BERTA Cool nos encontró en el solarium. Me miró y dijo:
─Donald, querido, que me ahorquen si sé cómo te las arreglas; pero no cabe la menor duda de que metiste la mano en el saco y sacaste el primer premio.
─¿Ha confesado? ─pregunté.
─No; pero las huellas digitales concuerdan. Le encontraron un revólver en el bolsillo, que los detectives creen fue el usado para cometer el crimen.
Berta se nos quedó mirando.
─Bueno, Donald, acaba ─dijo─. Lo demás corre de cuenta de la Policía. Nos marchamos.
─¿Adónde? ─preguntó Alta.
─A trabajar.
─Pero ¡si estás trabajando!
─No en este asunto. Éste ya está liquidado.
Salió tranquilamente del solarium.
─¿Quieres probar una cosa? ─le pregunté a Alta.
─¿Qué?
─Las cartas ésas. Hay un sitio en que pueden estar.
─¿Dónde? ─preguntó.
─¿Tienes el coche aquí?
─Uh˗huh.
Salimos por la puerta de atrás cautelosamente, subimos al automóvil y salimos al patio. No hacían más que llegar coches de la Policía tocando sirenas.
─Donald, dime, ¿cómo descubriste eso?
─Estuve en Babia.
─¿Tú en Babia?
─Uh˗huh.
Alta se echó a reír.
─A mí me pareció una faenita hecha desde dentro. Tenía que serlo. Esther Clarde estaba enterada de lo de las cartas y de todo lo que estaba pasando aquí. Cuando la Policía me llevó a su piso, iba a dejarla entrar. De pronto me vio a mí y decidió hablar en el pasillo. Me figuré que había en su piso alguna persona a la que yo conocía. No tenía más remedio que ser Roberto. Le acusé abiertamente a Roberto; pero la cosa no encajaba bien del todo. Me pasé por alto la solución más lógica.
─¿Qué quieres decir…? Supongo que no será que Carter se metió en mi cuarto y…
─No; fue tu madrastra. ¿No comprendes? Tú eras, en realidad, la que hacía que esto no fuera un hogar para tu padre. Cuando tú te marchaste, él se sintió muy solo. No quiso decir nada porque opinaba que tú tenías que vivir tu vida y que, de todas formas, acabarías casándote tarde o temprano y dejándole. Conque decidió intentar crearse un nuevo hogar. Cuando tú volviste, se dio cuenta de que había cometido una estupidez. La señora Ashbury se dio cuenta de ello. Algunos detalles de tu vida le dieron un indicio.
─¿Quieres decir con eso que fue ella quien se apoderó de las cartas?
─Sí.
─¿Por qué?
─Para complicarte en el asunto Lasster y desacreditarte por completo. Pensó que así se haría dueña de la situación.
─¿Y qué hizo con ellas?
─Se las dio a Carter para que éste se las entregara al fiscal. Carter se las dio a Jed Ringold porque necesitaba un intermediario fuera de la casa. Ringold vio una ocasión de hacerse con veinte mil dólares y aun así quedarse con cartas suficientes para el fiscal. Luego perdió el dinero al juego y decidió ir más lejos.
»Tu padre se enteró de que estabas pagando dinero. La señora Ashbury lo averiguó por él. Carter descubrió que Ringold estaba traicionando a tu madrastra. Ella quería que las cartas llegaran a manos del fiscal. Estaban dispuestos a esperar un poco mientras Ringold preparaba el asunto; pero Ringold cometió el error de ir demasiado lejos.
─Sigo sin comprender.
─Crumweather, como es natural, estaba ya enterado de la existencia de las cartas, porque se lo había dicho Lasster. Cuando un hombre va a parar a la cárcel acusado de asesinato, se lo dice a su abogado todo. Y Crumweather quería asegurarse de que fueran destruidas las cartas. Suponía, como es lógico, que tú las habrías quemado, pero quería asegurarse.
»Crumweather conocía a Carter, tenía tratos comerciales con él y sabía que Carter tenía entrada en tu casa. Conque le dijo que sería un buen plan asegurarse de que las cartas habían sido destruidas.
»Entonces Carter debió decírselo a la señora Ashbury y ésta se dio cuenta de que se le presentaba la oportunidad de traicionar a Crumweather, complicarte a ti en un escándalo y hacerte la vida tan imposible que abandonaras el país y no volvieses a aparecer por él en todos los días de tu vida.
»Fue ella la que entró en tu cuarto y robó las cartas. Se las dio a Carter, diciéndole que no se las entregara a Crumweather, sino que se asegurase de que llegaran a manos del fiscal.
»Carter estaba dispuesto a hacerle traición a Crumweather si la señora Ashbury se lo pedía, pero vio ocasión de ganarse algo de dinero al mismo tiempo. Le entregó las cartas a Ringold con un cuento de hadas muy bonito para que te lo contara él a ti y sirviera de explicación al hecho de que te ofreciera las cartas en tres plazos. El plan era venderte dos paquetes de cartas y entregar el tercero luego al fiscal. Así Carter y Ringold podrían repartirse veinte mil dólares sin dejar de cumplir con la señora Ashbury, porque las cartas que llegaran a manos del fiscal serían las más jugosas de la colección.
»Pero Ringold decidió traicionar a todo el mundo. No veía por qué había de entregar el último paquete de cartas al fiscal y no sacar a cambio más que las gracias.
»De pronto comprendió que Carter se daría cuenta de la traición y se encontró en un dilema. Por último se le ocurrió un buen plan. Te haría creer que recibiste el último paquete de cartas. Cobraría tu cheque y luego entregaría las cartas al fiscal.
»Pero Carter no se fiaba de Ringold y la señora Ashbury no comprendía el porqué de aquel retraso. La conversación que tú sorprendiste entre ella y Carter fue una en la que ella le decía que se diera prisa y te metiera a ti en el asunto.
─¿Cómo se cometió el asesinato?
─Carter no tenía la intención de matar a nadie; pero sabía que tú ibas a visitar a Ringold. Pensó que, a lo mejor, éste iba a cometer alguna traición.
Alquiló un cuarto en otra parte del hotel, encontró libre el cuatrocientos veintiuno, abrió la puerta que comunicaba con el cuarto de al lado y se escondió en el cuarto de baño. Descubrió todo lo que deseaba saber y quiso escaparse sin ser visto; pero, entretanto, yo había alquilado ya la habitación y había echado el cerrojo a la puerta de comunicación. No podía volver al cuarto. Ringold le sorprendió en el cuarto de baño. Carter se abrió paso a tiros.
»En realidad, el propio Carter se delató. Tenía tan vivos deseos de ponerte a ti a la defensiva diciendo que te había visto cerca del lugar del crimen, que no se dio cuenta de que, al decir eso, confesaba que también se había hallado cerca él… De lo contrario no hubiera podido verte.
─No ha confesado nada. Mi madrastra va a conseguir abogado y lucharán ─dijo Alta, pensativa.
─¡Magnífico! Que luchen.
─Pero ¿no figurarán esas cartas en el asunto?
─No, a menos que el fiscal consiga apoderarse de ellas.
─¿Dónde están?
─Estudia bien el caso. Carter no sabe dónde están. Esther Clarde, que estaba haciendo de intermediaria también, no sabe dónde están. Crumweather no sabe dónde están. Han registrado el cuarto del hotel, y lo han registrado de verdad. Jed Ringold llevaba las cartas cuando entró en el hotel. No salió del hotel y, al parecer, tampoco salieron las cartas.
─Donald, ¿qué quieres decir con eso? ¿Que están escondidas en otro cuarto?
─Tal vez; pero, si leo bien el carácter de Ringold, no creo que fuera un primo tan grande.
─¿Qué hizo con ellas entonces?
─Lo averiguaremos.
Conduje a Alta hasta Correos, me acerqué a la ventanilla de «Lista de Correos», y dije:
─Juan Waterbury, haga el favor.
Un empleado con cara de aburrimiento y un dedal de goma repasó una pila de sobres y me entregó uno que iba dirigido a «Juan Waterbury».
Se lo entregué a Alta cuando estuvimos dentro del coche.
─Echa una mirada al contenido ─le dije─ y ve si es lo que buscas.
─Donald, ¿cómo lo sabías?
─Sólo había un sitio en que podía haber metido las cartas: en el buzón. Las tenía cuando estaba en el cuarto contigo. Unos minutos más tarde, cuando le mataron, no las tenía. El asesino no se las llevó. Esther Clarde no sabe dónde están… No había más que un sitio en que podían estar: en el buzón.
»Ringold no se había portado como un caballero mientras estabas tú en su cuarto con él. Sin embargo, cuando te levantaste tú para marcharte, salió al pasillo con mucha amabilidad para tocar el timbre del ascensor y que éste subiera a buscarte. El motivo de que lo hiciera fue que el buzón estaba cerca del ascensor. Quería echar la carta al buzón en cuanto tú le dejaras.
─No comprendo exactamente cómo encaja Crumweather en el asunto.
─Me tuvo despistado al principio ─confesé─. Como abogado de Lasster, es natural que interrogara a su cliente acerca de las mujeres que conocía. Lasster le habló de ti y de las cartas. Crumweather quería apoderarse de ellas. Abordó a Carter. Carter se lo dijo a tu madrastra, y ella se comprometió a conseguirlas. Y las consiguió, en efecto; pero no veía por qué había de sacarte a ti de la trampa… Bueno; ya conoces lo demás. Ella creyó que las cartas iban a pasar a manos del fiscal. Carter y Ringold querían sacar veinte mil dólares y luego entregarle la última tercera parte al fiscal. Aparentemente, no se le ocurrió a Crumweather que le estaban haciendo traición hasta después del asesinato. Entonces Clarde se puso al habla con él por teléfono y le contó lo ocurrido. Como es natural, se puso frenético. Quería apoderarse de las cartas antes de que lo hiciera el fiscal.
─Eres un verdadero brujo averiguando las cosas ─dijo Alta.
─No lo creas. Me merezco un puntapié por empezar mal. Se me metió en la cabeza que Crumweather estaba complicado desde el primer momento. Creí que había visto una ocasión de sacarse treinta mil dólares y que quemases tú misma las cartas; pero, evidentemente, él nada había hecho.
─Entonces, ¿por qué se ha mostrado de acuerdo en representar a Carter?
─Por dinero.
─¿Cómo sabías tú el nombre que iba a llevar el sobre? ─preguntó.
─Era el verdadero nombre de Ringold. Le pregunté a Esther Clarde anoche cuál era el verdadero nombre de ese individuo.
─Así, pues, ¿ya se te había ocurrido la idea del buzón?
─Sí.
─¿Y Carter no sabía que Ringold me iba a vender el tercer paquete de cartas?
─No. Ringold hizo eso por su cuenta. Carter desconfiaba: he ahí todo. No se atrevía a dejar de cumplir el encargo de entregarle las cartas al fiscal. Tu madrastra representaba más para él que Crumweather.
─¿Dónde me llevas ahora?
─Al edificio Commons. Quiero hablar con la secretaria del señor Fischler ─dije, riendo─, y decirle que exija diez mil dólares antes de entregar ciertas acciones y opciones de una Compañía minera.
─Donald, ¿vas a exigirles tanto?
─Voy a exigirles todo lo que aguante la banca ─le aseguré.
Llegamos al edificio Commons y subimos a la oficina de la Compañía de Ventas Fischler. Elsie Brand cerró precipitadamente el cajón de la mesa, en el que tenía una revista abierta, en cuanto abrí la puerta.
─¡Ah! ─exclamó─. ¡Es usted!
La presenté a Alta Ashbury.
─Cuando se presente el vendedor ─le dije─, dígale que el señor Fischler está celebrando una conferencia fuera de la oficina y que va a venir dentro de un cuarto de hora; que podrá usted hablarle por teléfono, pero que no admitirá mensaje alguno de boca de ninguna otra persona y que no espera estar en el despacho hasta dentro de dos o tres días.
─¿Algo más? ─preguntó.
─Le pedirá que me telefonee y que me dé un mensaje. Veinte minutos más tarde puede usted llamarle y decirle que olvidaré todo el asunto y que entregaré las opciones por diez mil dólares y que no tomaré ni un centavo menos.
─¿Algo más?
─Nada más. Dígale que quiero los diez mil dólares en dinero contante y sonante y que usted se encargará de que el señor Fischler firme los documentos necesarios.
─¿Nada más?
─Nada más ─le contesté. Y luego dije a Alta─: ¿Quieres entrar en mi despacho particular?
Entramos en el despacho particular. Al cerrar la puerta, vi que Elsie me miraba pensativa.
─No quiero que se me moleste ─dije.
Alta se sentó en el sofá que estaba frente a la mesa y yo me senté a su lado.
─¿Es éste tu despacho, Donald?
─Uh˗huh.
─¿Por qué lo montaste?
─Para echar una cana al aire y especular en minas.
─Eres muy reservado.
─No gran cosa.
─¿Y no he de decir nada de estas cartas?
─A nadie. Veamos el sobre.
Me entregó el sobre y yo quemé las cartas cuidadosamente, una por una, deshaciendo las cenizas en una escupidera.
No había hecho más que terminar cuando oí el jaleo en el despacho exterior y fuertes pisadas… Berta Cool abrió la puerta de mi despacho con violencia. Enrique Ashbury le seguía.
Berta dijo:
─Donald, ¿por qué rayos no me dijiste adónde ibas cuando marchaste?
Después de todo, eres mi empleado, ¿verdad?
─Estaba muy ocupado ─ le repliqué.
Alta se puso en pie de un brinco y le echó los brazos al cuello a su padre.
─¡Oh, papá! ─dijo─. ¡Me siento más feliz!
─¿Ha quedado todo arreglado satisfactoriamente?
─Por completo ─aseguró ella, dejándole manchada la mejilla de carmín.
─Bien, joven ─dijo.
─¿Qué? ─pregunté.
─¿Qué tiene que decir?
─Nada. He hecho el trabajo que se me encomendó. Todo ha terminado, en cuanto a esa parte del trabajo se refiere.
─¿Y el asesinato?
─¿Qué pasa con él?
─Al parecer, Carter es el que estuvo en el cuarto ése; pero no quiere confesar nada y la señora Ashbury corrió al teléfono y le buscó abogado.
─¿A quién escogió? ¿A Crumweather?
─Sí.
─Crumweather ─dije─ luchará como un gato panza arriba. Tal vez les cueste mucho trabajo demostrar que no se trata de un asesinato.
─¿No le parece que debiera usted aclarar eso un poco más?
─¿Por qué? Eso es cosa de la Policía. ¿Por qué debemos dar nosotros muestras del menor interés en el asunto?
─Para asegurarnos de que se haga justicia.
─Usted preferiría que su divorcio se llevara a cabo sin la menor notoriedad, ¿no es eso?
─Él afirmó con la cabeza.
─En ese caso ─dije─, Crumweather es un buen abogado para Carter.
─Tiene usted razón, como de costumbre, Lam. Vamos, Berta larguémonos de aquí.
Berta dijo:
─Necesito a Elsie en el despacho.
─Podrás llevártela dentro de dos o tres días, tan pronto como pueda liquidar mis asuntos aquí.
Berta miró a Alta, luego me miró a mí y, por último, a Enrique. Dijo:
─Bueno, Donald; no olvides que estás trabajando. Éste es un despacho y éstas son horas de trabajo. Despeja.
─¿Que despeje qué? ─pregunté.
Ella señaló a Alta con un dedo.
La muchacha alzó la barbilla.
─Usted perdone, señora Cool ─dijo─; pero, en cuanto a mí se refiere, este asunto no está terminado. Hay algunas otras cosas que quiero discutir.
─Yo tengo una agencia de detectives que dirigir y este chico es empleado mío. Puede usted hablar con él después de las horas de oficina.
─No haré tal cosa. Tal vez no se dé usted cuenta de ello, pero nosotros le estamos pagando cien dólares diarios, señora Cool.
─¿Quiere usted decir que…?
Berta Cool exhaló un suspiro. Se dio cuenta de la situación en seguida y me dijo:
─Me voy a las oficinas de la agencia.
Luego se volvió hacia Alta y agregó:
─En ese caso, querida, puede usted alquilarle por meses.
Ashbury dijo:
─Hasta más tarde, Donald.
Y a Berta:
─Un momento, señora Cool. Quiero acompañarla a su despacho y discutir unos detalles.
Oí la risa de Ashbury; oía Berta Cool cerrar la puerta tan de golpe que temblaron todos los cristales. Alta Ashbury y yo nos quedamos en el despacho solos durante largo rato.