ALTA salió a eso de las diez menos cuarto. El mayordomo abrió las puertas del garaje mientras lo hacía yo eché a correr calle abajo. Es una de las cosas que sé hacer bien: correr.

Berta Cool aguardaba en el coche. Subí a su lado y dije:

─Pon el motor en marcha. Cuando pase por delante de nosotros un coche de doce cilindros como una centella, dale toda la marcha al motor y mantén apagados los faros.

─Más vale que conduzcas tú, Donald.

─No hay tiempo de cambiar de sitio. ¡En marcha el motor!

Puso en marcha el motor y se apartó del bordillo. Alta Ashbury pasó por nuestro lado como una centella. Le dije a Berta:

─¡Duro! ¡Aprieta el acelerador a fondo!

Alargué la mano y apagué los faros.

Berta empezó a buscar a tientas el interruptor de los faros. Le aparté la mano de un tirón, así el acelerador de mano y tiré de él hasta que no pude más. Empezamos a viajar. Berta se puso nerviosa y alargué yo la mano para posarla en el volante. Al cabo de un rato, Alta llegó a un cruce en el preciso momento en que cambiaba la luz. Nos dio tiempo a alcanzarla y a que yo diera la vuelta por la parte de atrás del coche y ocupara el sitio de Berta.

Cuando cambió la luz, Alta salió disparada como un cohete. El coche de la agencia siguió aumentando velocidad. Alguien me gritó que encendiera los faros; pero yo seguí corriendo sin luces, esperando que nos metiéramos en algún embotellamiento de tránsito. No tardamos en hacerlo. Encendí los faros y me puse a hacer combinaciones para situarme, procurando mantenerme un poco a la izquierda y detrás.

─Debí haberte hecho caso, amor. Siempre tienes razón. ¡Oh! ¿Por qué no me obligaste a que te escuchase?

Tenía ya bastante trabajo conduciendo el coche, de modo que no contesté.

Berta siguió hablando:

─Donald, supongo que jamás conseguiré que me comprendas. Durante muchos años he tenido que luchar para abrirme paso. Tenía que mirar los centavos. Muchas veces sólo podía gastarme quince centavos al día en comer. ¿Sabes Donald, que el trabajo mayor del mundo para mí fue intentar aprender a gastar dinero otra vez cuando empecé a ganar algo? Sacaba cien dólares todos los días de mi cuenta corriente decidida a gastármelos en mí misma; pero no conseguía hacerlo. Cuando llegaba el fin de mes, me encontraba aún con setenta u ochenta dólares. Cuando una persona las ha pasado negras y ha tenido que ser tan mirada con el dinero, nunca vuelve a ser la misma.

─Yo también he estado sin un centavo ─le dije.

─Ya lo sé, amor; pero tú eres joven y tienes inteligencia. Berta no tenía inteligencia, no como tú. Berta sólo sabía aguantar mecha y trabajar y las pasó muy negras. Tú tienes algo que yo no tendré jamás, Donald. Eres flexible. Si te aplican presión, te doblas. Luego, en cuanto te retiran la presión, vuelves a enderezarte como un resorte. Yo soy distinta. Si me aplican presión, contesto aplicando presión a mi vez. Si sucede algo y no puedo aplicar presión alguna vez, no me doblaré, me partiré.

Yo dije:

─Bueno; olvídalo.

─¿Dónde va la muchacha, amor?

─No losé.

─¿Qué va a hacer?

─Ni siquiera sé eso. Nos hemos echado de un empleo de cien dólares al día. Lo tenemos todo que ganar y nada que perder. Más vale que hagamos un esfuerzo.

─Donald, tú nunca me has fallado. Siempre has ideado algún plan para que pudiéramos salir adelante.

─Cállate. Eso es lo que estoy intentando hacer ahora.

Era bastante difícil seguirla por entre el tránsito. No tenía ella que hacer nada más que pisar el acelerador. El motor emitía una canción de inmensa fuerza y el coche se introducía en un hueco que se cerraba tras él. Tuve que conservar el pie puesto sobre el acelerador continuamente y marchar en segunda la mayor parte del tiempo para tener el impulso que necesitaba por entre el tránsito.

Se metió ella en un lugar destinado al estacionamiento de coches. No me atrevía meterme yo en el mismo sitio. El único espacio libre se hallaba precisamente delante de una boca de manguera de incendios. Dije:

─Berta; vamos a pararnos delante de esa boca. Si nos pescan y nos echan una multa, puedes cargársela a Ashbury como gastos de taxi. Puedes ir hacia la Calle Séptima. Yo iré hacia la Octava. Aguarda en la esquina. Cuando la muchacha se apee del coche, tirará hacia ti o hacia mí. Si viene hacia mí, no intentes seguirla. Si va hacia ti, yo no intentaré seguirla. Aquél de los dos que quede libre, volverá aquí a recoger el coche.

Berta se mostró tan sumisa como una oveja.

─Sí, amor ─dijo.

Trabajo le costaba a Berta subir bajar del coche. Tenía que volverse y retorcerse para poder salir. Yo no la esperé y no intenté ayudarla. Abrí la portezuela y eché a andar calle abajo a toda prisa.

Berta no se había apartado más de veinte metros del coche cuando salió Alta del lugar de estacionamiento de automóviles. Echó a andar hacia mí.

Me metí en el hueco de una puerta y esperé.

La muchacha no había olvidado la posibilidad de que la siguieran. No hacía más que mirar hacia atrás; pero una vez que hubo doblado la esquina debió creer que ya no corría peligro. Le seguía la pista. Había un hotel barato a mitad de la manzana. Entró allí. No me atreví a seguirla hasta que hubo salido del vestíbulo. Entonces entré y me acerqué al puesto de tabacos que había dentro, en un rincón. Había un indicador automático por encima del ascensor. Observé la manilla. Se había parado señalando el cuarto piso.

La muchacha que servía en el puesto de tabacos era rubia, con cabello ondulado y rígido. Me acordé de la vez en que había visto un trozo de cuerda usada por el verdugo para ahorcar a un hombre en San Quintín. Lo tenía un viajante y había deshecho y peinado todos los hilos de la cuerda. El cabello de aquella muchacha era del mismo color, aproximadamente; tenía, poco más o menos, la misma rigidez. Sus cejas eran claras y sus ojos verdes y grandes. Había logrado darle a su cara la expresión que allá por el año mil novecientos seis se tomaba por expresión de virginal inocencia; la boca contraída, las cejas arqueadas, las pestañas largas rizadas. Era la expresión del gatito recién nacido que se atreve a salir de su rincón por primera vez.

Yo dije:

─Escuche, hermanita. Yo soy viajante. Tengo un artículo que puedo venderle a la Corporación Recreativa Atlee; pero necesito ayuda interior. Hay un jugador profesional aquí, en el hotel, que me la puede proporcionar. No conozco su nombre.

La muchacha habló en voz tan ronca y áspera como la de un político en la mañana siguiente a la de unas elecciones. Dijo:

─¿Por quién diablos me ha tomado usted?

Saqué diez dólares de los que Berta me había dado para gastos y dije:

─Por una muchacha que sabe las contestaciones de todo.

Bajó ella la mirada. Uñas teñidas de carmesí resbalaron por el mostrador en dirección a los diez dólares. Los sujeté y advertí:

─Pero la contestación ha de ser la verdadera.

Se inclinó ella hacia mí.

─Thomas Highland ─dijo─. Ése es el hombre que usted necesita.

─¿Dónde vive?

─Aquí, en el hotel.

─Naturalmente; pero ¿en qué habitación?

─La setenta y dos.

─Pruebe otra vez ─dije yo.

Ella hizo un mohín y bajó la vista. Alzó la barbilla con gesto de orgullo.

─Bueno; si lo toma usted así… ─dije. Y doblé los diez dólares y empecé a metérmelos otra vez en el bolsillo. Echó una mirada al ascensor, se inclinó hacia mí y susurró:

─Jed Ringold, cuatrocientos diecinueve; pero, por el amor de Dios, no le diga que se lo he dicho yo y no entre en su cuarto de golpe y porrazo. Su novia acaba de subir.

Le entregué los diez dólares.

El conserje me estaba mirando; conque miré un poco a mi alrededor examinando cigarros y puros.

─¿Qué le pasa al conserje? ─pregunté.

─Celos.

Golpeé el mostrador con un dedo enguantado.

─Bueno ─dije─, deme un par de éstos.

Cogí los cigarros puros y me acerqué al conserje que estaba detrás del mostrador del hotel.

─Hay una partida de póquer en marcha en esta calle ─dije─. Quiero dormir un par de horas y luego volver a ella. ¿Qué habitación puede ofrecerme? Que sea alguna del cuarto piso.

─El cuatrocientos setenta y cinco ─propuso el conserje.

─¿Dónde está?

─En la esquina.

─No me cuadra.

─¿El cuatrocientos veinte?

─Hermanito, yo soy muy raro; pero siempre me va mejor en los números impares. El cuatrocientos veinte suena bien, poco más o menos, sólo que es par. ¿Tiene el cuatrocientos diecisiete, el cuatrocientos diecinueve o el cuatrocientos veintiuno?

─Puedo darle el cuatrocientos veintiuno.

─¿Cuánto?

─Tres dólares.

─¿Con baño?

─Naturalmente.

Saqué tres dólares y los eché sobre el mostrador. El conserje golpeó un timbre y gritó:

─¡Adelántese uno!

Un muchacho salió del ascensor. El conserje le entregó una llave y me dijo:

─Tendrá que anotar su nombre en el registro, señor…

─Smith ─dije─. Juan Smith. Anótelo usted; yo me voy a dormir.

El muchacho vio que yo no llevaba equipaje y me miraba con desdén. Le di veinticinco centavos y dije:

─No pongas esa cara muchacho. Sonríe.

Enseñó los dientes en expansiva sonrisa y me condujo al ascensor.

─¿Trabajas toda la noche? ─le pregunté.

─No. Me voy a las once.

─¿Y el ascensor?

─Funciona automáticamente después.

─Escucha, muchacho; no quiero que se me moleste. He estado jugando y estoy cansado.

─Cuelgue el aviso del pomo de la puerta y nadie le molestará.

─¿Hay jugadores en el hotel? ─pregunté.

─No; pero si le interesara a usted una…

─No me interesaría.

Pensó que tal vez cambiaría de opinión y se quedó un rato buscando el cartelito de «No molestar», corriendo las cortinas y encendiendo la luz del cuarto de baño.

Me lo pude quitar de encima por fin, colgué el cartelito del pomo de la puerta, cerré con llave y eché el cerrojo, apagué todas las luces, me acerqué a la puerta que comunicaba con el cuatrocientos diecinueve, me dejé caer de rodillas y me puse a trabajar. No me quité los guantes.

El sitio más indicado para practicar un agujero en la puerta de una alcoba de hoteles el rincón del entrepaño, en la parte baja de la moldura. La puerta es más delgada por ese punto y un agujero pequeño no llama mucho la atención. Una navaja que tenga la hoja en forma de media luna puede afilarse de forma que tenga un buen borde para taladrar.

Me parecía una canallada espiar así a la gente; pero uno tiene que vivir… Mis sentimientos no impidieron que hiciese un buen agujero en el entrepaño y que acercase un ojo a él.

Alta estaba sentada en un sofá, llorando. Un hombre estaba arrellanado en un sillón, fumando. Las lágrimas de ella no parecían hacerle mucho efecto. No me era posible ver nada de él más que las piernas hasta las caderas y, de vez en cuando, la mano cuando se quitaba el cigarrillo de los labios y la apoyaba en el brazo del sillón.

Después de un rato, Alta dejó de llorar. Vi que movía los labios; pero no me fue posible oír lo que decía. No parecía estar enfadada, sino más bien aplastada.

Charlaron un rato; luego el hombre movió la mano en que tenía el cigarrillo. Un segundo después, vi su otra mano con un sobre entre los dedos. Se lo ofreció a Alta. Ésta se inclinó hacia delante, tomó el sobre y se lo metió debajo del brazo sin mirar siquiera su contenido. Parecía tener mucha prisa. Abrió el portamonedas, sacó un papel alargado y de color y se lo entregó. Él se lo guardó en el bolsillo derecho de la chaqueta.

Alta se puso en pie apresuradamente. Vi que sus labios decían «buenas noches». Luego desapareció.

El hombre parecía estar dándole prisa para que se marchara también. Se puso en pie y pude verle la cara. Cruzó el cuarto. Oí cómo se abría y se cerraba la puerta. Estaba enfrente del ascensor. Oí cómo subía éste y luego cómo se abría y cerraba la puerta del mismo. El hombre volvió al cuarto y cerró la puerta con llave.

Me alcé del suelo, me sacudí las rodillas del pantalón con la palma de la mano, y de pronto me fijé en el cerrojo de la puerta de comunicación. Estaba descorrido.

Muy despacio, para no hacer el menor ruido, hice girar el pomo de la puerta. Luego empujé.

Se abrió unos milímetros.

La puerta había estado abierta durante todo aquel tiempo. Ya era algo. Durante un instante pensé en abrirla del todo y entrar; luego decidí que no era conveniente. La volví a cerrar con mucho cuidado y corrí el cerrojo.

Era un hotel bastante descuidado, con las alfombras desgastadas las cortinas sucias. La colcha de la cama se había rasgado y la habían cosido de cualquier manera. Me quedé contemplándola. Mientras la miraba el pomo giró lentamente. Alguien intentaba abrir aquella puerta. Probó otra vez y luego se dio por vencido.

Salí al pasillo, cerré con llave la puerta de mi cuarto, me metí la llave en el bolsillo, me acerqué al cuatrocientos diecinueve y llamé.

Oí que se movía una silla, luego pasos.

─¿Quién va?

─Lam.

─No entiendo.

─Mensaje del jefe.

Abrió la puerta y me miró.

Era un grandullón y tenía el buen humor de quien es lo bastante grande y fuerte para saber que nadie puede andarse con bromitas. Tenía las cejas demasiado espesas y se le juntaban por encima de la nariz. Los ojos eran de un pardo rojizo tan oscuro que casi resultaban negros, y tuve que echar la cabeza hacia atrás para poderle mirar.

─¿Quién demonios es usted? ─preguntó.

─Se lo diré en cuanto entre.

Abrió la puerta de par en par. Entré. Cerró la puerta detrás de mí y echó el cerrojo. Dijo «siéntese» y se dirigió al mismo sillón en que había estado sentado mientras hablaba con Alta, puso los pies en otra silla, encendió un cigarrillo y preguntó:

─¿Cómo dijo usted que se llamaba?

─Donald Lam.

─No le conozco.

─No; nunca me ha visto usted antes.

─No me dice usted nada nuevo. Yo nunca olvido una cara. ¿Decía que traía un mensaje?

─Sí.

─¿Del jefe?

─Sí.

─¿Qué jefe quiere decir?

─El de policía.

Él estaba encendiendo un cigarrillo, la cerilla no tembló. No me miró hasta después de haber inhalado profundamente.

─Desembuche.

─Este mensaje está relacionado con su salud.

─Mi salud es buena. ¿Qué rayos de mensaje es ése?

─No presente ese cheque al cobro.

─¿Qué cheque?

─El que acaban de darle.

Quitó los pies de encima de la silla.

─Es usted a frescura personificada ─dijo.

─Hermano, ha cobrado usted veinte mil dólares en cheques que ha canjeado por mediación de la Corporación Recreativa Atlee. Eso resulta ya veinte mil dólares más de la cuenta. Tiene otro cheque en el bolsillo derecho. En cuanto me lo dé, me largaré de aquí.

Me miró como si hubiera sido yo un pez tropical raro nadando en un acuario.

─Ahora ─siguió─, empieza usted a interesarme. ¿Quién demonios es usted?

─Ya le he dicho quién soy y qué deseo. ¿Qué piensa hacer?

─Dentro de unos diez segundos, voy a tirarle a usted fuera de aquí tan de golpe, que rebotará. ─Se puso en pie; cruzó en dirección a la puerta, la abrió, señaló con el pulgar y dijo─: ¡Fuera!

Me levanté y escogí un sitio, un sitio en que pudiera girar bien; echarme el brazo derecho suyo por encima del hombro y tirarle por encima de mi cabeza.

Se acercó a mí tranquilamente.

Aguardé a que moviese el brazo derecho.

No se alzó como cuando yo había ensayado con Hashita. Se levantó por un lado. Me cogió por el cuello de la chaqueta. La otra mano me asió por el asiento de los pantalones. Intenté plantarme firme; pero igual hubiera sido que intentase empujar a un tren de mercancías fuera de la vía. Salí del cuarto tan aprisa que oí silbar el dintel de la puerta al pasar rozándolo. Levanté las manos para detener el impacto contra la pared. Me así al borde de una especie de buzón que había junto al ascensor. Me obligó a soltar de un tirón y me echó pasillo abajo al mismo tiempo que alzaba el pie izquierdo.

Ahora ya sé lo que siente un balón cuando el jugador le da un buen puntapié para hacer gol.

Entre el impulso del empujón y la fuerza del puntapié viajé seis metros por el pasillo antes de aterrizar cuan largo era.

Le oí volver a su cuarto y cerrar la puerta con llave. Cojeé pasillo abajo y doblé el recodo, buscando la escalera. Juzgué que no estaba por aquel lado y empecé a volver atrás.

Aún me hallaba a seis metros del recodo cuando oí tres disparos. Un segundo o dos más tarde, oí que corría alguien por el corredor en dirección opuesta.

Doblé el recodo corriendo. La puerta del cuatrocientos diecinueve estaba abierta. Un cuadrilátero de luz brillaba sobre el pasillo. Consulté el reloj: eran las once y dieciséis minutos. El muchacho del ascensor habría dejado de trabajar ya, dejando el ascensor funcionando automáticamente.

Oprimí el botón y, en cuanto oí que el ascensor empezaba a subir, entré en el cuatrocientos diecinueve de puntillas.

El cuerpo de Ringold yacía apelotonado junto al escalón que conducía al cuarto de baño. Tenía la cabeza doblada por debajo de los hombros; los brazos retorcidos; una de las rodillas dentro de la puerta del cuarto de baño. El brazo izquierdo se apretaba contra la puerta que comunicaba con el cuatrocientos veintiuno.

Metí los dedos en el bolsillo de la derecha y toqué el borde perforado de un papel doblado y largo. No me paré a mirarlo. Lo saqué, me lo metí en el bolsillo, di media vuelta y eché a correr por el pasillo. El interruptor estaba cerca de la puerta. Apagué las luces y me paré un instante mirando de un lado a otro del corredor. La única persona que se veía era una mujer de unos cincuenta y cinco años, con el cabello lleno de rizadores una bata encarnada, asomada a la puerta de una habitación al extremo del pasillo.

─¿Oyó usted disparar a alguien? ─le grité.

─Sí ─contestó ella.

Señalé la puerta del cuatrocientos veintiuno, que estaba cerca.

─Me parece que fue aquí, en el cuatrocientos veintiuno. Me asomaré a ver.

Ella no se movió. Crucé a la altura del ascensor y dije:

─Tiene un cartelito colgado que dice: «No molestar». Mejor será que baje a decírselo al conserje.

El ascensor estaba esperando. Lo abrí, bajé al segundo piso, me apeé y esperé.

Me pareció que transcurría un minuto antes de que fuera bajado el ascensor al vestíbulo otra vez y luego lo vi volver a subir. El indicador señaló que había parado en el cuarto piso. Bajé la escalera y crucé el vestíbulo. El conserje no estaba en su sitio. La rubia del estanco leía una revista cinematográfica. Movía las mandíbulas lentamente, mascando goma. Alzó la mirada; luego volvió a la lectura.

Una vez en la calle, saqué el papel doblado del bolsillo lo miré. Era un cheque al portador por valor de diez mil dólares. Lo firmaba Alta Ashbury.

Me lo volví a guardar y me dirigí al sitio en que había dejado Berta Cool el coche. Había desaparecido. Permanecí allí un minuto sin ver ni rastro de Berta. Caminé tres manzanas, tomé un taxi y di las señas de la Estación de la Unión. Una vez allí, dejé caer la llave del hotel en un buzón de Correos, tomé otro taxi y di las señas de un hotel de lujo situado a tres manzanas de distancia del lugar en que Ashbury tenía su casa. Pagué el taxi cuando llegamos y cuando se hubo marchado me dirigí a casa de Ashbury.

El mayordomo aún estaba levantado. Me abrió la puerta, aun cuando Ashbury me había dado un llavín.

─¿Está la señorita Ashbury de vuelta ya? ─pregunté.

─Sí, señor; llegó cosa de diez minutos.

─Dígale que la aguardo en el porche ─dije─, y que es importante.

Me miró un instante, parpadeó y dijo:

─Está bien, señor.

Me dirigí al porche cerrado con cristales y me senté. Alta bajó a los cinco minutos. Entró con la barbilla alzada.

─No hay nada que pueda usted decir ─aseguró─; no hay explicación que pueda dar.

─Siéntese ─dije.

Vaciló un instante y luego se sentó.

Advertí:

─Voy a decirle a usted una cosa. Quiero que la recuerde. Piense en ella durante la noche y recuérdela mañana. Estaba usted cansada y nerviosa. Anuló usted un compromiso. Se fue a ver una película, pero no tuvo humor para verla hasta el fin. Volvió a casa. No ha estado usted en ningún otro sitio. ¿Comprende?

Ella respondió:

─Bajé porque quería acabar con esto de una vez. Detesto a los espías. Supongo que mi madrastra le contrataría a usted para que averiguara exactamente cuáles eran mis sentimientos… Bueno, pues ya lo sabe. El mismo trabajo me hubiera costado decírselo a ella a la cara; pero en cuanto a usted se refiere, opino que no es digno ni de que me acuerde de su existencia. Yo…

─Baje de las nubes. Soy detective. Me contrataron para que la protegiera.

─¿Para que me protegiera a mí?

─Sí.

─Yo no necesito protección alguna.

─Eso es lo que usted cree. No olvide lo que le he dicho. Estaba cansada y nerviosa. Anuló un compromiso. Fue a ver una película, pero no pudo aguantar hasta el fin. Volvió a casa. No ha estado en ninguna otra parte.

Ella me miró.

Saqué el cheque del bolsillo.

─Supongo que no se tomará usted la molestia ─dije─, de anotar en la matriz de un cheque pagos tan insignificantes como el de diez mil dólares, ¿verdad?

Se tornó pálida, con la mirada clavada en el cheque.

Saqué una cerilla, la encendí y prendí fuego a una esquina del papel. Lo sostuve hasta que la llama se acercó lo bastante para chamuscarme los dedos y luego lo dejé caer en el cenicero. Deshice por completo las cenizas en las yemas de los dedos.

─Buenas noches ─dije.

Y eché a andar en dirección a la escalera.

No dijo nada hasta que franqueé la puerta.

─¡Donald! ─exclamó.

Nada más que eso, un grito agudo.

No volví la cabeza, sino que cerré la puerta detrás de mí, subí a mi cuarto y me acosté. No quería que supiera ella que Ringold había sido asesinado hasta que lo leyese en los periódicos o se lo dijese la policía. Si la había reconocido alguien del hotel y acudía la policía a interrogarla, resultaría mucho más convincente su sorpresa, su pena, su alivio, o lo que fuera, que haciendo un papel.

Las pasé negras para quedarme dormido.