Sería desastroso. Sería…

─¿Es posible que le haya usted visto ser ascendido a presidente sin darse cuenta de que sólo le ponían a la cabeza para servir de tapadera?

─¡Santo Dios!

Colgué el auricular.

Me detuve en el despacho general el tiempo suficiente para decirle a Elsie:

─Me voy al despacho de Berta Cool a decirle que tendrá que conseguirse otra secretaria.

Sonrió.

─La dará un patatús.

─¡Magnífico! Dentro de una hora aproximadamente el señor Rich telefoneará diciendo que ha logrado sea aceptada mi oferta para transacción inmediata, pero que no puede sostenerla más que hasta las dos o las tres de la tarde; que tendré que conseguir el dinero y tenerlo reparado aquí en el despacho y que vendrá él con el contrato para que lo firme. Dele cita para la hora que él quiera y telefonéeme a la oficina de Berta para decírmelo.

─¿Algo más?

─Si telefoneara o se presentara un tal señor Ashbury, dígale que el señor Fischler está muy ocupado y que no sabe exactamente cuándo volverá.