SONARON las sirenas a eso de las tres de la madrugada. Las oí acercarse cuando aún estaban lejos.

Empecé a levantarme y vestirme porque quería estar a mano cuando empezaran a ocurrir las cosas. Luego me acordé de mi situación en el asunto y volví a meterme en la cama.

Pero no era a Alta a quien buscaban los policías. Golpearon la puerta hasta que se levantó Ashbury. Luego resultó que querían hablar con Roberto Tindle.

Me puse el pantalón por encima del pijama; luego la chaqueta, y salí de puntillas al descansillo después de haber bajado Tindle a la biblioteca. La policía no bajó la voz. Quería saber si Roberto conocía a un tal Jed Ringold.

─Sí ─contestó Tindle─. Tenemos un vendedor de ese nombre.

─¿Dónde vivía? ¿Lo sabe usted?

─No. Lo tenemos anotado en el despacho. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

─No ha hecho nada. ¿Cuándo le vio usted por última vez?

─No le he visto desde hace tres o cuatro días.

─¿Qué hace?

─Es vendedor de acciones. Es decir, es lo que pudiéramos llamar un explorador. Busca probables compradores y nos telefonea dándonos su dirección. Luego los otros muchachos se encargan de visitarle.

─¿Qué clase de acciones?

─Mineras.

─¿Qué Compañía es?

─La Compañía de Aseguradores de Granjas con Juicio Hipotecario.

─¿Qué clase de Compañía es ésa?

─Si desea usted informes detallados ─dijo Tindle, y a mí me sonó como si estuviera diciendo algo que se hubiese aprendido de memoria─, he de pedirle que se ponga en contacto con nuestro abogado Layton Crumweather, que tiene sus oficinas en Fidelity Building.

─¿Y por qué no puede usted responder a mi pregunta?

─Porque van ligados a ella ciertos asuntos legales y, como funcionario de la Compañía, pudiera complicar a ésta en algún litigio pendiente.

Su voz se hizo más amistosa y agregó:

─Si puede usted decirme lo que desea, podré darle más informes, pero el abogado me ha advertido que no debo hablar sin ton ni son, porque cualquier cosa que yo diga es como si la dijera la Compañía y pudiera hacérsela a ella responsable de mis palabras. Y, como hay la mar de tecnicismos legales que…

─Olvide eso ─atajó el policía─, Ringold murió asesinado. ¿Sabe usted algo del asunto?

─¡Asesinado!

─Eso mismo.

─¡Santo Dios! ¿Quién le mató?

─No lo sabemos.

─¿Cuándo le mataron?

─A eso de las once de la noche aproximadamente.

Roberto dijo:

─Es un golpe terrible para mí. No conocía íntimamente a ese hombre, pero era un asociado en negocios. Parker Stold y yo estuvimos hablando de él… allá por la hora en que le mataron debía ser.

─¿Quién es Parker Stold?

─Uno de mis asociados.

─¿Dónde estaban ustedes cuando celebraban esa conversación?

─En nuestro despacho. Stold y yo estábamos allí charlando y haciendo planes de venta.

─Bien. ¿Qué enemigos tenía ese hombre?

─Le aseguro que sé muy poco de él. Mi trabajo se relaciona más que nada con cuestiones de política de la Compañía. Es el señor Bernardo Carter quien se encarga del personal.

Le hicieron unas cuantas preguntas más y luego se fueron. Vi que Alta salía de puntillas de su cuarto. La metí dentro otra vez de un empujón.

─No se preocupe ─le dije─. Vuélvase a dormir. Venían a ver a Roberto.

─¿Acerca de qué?

─Parece ser que Ringold era empleado de Roberto.

Me pareció que había llegado el momento de hablar claro. Dije:

─Alguien mató a Ringold.

Se me quedó mirando sin hablar, sin expresión, casi sin aliento. Se había quitado el carmín y el colorete y vi que le palidecían los labios.

─¡Usted! ─exclamó─. ¡Santo Dios, Donald no es posible! Usted no…

Moví negativamente la cabeza.

─Tiene que haber sido usted. De lo contrario, no hubiera podido apoderarse de ese…

Vino andando hacia mí como si fuera una sonámbula. Sus dedos me tocaron el dorso de la mano. Estaban helados.

─¿Qué creía usted que era ese hombre para mí? ─preguntó.

─No me paré a pensar.

─Pero ¿por qué… por qué hizo…?

─Escuche, niña, he procurado que su nombre no figure en el asunto, ¿comprende? ¿Qué hubiera sido de usted si no me hubiera encontrado?

Vi que estaba reflexionando acerca de eso.

─Vuelva a la cama ─le dije─. No; aguarde un momento. Baje. Pregunte que ha ocurrido y a qué obedece todo el barullo. Se lo dirán. Están bastante aturdidos ahora. No se fijarán en su expresión, en lo que diga usted ni en lo que haga. Mañana estarán más alerta… ¿Sabe alguien que usted le conocía?

─No.

─¿Sabía alguien que le iba usted a ver?

─No.

─Si se lo preguntan, esquive la pregunta. ¿Comprende? No mienta… por lo menos aún.

─Pero ¿cómo puedo esquivarla si me la hacen?

─Póngase a hacer preguntas sin parar. Ésa es la mejor manera de no tener que contestarlas. Pregúntele a su hermanastro por qué le han venido a visitar a él a estas horas de la madrugada. Pregúntele a cualquiera cualquier cosa; pero no meta usted la cabeza en la ratonera. ¿Me ha comprendido?

Ella movió afirmativamente la cabeza.

La empujé hacia la escalera.

─Baje y que nadie se entere de que me ha visto usted. Yo me vuelvo a la cama.

Volví a la cama, pero no pude dormir. Oí hablar a gente en la planta baja, pasos en la escalera, voces en el pasillo. Alguien bajó por el corredor hasta la puerta de mi cuarto y se detuvo allí escuchando. Había la luz justa para que distinguiera yo la puerta. Aguardé a que se abriera cuanto antes.

No se abrió.

Después de un rato, amaneció. Entonces por primera vez me entró sueño. Me entraron ganas de relajar todos los músculos. Había tenido los pies fríos desde que saliera al corredor. Ahora se me pusieron calientes y me sentí invadido de un profundo sopor.

El mayordomo llamó a mi puerta. Era hora de que bajara a darle a Enrique C. Ashbury su clase de gimnasia.

Abajo, en el gimnasio, Ashbury ni siquiera se quitó el albornoz.

─¿Oyó usted el jaleo anoche? ─preguntó.

─¿Qué jaleo?

─Uno de los hombres que trabajaba para la Compañía de Roberto murió.

─¿Murió?

─Sí.

─¿Un accidente automovilístico o qué?

─O qué ─contestó él. Y después de un instante, agregó─: Tres disparos con un revólver del treinta y ocho.

Le miré con fijeza.

─¿Dónde estaba Roberto? ─le pregunté.

Sostuvo mi mirada. No contestó a mi pregunta. En lugar de eso, inquirió:

─¿Dónde estaba usted?

─Trabajando.

─¿En qué?

─En mi trabajo.

Sacó un puro del bolsillo de su albornoz, arrancó la punta de un mordisco, lo encendió y se puso a fumar.

─¿Está usted llegando a alguna parte?

─No lo sé.

─¿Qué cree usted?

─Creo que estoy haciendo progresos.

─¿Ha averiguado quién la ha estado haciendo víctima de un chantaje?

─No estoy muy seguro de que la estén haciendo víctima de un chantaje.

─No anda tirando cheques por ahí como si fueran «confeti» nada más que porque sí.

─No.

─Quiero que ponga usted fin a eso.

─Creo poder hacerlo.

─¿Cree que existe probabilidad de que haga algún otro pago?

─No lo sé.

─Mucho tarda usted en hacer progresos. No olvide que pago por resultados.

Aguardé a que el silencio hubiera servido de puntuación. Luego dije:

─Berta Cool se encarga de toda la parte comercial.

Se echó a reír entonces.

─Una cosa diré por usted, Donald. Es usted un renacuajo; pero jamás he visto a un grandullón que tuviera más reaños… Subamos a vestirnos.

No dijo nada acerca de sus motivos para preguntarme dónde había estado y qué progresos estaba haciendo. Yo no le pedí explicaciones. Subí a tomar un baño y luego bajé a desayunar.

La señora Ashbury estaba disgustadísima. No hacían más que entrar y salir doncellas de su cuarto, corriendo. Había sido avisado el médico. Ashbury explicó que había pasado una mala noche. Roberto Tindle parecía como si le hubieran pasado por entre dos rodillos. Ashbury no dijo gran cosa. Le estudié disimuladamente y llegué a la conclusión de que los hombres que tienen dinero en este mundo y saben conservarlo son los hombres que saben dar y que ponen buena cara cuando les toca recibir.

Después del desayuno Ashbury se fue a su oficina como si no hubiera pasado nada. Tindle se fue con él. Aguardé a que hubieran desaparecido.

Luego llamé a un taxi y dije quería ir al Fidelity Building.

C. Layton Crumweather tenía el despacho en el piso veintinueve. Una secretaria intentó averiguar algo de mí y del objeto de mi visita. Le dije que tenía una cantidad que quería pagarle a señor Crumweather. Eso me abrió la puerta.

Crumweather era un individuo delgado; de cara huesuda, nariz estrecha y en declive, por la que los anteojos no hacían más que resbalarle. Tenía muchos huesos y poca carne. Parecía como si le hubieran hundido las mejillas y ello hacía resaltar más la enorme grieta que tenía por boca.

─¿Cómo se llama usted?

─Lam.

─¿Dijo que tenía una cantidad que pagarme?

─Sí.

─¿Dónde está?

─No la tengo aún.

Dos surcos profundos aparecieron en su frente, haciendo resaltar la longitud de su nariz.

─¿Quién ha de pagarla? ─preguntó.

─Primos ─contesté.

La secretaria había dejado la puerta entornada nada más. Crumweather me examinó de pies a cabeza con unos ojuelos negros que parecían anormalmente pequeños en relación con el tamaño de su cara. Luego se levantó, cruzó el despacho, cerró cuidadosamente la puerta, volvió a su sitio y se sentó.

─Cuénteme.

─Soy organizador de empresas.

─No lo parece.

─Ahí está mi mérito.

Rió y vi que sus dientes eran largos y amarillentos. Parecía haberle gustado mi contestación.

─Continúe ─dijo.

─Una Compañía de petróleos ─ le dije.

─¿En qué consiste?

─Hay una parcela petrolífera muy buena.

Movió él afirmativamente la cabeza.

─No tengo el título de propiedad… aún.

─¿Cómo piensa conseguirlo?

─Con el dinero que me paguen por las acciones.

Me echó una mirada y dijo:

─¿No sabe usted que no puede vender acciones ni obligaciones en este Estado a menos que consiga permiso del comisario de Corporaciones?

Yo contesté:

─¿Por qué cree que me tomado la molestia de venir aquí?

Volvió a reírse y se meció en el chirriante sillón giratorio que ocupaba.

─Es usted un as, Lam ─dijo─. De verás que sí.

─Llámeme usted comodín ─propuse.

─¿Es usted amigo de las bromas?

─No. Por regla general son un poco salvajes.

Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa. Entrelazó los largos y huesudos dedos y los hizo restallar. Lo hizo mecánicamente, como si ello constituyera costumbre en él.

─¿Qué es lo que quiere usted exactamente?

─Quiero burlar la ley y vender acciones sin el visto bueno del comisario de Corporaciones.

─Eso es imposible. Esa ley no tiene ningún agujero por donde escaparse.

─Usted es el abogado de la Compañía de Aseguradores de Granjas con Juicio Hipotecario.

Me miró como si estuviera estudiando a algún microbio a través del microscopio.

─Continúe.

─Nada más.

Separó las manos y tabaleó sobre la mesa.

─¿Qué plan de operación tiene?

─Voy a poner unos cuantos vendedores buenos a trabajar. Voy a despertar el interés del público en las posibilidades petrolíferas de este terreno.

─¿No es propiedad de usted?

─No.

─Aún cuando yo pudiera burlar la ley y conseguirle la oportunidad de vender acciones, no podría impedir que le metiesen en la cárcel por obtener dinero con falsas representaciones.

─Yo me cuidaré de este extremo.

─¿Cómo?

─Ése es mi secreto. Quiero que burle usted la ley para que tenga yo algo que dar cuando me presente a recaudar el dinero. Eso es cuanto necesita usted hacer.

─Tendría que ser usted propietario del terreno.

─Tendré arrendados los derechos petrolíferos.

Volvió a reírse.

─La verdad ─dijo─, no tengo por costumbre intervenir en asuntos de esa índole.

─Ya lo sé.

─¿Cuándo querría usted iniciar las operaciones?

─Antes de treinta días.

El abogado dejó caer la máscara. Su mirada se tornó dura y avariciosa.

Dijo:

─Mis honorarios son el diez por ciento de los ingresos.

Reflexioné unos instantes.

─Siete y medio ─ofrecí.

─No me haga reír. He dicho diez.

─Bueno.

─¿Cuál es su nombre de pila?

─Donald.

Oprimió un botón instalado en un lado de la mesa. A los pocos momentos entró la secretaria. Llevaba un cuaderno de notas en la mano. Él dijo:

─Tome una carta, señorita Sykes, para el señor Donald Lam. «Muy señor mío: Refiriéndome al deseo expresado por usted de reorganizar una corporación que ha perdido sus derechos, es necesario que me proporcione detalles más completos en lo que se refiere al nombre de la corporación y a los fines que persigue al desear resucitarla. Mis honorarios en este asunto serán de cincuenta dólares, aparte de los gastos que sean necesarios». Nada más, señorita Sykes.

La muchacha se levantó sin decir palabra y salió del despacho.

Cuando se hubo cerrado la puerta tras ella, Crumweather dijo:

─Supongo que ya sabe usted cómo se hace eso.

─¿De la misma manera que hizo usted para la Compañía de Aseguradores de Granjas con juicio Hipotecario?

─No hablemos de mis otros clientes.

─Bueno. ¿Y de qué quiere usted hablar?

─Usted tiene que correr todos los riesgos. Escribiré cartas confirmando todas las conversaciones que tenga con usted. Le daré cartas para que las firme. Tengo una lista de ciertas Compañías antiguas que perdieron la patente por no pagar sus impuestos. He repasado cuidadosamente todas estas antiguas Compañías. Como es natural, a usted le interesa una que no haya hecho negocios, contra la que no haya ninguna obligación pendiente y en la que la totalidad de las acciones o por lo menos gran parte de ellas hayan sido emitidas.

─¿Qué tiene que ver eso con el asunto?

─¿No comprende? La ley prohíbe que una Compañía emita acciones y obligaciones hasta haber obtenido permiso del comisario de Corporaciones. Una vez hayan sido éstas emitidas, sin embargo, se convierten en propiedad privada como cualquier otra cosa que posea un hombre.

─¿Bien?

─Y el Estado cobra impuestos a las corporaciones. Cuando no pagan los impuestos, el Estado se incauta de su patente y ya no pueden negociar más hasta haber pagado los impuestos y multas atrasadas.

─Muy ingenioso ─comenté.

Él sonrió.

─Como comprenderá usted ─dijo─, esas corporaciones no son más que los cascarones muertos de negocios pasados. Nosotros pagamos la licencia y los impuestos y resucitamos la Compañía. Compramos todas las acciones obligaciones que hayan sido emitidas… Nunca hay que pagar más de medio centavo o un centavo por acción… Claro está que no hay más que unas cuantas corporaciones que reúnan las condiciones que a nosotros nos interesan. He hecho todas las investigaciones preliminares. Conozco las corporaciones. Ninguna otra persona las conoce.

─Entonces, ¿por qué dice usted en su carta que yo he de darle el nombre de la corporación?

─Para no ensuciarme yo las manos. Usted me escribirá una carta dándome el nombre de la corporación. Yo me limitaré a obrar como abogado suyo, siguiendo sus instrucciones… Tenga usted entendido, señor Lam, que pienso salvar mi responsabilidad… en todo momento.

─¿Cuándo piensa darme el nombre de la corporación?

─Cuando me haya pagado mil dólares.

─Su carta dice cincuenta.

─Sí que lo dice, ¿verdad…? Y suena muchísimo mejor así. El recibo que yo le daré será de cincuenta dólares. Y usted jovencito me pagará mil.

─¿Y después de eso?

─Después de eso, me pagará usted el diez por ciento de los ingresos.

─¿Cómo podrá usted tener la seguridad de que se los pagaré?

─No se precipite ─dijo él─, de eso me encargo yo, téngalo por seguro.

La secretaria entró con la carta. Layton se empujó los anteojos nariz arriba con la yema del dedo índice y sus brillantes ojuelos leyeron cuidadosamente la carta. Sacó una pluma estilográfica, firmó la carta y se la entregó a su secretaria.

─Désela al señor Lam ─dijo─. ¿Tiene usted mis honorarios a mano, señor Lam?

─En este preciso momento, no… No la cantidad que usted ha mencionado.

─¿Cuándo la tendrá?

─Dentro de un día o dos, probablemente.

─Pase por aquí cuando quiera. Tendré mucho gusto en verle.

Se puso en pie y me asió la mano con sus largos y fríos dedos.

─Creí ─dijo─ que conocía usted el procedimiento en estos casos… Parecía conocerlo cuando entró en este despacho.

─Lo conocía ─le contesté─; pero nunca me ha gustado enseñarle leyes a un abogado. Prefiero que él sea quien me las enseñe a mí.

Movió afirmativamente la cabeza y sonrió.

─Es usted un joven muy inteligente, señor Lam. Ahora, señorita Sykes, si quiere traerme la carpeta del asunto Helman, le dictaré una contestación y una queja. Cuando venga el señor Lam a pagar los honorarios, le recibiré personalmente y le daré el recibo. Buenos días, señor Lam.

─Adiós ─contesté.

Y salí.

La secretaria aguardó a que hubiese salido yo antes de ir en busca de la carpeta del asunto Helman.

Me dirigí a las oficinas de la agencia. Berta Cool estaba allí. La secretaria Elsie Brand escribía a máquina, sentada ante una mesa.

─¿Hay alguien con la jefa? ─pregunté.

Ella movió negativamente la cabeza.

Me acerqué a la puerta marcada «Particular» y abrí.

Berta Cool metió apresuradamente un libro de contabilidad en la mesa, cerró el cajón de golpe y echó la llave.

─¿Dónde estuviste metido? ─preguntó.

─La seguí un rato, la vi entrar en un cine y volví en tu busca.

─¿Un cine?

Afirmé con la cabeza.

Los brillantes ojillos de Berta me contemplaron, pensativos.

─¿Cómo anda el trabajo? ─preguntó.

─Aún marcha.

─¿Has conseguido impedir que diga ella nada?

Asentí con la cabeza.

─¿Cómo te las has arreglado?

─Siguiéndole la corriente. Me parece que le gusta que ronde yo por los alrededores.

Berta Cool exhaló un suspiro.

─Donald, eres irresistible para las mujeres. ¿Qué les das?

─Nada.

Me echó otra mirada dijo:

─A lo mejor es verdad. Toda la competencia está intentando aparecer grande y masculina y tú te limitas a obrar como si no te interesara la cosa… A veces creo que consigues hacer que se sobrepongan nuestros instintos maternales.

─¡Basta de eso ya! Estamos hablando de negocios.

Ella rió.

─Cada vez que intentas mostrarte duro conmigo, amor, sé que andas buscando dinero.

─Y cada vez que me adulas, sé que estás intentando no dármelo.

─¿Cuánto quieres?

─Mucho.

─No lo tengo.

─Más vale que lo tengas.

─Donald, te he dicho una y mil veces que no puedes presentarte aquí y atracarme para sacar dinero para gastos. Eres descuidado, Donald. Eres extravagante. Fíjate bien que no te digo que me presentes cuentas de gastos fingidos, sino simplemente que no tienes la menor noción de lo que vale el dinero. Lo único que eres capaz de ver es lo que quieres conseguir y no los gastos que haces para salirte con la tuya.

Dije, como si me interesara muy poco la cosa:

─Es un asuntito muy bueno. Me sabría mal que lo perdieses.

─¿Ella sabe ya que eres detective?

─Sí.

─En tal caso no lo perderé.

─¿No?

─Si desempeñas bien tu papel, no.

─No puedo desempeñar bien mi papel si no tengo dinero.

─¡Santo Dios!, pero ¿de qué te has creído que está hecha esta agencia? ¿De dinero?

─La policía estuvo allá anoche… esta madrugada.

─¿La policía?

─Sí.

─¿Por qué? ¿Qué ocurrió?

─No lo sé. Estaba yo dormido durante la mayor parte del tiempo; pero parece ser que Roberto Tindle, el hijastro, tenía un empleado que se llamaba Ringold… ¿O lo has leído, ya en los periódicos?

─¿Ringold? ¿Jed Ringold? ─preguntó ella, como si quisiera tirárseme de cabeza por la garganta.

─Ése mismo.

Se me quedó mirando un buen rato; luego dijo:

─Donald, lo estás volviendo a hacer.

─A hacer… ¿qué?

─A enamorarte. Escucha, amor, el día menos pensado eso te va a costar un disgusto serio. Eres joven, inocente y susceptible. Las mujeres son astutas. No se puede fiar uno de ellas… No me refiero a todas las mujeres, sino a la clase de mujeres que intentan aprovecharse de ti.

─Nadie ha intentado aprovecharse de mí.

─Debí tener más sentido común. Me parecía demasiado improbable por entonces.

─¿El qué?

─Que una muchacha como Alta Ashbury, con la mar de dinero, hermosa y cortejada por numerosos hombres, fuera a enamorarse de ti. Ha ocurrido al revés. Eres tú el que se ha enamorado de ella y ella te está usando de tapadera… ¡Que fue al cine! ¡Qué cine ni qué niño muerto! ¡A las once de la noche!

Nada dije.

Ella tomó el periódico lo hojeó hasta encontrar la noticia.

─Asesinado a un par de manzanas de distancia de donde ella dejó el coche… Tú la seguiste… La Policía se presenta en casa a las tres de la madrugada. Ella sabe que eres detective y seguimos encargados del trabajo.

Berta Cool echó atrás la cabeza y rió, con risa dura.

─Voy a necesitar trescientos dólares ─dije.

─Pues te vas a quedar sin ellos.

Me encogí de hombros y eché a andar hacia la puerta.

─Donald, aguarda.

Me paré junto a la puerta, mirándola.

─¿No comprendes, Donald? Berta sin duda no quiere ser dura contigo, pero…

─¿Quieres ─le pregunté─ que te cuente todo lo que se relaciona con el caso?

Me miró como si no pudiera dar crédito a sus oídos y contestó:

─Claro.

─Más vale que reflexiones durante veinticuatro horas y me avises luego.

De pronto contrajo su rostro. Abrió el portamonedas, sacó una llave, abrió el cajón del dinero, abrió un departamento interior con otra llave, sacó seis billetes de cincuenta dólares y me los dio.

─No lo olvides, Donald ─dijo─, que éste es dinero para gastos. No lo derroches.

No me molesté en contestarle, sino que crucé el despacho doblando los billetes. Elsie Brand alzó la mirada de la máquina de escribir, vio el fajo y contrajo los labios en silencioso silbido; pero sus dedos no dejaron de machacar el teclado.

Marché a casa de Ashbury y leí el periódico de la mañana. Se había descubierto que Ringold era ex presidiario, ex jugador profesional y que, en el momento de su muerte, era empleado de «una Compañía poderosa». Los funcionarios de la Compañía habían expresado su sorpresa al conocer los antecedentes de ese hombre. Aun cuando se le había empleado en un cargo de poca importancia, la Compañía había tenido siempre mucho cuidado al escoger a su personal y se suponía que las referencias de Ringold serían falsificadas. Los funcionarios de la Compañía estaban investigando el asunto.

La policía estaba completamente interesada en lo que se refería al motivo del crimen y a la manera en que había sido consumado. Cosa de un cuarto de hora antes de ser cometido el asesinato, un joven de aspecto apacible y agradable personalidad había pedido un cuarto en que dormir sin ser molestado unas cuantas horas. Gualterio Markham, conserje nocturno del hotel, aseguraba que el hombre no había hecho el menor esfuerzo por conseguir que le asignaran el cuarto cuatrocientos veintiuno, aparte de mencionar que prefería un número impar. Se le había dado el cuarto número cuatrocientos veintiuno, había subido, había colgado el cartelito de «No molestar» en la puerta y, al parecer, se había puesto inmediatamente a arrancar la moldura de la puerta que comunicaba con el cuatrocientos diecinueve, el cuarto ocupado por Ringold. Una vez quitada la moldura, había podido descorrer el cerrojo de su lado y luego, con un formón echar hacia atrás el del otro lado. La puerta daba a una especie de nicho formado por una pared del cuarto cuatrocientos diecinueve y la puerta del cuarto de baño de esta misma habitación. Se suponía que Ringold, oyendo ruido junto a la puerta, había concebido sospechas y decidido investigar. Le habían hecho tres disparos y la muerte había sido instantánea. El asesino no había intentado salir por la habitación que había alquilado ni robar a su víctima. Aparentemente, se había guardado el revólver, pasado por encima del cuerpo, salido al corredor permanecido un momento junto a la puerta, como huésped a quien el ruido de los disparos hubiese interrumpido el sueño. Nadie le había visto salir del hotel.

Que el crimen había sido deliberado y premeditado lo indicaba el hecho de que, una vez metido en el cuatrocientos veintiuno, el hombre había practicado un agujero en el entrepaño de la puerta para asegurarse de la identidad de su víctima antes de abrir la puerta.

Esther Clarde, la del estanco, recordaba que un joven muy presentable había seguido a una dama misteriosa al hotel. Según ella, era un joven de unos veintisiete años de edad, de facciones bien cortadas, voz simpática y mucha personalidad. Media cosa de un metro sesenta y cinco de estatura y pesaba unos cincuenta y cinco kilos.

El conserje aseguraba, sin embargo, que era un hombre nervioso, inquieto, incapaz de mirarle a uno a la cara, demacrado y con gestos de cocainómano.

Despedí al taxi delante de la casa del señor Ashbury y entré. La señora Ashbury estaba reclinada en un diván de la biblioteca. El mayordomo me dijo que deseaba verme.

La señora me miró con ojos suplicantes.

─Señor Lam, haga el favor de no marcharse. Quiero que esté aquí para proteger a Roberto.

─¿Contra qué?

─No lo sé. Se me antoja que hay algo siniestro en todo esto. Creo que Roberto está en peligro. Soy su madre y tengo intuición de madre. Usted es un luchador con músculos de acero. Dicen que ha tenido usted encuentros con los luchadores japoneses mejores y más fuertes que los ha zarandeado como si fueran muñecos. Haga el favor de velar por Roberto.

Le dije:

─Cuente usted conmigo.

Y marché en busca de Alta.

La encontré en el solarium. Estaba en un sofá. Se movió y me hizo sitio para que me sentara a su lado. Yo dije:

─Bueno; cuénteme.

Apretó los labios y sacudió la cabeza.

─¿Qué era lo que tenía Ringold contra usted?

─Nada.

─Supongo ─dije─, que los tres cheques de diez mil dólares eran para beneficencia. Tal vez estuviera él recaudando para la Cruz Roja.

Vi cómo se le dilataban los ojos.

─¿Los tres cheques?

Asentí con un movimiento de cabeza.

─¿Cómo lo sabía usted?

─Soy detective. Es mi profesión averiguar cosas.

─Bueno ─contestó ella, con un estallido de ira─, pues averigüe por qué los pagué.

─Así lo haré ─le prometí.

E hice ademán de ponerme en pie.

Me asió de la manga y me obligó a sentarme otra vez.

─No haga eso.

─¿Qué?

─Dejarme.

─Baje de las nubes, pues.

Encogió las piernas, entrelazó las manos alrededor de las rodillas, con los tacones contra el borde del cojín.

─Donald ─dijo─, dígame lo que ha estado haciendo, cómo averiguó lo de… bueno, ya sabe.

Moví negativamente la cabeza.

─A usted no le interesa saber nada de mí.

─¿Por qué?

─Porque sería malo para su salud.

─Entonces, ¿por qué quiere usted saber cosas de mí?

─Para poder ayudarla.

─Ha hecho bastante ya.

─Aún no he empezado siquiera.

─Donald, no hay nada que pueda hacer usted.

─¿Qué tenía Ringold contra usted?

─Le he dicho que nada.

La miré con fijeza. Ella se agitó inquieta. Después de unos momentos, dije:

─No sé por qué, pero nunca creí que fuera de las que mienten… No sé por qué tenía el convencimiento de que odiaba usted a la gente embustera.

─Así es.

Guardé silencio.

─No es cuenta suya ─dijo ella, al cabo de un rato.

Yo dije:

─El día menos pensado la Policía va a empezar a hacerme preguntas. Si sé lo que no he de decir, nada sabrán por mí; pero, si no sé lo que no he de decir, pudiera meter la pata. Y entonces seguramente empezarán a interrogarla a usted.

Permaneció silenciosa durante unos segundos. Luego dijo:

─Me metí en un lío terrible.

─Cuéntemelo.

─Probablemente no será lo que usted piensa.

─En estos momentos, ni siquiera estoy pensando.

─Hice un viaje el verano pasado por los mares del Sur. Había un hombre a bordo. Me fue simpático y… Bueno, ya sabe usted lo que pasa.

─Muchas jóvenes han hecho viajes por los mares del Sur, se han encontrado la mar de hombres que les han sido muy simpáticos y, sin embargo, no han pagado treinta mil dólares después de volver a casa.

─Ese hombre estaba casado.

─¿Qué dijo su mujer?

─No la conocí jamás. Él me escribió. Sus cartas eran… eran cartas de amor.

─No sé de cuánto tiempo disponemos. Cuanto más desperdiciemos, menos nos quedará.

─No estaba enamorada de él en realidad. Fue uno de esos galanteos de viaje. Supongo que me dejé influir por la luna.

─¿Fue su primer viaje?

─Claro que no. He hecho muchos. Por eso viajan tanto las muchachas por mar. A veces se encuentra una con un hombre a quien quiere de verdad. Es decir, supongo que sucede así. Algunas lo han hecho. Se han casado y han vivido felices después.

─Pero ¿usted no?

─No.

─¿Tonteó por ahí, sin embargo?

─Verá… una intenta pasarlo lo más agradablemente posible. Se da cuenta al cabo de dos o tres días si hay alguien a bordo de quien pueda enamorarse. Generalmente se encuentra a alguno que es lo bastante atractivo para un coqueteo. Pero no es con él con quien se juega; se entretiene con el romanticismo.

─¿El hombre estaba casado?

─Sí.

─¿Y estaba separado de su esposa?

─No. Me dijo más tarde que él estaba tomándose una vacación del matrimonio mientras ella tomaba otra por su cuenta.

─¿Qué vacación era la de ella?

─Tengo mis dudas acerca de ello. Ella trabajaba en una Compañía petrolífera que tenía intereses en China. Tuvo que ir a cerrar los libros cuando liquidaron la sucursal de Shanghai.

─¿Por qué son las dudas que expresa?

─El jefe también marchó. Iban en el mismo barco. Ella estaba enamorada de él.

─Y luego, ¿qué?

─En serio, Donald, tenía él algunas cosas que no me gustaban nada. Y tenía otras muy simpáticas. Se divertía tanto… Era… la alegría.

─Regresó usted. Seguía sin saber que era un hombre casado.

─Justo.

─¿Le dijo él que era soltero?

─Sí.

─¿Qué ocurrió luego?

─Me escribió unas cartas.

─¿Las contestó usted?

─No; había averiguado ya que estaba casado.

─¿Cómo se llama?

─Se lo diré dentro de un momento.

─¿Por qué no decírmelo ahora?

─No; tendrá usted que conocer el resto de la historia primero.

─¿Era Ringold ese hombre?

─¡Santo Dios, no!

─Bueno.

─No quise contestar a sus cartas porque sabía que estaba casado; pero me gustaba recibirlas. Eran cartas de amor… Eso ya se lo he dicho…, pero estaban llenas de reminiscencias de nuestro crucero. Algunas cosas eran tan hermosas… Entramos en Tahití una noche, a altas horas… Tendría usted que verlo para darse cuenta de lo que es. Los danzarines indígenas aguardando alrededor de pequeñas hogueras… Veíamos los puntos rojizos de luz en la playa. Luego, al entrar el barco, vimos las figuras de los bailarines en torno a los fuegos. Oímos ese singular tap˗tap. Tap. Tap˗tap, ¡tap! ¡Tap˗tap!, de los tambores. Luego echaron más combustible a las hogueras. Alguien encendió reflectores en el muelle, y allí estaban los bailarines, sin nada más que faldillas de hierbas, marcando con los pies desnudos el ritmo de la danza, luego formando parejas uno de cara al otro, en una danza que se hacía más violenta por momentos. Luego, a una señal, todos empezaron una especie de baile corrido alrededor de las hogueras… Me recordaba eso… y otras cosas. Eran cartas maravillosas. Las guardé y las leía cada vez que me sentía triste. Eran tan vívidas…

Dije:

─Suenan como la clase de cartas por las que las revistas pagarían dinero; pero no veo por qué había de pagar usted treinta mil dólares por unas cartas a las que no había contestado.

─Prepárese, porque voy a darle un susto ─repuso ella.

─¿Quiere usted decir con eso que las cartas consiguieron algo de usted que él personalmente no había podido conseguir? ¿Que usted…?

Ella se puso colorada.

─¡No, no, no! ¡No sea usted estúpido!

─No se me ocurre ninguna otra cosa que pudiera valer treinta mil dólares para una joven tan independiente como usted.

─Comprenderá cuando se lo diga.

─Bueno, pues ande y dígamelo.

─El nombre del hombre era…

Se interrumpió.

─¿Qué tiene que ver su nombre con el asunto? ─pregunté.

Respiró profundamente y dijo a borbotones:

─Hampton G. Lasster.

─¡Qué nombre más raro para volverse romántica! Parece usted creer que debiera significar algo. ¿Qué es? ¿Un…?

De repente me asaltó una idea con la misma fuerza de un mazazo. Me detuve sin acabar la frase y la miré, boquiabierto, Leí en sus ojos que no me equivocaba en absoluto.

─¡Santo Dios! ─exclamé─. ¡Es el hombre que asesinó a su mujer!

Ella movió afirmativamente la cabeza.

─¿No hubo juicio?

─Aún no. Nada más que una vista preliminar. Se aplazó el juicio.

La así de los hombros y la obligué a volverse para poder verle bien los ojos.

─¿No habrá tenido usted un asunto amoroso con ese hombre?

Ella negó con la cabeza.

─¿Le vio él a usted después de su regreso?

─No.

─¿Y usted no le escribió nunca?

─No.

─¿Qué fue de sus cartas?

─Ésas eran las que estaba comprando.

─¿Cómo llegaron a manos de Ringold?

─Unos detectives del despacho del Fiscal que se las daban de listos pensaron que lo que necesitaban para que el caso del fiscal contra Lasster fuera perfecto era un motivo… un motivo que influyera en el jurado contra Lasster. Investigaron la vida de Lasster hasta donde pudieron. No podía explicar lo que había hecho de su tiempo durante un período de ocho semanas, en verano, mientras se hallaba ausente su esposa. Los detectives no conseguían averiguar dónde había estado.

»Luego, al registrar el cobertizo, encontraron un baúl viejo que tenía una etiqueta del barco. Siguieron esa pista y se enteraron del viaje a los mares del Sur. Consiguieron una lista de los pasajeros y se fueron entrevistando con ellos, uno por uno. Claro, fue cosa fácil después de eso. Descubrieron que Lasster había demostrado mucho interés por mí durante el viaje.

─No obstante ─dije─, si usted fue razonablemente discreta eso no les proporcionaría nada sobre qué trabajar… si él no abrió la boca, por lo menos.

─Pero ¿no comprende usted? Les proporcionó la pista que deseaban. Aguardaron a que se les presentara una oportunidad, forzaron la entrada de casa, registraron mi cuarto y… bueno, encontraron las cartas. Ya comprenderá usted lo que eso significa. Puedo jurar sobre una pila de Biblias que no he visto a Lasster ni le he escrito desde que averigüé que estaba casado. Nadie me creería.

─¿Cómo es que compró usted las cartas en tres plazos?

─Los detectives eran tres. Una vez tuvieron las cartas en su poder, se pararon a pensar un poco. Recibían un sueldo muy bajo del Estado. Si entregaban las cartas al fiscal, ni siquiera les subirían el sueldo. A mí se me suponía una mujer rica… Claro está que ellos no aparecieron para nada en el asunto. Consiguieron que Ringold hiciera de intermediario. No sé cuánto sacaría Ringold de todo esto, pero quedó acordado que compraría yo las cartas en tres veces.

Hundí las manos en los bolsillos, estiré las piernas, crucé los tobillos y me miré las punteras de los zapatos, intentando formarme una idea del cuadro, no tan sólo desde el punto de vista de ella, sino para darme cuenta de detalles que ella no conocía.

Ahora que la muchacha había empezado a hablar, no tenía el menor deseo de terminar. Dijo:

─Ya se dará usted cuenta de lo que eso significaría para una mujer como yo. El fiscal quiere conseguir un fallo condenatorio a toda costa en el caso Lasster. En primer lugar, no saben si se trata de un accidente, de si cayó y se dio en la cabeza o si fue Lasster quien le dio con algo. Luego, aun cuando el fiscal pudiera demostrar que Lasster le dio un golpe, el abogado de Lasster podría sacar a colación el viaje a Shanghai de su esposa y demostrar que se trataba de un caso de locura sentimental, o lo que sea, que demuestra un abogado cuando intenta hacer creer al Jurado que la mujer merecía que la matasen. Bueno, pues el fiscal podría impedir todo eso desde el primer momento si lograba meterme a mí en el ajo y hacer parecer que Lasster estaba enamorado de mí y quería deshacerse de su mujer para poder casarse conmigo. Yo era rica, y… bueno, no era del todo fea. Podía presentarme ante el Jurado de una forma que me crucificara y, si tuviese esas cartas, podía deshacer a Lasster en cuanto compareciera en el banquillo de los testigos e intentara negarlo. O podía sacar las conclusiones peores del mundo si no intentaba hacerlo.

Seguí pensando y no dije nada.

Ella prosiguió:

─Cuando los detectives se apoderaron de las cartas, pensaron en que el abogado de Hampton podría comprarlas; pero Hampton no tiene mucho dinero. Yo creo que fue el abogado el que propuso que usaran a Ringold como intermediario y que me se sacaran el dinero a mí como fuese.

─¿Quién es el abogado?

─Layton Crumweather. Incidentalmente es, al propio tiempo, el abogado de la Compañía de Roberto, y he estado temiendo que dijese algo; pero supongo que esos abogados no tienen costumbre de hablar.

─¿Está usted segura de que Crumweather conoce la existencia de las cartas?

─Ringold decía que sí y supongo, naturalmente, que Lasster se lo diría. Yo creo que el hombre que se ve así acusado de asesinato se lo cuenta a su abogado por mucho que pueda afectar a cualquier otra persona.

─Tiene usted razón.

─Ni que decir tiene que Crumweather quiere impedir que las cartas lleguen a manos del fiscal. Como es natural, quiere conseguir un fallo absolutorio para su defendido. Las cartas servirían para condenarle… Por lo que he oído decir de Crumweather, es un abogado muy listo.

Me levanté y me puse a pasear por el cuarto. De pronto me volví y dije:

─No abrió usted el sobre cuando se lo entregó anoche.

Ella me miró con ojos que se fueron abriendo desmesuradamente.

─¿Así, pues, usted estuvo en ese cuarto, Donald?

─No se acuerde de eso. ¿Por qué, no abrió el sobre?

─Porque había visto a Ringold meter las cartas en el sobre y sellarlo. Era lo mismo que había hecho con las otras. Me las enseñaba, y luego…

─¿Abrió usted el sobre cuando llegó a casa?

─No; ocurrieron tantas cosas inesperadas y…

─¿Lo quemó?

─Aún no. Estaba a punto de hacerlo, cuando usted…

─¿Cómo sabe que todo esto no es una trampa que le ha preparado el fiscal?

Me miró asombrada.

─¿Cómo iba a poder saberlo? ─exclamó.

─Quiere usar esas cartas para demostrar que existía un motivo para el asesinato. No servirá de gran cosa enseñar cartas que Lasster escribió, a menos que pueda demostrar que las contestó usted; pero si puede demostrar que pagó treinta mil dólares para conseguir que le devolviesen esas cartas, eso resultaría mejor que ninguna otra cosa.

─Pero ¿no comprendo, Donald? No tendría las cartas. Él…

─¿Dónde puso usted el sobre?

─En lugar seguro.

─Tráigalo.

─Está en lugar seguro, Donald. Es demasiado peligroso…

─Tráigalo.

Me miró un instante; luego dijo:

─Tal vez tenga usted razón.

Y se fue. Cosa de cinco minutos después volvió con un sobre cerrado.

─Sé que éstas son las cartas. Le vi a Ringold meterlas dentro. Luego cerró el sobre. Así era como me había entregado las otras cartas… Me las enseñaba, las metía en un sobre…

No aguardé a que terminara. Alargué la mano, tomé el sobre y lo rasgué.

Había media docena de sobres dentro. Los saqué y examiné su contenido.

Tenían dentro unas hojas de papel en blanco, con el membrete del hotel en que se alojaba Ringold.

Miré a Alta Ashbury. Si le hubieran estado sujetando los brazos al sillón eléctrico para electrocutarla, no hubiera podido tener peor color.