BERTA Cool me dejó a una manzana de distancia de la casa de Ashbury a las diez y veinticinco. Lloviznaba un poco. Caminé con la maleta golpeándome contra las piernas. Era una casa muy grande, en una calle de casas de millonarios, con una avenida de arena, árboles de adorno, amplia arquitectura y servidumbre.
El mayordomo no había oído acercarse taxi alguno. Contempló la lluvia que había caído sobre el ala de mi sombrero y preguntó si era yo el señor Lam. Le dije que sí.
Me dijo que llevaría mi maleta a mi cuarto y que el señor Ashbury quería verme inmediatamente en la biblioteca.
Entré. Ashbury me estrechó la mano y empezó a hacer presentaciones.
La señora Ashbury era mucho más joven que su esposo. Era una belleza de tipo voluptuoso, pechos grandes y caderas también. Pesaba siete u ocho kilos más de la cuenta para que fueran sus curvas suaves y voluptuosas. Aquí y allá, su contorno parecía estallar en abultamientos. Al parecer, no podía estarse quieta. Su cuerpo estaba siempre en movimiento, ondulándose, meciéndose, oscilando. En sus ojos centelleaba la vitalidad. Me miró de pies a cabeza y sentí la misma impresión que si me hubiera pasado las manos por todo el cuerpo.
Me dio la mano y empezó a soltar un chorro de palabras:
─A mí me parece la idea más maravillosa que se le ha ocurrido a Enrique en su vida. Supongo que yo debiera hacer algo así también. En realidad, he estado engordando demasiado durante estos dos últimos años. No era yo así hasta que empecé a tener presión arterial, mareos, y un dolor por encima del corazón. El médico me dijo que no debía hacer ejercicio. Pero si los médicos llegan algún día a curarme, haré ejercicio y perderé peso muy aprisa. Parece usted encontrarse en un estado físico maravilloso, señor Lam. No tiene usted el menor peso de más.
Dejó de hablar el tiempo justo para dejar que Ashbury presentara a un hombre llamado Bernardo Carter. Era un hombre obeso, jovial, de cuarenta y tantos años. Tenía ojos vidriosos, manos gordezuelas y el vicio de dar golpecitos en la espalda. Vestía bien y era la clase de vendedor que enseña a un cliente una muestra, le cuenta un chiste subido de color, le enseña otra muestra, le cuenta otro chiste y se lleva el pedido. Su lema era tener a la gente riendo siempre. Tenía papada y, cuando reía, ésta temblaba de risa. La gordura de sus mejillas se le subía hacia los ojos al reír, de forma que se veían tan sólo dos estrechas ranuras; pero si se fijaba uno cuidadosamente en ellas, se daba cuenta de que los ojos que se ocultaban tras ellas no habían cambiado ni pizca de expresión. Seguían siendo vidriosos y vigilantes. La señora Ashbury le contemplaba con aprobación. Él se mostraba muy atento con ella.
Deduje que a Carter debía de unirle algún parentesco con la señora Ashbury. Parecían tener muchas cosas en común: una pareja amante de las buenas cosas de la vida, que vivía para gozar.
La señora Ashbury no parecía poder quitarme la vista de encima. Dijo:
─No parece usted tener ni una onza de grasa. Es pequeño, pero debe tener un cuerpo maravilloso, bien constituido.
─Procuro mantenerme en condiciones ─le contesté.
Carter dijo, pensativo:
─Enrique, creo que voy a tener que ser uno de sus primeros clientes. Me pesé el otro día… No me creería si le dijese cuánto he aumentado en peso.
La señora Ashbury dijo:
─Tú estás bien, Bernardo. Claro está que un poco de ejercicio te entonaría un poco. Sí; es una idea magnífica y, en cuanto se me reduzca la presión arterial, voy a hacer ejercicio. Debe ser maravilloso encontrarse esbelta y dura como el señor Lam… Sólo que es usted un poco ligero para luchador profesional, ¿verdad?
─Entrenador ─le corregí yo.
─Ya sé; pero debe ser muy bueno. Enrique me dice que le vio a usted luchar con un japonés experto en jiu˗jitsu y dejarle a la altura del betún.
Enrique Ashbury me miró fijamente.
─Me temo que sería inmodestia por parte mía hacer comentario alguno a eso ─respondí.
La garganta, los hombros y el diafragma le temblaron al soltar una risa atiplada y de regocijo.
─¡Oh! ¡Ha estado usted delicioso…! ¡Delicioso! A Roberto le hubiera encantado oírle decir eso. Roberto es muy modesto también. ¿Le habló el señor Ashbury de Roberto?
─¿De su hijo?
─Sí; es un muchacho maravilloso. Empezó en el último peldaño y a fuerza de diligencia, aplicación y rudo trabajo, ha llegado a presidente de la Compañía.
Yo dije:
─¡Eso sí que es asombroso!
Ashbury me miró por encima de los lentes.
Bernardo Carter dijo:
─No es adulación por mi parte el decir que Roberto es un genio en los negocios. Jamás he conocido hombre capaz de aprender tan aprisa.
─Va bien, ¿eh? ─murmuró Enrique Ashbury.
─¿Que si va bien? ─exclamó Carter─. ¡Santo Dios! ¡Si es…!
Miró a la señora Ashbury, calló, extendió las manos en un gesto que parecía querer decir: «Oh, pero ¿a qué hablar?», y respiró profundamente.
─Me alegro mucho de saberlo ─dijo Ashbury, aunque sin dar muestra alguna de entusiasmo.
La señora Ashbury tenía una voz baja seductora, de garganta; pero cuando se excitaba, subía una octava y rebotaba en el paladar como el granizo contra un techo de hojalata.
─A mí me parece maravilloso y, a pesar de todo es el hombre más modesto del mundo. Casi nunca habla de su trabajo. Le parece que a Enrique no le interesa. Apostaría a que ni siquiera estás enterado de su último hallazgo, Enrique, ni de lo que Roberto…
─Ya me preocupo demasiado de los negocios en el despacho ─le interrumpió Enrique.
─Es que debieras relacionarte más con Roberto. Después de todo, como presidente de la Compañía de Aseguradoras de Granjas con Juicio Hipotecario, Roberto tiene ocasión de enterarse de mucho de lo que está pasando en el mundo de los negocios. Algo de lo que él sabe pudiera resultarte de mucho valor, Enrique.
─Sí, querida; pero estoy demasiado cansado cuando vuelvo a casa para hablar de negocios.
Ella suspiró.
─¡Ah, vosotros, los hombres de negocios! A Roberto le pasa exactamente lo mismo. No hay manera de sacarle una palabra del cuerpo.
─¿Dónde está ahora? ─pregunté
─En la sala de billar, con su director de ventas, Parker Stold.
Ashbury me hizo una señal con la cabeza.
─Vamos, Lam. Iremos a ver a Roberto y Stold.
Le dije unas cuantas frases convencionales a la señora Ashbury y ella me asió la mano y la sujetó un momento. Cuando pude desasirla, seguí a Enrique Ashbury por un largo corredor, bajamos un tramo de escalera y nos metimos por otro pasillo. Vi una sala a un lado, con una larga mesa de ping˗pong en el centro. Al otro lado había un cuarto en el que se oía el entrechocar de bolas y rumor de conversación.
Ashbury abrió la puerta. Un hombre que se estaba preparando a hacer una carambola, con la cintura sobre la mesa, se levantó y le dijo: «¡Hola, papa!» a Ashbury.
Era Roberto Tindle. Tenía la frente en declive, nariz larga y recta, ojos color de bolas de cristal barato, de un verde acuoso, cubierto de una película que era como de escoria. Daba la impresión de que si uno miraba a aquellos ojos con atención, vería la mar de burbujas de aire. Su rostro no tenía expresión alguna en particular y lo único que me recordaba al mirarle era un anuncio de vacas contentas.
Llevaba chaqueta de etiqueta y nos estrechó la mano sin entusiasmo. Era evidente que Parker Stold estaba preocupado. Consideraba nuestra visita como una interrupción, y al serle yo presentado, se limitó a decir: «Tanto gusto en conocerle», sin ofrecer estrecharme la mano. Tenía los ojos un poco demasiado juntos; pero su cabello era ondulado y tenía una boca bastante agradable. Calculé que era un poco más viejo que Roberto.
El mayordomo me sacó de la cama a las siete de la mañana siguiente. Me afeité, me vestí y bajé al gimnasio. Era una habitación grande, desnuda de la planta baja, inmediatamente detrás de la sala de billar. Olía como si no la hubieran usado nunca. Había barras horizontales, mazas y palanquetas de hacer gimnasia, aparatos levantapesos, una alfombra de lona para lucha grecorromana y, al otro extremo, un cuadrilátero para boxeo. Unos guantes de boxeo colgaban a un lado. Me acerqué a echarles una mirada. Las etiquetas de los precios, que se habían puesto amarillas de puro viejas, aún colgaban de las cintas.
Yo llevaba zapatos de tenis, pantalón ancho y camiseta de deporte. Cuando entró Enrique Ashbury, estaba envuelto en un albornoz. Se lo quitó y apareció sin más ropa que un pantaloncito de boxeador.
Daba miedo verle.
─Bueno ─dijo─, aquí estamos.
Se miró la abultada panza.
─Supongo que tendré que hacer algo para reducirme esto.
Se acercó al aparato de levantar pesas y empezó a tirar de las cuerdas, jadeando. Después de un momento, las dejó y las señaló con un movimiento de cabeza.
─¿Quiere hacer un poco de ejercicios? ─preguntó.
─No.
─Ni yo; pero no tengo más remedio.
─¿Por qué no prueba sentarse más derecho… adoptar una postura mejor?
─Yo me siento porque quiero estar cómodo. Estoy más cómodo cuando me dejo caer bien en la silla.
─En tal caso, ande y haga ejercicio.
Me dirigió una rápida mirada e hizo como si fuera a decir algo; pero no llegó a hacerlo. Volvió al aparato de levantar pesas y trabajó un rato más.
Luego se acercó a la báscula y se pesó.
Se dirigió a la alfombra de lona y dijo:
─¿Cree usted que podría enseñarme algo de lo que ese japonés le enseñaba a usted anoche?
Le miré de hito en hito y contesté:
─No.
Se echó a reír y se puso el albornoz. Después de eso nos sentamos y hablamos de política hasta que fue hora de darse una ducha y de vestirse para desayunar.
Después del desayuno, Ashbury se marchó a su despacho. A eso de las once conocí a Alta, que acababa de levantarse a desayunar. Evidentemente había oído hablar de mí ya.
─Entre a hacerme compañía mientras desayuno ─dijo─. Quiero hablar con usted.
Parecía una buena ocasión para conocerse. Entré. Me senté frente a ella y me tomé una taza de café con leche y azúcar mientras ella tomaba café puro, tres galletas y un cigarrillo. Si comiendo esa clase de desayuno hubiera podido tener yo una figura como ella, lo hubiera tomado siempre, desde luego.
─¿Bien? ─preguntó ella.
Me acordé de lo que había dicho Ashbury acerca de que fuese natural y no intentara forzar las cosas.
─Bien, ¿qué?
Ella rió.
─¿Usted es el nuevo profesor de gimnasia?
─Sí.
─No tiene usted aspecto de ser gran cosa como boxeador.
Nada respondí.
─Mi madrastra me dice que no es el peso sino la velocidad lo que vale. Dice que es usted tan rápido que parece un relámpago. Tendré que verle hacer ejercicio algún día.
─Estoy entrenando a su padre. Él no boxea por ahora.
Ella me miró y dijo:
─Comprendo por qué se habrá dedicado usted al jiu˗jitsu. Debe ser interesante.
─Lo es.
─Dicen que es usted tan hábil, que sólo los mejores luchadores japoneses resultan adversarios dignos de usted.
─Eso no es exactamente verdad.
─Pero… sí lucha usted con los japoneses, ¿verdad?
─Con algunos.
─¿No le vio papá tirar a un luchador japonés muy fuerte anoche?
─¿No podríamos hablar de alguna cosa que no fuera yo?
─¿De qué, por ejemplo?
─De usted.
Ella movió negativamente la cabeza.
─Yo nunca soy un tópico interesante a estas horas de la mañana… ¿Le gusta andar?
─No.
─A mí sí. Voy a darme un paseo largo a paso ligero.
Mis órdenes habían sido explícitas. Debía hacer amistad con Alta Ashbury, conseguir que tuviera confianza en mí, hacerle creer que era capaz de barrer el suelo con el más pintado y lograr que me abriera su pecho y me dijese lo que la tenía preocupada. Para poder hacer eso, tenía que aprovechar las ocasiones.
Me di un paseo largo a paso ligero.
Nada averigüé durante la primera parte del mismo más que la muchacha tenía un tipo magnífico en verdad, que sus ojos eran cálidos y pardos y que tenían la virtud de reír cada vez que sus labios sonreían. Tenía la resistencia de un campeón olímpico, amor al aire libre y desprecio por la mayoría de los convencionalismos. Después de un rato, nos sentamos debajo de unos árboles. Yo no hablé. Habló ella. Odiaba a los cazadores de dotes y a los tenorios. Se inclinaba a creer que el matrimonio era una estupidez y que su padre había sido tonto por dejarse pescar. Aseguró que detestaba a su madrastra; que su hermanastro era el ídolo de su madre y que en opinión suya el ídolo tenía los pies de barro y la cabeza de calabacín.
Se me antojó que aquello no estaba mal para tratarse de la primera tarde. Regresé a tiempo para darle esquinazo y doblar la esquina hasta donde aguardaba Berta Cool. Me llevó a casa del japonés. Hashita me enseñó unas cuantas llaves más y me hizo ensayar una barbaridad. Para cuando acabé, con el paseo, el ejercicio del día antes y los batacazos que me había dado, me sentía igual que si hubiera sostenido una lucha con una máquina de aplastar piedras.
Le expliqué a Berta que Ashbury sabía la verdad; conque no sería necesario que continuara tomando lecciones de jiu˗jitsu. Berta dijo que había pagado por ellas y que tendría que tomarlas o habría de vérmelas con ella. Le advertí contra su empeño en llevarme y traerme en su coche y le dije que, puesto que Ashbury lo pagaba, sería mejor que tomase un taxi. Me contestó que la parte comercial del asunto era cuenta suya y me llevó otra vez a casa de Ashbury a tiempo para cenar.
Como cena, no podía ser peor. La comida era buena, pero había un exceso de servicio. Tuve que estar sentado más tieso que un palo, fingiendo sentir interés en infinidad de cosas que estaba diciendo la señora Ashbury. Roberto Tindle asumió el papel de hombre de negocios cansado, Enrique Ashbury ingería los alimentos con el gesto de preocupación de quien no tiene la menor idea de lo que está comiendo.
Alta iba a salir a un baile a eso de las diez. Se tomó una hora después de comer para sentarse en el porche recubierto de cristal y hablar.
Había media luna. El aire era templado. Algo la preocupaba. No dijo lo que era; pero me di cuenta de que deseaba compañía.
Yo no tenía ganas de hablar, y seguía sentado sin despegar los labios. Una vez, cuando vi que su manita se crispaba y que parecía estar nerviosa y en tensión, alargué la mano, la posé sobre la suya, le di un aprentoncito, dije «tranquilícese», y luego al relajar ella los músculos, retiré la mano.
Me dirigió una rápida mirada, como si no estuviera acostumbrada a que los hombres retiraran la mano de la suya.
No dijo una palabra más.
Un poco antes de las diez, subió a su cuarto a vestirse. Había descubierto yo que le gustaba el tenis y montar a caballo; que no le gustaba el badminton, que le encantaba nadar; que, si no fuera por el pobre papá, se largaría de casa sin pensarlo dos veces; que opinaba que su madrastra le envenenaba el carácter a su padre y que alguien debiera encargarse de atrapar a su hermanastro y devolvérselo a los gitanos. Yo no había dicho una palabra ni en favor ni en contra.
A la mañana siguiente, Ashbury se puso a levantar pesas, descubrió que tenía la musculatura dolorida, dijo que era estúpido querer hacer las cosas demasiado aprisa, se puso el albornoz, se sentó a mi lado sobre la alfombra de lona y se fumó un puro. Quería saber qué había averiguado yo. Le dije que nada. Él dijo:
─Alta le encuentra simpático ya. Es usted buen actor.
Desayunamos y, a eso de las once, se presentó Alta Ashbury. La señora Ashbury siempre desayunaba en la cama.
Cuando salimos a dar nuestro paseo aquella tarde, Alta me dijo algo más de su madrastra. La señora Ashbury tenía una presión arterial muy elevada y el médico decía que no debía excitársela. El médico le estaba haciendo el juego, cediendo a sus caprichos, mimándola mucho.
Ella opinaba que papá debía echar a Bernardo Carter a puntapiés de la casa. No sabía qué era lo que yo tenía para hacerla hablar tanto, a menos que fuese muy comprensivo, y que estaba ella tan preocupada por su padre que le entraban ganas de llorar.
Me advirtió que si la señora Ashbury quería alguna vez algo, por muy poco razonable que fuese, no debía yo llevarle la contraria, porque, si lo hacía, y el medico la examinara, le encontraría muy elevada la presión, me echaría a mí la culpa y saldría yo de cabeza de la casa. Deduje de esto que ella no quería que saliera yo de cabeza.
Me avergoncé de mí mismo.
A las dos, Berta Cool me recogió y el japonés me sobó y amasó como si estuviera preparando una hornada y yo fuese masa de pan. Cuando me separé de aquellos dedos, me sentí exactamente igual que una camisa que ha pasado por una máquina de lavar, la han escurrido entre rodillos y la han acabado de secar metiéndola debajo de una apisonadora.
A la hora de cenar entré, tambaleándome, en el comedor. La cena era la misma que la noche anterior, con la excepción de que parecía como si hubiera estado llorando Alta. Apenas me habló. Después de comer rondé por los alrededores, dándole ocasión de que hablara conmigo, si es que había algo que tuviera ganas de confiarme.
Alta no se anduvo con rodeos para dar su opinión acerca de Bernardo Carter. Dijo que se suponía que estaba trabajando en un asunto de negocios con su madrastra. No sabía exactamente de qué se trataba… Nadie parecía saber de qué se trataba exactamente. Alta dijo que los dos la odiaban; que creía que su madrastra le tenía miedo a alguna mujer a la que conocía Carter; que cierto día había entrado en la biblioteca en el preciso momento en que su madrastra estaba diciendo: «Tira adelante y que haya acción. Estoy harta de tanta demora. Bien poco se apiadaría ella de mí si se encontrara en mi caso. Quiero que…».
Carter se había dado cuenta de su entrada en el cuarto y había tosido expresivamente. La señora Ashbury había alzado la cabeza, interrumpiéndose a media frase, y poniéndose a hablar de otra cosa con la rápida locuacidad de quien intenta ocultar algo.
Alta guardó silencio un buen rato después de decirme eso, y luego agregó, con cierto mal humor, que suponía que me estaba diciendo cosas que no tenía derecho a decirme, pero que, sin saber por qué, le inspiraba yo confianza; tenía el convencimiento de que yo le era leal a su padre y que, si iba a entrar en negocios con él, tendría que vigilar a su madrastra, a Roberto y a Bernardo Carter. Luego agregó unas cuantas palabras acerca del doctor Parkerdale. Era éste, al parecer, uno de esos médicos de moda, con muy buenos modales, de cabecera. Cada vez que la señora Ashbury se mareaba por comer demasiado, el doctor Parkerdale se mostraba tan serio y preocupado como si se tratara de los primeros síntomas de una epidemia universal de parálisis infantil.
Me dijo eso y luego cerró la boca como a tornillo.
─Continúe.
─¿Con qué?
─Lo demás.
─Lo demás, ¿de qué?
─Las demás cosas que debiera yo saber.
─Le he dicho demasiado ya.
─No lo bastante.
─¿Qué quiere decir con eso?
─Voy a emprender un negocio con su padre. Él va a invertir un puñado de dinero. Tengo que asegurarme de que obtenga un beneficio justo. Tengo que llevarme bien con la señora Ashbury. Quiero saber cómo hacerlo.
Ella dijo apresuradamente:
─Déjela usted en paz. Quítese de su paso. Y, escuche… No… nunca…
─¿No, nunca qué?
─No se arriesgue nunca a quedarse a solas con ella. Si quiere hacer ejercicio en el gimnasio, procure que haya una tercera persona presente mientras esté ella.
Cometí el error de reírme y dije:
─¿Pero es posible que…?
Se volvió hacia mí, furiosa.
─Le digo a usted que la conozco. Esa mujer es todo deseo físico astucia animal. Es incapaz de dominarse. Todo ese cuento de su enfermedad no es más que el resultado de comer demasiado y de permitirse caprichos. Ha engordado diez kilos desde que papá se casó con ella.
─El padre de usted ─dije yo─ no tiene ni un pelo de tonto.
─Claro que no; pero ella ha ideado una técnica contra la que ningún hombre puede luchar. Cuando quiere algo y no lo consigue, empieza a ponerse excitada, y cuando ya ha conseguido hacerlo hasta el punto que le parece preciso, telefonea al doctor Parkerdale. Éste acude corriendo como si fuera cuestión de vida o muerte, le toma la presión arterial y se pone a rondar por la casa de puntillas hasta que ha creado la impresión adecuada. Luego, se lleva a la persona responsable a un lado y le dice con mucha dulzura que la señora Ashbury no se encuentra bien; que es absolutamente necesario que no se excite; que si logra mantenerla completamente tranquila durante unos cuantos meses, puede curarle la presión arterial; que entonces podrá empezar a hacer ejercicio, reducir su peso y volver a la normalidad; pero que, siempre que hay una discusión y que se excita, todo lo bueno que ha conseguido se pierde y tiene que empezar a tratarla otra vez.
Me eché a reír y dije:
─Parece una táctica difícil de vencer.
Se puso furiosa conmigo porque me reí.
─Claro que es una táctica difícil de vencer. No es posible vencerla. El doctor Parkerdale dice que no importa un comino que tenga ella razón: no se debe discutir con ella. Eso significa que hay que ceder siempre. Y significa, además, que se está estropeando más y haciéndose más egoísta por momentos. El genio se le está haciendo más insoportable. Se está volviendo más egoísta, más…
─¿Y Bernardo Carter? ¿Se lleva bien con ella?
─¡Bernardo Carter! ─exclamó ella con desdén─. ¡Bernardo Carter y su negocio! ¡Es el hombre que viene por aquí cuando está ausente papá! Podrá engañarle a papá con el cuento del negocio, pero a mí no me engaña ni pizca. La… la odio.
Observé que creía a Enrique Ashbury muy capaz de hacer frente a la situación.
─No lo es ─aseguró Alta─. Ningún hombre lo es. Le tiene completamente a merced suya antes de haber empezado siquiera. Si la acusa de algo, a ella le da uno de sus ataques y se presenta el doctor Parkerdale corriendo, con el tubo de goma que le pone alrededor del brazo para tomarle la presión… ¡Oh! ¿No se da usted cuenta de que lo que está haciendo es echar los cimientos para pedir el divorcio por crueldad mental, diciendo que papá fue tan poco razonable e injusto con ella que le aumentó la presión arterial y le echó a perder la salud e impidió que el doctor Parkerdale pudiera curarla? Y tiene al médico preparado para que declare. Lo único que puede hacer papá es quitarse del paso todo lo posible y esperar. Eso significa que tiene que ceder siempre… Escuche, Donald: ¿me está usted sonsacando o es que estoy siendo estúpida y hablando más de la cuenta?
Volví a avergonzarme de mí mismo.
No habló mucho después de eso.
Alguien la llamó al teléfono y a ella le hizo muy poca gracia la conversación. Eso pude comprenderlo por su expresión. Después de haber colgado el aparato quien hablaba, telefoneó ella a otra persona y canceló una cita.
Salí por fin y me senté en el porche. Me sentí más avergonzado que nunca.
Después de un rato salió y se me quedó mirando. Sentí el desdén de su mirada aunque la oscuridad era demasiado grande para que pudiera verle los ojos.
─Conque ésas tenemos, ¿eh? ─dijo ella.
─¿Cuáles?
─No me tome por una idiota por completo… ¡Usted es profesor de gimnasia…! Supongo que no se le ocurriría la posibilidad de que tomara el número de matrícula del coche que viene a recogerle todas las tardes y que investigara quién era… Berta Cool, Investigaciones Confidenciales. Supongo que su verdadero nombre es Cool.
─No lo es ─respondí yo─, es Donald Lam.
─Bueno, pues la próxima vez que papá intente contratar a un detective que haya de pasarse por profesor de gimnasia, dígale que busque a alguien que lo parezca.
Y salió hecha una fiera.
Había otro aparato telefónico en los sótanos. Bajé y llamé a Berta Cool.
─Bueno ─dije─; ya lo has echado todo a perder.
─¿Cómo que lo he echado yo todo a perder?
─Le extrañó que vinieran a buscarme en coche todas las tardes, aguardó detrás de una esquina, tomó el número de matrícula del coche y buscó a ver quién era su dueño, y lo tienes registrado a nombre de la agencia.
Oí la exclamación de Berta Cool.
─Cien dólares diarios tirados por la ventana nada más que por querer ahorrarte el precio de un taxi.
─Escucha, amor ─imploró─, tienes que encontrar una salida. Puedes hacerlo si te molestas en pensar un poco. Para eso te tiene a ti Berta, para que pienses por ella.
Yo dije:
─¡Narices!
─Donald, es preciso. No podemos permitirnos el lujo de perder ese dinero.
─Lo has perdido ya.
─¿No puedes hacer nada?
─No lo sé. Baja con el coche de la agencia. Párate donde acostumbras esperarme y aguarda.