BERTA me aguardaba en el coche de la agencia para llevarme al gimnasio. Tenía un periódico de la tarde en el asiento a su lado, y estaba muy nerviosa.

─Donald, esta vez sí que no te salvas.

─Que no me salvo, ¿de qué?

─Te atraparán.

─Hasta que tengan alguna pista, no veo la posibilidad.

─Tarde o temprano te echarán el guante. ¿Por qué lo hiciste?

─¿Qué otra cosa podía hacer? Había alquilado el cuarto contiguo. Había hecho un agujero en la puerta. Ésta estaba abierta por el otro lado. Ganara, perdiera o empatase, yo era el elegido.

─Pero ¿por qué entraste en el cuarto de Ringold?

─¿Por qué no? De todas formas, estaba enganchado… si me pillaban.

─Donald, estás intentando proteger a esa muchacha otra vez.

No dije una palabra.

─Donald, es preciso que me des a conocer los detalles. ¡Cielos! ¡Suponte que te detienen! Yo intentaría conseguir tu libertad, claro está. Pero ¿sobre qué iba a basarme?

─No sabes hablar conducir al mismo tiempo. Échate para allá y deja que me ponga al volante.

Hicimos el cambio.

─Entérate bien ─agregué─; a Alta Ashbury se la estaba haciendo víctima de un chantaje. El motivo no hace al caso. La persona que le sacaba los cuartos era un abogado llamado Crumweather… Layton Crumweather.

─Eso no pega. Tiene que haber ido a ver a Ringold. La descripción concuerda y…

─La descripción podrá concordar y ella podrá haber ido a ver a Ringold; pero el hombre que le estaba sacando los cuartos era Crumweather.

─¿Cómo lo sabes?

─Le interesaba conseguir dinero para la defensa de un cliente suyo… un hombre acusado de un crimen.

─¿Quién crees que es?

─He olvidado su nombre.

Me dirigió una mirada torva.

─Ahora bien ─proseguí; la única manera de que podemos arreglar este asunto… salvar a Alta sacarme a mí del lío… es encontrarnos en posición de apretarle los tornillos a Crumweather. No es un abogado honrado.

─Ninguno lo es.

─No sabes bien lo que te dices. Hay un dos por ciento de abogados que no son honrados… y son bien listos éstos. Cubren mucho terreno. Algunos de los que permanecen honrados son unos estúpidos. Los que no son honrados, no pueden permitirse el lujo de cometer estupideces.

─Defiende a los abogados si quieres, pero dame detalles.

─Crumweather se especializa ahora en burlar la ley que trata de la venta de acciones y obligaciones.

─Es imposible burlarla. Ya se ha intentado antes.

─No hay ley que no pueda burlarse, sea ésta la que fuere.

─Tú, que has estudiado Leyes, debes saberlo. Yo no.

─Esa ley puede ser burlada. Crumweather lo está haciendo de la manera siguiente: toma las antiguas Compañías que han perdido su licencia por no haber pagado los impuestos al Estado, las resucita, y las hace dedicarse a negocios completamente distintos. Para poder hacerlo, compra las acciones y obligaciones de las Compañías difuntas. No todas ellas le proporcionan lo que él necesita. Le hacen falta Compañías que hayan emitido casi todas sus obligaciones y que no tengan deudas ni compromisos pendientes. Compra las antiguas acciones que se han convertido en propiedad particular en manos de compradores de buena fe y resucita la Compañía. Averigua a qué precio van a vender a sus clientes las acciones y se las cede a un precio que le produce un diez por ciento de beneficio por cada acción vendida. Da instrucciones a sus clientes para que procuren no parecer vender, en general, al público y les tiene en posición de haber transacciones individuales y privadas.

─Bien.

─Jamás podremos tocarle respecto a lo del chantaje. Es demasiado listo y está demasiado alejado del asunto. La única manera de engancharle es colocarle en situación tal que podamos hacerle cisco por las operaciones ilegales corporativas. No va a ser cosa fácil, porque es un hombre muy astuto.

─¿Cómo has averiguado todo eso?

─Empleando dinero del reservado para gastos.

─¿Cómo van las cosas entre tú y la muchacha?

─Bien.

─¿Se fía de ti?

─Creo que sí.

Berta exhaló un suspiro de alivio.

─Así, pues, ¿seguirá encargada la agencia del asunto?

─Probablemente.

─Eres una maravilla, Donald.

Aproveché la ocasión para decir:

─Ya he ido a ver a Crumweather en concepto de cliente en perspectiva. Creí poder arreglar el asunto de esa manera. No puedo. Es demasiado vivo. Se cubre la pista cada vez que da un paso. Sólo hay otra manera de hacerlo.

─¿Cuál?

─Convertirse en ingenuo comprador de acciones de alguna de las otras Compañías que él ha fomentado.

─¿Qué es lo que te hace suponer que es Crumweather el autor del chantaje?

─No tiene más remedio que serlo. Es la única manera de que la cosa resulte explicable. A primera hora de hoy, creí que pudiera tratarse del fiscal, que intentaba tender un lazo; pero no lo es, porque, si lo hubiera sido, ya hubiese dado algún paso definitivo. Crumweather tiene un cliente. Se trata de un caso importante. Va a llamar mucho la atención al público. Es su ocasión de lucirse. Podría hacerlo, claro está, nada más que por la publicidad que ello resultará para él; pero Crumweather no se conforma con eso. Vio que había posibilidad de ejercer presión sobre Alta y obligarla a proporcionar el dinero. Lo hizo. Consiguió sacarle veinte mil dólares; pero le salió mal la combinación con los últimos diez mil.

─Donald, voy a hacerte una pregunta. Quiero que me digas la verdad absoluta.

─¿Qué?

─¿Le mataste tú?

─¿Tú qué opinas?

─No creo que lo hicieras, Donald. No creo que haya la menor posibilidad, pero parece… Bueno, ya sabes lo que parece. Eres la clase de hombre capaz de enamorarse locamente de una muchacha y de hacer cualquier barbaridad por salvarla.

Disminuí la marcha ante una luz del tránsito y bostecé.

Berta movió negativamente la cabeza y dijo:

─Eres el hombre más sereno que he conocido. Si pesara nada más que veinte kilos, serías una verdadera mina de oro para Berta…

─¡Lástima! ─murmuré.

Guardamos silencio un buen rato. Luego dije:

─Voy a necesitar una secretaria y un despacho. Buscaré una muchacha o me llevaré temporalmente a Elsie Brand.

─Donald, ¿estás loco? No puedo instalarte un despacho. Eso cuesta dinero. Cuesta demasiado dinero. Tendrás que encontrar otra manera de llevar a cabo tu plan. Y no puedo deshacerme de Elsie Brand ni durante medio día siquiera.

Seguí conduciendo sin decir palabra y Berta se picó. Un instante antes de que parara el coche frente al gimnasio del japonés, dijo:

─Bueno; tira adelante; pero no te pongas a tirar dinero.

Entramos en el gimnasio y el japonés me tiró de un extremo a otro. Yo creo que no hacía más que ejercitarse conmigo tirándome como un jugador tira la pelota cuando se está entrenando. Me proporcionó un par de ocasiones para que le tirara yo a él y yo apelé a todos mis recursos, pero nunca logré alzarle y estrellarle contra la lona de la manera en que él lo hacía conmigo. Siempre lograba retorcerse en el aire y caer de pie, riendo.

Yo ya estaba harto hasta la coronilla. Había odiado aquel ejercicio desde el primer momento. Berta decía que iba mejorando. El japonés aseguraba que iba muy bien.

Después de la ducha, le dije a Berta que me consiguiera un despacho para una semana, que hiciera poner el nombre que yo le dijese en la puerta, que se encargara de que los muebles fueran apropiados y me mandase a Elsie Brand.

Se enfadó y gruñó; pero acabó por decidir ser buena. Prometió telefonearme por la noche y decirme dónde estaba.

Enrique me enganchó aquella noche antes de la cena.

─¿Quiere tomar un combinado en mi cubil, Donald? ─preguntó.

El mayordomo nos sirvió combinados en un cuartito con escopetas colgadas de las paredes, unos cuantos trofeos de caza, un portapipas y un par de sillones. Era el único sitio de la casa en que no se le permitía la entrada a nadie sin invitación especial de Ashbury; su único refugio para huir del lloriqueo continuo de su mujer.

Paladeamos los combinados hablamos de generalidades durante unos momentos. Luego Ashbury habló:

─Se está llevando la mar de bien con Alta.

─Era mi deber granjearme su confianza, ¿eh?

─Sí; y ha conseguido usted algo más que eso. No hace más que mirarle cuando está usted en el mismo cuarto.

Me tomé otro sorbo del combinado.

─El primer cheque de Alta tenía fecha del día primero. El segundo, del día diez. Si había de haber un tercer cheque, llevaría la fecha del veinte. Ayer fue veinte.

Dije tranquilamente:

─Así, pues, el cuarto tocaría el treinta.

Me echó una mirada.

─¿Alta salió anoche?

─Sí; fue al cine.

─¿Usted salió?

─Sí; estuve trabajando.

─¿Siguió a Alta?

─Si tanto le interesa, sí.

─¿A dónde?

─Al cine.

Apuró rápidamente el combinado y soltó un suspiro de alivio. Volvió a llenar mi vaso y el suyo.

─Me da usted la sensación de ser un joven de sentido común.

─Gracias.

Le vi agitarse inquieto le dije:

─No tiene usted necesidad de preparar el terreno conmigo. Ande y desembuche de una vez.

Mis palabras parecieron producirle alivio. Dijo:

─Bernardo Carter vio a Alta anoche.

─¿A qué hora?

─Poco después de… bueno, poco después de que mataran a ése.

─¿Dónde estaba?

─A una manzana de distancia del hotel en que murió Ringold. Llevaba un sobre en la mano y caminaba muy aprisa.

─¿Se lo dijo Carter?

─No. Se lo dijo a la señora Ashbury y ella me lo dijo a mí.

─¿Carter no le habló?

─No.

─¿Ella no le vio?

─No.

─Carter está equivocado. Yo la estuve siguiendo todo el tiempo. Dejó el coche en el parque de estacionamiento próximo al hotel en que murió Ringold; pero no entró en el hotel. Fue a un cine. La seguí.

─¿Y después del cine?

─No permaneció mucho tiempo dentro. Salió y volvió al coche… ¡Ah, sí!, me parece que se paró para echar una carta a un buzón del camino.

Ashbury siguió mirándome; pero no añadió una palabra.

Yo proseguí:

─Creo que estaba citada con alguien en el cine y ese alguien no se presentó.

─¿Podía haber sido Ringold ese alguien?

Dejé que mi rostro reflejara la sorpresa.

─¿Por qué diablos dice usted eso?

─No lo sé. Una idea que se me ocurrió.

─Procure que no se le ocurran ideas, pues.

─Pero ¿podía haber sido Ringold?

─Mientras no se presentara, ¿qué rayos importa eso?

─Pero ¿podía haber sido Ringold? ─insistí.

─¡Qué rayos! Podía haber sido el Gran Mogol. Le digo a usted que estuvo en el cine.

Guardó silencio unos instantes y yo aproveché para preguntarle:

─¿Sabe usted algo acerca de la Compañía de su hijastro… de ésa de la que es presidente? ¿A qué se dedica?

─Un asunto de dragado de oro. Tengo entendido que poseen unos terrenos muy ricos; pero no quiero saber nada de ello.

─¿Quién se encarga de endosarle al público las acciones?

─Le agradecería que no lo dijese de esa manera. Suena… bueno; suena como si se tratara de un timo.

─Usted ya sabe lo que quiero decir.

─Sí, ya sé; pero no me gusta que hablen de ello en esos términos.

─Bien; arregle los términos a su gusto y luego dígame quién se encarga de endosarle las acciones al público.

Me miró, pensativo.

─Hay veces, Lam ─dijo─, que ese temperamento inquieto que usted tiene le hace decir cosas que rayan en la insolencia.

─Sigo sin saber quién se encarga de endosar las acciones.

─Y yo también. Tienen una serie de vendedores: hombres de mucha experiencia, según tengo entendido.

─¿Los socios no venden?

─No.

─Eso era cuanto quería saber.

─Pero no es todo lo que quería saber yo.

Enarqué las cejas.

─¿Ha visto usted el periódico de la noche?

Moví negativamente la cabeza.

─Trae unas huellas dactilares. Han sacado una buena serie de la puerta y del pomo allá en el hotel. Me pareció que ese hombre que andaban buscando se parecía algo a usted.

─Mucha gente se parece a mí. La mayoría resultan ser a última hora dependientes de comercio.

Él se echó a reír.

─Si ese cerebro suyo tuviera un cuerpo que estuviese en consonancia con él, sería usted invencible.

─¿Eso es una alabanza o un palo?

─Una alabanza.

─Gracias.

Acabé el combinado y rechacé otro que me ofrecía. Ashbury tomó dos.

─Ya sabe usted que un hombre de mi situación tiene ocasión de hacerse con informes financieros que pudieran no estar a disposición de un hombre corriente.

Acepté uno de sus cigarrillos y aguardé a que continuara.

─Eso es especialmente verdad en los círculos bancarios.

─Siga. ¿De qué se trata?

─Tal vez se está preguntando cómo me las arreglé para enterarme de que Alta había extendido dos cheques de diez mil dólares.

─Me lo figuré, poco más o menos.

─¿Por mediación del Banco quiere usted decir?

─Sí.

─No; no fue precisamente por mediación del Banco, sino por un amigo, funcionario del Banco.

─¿No es lo mismo?

Él rió.

─El Banco parece opinar que no.

─Siga.

─Conseguí más información del Banco esta tarde.

─¿Del funcionario amigo quiere decir?

─Sí.

Cuando vio que yo no pensaba preguntarle de qué se trataba, dijo, con voz impresionante:

─La Corporación Recreativa Atlee telefoneó al Banco y dijo que le había sido robado un cheque de la caja… un cheque firmado por Alta Ashbury y extendido al portador por valor de diez mil dólares. Querían que se les avisara si presentaba alguien el cheque. Dijeron que firmarían una denuncia por robo.

─¿Qué le contestó el Banco?

─Que telefonearan a Alta para que ella ordenase que no fuera pagado.

─¿Lo dijeron por teléfono?

─Sí.

─¿La persona que llamaba indicó que era de la Corporación Recreativa Atlee?

─Sí.

─¿Voz de mujer o de hombre?

─De mujer. Dijo ser la contadora y secretaria del gerente.

─Cualquier mujer puede decir eso por cualquier teléfono. Sólo cuesta cinco centavos y suena igual para el que lo escucha.

Reflexionó un instante y luego movió afirmativamente la cabeza. Los combinados empezaron a surtir su efecto. Se tornó expansivo. Se inclinó hacia mí y me posó una mano paternal en la rodilla.

─Lam, hijo mío ─dijo─; me es usted simpático. Tiene usted cierto aire de eficiencia que inspira confianza. Yo creo que Alta opina igual que yo.

─Me alegro que estén satisfechos de mi trabajo.

─Creí que no íbamos a estarlo, al principio. Pensé que cometería usted un error. Alta es bastante lista, ¿sabe?

─No tiene ni un pelo de tonta ─asentí.

Y luego, porque él lo esperaba y porque era un cliente que pagaba al contado, agregué:

─Es digna hija de su padre.

Me miró encantado; luego su rostro reflejó la alarma.

─Tengo la idea de que usted sabe lo que se hace, Lam; pero si ha sido robado un cheque al portador de diez mil dólares, y si la persona que lo presentara al cobro se encontrara en un lío e hiciera ciertas declaraciones y…

─Deje de pensar ya más en todo eso: no ocurrirá nada.

Dijo expresivamente:

─Si hubiera usted leído los periódicos, hubiese observado que los testigos daban una descripción algo contradictoria acerca de ese misterioso Juan Smith. Las contradicciones esas resultan expresivas para un hombre que conoce la naturaleza humana… La muchacha describe a Juan Smith de una forma más atractiva.

Yo nada dije.

─¿Sabe Lam? Estoy fiando mucho en su discreción en este asunto. Desde luego, estoy confiando en que no… que no ha… que un exceso de celo por parte suya no haya, tal vez, sentado los cimientos de un mal mayor que el que usted ha sido llamado a curar.

─Eso sí que resultaría embarazoso, ¿verdad?

─Mucho. No es usted muy amante de hacer confidencias, ¿eh?

─Prefiero trabajar solo siempre que me es posible.

─¿Podría tener confianza ilimitada en usted? Donald, amigo… confianza absolutamente ilimitada si supiera una cosa.

─¿Cuál?

─Si los planes de usted habían tomado en consideración el peligro de que apareciese el cheque de diez mil dólares.

Era una ocasión de pavonearme que no pude resistir.

─Señor Ashbury, quemé ese cheque de diez mil dólares en su solárium anoche. Deshice las cenizas con mis dedos. Puede usted dejar de atormentarse por eso.

Me miró con ojos que se fueron abriendo más y más, hasta que creí que se le iban a saltar y quitarle los lentes; luego me asió la mano y me la estrechó, con el mismo movimiento que si estuviera dándole a una bomba de agua. Desconté un poco por los cuatro combinados que se había tomado; pero aun así, resultaba una buena demostración.

─¡Es usted una maravilla, muchacho, una maravilla! Ésta es la última vez que le preguntaré a usted nada. Tire adelante desde ahora y haga las cosas a su manera. Es maravilloso, simplemente maravilloso.

─Gracias. Ya sabe usted que esto puede costarle dinero.

─Me importa un bledo lo que me cueste… No; no quiero decir eso precisamente; pero… Bueno; ya sabe usted lo que quiero decir.

─Berta es más dada a economizar de lo necesario a veces. Es de las que ahorran los centavos y despilfarran los dólares.

─No tiene necesidad de eso. Explíqueselo. Dígale que…

─El decirle a ella eso de nada servirá. Está hecha así.

─Bueno, pues, ¿qué quiere usted?

─¿Se le ha ocurrido alguna vez pensar que pudiera tener que sobornar a alguien?

─No.

─Pues es una posibilidad que hay que tener en consideración.

No parecía hacerle demasiada gracia la cosa.

─Bueno, claro, si se encuentra usted en un apuro, lo que puede hacer es venir a mí y… decirle a quién soborno, cuánto he de pagar y por qué.

─Entonces, si sale algo mal y resulta ser un lazo que me han tendido, el que cae en él es usted.

Vi que cambiaba de color.

─¿Cuánto necesita? ─me preguntó.

─Más vale que me dé mil dólares. Los conservaré por si los necesito. Puede ser que vuelva a pedirle algunos más.

─Es mucho dinero, Donald.

─Sí que lo es. ¿Cuánto dinero tiene usted?

Se puso colorado.

─No veo qué tiene que ver eso con el asunto.

─¿Cuántas hijas tiene usted?

─Una nada más, claro.

Guardé silencio mientras reflexionaba. Vi que le iba entrando la idea en la cabeza. Sacó una cartera y extrajo de ella diez billetes de cien dólares.

─Comprendo lo que quiere usted decir, Donald; pero no olvide que no soy millonario.

─El hombre que tiene dinero le lleva una ventaja al que no lo tiene. Cuando se encuentra en un atolladero, puede abrirse paso a fuerza de cuartos. Sería usted tonto si no hiciera uso de los triunfos que tiene en la mano.

─Tiene razón ─dijo. Y al cabo de un momento, prosiguió─: ¿No cree usted, Donald, que podría decirme unos cuantos detalles más? Me gustaría conocerlos.

Le miré con fijeza.

─¿De veras? ─pregunté.

─¿Por qué no?

─Yo acostumbro a desenvolverme de forma que mis clientes no sepan una palabra.

Frunció el entrecejo.

─Me parece que eso no me gusta.

─Y de esa manera ─proseguí─, la policía nunca puede acusarles de complicidad.

Pegó un brinco como si le hubiera clavado un alfiler. Parpadeó cuatro o cinco veces muy aprisa y luego se puso en pie apresuradamente.

─¡Está muy bien pensado, Donald, pero que muy bien! Bueno, me parece que va siendo hora de que suspendamos la sesión. Voy a estar muy ocupado después de esto, Donald. No tendré ocasión de poder hablar con usted. Sólo quiero que sepa que lo dejo todo en sus manos… completamente en sus manos.

Puso fin a la conferencia con la misma precipitación que si me hubiera dado repentinamente un ataque de viruela. Y me había dado: de viruela jurídica en grado de verdad.

A eso de las ocho de aquella noche, Berta telefoneó. Me dijo que se había visto negra para conseguir un despacho de la clase que yo quería; pero que lo había logrado por fin. Estaba a nombre de Carlos E. Fischler y era la habitación seiscientos veintidós del Edificio Commons. Elsie Brand estaría allí a la mañana siguiente para abrir la oficina y tendría las llaves.

─Necesitaré tarjetas comerciales.

─Ya está arreglado eso. Elsie las tendrá. Es usted ya el gerente de la Corporación Fischler de Ventas.

Contesté: «De acuerdo», y fui a colgar.

─¿Qué hay de nuevo? ─me preguntó.

─Nada.

─Téngame al corriente.

─Así lo haré ─dije.

Y colgué en seguida, antes de que se le ocurriera alguna otra cosa que preguntarme.

La noche se hizo interminable. Alta me hizo una señal de que quería hablar conmigo; pero me parecía que ya sabía yo todo lo que pudiera decirme ella. Pero no conocía todo lo que sabía Bernardo Carter y quería estar a mano de manera que pudiera iniciar conmigo una conversación que pareciese lo suficientemente natural en caso de que quisiera decirme algo.

Sí que quería.

Estaba yo haciendo carambolas en la sala de billar cuando entró él.

─¿Tiene ganas de echar una partida? ─me preguntó.

─Soy muy malo al billar ─contesté─. Bajé aquí para alejarme de las conversaciones insustanciales.

─¿Qué le pasa? ─preguntó─. ¿Le preocupa algo?

─Así, así. ─contesté, dando con el taco a una bola y mirando cómo rebotaba en la banda.

─¿Ha visto usted a Ashbury…? ¿Ha tenido usted ocasión de hablar con él?

Asentí con un movimiento de cabeza.

─Es buena persona Ashbury ─prosiguió Carter.

Yo no contesté.

─Debe ser muy agradable poder conservarse en buenas condiciones físicas ─continuó Carter, echándose una mirada al chaleco─. Usted se mueve con la misma facilidad que un pez en el agua. Le he estado observando.

─¿Sí?

─Sí. ¿Sabe una cosa, Lam? Me gustaría conocerle mejor… hacer que me entrenara y me pusiera en mejores condiciones.

─Podría hacerse ─dije yo─, dando tacazos.

Se acercó más.

─Hay otra persona en quien ha creado una impresión favorable, Lam.

─¿De veras?

─Sí; en la señora Ashbury.

─Me dijo que debería perder un poco de grasa cuando se le normalizara la presión arterial.

Carter bajó la voz.

─¿No se le ha ocurrido a usted pensar alguna vez ─preguntó─, que es un poco raro que empezara a engordar y que le subiera la presión arterial en cuanto se casó con Ashbury?

─Muchas mujeres se ponen a dieta mientras andan a la caza del marido, y luego en cuanto se casan vuelven a…

Se puso morado.

─No era eso lo que yo quería decir ni mucho menos ─explicó con aspereza.

─Lo siento.

─Si conociera usted a la señora Ashbury se daría cuenta de lo infundado de semejante aseveración, de lo apartado que está de la verdad.

No alcé la mirada de la mesa. Dije:

─Usted era el que hablaba. Creí que a lo mejor era eso lo que quería usted decir y le di facilidades.

─Eso no era lo que quería decir.

─¿Por qué no dice usted lo que tiene que decir entonces?

─Bueno; lo haré. Conozco a la señora Ashbury desde hace mucho tiempo. Antes de su matrimonio pesaba diez kilos menos y parecía veinte años más joven.

─La presión arterial puede hacerle muchas cosas a una persona.

─Claro que sí. Pero ¿a qué obedece la presión arterial? ¿Por qué había de aumentarle bruscamente la presión el matrimonio?

─Eso digo yo: ¿por qué?

Aguardó a que alzara la vista para encontrarme con su mirada. Casi temblaba de rabia. Dijo:

─La contestación es evidente. La hostilidad persistente y sistemática de su hijastra.

Dejé el taco y pregunté:

─¿Quería usted hablarme de eso?

─Sí.

─Bueno; estoy escuchando.

─Carlota… la señora Ashbury… es una mujer maravillosa, encantadora, magnética, bella. Desde su matrimonio, la he visto cambiar.

─Todo eso lo ha dicho usted antes.

Le estaban temblando los labios de rabia.

─Y la culpa de todo la tiene la hostilidad de esa chica mal educada.

─¿Se refiere usted a Alta?

─Me refiero a Alta.

─¿No tuvo en cuenta esa posibilidad la señora Ashbury antes de su matrimonio?

─Por la época de la boda, Alta había abandonado a su padre, largándose por el mundo a divertirse sin acordarse poco ni mucho de aquél; pero en cuanto se casó él con Carlota y ésta empezó a formarle un hogar, Alta volvió corriendo y se puso a desempeñar el papel de hija cariñosa. Poco a poco ha ido envenenando a su padre contra la señora Ashbury. Carlota es muy sensitiva y…

─¿A qué decirme a mí todo eso?

─Me pareció que debía usted saberlo.

─¿Cree usted que me ayudará a entrenar mejor a Enrique Ashbury?

─Quizá.

─¿Qué es lo que esperaba usted que hiciera yo exactamente?

─Usted y Alta se hallan bastante bien.

─¿Y qué?

─¿Ha hablado usted con Ashbury?

─Sí.

─¿Sigue sin comprender adónde quiero ir a parar?

─Sí.

Me miró fijamente.

─Bien ─dijo─, si quiere que le diga las cosas claras… Carlota… la señora Ashbury… no tiene más que susurrarle a la policía lo que sabe y se demostraría que Alta había estado en el cuarto de Jed Ringold anoche a la hora del asesinato.

Enarqué las cejas.

─Bueno ─se apresuró a rectificar Carter─, un poco antes de la hora del asesinato. ¿No se le ha ocurrido pensar que la descripción de la mujer que subió a visitar a Ringold corresponde con la de Alta, y que no haría falta esforzarse mucho ni ser un gran detective para dejar demostrado que el coche de Alta se hallaba en un parque de estacionamiento, a un par de manzanas del hotel, y que podría citarse a un testigo que declarará haber visto a Alta dirigirse a buena marcha a su coche, procedente de la manzana en que está el hotel, aproximadamente a la hora en que se cometió el crimen?

─¿Qué quiere usted que haga yo? ─le pregunté.

─La próxima vez que Alta se ponga a hablar de su madrastra, podría explicarle que la señora Ashbury puede, si quiere, meterla en un lío de mil demonios, y que si no lo hace es porque es una buena persona y por lealtad al hombre con quien se ha casado.

─Parece usted dar por sentado que Alta va a discutir conmigo lo que opina de su madrastra.

─Precisamente ─contestó.

Y dio media vuelta, dirigiéndose rápidamente hacia la puerta.

─Un momento ─dije yo─ si Alta salió del hotel antes de que fuera cometido el asesinato, me parece a mí que no tiene por qué asustarse.

Él se detuvo con la mano en la puerta.

─Se la vio en la calle ─dijo─ inmediatamente después de haber sido cometido el asesinato.

Me quedé con la mirada fija en la puerta después de cerrarse tras él. Evidentemente, Carter no sabía exactamente cuándo se había cometido el asesinato, no se había fijado en la hora exacta en que había visto a Alta o, de lo contrario, estaba dispuesto a adornar un poco su relato para proporcionarle a la señora Ashbury un triunfo. Fuera como fuese, era inútil molestarse por él. En cualquier momento en que se le ocurriera a la Policía relacionar a Alta con el asunto no tenían que molestarse mucho en buscar. El conserje del hotel, la muchacha del puesto de tabaco, el encargado del parque de estacionamiento, el «botones» que hacía funcionar el ascensor… ¡Oh! ¡Lo que sobraba eran testigos! Lo bonito del caso era que todos estos testigos tendrían que jurar que Alta había salido del hotel antes de que fueran hechos los disparos; pero la señora Ashbury creía tener la mano llena de cartas fuertes, no veía yo motivo para no dejar que lo siguiera creyendo hasta que viera cómo tenía la intención de jugarlas.

Cogí el sombrero y el gabán, esperé una ocasión para salir cuando Alta no me viera y decidí ir a echar una mirada a las casas de juego de la Corporación Recreativa Atlee.

Tenían dos restaurantes muy elegantes, abajo, y no me costó gran trabajo subir al piso. Las salas estaban bien equipadas, aunque eran pequeñas. Nadie pareció dedicarme excesiva atención. Jugué en pequeña escala y quedé más o menos en paz con la ruleta. Había poca gente. Intenté inventar una excusa para ver al gerente, pero parecía como si no hubiera más remedio que el de armar un escándalo para conseguirlo.

En el preciso instante en que salía yo de la sala, entró una rubia del brazo de un hombre vestido de etiqueta, que hacía cara de tener dinero.

No era aquélla la primera vez que veía aquel cabello. Era Esther Clarde, la dependienta del estanco del hotel en que había muerto Ringold.

Empecé a darme de puntapiés mentalmente. Era una casualidad, claro está; pero una casualidad que debiera haber previsto. Si había sabido lo bastante para responder a mis preguntas acerca de la Corporación Recreativa Atlee allá en el hotel, sabía lo suficiente para ganarse una comisión haciendo de gancho. Había colocado yo una trampa, la había cebado y luego me había metido yo mismo en ella.

Me miró vi que sus ojos adquirían una mirada dura. Dijo serenamente:

─¡Ah, hola! ¿Cómo anda la suerte? ¿Bien?

─No muy bien.

Ella le sonrió a su compañero y le dijo:

─Arturo, quiero presentarte al señor Smith. Señor Smith, éste es Arturo Parker.

Nos estrechamos la mano y le dije que tenía mucho gusto en conocerle.

─¿Se disponía usted a marcharse, señor Smith?

─Sí que pensaba hacerlo.

─Bueno, pues no va a marcharse usted precisamente cuando entro yo. Acostumbra usted traerme suerte y, no sé por qué, pero tengo el presentimiento de que va usted a traerme mucha esta noche.

Pensé que podría complicar la situación dándole celos a Parker. Le miré y dije:

─El señor Parker parece una magnífica mascota.

Ella respondió:

─Él no es mi mascota. Mi mascota es usted. Venga con nosotros a las mesas.

─Francamente, estoy un poco cansado y…

Me miró fijamente. La luz dio de lleno sobre su cabello y éste pareció más que nunca el cabo de cuerda de ahorcar que había visto yo años antes.

─No pienso dejarle escapar a usted ─atajó, riendo, con los pintados labios─, aunque para ello tenga que llamar a los guardias.

No había ni asomo de risa en sus ojos.

Sonreí y repuse:

─Bueno, después de todo, eso es cosa del señor Parker. Nunca me ha gustado estorbar.

─¡Ah! ─terció Parker, como si eso lo explicara todo. Y se puso a sonreír inmediatamente─. Haga el favor de acompañarnos, Smith, y darnos suerte.

Me acerqué a la mesa de ruleta con ella.

Empezó a jugar con dólares de plata y los perdió. Parker no parecía dispuesto a darle dinero para que jugara. Cuando hubo perdido todo su dinero, hizo un mohín de disgusto, y por fin Parker le proporcionó cinco dólares en fichas de veinticinco centavos.

Cuando él se hubo apartado un poco hacia el extremo de la mesa, ella se volvió de pronto y me clavó la mirada.

─Deme doscientos dólares por debajo de la mesa ─ordenó.

La miré como si no la hubiese oído.

─Vamos, vamos ─prosiguió ella rápidamente en voz baja─. No se haga el tonto y no me dé largas. Sacúdase el dinero, o si no…

Bostecé.

Fue tal el desencanto de la muchacha que casi hubiera llorado. Tiró las fichas sobre la mesa y las perdió. Cuando se quedó sin ellas, le metí un dólar en la mano.

─Éste es el único donativo que pienso hacerte, hija mía ─dije─, y te traerá suerte. Juégalo al doble cero.

Se lo jugó al doble cero y ganó.

─Deja la postura y lo que has ganado en el mismo sitio.

─Estás loco.

Yo me encogí de hombros y ella retiró todos menos cinco dólares de sus ganancias.

Jamás sabré por qué dije eso del doble cero. Pisaba terreno peligroso. Fue una corazonada, una de esas cosas que tiene a veces un hombre en momentos de crisis, cuando parece adquirir facultades de clarividente. Estaba completamente seguro de que iba a salir el doble cero otra vez. No me pregunten como lo sabía. Lo sabía: he ahí todo.

La bola corrió alrededor de la ruleta y fue a caer en uno de los compartimentos.

Oí a Esther Clarde soltar una exclamación miré a ver dónde había caído la bola.

Era el siete.

─¿Lo ves? ─dijo ella─. Me has hecho perder.

Reí.

─Aún juegas con dinero de la banca.

─Tal vez se repita el siete ─murmuró.

Y se jugó dos dólares a él. Se repitió. Después de eso dejé de sentirme afortunado y no me acordé ya más. Esther aumentó sus ganancias hasta quinientos dólares y luego cambió las fichas.

Había una morena rondando por las mesas, una muchacha esbelta, de hombros desnudos y ojos tan llenos de romanticismo como una noche cálida oscura en una playa tropical. Ella y la rubia se conocían y, después de haber Esther convertido las fichas en dinero, las vi hacerse señales. Más tarde se pusieron a cuchichear.

A continuación, la morena se lanzó a la conquista de Arturo Parker, ¡y cómo se lanzó! Pidió que la aconsejara, rozándole los labios con el hombro desnudo al inclinarse por delante de él para colocar una postura al otro extremo de la mesa, y alzó la vista, mirándole con una sonrisa.

Eché una mirada a la cara de Parker y comprendí que me había quedado amo de la rubia.

─Bueno ─le dije a Esther Clarde─; tú ganas. ¿Dónde vamos?

─Saldré yo primero al guardarropa ─dijo─. Te esperaré. No intentes nada raro. Por si te interesa saberlo, te advierto que no hay más que una puerta de salida.

─¿Por qué crees que iba a querer dar esquinazo a una chica tan guapa como tú?

Ella se echó a reír, y después de un momento dijo con dulzura:

─Eso, ¿por qué habías de querer hacerlo?

Me quedé el rato suficiente para hacer unas cuantas jugadas a la ruleta. No podía quitarme de la cabeza el doble cero ni dejar de jugar a él. No salió ni por asomo. Parker estaba enfrascado con la morena. Una vez tuvo un sobresalto, como de remordimiento, y miró a su alrededor. Le oí a la morena decir algo en la sala de descanso y vi cómo le echaba un brazo al cuello y le susurraba algo al oído.

Él se echó a reír.

Salí al guardarropa. Esther Clarde aguardaba.

─¿Tienes coche ─me preguntó─, o tenemos que coger taxi?

─Taxi ─contesté.

─Bueno, vamos.

─¿A alguna parte en particular?

─Me parece que iré a tu piso.

─Yo prefiero ir al tuyo.

Me miró un instante y luego se encogió de hombros.

─¿Por qué no?─ murmuró.

─Tu amigo el señor Parker no se presentará, ¿verdad?

─Mi amigo el señor Parker ─contestó ella con aspereza─, está comprometido ya para toda la noche, gracias.

Dio las señas de su casa al conductor del taxi. Tardamos cosa de diez minutos en llegar allí. Era su piso, en efecto. Su nombre figuraba en una plaquita por encima del timbre. Abrió con su llavín y subimos… Bueno, después de todo, como decía ella, ¿por qué no? Yo sabía dónde trabajaba. Los periódicos habían publicado su fotografía y una entrevista en la que describía al hombre que le había hecho preguntas acerca de Ringold. No tenía nada que temer de mí.

Y yo estaba metido en el lío hasta la coronilla.

No era mal piso. Una mirada me bastó para comprender que no lo sostenían los beneficios que obtenía en un puesto de tabaco instalado en un hotel de segunda categoría.

Se quitó el abrigo, me dijo que me sentara, sacó cigarrillos, me preguntó si quería whisky escocés y se sentó en el sofá a mi lado. Encendimos cigarrillos y ella se movió para acurrucarse contra mí. Pude ver el destello de luz en su cuello y en sus hombros y la mirada seductora de sus ojos azules; y el cabello que era como cáñamo me rozó la mejilla.

─Tú y yo ─dijo─ vamos a ser muy buenos amigos.

─¿Sí?

─Sí; porque la muchacha que subió ayer a ver a Jed Ringold, la muchacha a quien tú seguías, era Alta Ashbury.

Y luego se acurrucó contra mí, muy afectuosa.

─¿Quién ─pregunté con la cara sin expresión─ es Alta Ashbury?

─La mujer a quien seguías.

Moví negativamente la cabeza y dije:

─Yo buscaba a Ringold.

Se volvió de forma que pudiera seguir mirándome a la cara. Luego dijo lentamente:

─Bueno; hasta cierto punto da lo mismo. Es algo que no puedo usar yo… directamente. Prefiero trabajar contigo a hacerlo con ninguna otra persona que conozco… ─y agregó, con una risita─: Porque a ti puedo hacerte andar derecho.

─Eso no es decirme quién es Alta Ashbury. ¿Era su mujer?

Vi que la rubia estaba reflexionando, intentando decidir cuánto decirme y cuánto callar.

─¿Lo era? ─insistí.

Ensayó ella una contraofensiva.

─¿Qué querías tú de Ringold?

─Quería verle por cuestión de negocios.

─¿Qué negocios?

─Alguien me había dicho que con él podría informarme acerca de cómo burlar la ley sobre venta de acciones y obligaciones. Me dedico a organizar empresas. Tenía una empresa que quería organizar.

─Conque, ¿entraste a verle?

─¡Oh, no! Tomé la habitación de al lado.

─¿E hiciste un agujero en la puerta?

─Sí.

─¿Y miraste y escuchaste?

─Sí.

─¿Qué viste?

Moví negativamente la cabeza.

Se enfureció entonces.

─Escucha ─dijo─; o eres el idiota más grande que he conocido o el hombre más templado. ¿Cómo sabías que no podía llamar a la policía cuando no me quisiste dar los doscientos dólares por debajo de la mesa?

─No lo sabía.

─Más vale que te lleves bien conmigo. ¿Sabes tú lo que ocurriría si descolgase el teléfono y llamase a la policía? Por el amor de Dios, baja de las nubes y ten sentido común.

Intenté hacer una anilla de humo con la boca.

Ella se puso en pie y echó a andar hacia el teléfono. Tenía comprimidos los labios y echaba chis as por los ojos.

─¡Anda y llámala, anda…! Estaba a punto de llamarla yo.

─Sí, y yo me lo creo.

─Claro que iba a hacerlo. ¿No te das cuenta del drama?

─¿Qué quieres decir?

─Yo estaba sentado en el cuarto contiguo con el ojo pegado al agujero de la puerta. El asesino había abierto la puerta con una ganzúa cosa de media hora antes de que entrara yo. Había arrancado la moldura, arreglado la cerradura, vuelto al cuarto, y colocada la moldura en su sitio, aguardó un momento propicio, abrió la puerta otra vez, entró en la especie de nicho aquél, y en el cuarto de abajo después.

─Eso es lo que dices tú.

─Olvidas una cosa, hermana.

─¿Cuál?

─Yo vi al asesino. Soy el único que lo vio. Yo sé quién fue… Ringold habló con la muchacha. Le dio unos papeles. Ella le dio un cheque. Se lo metió en el bolsillo de la derecha. Cuando se hubo marchado ella, fue él hacia el cuarto de baño. Yo no sabía que esa otra persona estaba en el cuarto de baño, pero había descubierto que la puerta que comunicaba con el otro cuarto estaba abierta por mi lado y la volví a cerrar cuando hice el agujero. El asesino sabía que Ringold iba a entrar en el cuarto de baño e intentó volver al cuatrocientos veintiuno. La puerta estaba cerrada. Yo estaba allí. La persona que se hallaba al otro lado de la puerta estaba acorralada.

─¿Qué hiciste tú? ─preguntó ella, atreviéndose a respirar.

─Fui un imbécil. Debí de llamar por teléfono al vestíbulo y decirles que obstruyeran la salida y avisaran a la policía. Pero estaba un poco nervioso. No se me ocurrió pensar en eso. Descorrí el cerrojo de la puerta de comunicación y la abrí. Seguí al asesino hasta el pasillo. Me quedé parado en la puerta y miré de un lado para otro. Luego tomé el ascensor y bajé en él al segundo piso. Cuando dieron la alarma, salí.

─¡Linda historia! ─dijo ella. Y después de unos momentos de reflexión, agregó─: ¡Sí que es una linda historia, de veras…! Pero no conseguirás que la crea la policía.

Le sonreí con aire protector.

─Olvidas, hija mía ─dije─, que yo vi al asesino.

Sufrió una reacción tan rápida como si le hubieran soltado una descarga eléctrica.

─¿Quién fue? ─preguntó.

Me reí de ella e hice otra anilla de humo. O lo intenté, por lo menos.

La muchacha cruzó el cuarto y se sentó. Se cruzó de piernas y se sujetó la rodilla izquierda con las manos entrelazadas. No acababa de entender la cosa y no sabía qué hacer. Me miraba a mi primero, y luego se miraba la punta del pie. La falda de su vestido de noche le estorbaba. Empezó a subírselo; luego se levantó, entró en la alcoba y se lo quitó del todo. No cerró la puerta. Al cabo de un par de minutos volvió a salir con una chaqueta de terciopelo. Volvió a acercarse y a sentarse a mi lado.

─Bueno ─dijo─, no veo yo que eso cambie gran cosa la situación. Necesito a alguien que se encargue del asunto Ashbury. Tú haces cara de buena persona. No sé qué tienes que me haces tener confianza en ti. ¿Quién eres en realidad? ¿Cómo te llamas?

Sacudí la cabeza negativamente.

─Escucha, amigo: tú no saldrás de aquí hasta que me hayas dicho tu nombre. Y quiero decir tu nombre. Voy a ver tu licencia de automóvil, tu tarjeta de identidad, tomarte las huellas dactilares… o voy a ir a tu casa, averiguar dónde vives y lo que haya que saber de ti. Conque baja de las nubes.

Señalé la puerta.

─Cuando haya acabado aquí ─dije─, voy a salir por esa puerta. ¿Y qué será de tu magnífico plan para desplumar a Alta Óshbury?

─Ashbury ─rectificó ella.

─Bueno, como más te guste.

─¿Cuál es tu verdadero nombre?

─Juan Smith.

─Eres un embustero.

Me eché a reír.

Recurrió a la persuasión.

─Está bien, Juan.

Se volvió, encogió las piernas y resbaló por encima de mis rodillas de forma que quedó echada apoyada en un codo, mirándome, fascinadora, a la cara.

─Escucha, Juan; tú tienes sentido común. Tú y yo podríamos hacer sociedad y sacar algo de todo.

No la miré a los ojos. El color de su cabellera, seguía fascinándome.

─¿Cuento contigo, sí o no?

─Si se trata de un chantaje, no cuentes conmigo; no me especializo en eso.

─¡Cuentos! Voy a darte detalles. Luego tú y yo vamos a ganar dinero.

─¿Qué es lo que tienes contra Alta Ashbury, exactamente?

Cuando abrió la boca, se la tapé yo de pronto con una mano y le dije:

─No; no me lo digas. No quiero saberlo.

Se me quedó mirando.

─¿Qué bicho te ha picado?

─Ya estoy del otro lado.

─¿Qué quieres decir?

─Escucha, preciosa; no puedo hacerlo. No soy tan canalla que haga todo eso. A mí no me engañas ni pizca. Tú estabas metida en todo el asunto. Jed Ringold le sacaba los cheques a Alta Ashbury. Te los entregaba a ti para que los llevaras a la Corporación Recreativa Atlee. Les dabas algo a los muchachos de la Corporación, se te pegaba un poco a los dedos, y le dabas lo demás a Ringold, que se encargaba de pasárselo a sus superiores… o inferiores, como quieras llamarlos.

»Ahora, permíteme que te diga una cosa. Estás lista, acabada. Da un paso contra Alta Ashbury, y te vas a encontrar entre rejas.

Se enderezó y me miró.

─¡Los habrá locos! ─exclamó.

─Bueno, hermanita, ya te he avisado.

─Ya lo creo que lo has hecho… ¡so primo!

Yo dije:

─Me fumaré otro de tus cigarrillos si te es igual.

Me entregó la pitillera y exclamó:

─¡Ésa sí que es buena! Te veo entrar en el hotel, la policía empieza a buscarte, me topo contigo, doy esquinazo a mi pareja, te traigo aquí, y me voy de la lengua sin descubrir quién rayos eres, ni una palabra del asunto… Supongo que eres un detective que trabaja para Alta Ashbury… No; es más probable que te contratara el viejo.

Encendí un cigarrillo.

─Pero ¿por qué hacer el primo de esa manera? ─prosiguió─. ¿Por qué no me dejaste seguir y decir todo lo que quisiese, fingiendo que pensabas trabajar conmigo? ¿Por qué no me sonsacaste y me echaste luego el guante?

Le miré y repuse.

─¡Maldito si lo sé, criatura!

Y era la pura verdad.

─Aun así, podrías ser tú quien liquidara a Ringold.

─Pudiera.

─Podría meterte en un compromiso.

─¿Tú lo crees?

─Lo sé seguro.

─Ahí tienes el teléfono.

Se contrajeron sus pupilas.

─Y entonces tú me meterías en el asunto y aun demostrarías, tal vez, que mis motivos no eran tan puros como parecían… ¡Qué rayos! ¿Qué iba a adelantar yo con eso?

─¿Qué hacemos ahora? ─pregunté.

─Echarnos un buen trago. Cuando pienso en lo que podrías haber hecho conmigo si hubieras querido… No acabo de comprenderte. No eres tonto. Eres más vivo que un relámpago. Te figuraste la jugada y me diste cuerda, y cuando yo me metía de cabeza en la trampa me paraste en seco. Bien; no te acostarás sin saber una cosa más. ¿Qué quieres con el whisky? ¿Soda o agua?

─¿Tienes whisky escocés auténtico?

─Sí; un poco.

─Yo tengo una cuenta de gastos.

─Ya es algo.

─¿Conoces a algún comerciante que pueda hacer entrega a estas horas de la noche?

─Vaya que sí.

─Bueno; llámale. Dile que mande media caja de botellas de whisky escocés.

─Escucha, ¿no me estarás tomando el pelo?

Negué con la cabeza, abrí la cartera, saqué un billete de cincuenta dólares y lo tiré sobre la mesa.

─Esto es lo que mi jefe llamaría despilfarrar dinero.

Pidió ella el whisky, colgó el teléfono y dijo:

─Más vale que nos bebamos el mío mientras esperamos a que llegue ese otro.

Echó una buena cantidad en cada copa. Había soda en la nevera. Dijo:

─No me dejes emborrachar, Juan.

─¿Por qué no?

─Porque me da por llorar. Hace mucho tiempo que nadie se porta bien conmigo… Lo que más me duele es que no lo hiciste tú por mí, sino simplemente porque tú eres tú. Estás hecho así. Tienes algo que… Bésame.

La besé.

─¡Al diablo con eso! ─exclamó─. Bésame como es debido.

Un cuarto de hora más tarde subió un chico con la media caja de whisky.

Me presenté en casa de Ashbury a eso de las dos de la madrugada. Seguía sin poder olvidar el cabello de aquella muchacha. Me acordaba de la cuerda del verdugo cada vez que recordaba el brillo de la luz sobre aquellas rubias guedejas.