YO me quedé sentado en el despacho exterior, esperando. Oía rumor de voces en el despacho particular de Berta Cool. A Berta nunca le gustaba que estuviera yo presente cuando se hablaba de honorarios. Me pagaba una cantidad al mes, que procuraba fuese lo más baja posible, y vendía mis servicios por todo lo más que podía conseguir.
Al cabo de unos veinte minutos me llamó. Comprendí, por su expresión, que la parte económica había quedado arreglada a su entera satisfacción.
Ashbury estaba sentado en su sillón tocándolo sólo por dos puntos: la nuca y los bolsillos de atrás. La postura le socavaba el pecho y él echaba el cuello hacia delante. Al mirarlo, me di cuenta de dónde le salía el bombo que tenía por panza.
Berta rezumaba dulzura y buena voluntad.
─Siéntate, Donald.
Me senté.
La enjoyada mano de Berta centelleó al recoger el cheque que había encima de la mesa y meterlo en el cajón antes de que hubiera podido yo leer las cifras.
─¿Se lo digo yo ─le preguntó a Ashbury─, o prefiere hacerlo usted?
Ashbury se había metido otro puro entre los labios. Tenía la cabeza inclinada hacia delante, de forma que se veía obligado a mirarme por encima de los anteojos. La ceniza del primer cigarro le había caído por todo el chaleco. El segundo puro empezaba a encenderse.
─Dígaselo usted. ─contestó.
─Enrique Ashbury ─dijo Berta Cool, con la precisión de quien comprime los hechos y forma con ellos una declaración concisa─ se casó el año pasado. Carlota Ashbury es su segunda mujer. El señor Ashbury tuvo una hija de la primera mujer. Se llama Alta. Al morir la primera mujer de Ashbury, la mitad de sus bienes le fue legada a nuestro cliente el señor Ashbury ─y Berta le indicó con un movimiento de cabeza, como maestra que señala una figura trazada sobre un encerado─, y la otra mitad a su hija Alta.
Miró a Ashbury.
─Si no me equivoco ─dijo─, usted no mencionó ni el valor aproximado siquiera.
Ashbury hizo rodar su vista por encima de los lentes en dirección a ella.
─No se equivoca ─dijo, sin sacarse el puro de la boca.
Y el movimiento hizo que se despeñara una nueva montaña de cenizas por su corbata.
Berta ocultó su fracaso con rápida conversación.
─La actual señora Ashbury también ha estado casada anteriormente… con un tal Tindle. Tiene un hijo de ese matrimonio. Se llama Roberto. Para que usted tenga el cuadro completo, Donald, le diré que Roberto dio muestras de una tendencia a vivir lo más descansadamente posible desde que se casó su madre en segundas nupcias. ¿No es eso, señor Ashbury?
─Eso es.
─El señor Ashbury le obligó a ponerse a trabajar ─prosiguió Berta─, y ha dado muestras de una capacidad extraordinaria. Debido a su simpática personalidad y…
─Carece por completo de personalidad ─le interrumpió Ashbury─. No tenía la menor experiencia. Unos amigos de su madre le admitieron en una Compañía gracias a su parentesco conmigo. Esperan atracarme uno de estos días. Jamás lo conseguirán.
─Tal vez sea mejor que sea usted quien le cuente a Donald esa parte ─observó Berta.
Ashbury se sacó el puro de la boca.
─Un par de tipos ─le dijo─, llamados Parker Stold y Bernardo Carter, son los directores y propietarios de una Compañía: la Compañía de Aseguradores de Granjas con Juicio Hipotecario. Mi esposa conoce a Carter desde hace algún tiempo… antes de casarse conmigo. Le dieron trabajo a Roberto. Al cabo de noventa días le hicieron director de ventas. Dos meses más tarde, los consejeros le nombraron presidente. Calcúlelo usted por su cuenta. Es a mí a quien quieren enganchar.
─¿Granjas con Juicio Hipotecario? ─exclamé.
─Ése es el nombre de la Compañía.
─¿A qué negocio se dedica?
─Minas y minería.
Le miré y él me miró. Berta hizo la pregunta:
─¿Qué diantre puede tener que ver una Compañía de aseguradores de granjas con juicio hipotecario con minas y minería?
Ashbury se dejó caer más aún en su asiento.
─¿Cómo diablos quiere que lo sepa yo? No se me ocurre cosa alguna que pueda preocuparme menos. No quiero conocer el negocio de Roberto ni que él conozca el mío. Si le hago alguna pregunta, empezará a quererme vender acciones u obligaciones.
Saqué mi libro de notas y apunté los nombres que había mencionado Ashbury y agregué una nota para acordarme de averiguar algo de la Compañía de Aseguradores de Granjas con Juicio Hipotecario.
Ashbury no tenía el mismo aspecto que había tenido en el gimnasio. Hizo rodar los ojos por encima de los anteojos para volverme a mirar y me hizo pensar en un mastín encadenado. Sus ojos parecían decir que si lograba estirar la cadena unos cuantos centímetros más, me quitaría la pierna de un mordisco.
─¿Qué es lo que quiere usted que haga yo? ─pregunté.
─Entre otras cosas, va usted a ser mi entrenador.
─¿Su qué?
─Entrenador.
Berta Cool hizo flexión con sus enormes brazos.
─Reconstruirle, Donald. Ya comprendes: boxeo, lecciones de jiu˗jitsu, lucha, entrenamiento de carretera.
Me lo quedé mirando. Sería yo tan inútil en un gimnasio como un republicano en una casa de correos.
─El señor Ashbury quiere que estés en su casa con él ─explicó Berta─. Nadie debe sospechar que eres detective. La familia sabe desde hace tiempo que tenía intenciones de entrenarse un poco. Quería llegar a un acuerdo con Hashita para que fuera a su casa a darle lecciones. Y había pensado en contratar los servicios de un buen detective. En cuanto te vio a ti luchar en el gimnasio, se dio cuenta de que, si podía llevarte a casa como entrenador, quedaría resuelto el problema.
─¿Qué es ─le pregunté a Ashbury─ lo que quiere usted que se descubra?
─Quiero averiguar lo que está haciendo mi hija con su dinero. Averigüe quién se está llevando buenos bocados de su fortuna y por qué.
─¿La están haciendo víctima de un chantaje?
─No lo sé. Pero si así es, quiero que descubra usted todo lo posible del asunto.
─Y ¿si no es así?
─Averigüe lo que está haciendo de su dinero. O la están sangrando chantajistas o se está jugando los cuartos, o Roberto ha conseguido engañarla para que le proporcione capital. Cualquiera de las tres cosas es peligrosa para ella y me resulta desagradable a mí. No sólo tengo que pensar en su bienestar, sino que me encuentro yo mismo en una situación muy delicada. El más leve susurro de un escándalo económico en mi familia sería un verdadero desastre para mí… Y estoy hablando más de la cuenta. No me gusta. Acabemos con esto.
Berta dijo:
─Te tomó simpatía cuando te vio zarandear al japonés, Donald. ¿No es eso, señor Ashbury?
─No.
─Pero si creí…
─Me gustó su forma de obrar mientras el japonés le zarandeaba a él. Todos estamos hablando más de la cuenta. Pongámonos a trabajar.
Yo pregunté:
─¿Por qué cree usted que a su hija la están…?
─Dos cheques en los últimos treinta días ─me interrumpió el otro─, ambos pagaderos en metálico al portador. Cada uno de ellos por valor de diez mil dólares y ambos depositados por la Corporación Recreativa Atlee. Esa corporación es una Compañía de juego… restaurante en la planta baja como tapadera, sala de juego arriba como fuente de ingresos.
─¿Perdió el dinero en esos sitios? ─pregunté.
─No. No ha estado en ninguno de ellos. Eso he podido averiguarlo.
─¿Cuándo quiere que vaya con usted a su casa?
─Ahora. No quiero que ande por ahí fisgoneando. Granjéese las simpatías de Alta. Consiga que confíe en usted… muéstrese digno de confianza… atlético… agresivo…
─Mal se le ocurrirá escoger a un entrenador por confidente.
─Se equivoca. Eso es precisamente lo que se le ocurriría hacer a ella. No tiene nada de vulgar y odia a toda persona que lo sea. Intente adularla y se llevará un chasco: le tratará con desdén. Está usted equivocado. No; aguarde un momento. Tal vez tenga usted razón… Bueno, déjeme pensar… Verá. No es usted un entrenador profesional. Es un aficionado… pero un aficionado de categoría. Estoy pensando en apoyarle en un negocio. Se me ha ocurrido la idea de inaugurar una serie de gimnasios particulares y selectos donde los hombres de negocios que se encuentren desentrenados pueden recobrar la salud y el vigor a tanto por cabeza. Usted va a encargarse de dirigir toda la serie de gimnasios por cuenta mía, con sueldo y primas. Usted no es un entrenador. Es usted un socio comercial que conoce el asunto… El entrenarme a mí no será más que un detalle incidental… Déjelo de mi cuenta.
─Bien; esa parte queda en sus manos. Lo único que yo he de descubrir es el sumidero que se traga los cuartos de su hija, ¿nada más?
─¿Nada más…? Pero ¡si ése será el trabajo más duro que haya intentado usted en su vida! Esa muchacha es como un resorte de acero y dinamita. Si llega a descubrir alguna vez que es usted detective, a mí me va a llenar de molestias y usted se va de cabeza a la calle. ¿Se entera?
─Pero ¿y su hijastro? ¿Por qué me ha hablado de su negocio y…?
─Para que pueda usted quitarse de su paso e impedir que Alta se meta en su maldito negocio. Es un espantapájaros con cuello arrugado. Su madre le cree un verdadero genio. Y él se lo ha creído también. No se engañe. Si ha convencido a Alta para que meta dinero en su negocio… bueno, yo ya me encargaré de eso. Sólo quiero conocer detalles. Le dije a él y le dije a su madre que antes me ahorcaba que darle un centavo más. Si lo está consiguiendo de Alta, es igual que si lo consiguiera de mí. No lo consiento… Y estoy hablando más de lo que debiera. ¿Cuándo vendrá?
─Antes de una hora ─contestó Berta por mí.
Ashbury hizo con la espalda una contorsión que le permitió poner las manos sobre los brazos del sillón. Usando los brazos, se alzó hasta ponerse en pie.
─Bueno; venga en un taxi. La señora Cool tiene las señas. Yo me voy a prepararle el camino. Y no lo olvide, Lam: nadie debe saber que es usted detective. En cuanto averigüe eso, se le acabó el momio.
Se volvió a Berta a continuación, y dijo:
─Y usted, acuérdese también. No de ningún paso en falso. Alta no tiene ni un pelo de tonta. Se enterará como dé usted el menor traspié. Una tontería, nada más, y ha tirado usted cien dólares al día por la ventana.
Conque a Berta le estaban pagando cien dólares al día, más gastos. A mí me pagaba ella ocho cuando trabajaba, con un sueldo fijo de setenta y cinco al mes.
Ashbury dijo:
─Esté usted en mi casa dentro de una hora, Lam, y podrá conocer a la familia esta noche… a todos menos a Alta. Ella saldrá no sé dónde y no volverá hasta las dos o las tres de la mañana. Haremos nuestro entrenamiento a las siete y media y desayunaremos a las ocho y treinta. Y no es broma eso de que me haya de enseñar algo de jiu˗jitsu. Quiero criar músculos. Estoy demasiado fofo.
Retorció los estrechos hombros dentro de la acolchada chaqueta y resultaba sorprendente ver, cuando los hombros tocaban el paño, lo mucho que había podido hacer el sastre a fuerza de relleno.
─Donald estará allí ─aseguró Berta.
Y cuando se hubo marchado, Berta me dijo:
─Siéntate.
Me senté en el brazo del sillón.
Ella dijo:
─Hay muchos gastos relacionados con el mantenimiento del negocio de los que no sabes ni una maldita palabra: alquileres, sueldos de secretarias, garantía social, impuesto sobre ingresos, impuesto de ocupación, papel, contaduría, luces…
─Portero…─añadí.
─Eso es. Portero.
─Bueno, y… ¿qué?
─Pues como éste es un asunto bastante bueno, Donald, he decidido subirte el sueldo a diez dólares al día mientras trabajes en él.
─Serán diez dólares entonces ─dije.
─¿Cuál?
─Un día.
─¿Qué quieres decir con eso?
─Que no durará más. ¿Cómo puedo enseñarle o a nadie cultura física?
─Vamos, no seas así, Donald. Lo tengo calculado todo. Acordaremos con Hashita que éste te dé a ti clase todas las tardes. Le dije al señor Ashbury que tendrías que salir todas las tardes de dos a cuatro para venir a presentarte y hacer tu informe. Lo que harás en realidad será ir al gimnasio de Hashita a que te dé lecciones de jiu˗jitsu. Luego haces al señor Ashbury un refrito de esas lecciones. Pero conviene que no le dejes desarrollarse demasiado.
─No te preocupes, que no le ocurrirá nada de eso. Ni a mí tampoco.
─Oh, te aprenderás todo eso con una facilidad pasmosa, Donald.
─¿Cómo he de ir y venir? ¿A qué distancia está?
─Está demasiado lejos para ir en tranvía; pero como cree que vas a venir todas las tardes al despacho a tenerme al corriente, he conseguido que se preste a pagar él los gastos de taxi.
─¿Cuánto?
─No te preocupes ─contestó Berta─. No vamos a gastarnos todas las ganancias en taxis. Te llevaré yo en mi coche hasta cerca de la casa. No tendrás que andar más que una manzana. Te estaré esperando todos los días con el coche a las dos. No sé por qué hemos de dejar que se coma otro esa parte de los beneficios.
─Es correr un riesgo estúpido nada más que por ahorrar gastos de taxi; pero allá tú ─dije.
Y salí a preparar la maleta.