ERAN las ocho y cuarenta cuando entré en el hotel donde había dejado a Esther Clarde. Una joven estaba de guardia en la centralita. Le dije que telefoneara al cuarto de la señorita Claxon y le dijera que el señor Lam la estaba esperando en el vestíbulo.
─La señorita Claxon ha dejado el hotel ─me contestó.
─¿Cuándo?
─Anoche.
─¿Puede usted averiguar a qué hora exactamente?
─Más vale que se lo pregunte al encargado del registro.
Me acerqué al encargado y se lo pregunté. Éste se acercó a la ventanilla sobre la que decía «Caja» y replicó:
─Pagó por adelantado.
─Ya sé que pagó por adelantado. Lo que quiero saber es cuándo marchó. Él movió negativamente la cabeza, empezó a cerrar el fichero y, de pronto, se fijó en una nota. La consultó.
─Se marchó a eso de las dos de la madrugada ─dijo.
Le di las gracias y le pregunté si no había ningún mensaje para mí. Miró en una pila de sobres y me dijo que no.
Llamé a Berta Cool desde la cabina telefónica de un restaurante vecino. No obtuve respuesta ni de su despacho ni de su casa particular.
Desayuné y me fumé unos cigarrillos. Compré un periódico, leí los titulares y eché una mirada a la sección de deportes. Telefoneé otra vez al despacho de Berta Cool y la encontré.
─¿Hay algo nuevo? ─le pregunté.
─¿Dónde estás, Donald?
─En un teléfono público.
Habló con cautela.
─Tengo entendido que la policía está haciendo progresos en el asunto de Ringold.
─Sí; hay ciertos incidentes recientes que no comprenden.
─¿Como cuáles, por ejemplo?
─Alguien se introdujo en el cuarto del hotel esta mañana a primera hora, al parecer, y lo deshizo por completo. El tapizado estaba todo cortado, las cortinas arrancadas, las alfombras quitadas, los cuadros fuera de sus marcos… Un desastre.
─¿Algún indicio?
─Ninguno, al parecer. La policía no se muestra muy comunicativa que digamos. Tuve que obtener los informes de contrabando.
─Lindo jaleo ─murmuré.
─¿Qué vas a hacer ahora?
─Seguir circulando.
─Telefonearon del despacho del señor Crumweather. Parece ser que ese señor tiene vivos deseos de verte.
─¿Dijo qué quería?
─No; sólo que quería hablar contigo.
─Es un buitre muy gregario, ¿eh?
─Uh˗huh. Donald, anda con ojo.
─Ya lo hago.
─Berta no podría serte útil, ¿sabes?, si estuvieras metido en un cuarto rodeado de rejas.
Fingí sorpresa y dolor.
─¿Quieres no decir con eso que no me pagarías el sueldo si tuviera que ir a la cárcel por querer resolver un asunto de la agencia?
Berta se tragó el anzuelo, dijo:
─¡Ya lo creo que no te pagaría el sueldo, so renacuajo impertinente!
Y cortó la comunicación dando un porrazo tan fuerte que sonó como si hubiera arrancado el auricular de raíz.
Me tomé otra taza de café y me acerqué al despacho de Crumweather.
La señorita Sykes me echó una mirada, dijo «un momento» y se metió en el despacho de Crumweather. Tardó casi un minuto en salir. Me figure que habría recibido cincuenta segundos de instrucciones.
─Pase, señor Lam.
Entré en el despacho particular. Crumweather pareció la amabilidad personificada. Me tendió una huesuda mano y se mostró efusivo y cordial como se muestra el que ha pedido un préstamo al Banco y recibe la visita del tasador del mismo, que ha venido a ver con qué garantías cuenta.
─Vaya, vaya, Lam…, muchacho ─dijo─. Sí que es usted un chico activo… ¡activísimo!
Me senté.
Crumweather se empujó los lentes nariz arriba y me miró frío, duro, calculador. Intentó endulzar la severidad de su mirada helando una sonrisa en sus labios.
─¿Qué ha estado usted haciendo desde que le vi la última vez, Lam?
─Pensando.
─Fue muy ingeniosa esa idea de usted acerca de la Compañía petrolífera… Dígame, Lam, ¿cómo se le ocurrió emplear ese sistema de abordarme?
─Se me antojó que sería bueno.
─Sí que lo fue, ¡muy bueno en verdad! Demasiado bueno. Ahora quiero saber quién le metió esa idea en la cabeza.
─Nadie.
─Ha habido un escape por alguna parte. Alguien ha estado hablando de mí. Un hombre que se halla en mi posición no puede permitirse el lujo de que se ponga en tela de juicio su buen nombre.
─Eso lo comprendo perfectamente.
─Los rumores tienen la costumbre de propalarse, enredarse y hacerse desproporcionados.
─¡Cuán cierto es eso!
─Si ha oído decir usted algo acerca de mis actividades y vino a verme porque se corría el rumor de que yo podía burlar la ley de Corporaciones… Bueno, quiero saberlo. Estaría dispuesto a ser generoso… ¿Comprende…? Agradecido…
─No he oído nada.
Se contrajeron sus pupilas.
─Supongo ─dijo con sarcasmo─ que se le ocurrió a usted la idea sin más ni más. Se dijo a sí mismo: «Quiero abordar a Crumweather y hacerle hablar. ¿Cuál es el mejor sistema para que desembuche…? ¡Ah, ya sé!, le diré que quiero burlar la ley de Corporaciones».
─Así es.
─¡Narices!
Él me contempló unos instantes; luego dijo:
─Usted sabe, Donald… Voy a llamarle Donald porque me parece usted un niño, no porque quiera hacer comentario alguno sobre su falta de madurez sino simplemente porque soy un hombre mucho más viejo y porque me tomo por usted un interés paternal.
─¿De veras?
─De verás que sí. Tiene usted una mente muy perspicaz. Tiene usted algo que me resulta simpático. He investigado un poco su pasado… ¿Comprenderá el interés que siento por usted, verdad?
─Lo comprendo.
Rió.
─Sí que me comprende, en efecto ─dijo.
Guardamos silencio un instante, luego Crumweather continuó:
─He descubierto que ha estudiado usted leyes. Es muy interesante eso. Considero que el haber estudiado leyes es una base maravillosa para triunfar en cualquier otro campo.
─Principalmente en el campo jurídico ─dije yo.
Echó él la cabeza hacia atrás y se puso a reír.
─Un sentido humorístico seco, muchacho, muy seco, muy interesante. Un hombre que tuviera la agudeza de percepción que tiene usted, podría ganar mucho dinero en el campo jurídico… si tuviese las relaciones adecuadas. Le es muy difícil a un abogado joven abrir despacho, comprar libros y muebles de oficina y aguardar a que lleguen los clientes.
─Eso tengo entendido.
─Pero los que tienen una clientela fija ya, a veces están dispuestos a admitir como socios a los hombres que tienen la necesaria cantidad de habilidad.
Yo nada dije.
─He descubierto, Donald ─prosiguió─, que tuvo usted una discusión con el Colegio de Abogados acerca de ética profesional. Le contó usted a un cliente cómo podía cometer un asesinato y evitar toda responsabilidad legal.
─No le conté tal cosa. Se trataba de supuestos teóricos.
─El Colegio de Abogados no lo entendió así… y dijo que estaba usted en un error por añadidura.
─Ya sé que lo dijo; pero la idea era práctica, No había por dónde encontrarle agujeros.
Se meció en el sillón giratorio, riendo.
─Tiene usted razón ─reconoció─. Da la casualidad que conozco a uno de la comisión del Colegio. Le hablé del asunto. Le resultó un poco embarazoso.
─Cubre usted mucho territorio también ─observé.
─A veces sí… no física, sino mentalmente. He descubierto que una persona puede conservar la mente mucho más despejada y en condiciones de funcionar con eficiencia si mantiene las energías físicas todo lo posible.
Dije:
─Bueno, deje de andarse por las ramas. ¿Dónde está Esther Clarde?
Se acarició la barbilla.
─Me alegro que haya abordado usted ese asunto. Me estaba preguntando cómo abordarlo yo. Es…
La sonrisa desapareció del rostro de Crumweather como si le hubieran arrancado una máscara. Su mirada se tornó dura e intolerante; sus labios se contrajeron como los de una fiera. Se dirigió a la secretaria.
─Le dije que no quería que se me interrumpiera. Le dije lo que tenía que hacer. Salga ahí fuera y hágalo y no…
─Es una conferencia con Valleydale. El que habla dice que es cosa de muchísima importancia.
Crumweather reflexionó unos instantes.
─Bien; póngame aquí la conferencia.
Descolgó el auricular del teléfono que tenía sobre su mesa. Su rostro carecía de expresión. Sólo sus ojos daban muestras de extrema concentración mental. Al cabo de un rato oí un chasquido y Crumweather dijo:
─¡Diga…! Sí; Crumweather al habla. ¿Qué desea?
Yo no podía oír nada de lo que estaban diciendo; pero podía verle la cara. Le vi fruncir el entrecejo; luego enarcar las cejas. Sus labios se comprimieron. Me miró como si temiera que, por medio de algún fenómeno psíquico, pudiera estar yo escuchando lo que oía él por el auricular. Mi expresión le tranquilizó. No obstante, le dominaba la manía del secreto. Curvó la mano sobre la boquilla, como si quisiera tapar el aparato.
Después de unos segundos, quitó la mano de la boquilla el tiempo suficiente para decir.
─Tiene que estar completamente seguro de que no se equivoca en eso.
Volvió a escuchar y movió en seguida la cabeza afirmativamente.
─Bueno ─dijo─ téngame al corriente.
Escuchó un rato más; luego dijo:
─Bien, adiós.
Y colgó el auricular.
Me miró, pensativo. Luego descolgó el teléfono otra vez y le dijo a su secretaria.
─Deme línea.
Marcó un número, asegurándose de que yo no pudiera ver qué número era. Dijo:
─¡Oiga! Crumweather al habla… Bueno. Ahora escuche con atención.
Quiero que se hagan las operaciones a la inversa… Donde han estado ustedes vendiendo, tendrán que comprar… Dejen de vender inmediatamente y compren otra vez lo que han vendido… Eso es… No puedo explicar… en estos momentos. Hagan lo que digo… Bueno, supongo que había más verdad en ello de lo que ustedes creían… Todo estaba tal como ustedes… Bueno, pues mirémoslo desde este punto de vista. Supóngase que todo lo que dijera en esos tres minutos fuera verdad, sino verdad en una escala mucho mayor de lo que él se hubiera atrevido a soñar siquiera… Eso es… No tienen tiempo que perder. Habrá algún escape. Convoque a todos y póngase a trabajar.
Colgó el teléfono y se volvió a mí. Tardó un minuto en poder recoger el hilo de la conversación.
─Esther Clarde ─le recordé.
─¡Ah, sí! ─dijo, y su rostro volvió a adquirir la sonrisa helada de antes─. ¿Sabe usted que impresionó enormemente a esa muchacha, Donald?
─¿Sí?
─Sí. La impresionó de verdad.
─Me alegro de saberlo.
─Debiera alegrarse. Fue una enorme ventaja para usted; pero comprenderá que yo soy un hombre más viejo, más sagaz y, si me permite que lo diga así, un amigo más íntimo. Antes de dar ningún paso decisivo, lo natural era que me consultase.
─¿La conoce usted desde hace tiempo?
─Sí; es una joven muy simpática… Una joven muy simpática.
─Así resulta más agradable ─dije yo.
─Comprendo su generosidad al intentar protegerla, Donald; pero no puedo consentirlo.
─¿No?
─Ni por un instante. Claro está. Donald, un hombre desesperado es capaz de casi cualquier cosa; pero aun así no concibo cómo puede olvidarse un hombre de sí mismo hasta el punto de dejar que una mujer se coloque en el caso de ser cómplice de un asesinato.
─¡Caramba!
─Y así se lo he advertido a Esther Clarde. Tal vez le interese a usted saber, Donald, que hablé con ella esta mañana a primera hora. Tengo una cita con ella a las diez y media. La he convencido de que lo único que puede hacer es avisar a la policía y decirle francamente que intentó protegerle a usted.
─¿Que diga todo lo contrario de lo que dijo antes, quiere usted decir?
─Precisamente.
─Su identificación tendrá muy poco valor si se presenta a declarar ahora y jura que yo fui el hombre que entró en el hotel.
─En efecto, Donald, en efecto. Tiene usted una mente legal muy despejada; pero si ella dijese que usted la había sobornado para que no le reconociese, que era por dicho soborno por lo que había mentido, pero que más tarde consultó con un abogado competente y éste le hizo comprender que ello la convertiría en cómplice del crimen… Bueno, Donald, esa mente legal que usted tiene le permitirá deducir lo que ocurrirá.
─Sí que me lo permite.
─Ya me lo suponía yo.
─Es muy ingenioso ─le dije.
─Gracias ─me contestó, sonriendo─. A mí me pareció bastante bueno también.
─Está bien; ¿qué desea usted?
Desapareció su sonrisa. Me miró con fijeza. Dijo con firmeza:
─Quiero ese último puñado de cartas que Jed Ringold había de entregar en un sobre.
─¿Para qué?
─Como abogado, Donald, no necesita usted hacer esa pregunta;
─Pero la estoy haciendo.
─Mi cliente va a comparecer ante un tribunal acusado de asesinato. Es uno de esos casos en que el jurado se dejará, guiar por sus prejuicios más bien que por las pruebas. Esas cartas podrían crear prejuicios desfavorables a mi cliente y el resultado sería desastroso.
─¿Por qué no las destruyó cuando las tuvo en su poder, pues?
Parpadeó.
─Me parece que no le comprendo, Donald.
─Consiguió usted esas cartas. Quería que fueran destruidas para que no pudiera usarlas el fiscal. Pero fue usted demasiado listo para quemarlas personalmente. Decidió dejar a Alta quemarlas y pagar treinta mil dólares por el privilegio. Así quedaban eliminadas las cartas con la misma seguridad que si les hubiera rendido fuego usted mismo, y además conseguía treinta mil dólares de beneficios.
Reflexionó unos instantes y luego movió afirmativamente la cabeza.
─Eso hubiera sido una idea espléndida, Donald. Una idea espléndida. Como le dije, dos cabezas valen más que una. Un joven, sobre todo si es ingenioso, piensa en cosas que, a lo mejor, un hombre de más edad se pasa por alto. Ha de reflexionar usted antes de rechazar mi oferta de asociarse a mi negocio. Haría usted carrera, muchacho ─de pronto, su mirada se tornó dura─. Pero, entretanto ─dijo─, no olvide que quiero esas cartas, Donald. No soy hombre con quien puede jugarse impunemente. A pesar del gran respeto que me infunden su ingenio y su inteligencia quiero esas cartas.
─¿Cuánto tiempo me da?
Consultó su reloj.
─Treinta minutos.
Me fui. Quiso estrecharme la mano, pero fingí no ver la suya. Marché a la oficina de la agencia. Berta había alquilado otra máquina y otra mesa. Las muchachas se estaban familiarizando más con el trabajo.
Ambas estaban tecleando alegremente. Crucé hasta el despacho particular y abrí la puerta.
Berta Cool, que estaba leyendo el periódico y sostenía un cigarrillo en una larga boquilla de marfil esculpido, dijo:
─Por Dios, Donald; cuidado que tienes las cosas revueltas.
─¿Qué pasa ahora?
─Llamadas telefónicas… Montones de ellas. No quieren dar el nombre.
La gente quiere saber cuándo vienes.
─¿Qué les dijiste?
─Que no lo sabía.
─¿Hombres o mujeres?
─Mujeres; mujeres jóvenes a juzgar por su voz. ¡Santo Dios, no sé lo que les das…! Lo comprendería si fueras uno de esos tenorios sin compasión; pero no tienes nada de ídolo de la pantalla. Y te enamoras de ellas tan locamente como se enamoran ellas de ti… aunque no de la misma manera. Tú no lo haces con ánimo de aprovecharte, Donald. Pones a las mujeres sobre un pedestal y las adoras. Crees que porque tienen falda sujeta a la cintura son algo distinto, noble, exaltado. ¡Qué rayos, Donald! Nunca serás un buen detective hasta que aprendas que la mujer no es más que la hembra de la especie.
─¿Algo más?
Me dirigió una mirada torva y dijo:
─Nada de impertinencias, ahora, Donald. Después de todo trabajas a mis órdenes.
─Y te hago ganar cien dólares al día.
Eso le hizo efecto.
─Siéntate, amor ─me invitó─. No le haga caso a Berta. Berta está enfadada porque durmió muy poco anoche.
Me senté en la silla reservada para los clientes.
Sonó el teléfono.
Berta dijo:
─Ésta es otra de las mujeres que le llaman.
─Averigua quién es ─dije─. Si se trata de Esther Clarde o de Alta Ashbury, estoy aquí. Si es alguna otra persona, no estoy.
─Esas dos mujeres… ¡mira que enamorarse de las dos a un tiempo! Esa Clarde es una vulgar mujerzuela y Alta Ashbury es una muchacha rica que te considera a un juguete nuevo. Jugará contigo hasta romperte; luego te echará a la basura sin acordarse siquiera de…
El teléfono seguía sonando.
─Más vale que contestes.
Berta descolgó el teléfono y dijo, con desenfado:
─Sí. ¿Diga…?
Tenía que encargarse ella de contestar al teléfono ahora que no tenía a Elsie Brand y le hacía muy poca gracia.
Escuchó unos instantes y vi cómo cambiaba su rostro de expresión. Su mirada se tornó dura.
─¿Cuánto?
Y volvió a escuchar.
─Pero no comprendo por qué… Bueno, pues si no tenía usted autoridad… Bueno ¿cuánto puede…? ¡Rayos! ¡No me interrumpa cada vez que intento decir algo! Escuche, si no tenía usted autoridad para llevar a cabo esa transacción, ¿cómo…? Ya… ¿Cuánto…? Le telefonearé esta tarde y le contestaré… No; esta tarde… No; a la una no. Más tarde… Bueno, a las tres. Está bien; a las dos.
Colgó el teléfono y me miró, ansiosa.
─¿Es algo relacionado con el caso? ─le pregunté.
─No; otra cosa. Vino un hombre aquí el otro día y me dijo que quería hablar tres minutos. Consentí en concederle tres minutos exactos.
Cuando pasaron, le avisé. Creyó que me tendría tan interesada que no diría nada; pero le di un chasco… Donald Lam, ¿de qué demonio te estás ahora riendo?
─De nada ─dije─. ¿Cuánto quieren pagar?
─¿Quiénes?
─Los que te vendieron las acciones.
─¿Cómo sabes que ésa es la gente que me vendió las acciones? ¿Cómo sabes que he comprado acciones siquiera? ¿Qué demonios has estado haciendo? ¿Husmeando acaso en mis asuntos? ¿Registrándome tal vez la mesa? ¿Has…?
─Olvídalo. Te leo como un libro.
─¡También lo creo!
─Y lo mismo le pasa a todo el mundo. Es un truco viejo ése para cazar primos.
─¿Cuál?
─El decirle a una persona que necesita uno tres minutos y comprometerse a decir lo que tiene que decir en tres minutos justos. Le dice uno a la persona en cuestión todo lo que quiere decirle y luego continúa uno hablando. El primo tiene tantas ganas de demostrar que a él no le engaña nadie, que no hace más que examinar que ya han transcurrido los tres minutos y no hace las preguntas que, de no ser por eso, haría. Es un lindo sistema de alta presión para vender acciones.
Berta miró, tragó saliva dos veces, descolgó el teléfono, marcó un número y dijo:
─He reflexionado. Acepto… Bien, tráigame el dinero. No quiero yo cheques. Quiero dinero contante y sonante.
Volvió a colgar.
─¿Cuánto te ofrecieron? ─pregunté.
─Eso a ti no te importa. ¿Qué has estado haciendo?
─Matando el tiempo.
─¿Qué rayos quieres decir con eso de matar tiempo? Se te ha contratado para hallar la solución de un asesinato y…
─Quítate de la cabeza ─la interrumpí─, que se nos ha contratado para que demos con la solución de un asesinato. Se nos contrató para sacar a Alta Ashbury de un apuro.
─Bueno, pues está más metida en él que nunca.
─Seguimos contratados.
─Bueno, pues ponte a trabajar ya de una vez.
─Se nos paga por días, ¿verdad?
Encendí un cigarrillo.
Ella me miró torvamente y dijo:
─A veces, Donald, me enfureces tanto, que me dan ganas de hacerte trizas… ¿Qué rayos le has hecho a Tokamura Hashita?
─Nada, ¿por qué?
─Me telefoneó para decirme que no habría más clases de momento.
─Me parece que herí su susceptibilidad.
─¿Cómo?
─Le dije que el jiu˗jitsu iba muy bien en un gimnasio; pero yo conocía a un par de hombres que decían que había quedado demostrado en varias ocasiones que no servía para nada en las situaciones en que se tropieza un hombre en la vida real. Le dije que podrían ellos sacar revólveres descargados si no sabía él cuando iban a hacerlo y dejarle en ridículo. Ofrecí darle cincuenta dólares…
─¡Cincuenta dólares! ─me interrumpió, dando un aullido─. Cincuenta dólares, ¿de quién?
─De Ashbury.
Se dejó caer en su asiento con gesto de alivio.
─¿Qué hizo él?
─Aceptó el dinero.
─¿Qué ocurrió después?
─Tenía él razón.
─En tal caso, más vale que continúes tomando lecciones.
─Creo que Hashita cree que alguien se las ha dado de listo con él.
─Donald, ¿cómo sabías que eso de los tres minutos era un cuento para vender acciones? Yo nunca había oído hablar de él.
─¿Cuánto te timaron?
─No me timaron. Me van a dar el doble de lo que pagué…
─Gracias ─dije.
Se me quedó mirando. Al cabo de unos momentos dijo:
─El día menos pensado voy a despedirte.
─Tal vez tengas que hacerlo. Crumweather quiere que me asocie con él.
─¿Quién?
─Crumweather, el abogado.
Berta Cool se inclinó sobre la mesa.
─Escucha, Donald, a ti no te interesa volver a ejercer la carrera. Ya sabes lo que ocurriría. La historia de siempre. Conseguirías hacerte con una buena clientela y algo que hicieras irritaría a esos pajarracos del Colegio de Abogados y volverías a encontrarte nuevamente en la calle buscando trabajo. Tienes ahora un buen empleo aquí, un empleo de porvenir. Puedes llegar a ganar…
─La décima parte de lo que ganaría ejerciendo mi profesión.
─Pero hay porvenir, Donald, y no podrías abandonar a Berta. Has conseguido que Berta se vea perdida sin ti.
Oí voces excitadas en el despacho exterior; luego pasos rápidos. La puerta del despacho particular se abrió de golpe y apareció Esther Clarde en el umbral. Una de las mecanógrafas estaba mirando por encima de su hombro, tirándole del brazo al mismo tiempo.
Yo dije:
─Pase, Esther.
Berta Cool exclamó:
─¡Qué ha de entrar! ¡Buena manera de irrumpir en mi oficina! Se quedará fuera sentada, aguardará a que anuncien su visita y…
─Siéntate aquí ─dije yo, levantándome de mi asiento y ofreciéndoselo.
Esther Clarde entró. Berta Cool dijo:
─¡Me tiene sin cuidado quién sea, Donald! No consentiré que nadie…
Le cerré las puertas en las narices a la nueva secretaria y pregunté:
─¿Qué pasa, Esther?
─El abogado intenta conseguir que yo te traicione, y quería que supieras que no pienso hacerlo.
─¿Le dijiste que lo harías?
─Sí; no tuve más remedio.
Berta Cool intervino:
─Escucha, Donald. Tú no puedes meterte aquí a dirigir el negocio. No puedes invitar a nadie a entrar en este despacho…
─Quiere que salgas de aquí ─le dije a Esther Clarde.
La muchacha se puso en pie. Tenía los ojos hinchados. Comprendí que había estado llorando.
─Quería que lo supieras, Donald.
─¿Le telefoneaste anoche?
─¿A quién?
─A Crumweather.
─Sí.
─¿Por qué?
─Ha sido mi amigo… Oh, no ha sido una amistad desinteresada, pero…
Berta Cool interrumpió:
─Donald, mírame. Vamos a aclarar este asunto ahora mismo. No es cuestión de si vamos a hablar con esta muchacha o no. Es cuestión de saber quién demonios dirige este negocio.
Le dije a Esther:
─Quiere que nos vayamos de aquí. Tal vez sea mejor que nos marchemos.
Eché a andar en dirección a la puerta.
Tardó un instante en entrarle eso en la cabeza; luego apoyó las manos en los brazos del sillón giratorio e intentó levantarse aprisa.
─¡Vuelve ahora aquí! ─aulló─. ¡Quiero enterarme de lo que está ocurriendo en este asunto! No puedes dejarme a oscuras. ¿Qué intentaba hacer Crumweather? ¿Qué traición…?
Abrí la puerta y salí con Esther.
─¡Donald, so renacuajo! ¡Ya me has oído! ¡Vuelve aquí y…!
No oí lo demás porque cerré la puerta. Crucé el despacho exterior con Esther mientras las dos mecanógrafas me contemplaban boquiabiertas. La puerta del despacho de Berta se abrió bruscamente en el preciso momento en que yo abrí la del corredor. Tenía demasiado sentido común para intentar alcanzarnos. Su tamaño y su peso era un inconveniente demasiado grande. Cuando salimos, aún estaba parada en su puerta.
En el pasillo, dije:
─Escucha, Esther, una cosa necesito saber. No mientas. ¿Quién te dio las cartas?
─Nunca vi las cartas hasta tenerlas Jed Ringold y no tengo la menor idea de quién se las dio a él.
─¿Roberto Tindle? ─pregunté.
─Supongo que sí; pero no lo sé.
Me paré junto al ascensor y apreté el botón.
─¿Tenía Ringold alguna otra cosa que no fuera el hotel?
─No.
─¿Ningún otro sitio en que viviese?
─Ninguno, como no fuera conmigo.
Se abrió la puerta de la agencia. Berta Cool salió. Un ascensor se detuvo en el piso. Dos hombres se apearon. Uno de ellos echó a andar hacia la puerta de la agencia. El otro se volvió para echarnos una mirada. Se paró en seco y dijo:
─Aquí está, Guillermo.
Los hombres se acercaron. Uno de ellos enseñó una placa.
─Bueno, amigo ─me anunció─; va a venir usted a dar un paseo.
─¿Con quién? ─pregunté.
─Conmigo.
─¿Para qué?
─El fiscal quiere hablar con usted.
─Yo no quiero hablar con nadie. Estoy muy ocupado…
El ascensor que bajaba se detuvo. Los dos detectives nos empujaron dentro.
Berta Cool gritó:
─¡Que espere ese ascensor! ¡Quiero bajar!
Corrió hacia el corredor tan aprisa como le fue posible. Uno de los pasajeros rió.
El ascensor se estremeció al recibir el peso de Berta. El empleado cerró la puerta. Berta Cool se volvió y se puso de cara a la puerta. Nos empujó a todos los demás hacia dentro. No me dijo una palabra a mí.
Bajamos a la planta baja sin paradas intermedias. Había un pasillo muy largo y un puesto de tabaco cerca de la puerta de la calle. Berta Cool fue la primera en apearse. Echó a andar por el pasillo. Me eché a un lado para dejar salir a Esther Clarde. El detective de mi derecha dijo:
─Quédate con esa chica, Guillermo.
Y me empujó a mí al pasillo. Había otros tres hombres allí. Se acercaron todos. Echaron a andar en pelotón. Le dije al detective:
─Un momento. ¿Qué pretenden?
Nada me contestó. Había un hombre sentado en el sillón del limpiabotas limpiándose los zapatos. No le presté especial atención hasta que oí su voz alzarse excitada:
─¡Ahí está! ¡Ése es!
Toda la procesión se detuvo. Alcé la mirada. El hombre que se limpiaba los zapatos era el conserje del hotel en que se había cometido el asesinato. Me estaba señalando con el dedo.
El detective rió y dijo:
─Bueno, amigo, ya le han identificado a usted entre una hilera de hombres como quería.
Se volvió hacia el ascensor agregó:
─Bueno, Guillermo, ya puedes traerte a esa chica.
Ocurrieron la mar de cosas al mismo tiempo. El detective les dijo a los tres hombres que habían estado caminando a mi lado:
─Pueden ustedes marcharse ya. No olviden que deben estar dispuestos a presentarse inmediatamente cuando les avisemos.
El otro detective sacó a Esther Clarde del ascensor. Berta Cool, sin volver la cabeza, se dirigió a la cabina telefónica. Entró, pero no pudo cerrar la puerta. La vi echar una moneda y marcar un número. Acercó los labios a la boquilla para que los que había fuera no pudiesen oír lo que decía. El conserje del hotel saltó de su sillón. Tenía un zapato limpio y otro no. Bailaba de excitación y no hacía más que señalarme y decir:
─¡Ése es! ¡Ése es el hombre! ¡Le reconocería en cualquier parte!
─¡Mira, Esther, ahí está! ¡Ése es! ¡Ése…!
─Estás loco, Gualterio; ése no es. Se parece algo, pero no es él.
Él la miró con sorpresa.
─¡Claro que lo es! Es inconfundible. Es…
─Tiene la misma estatura ─le interrumpió Esther─, y las mismas características generales; pero el hombre que estuvo en el hotel era un poco más ancho, un poco más pesado, y creo que tendría un par de años más.
El conserje se quedó dudando, contemplándome. El detective dijo:
─Baje de las nubes, amigo. Ésa ha andado por ahí con él y procura protegerle.
El rostro del conserje se tornó pálido como un sudario.
─¡No es verdad! ─exclamó─. Esther, ¡eso no es verdad! ¡Dile que miente!
─Eso es mentira ─dijo Esther.
─Claro que es mentira. Esther está de dependienta en un mostrador y tiene que ser amable con todo el mundo; pero cuando se trata…
─Narices ─dijo el detective─. Le está tomando el pelo. ¿Por qué no se le cae la venda de los ojos, primo…? Éste es el hombre. ¿Cómo demonios cree usted que ha llegado ella aquí? Bajaba en el ascensor con él. Se dirigían al piso de ella cuando los detuvimos.
El conserje miró al detective, luego a Esther y por último a mí. Vi brillar el odio en sus ojos. Gritó:
─¡No es verdad lo que dice Esther; pero éste es el hombre! ¡Juro que es el hombre!
El detective sonrió y me dijo:
─¿Qué le parece amigo? ¿Es usted el hombre?
─No ─repliqué.
─¡Lástima! Debe tratarse de un caso de identidad confundida. ¿Quiere usted ayudar a la Policía a aclarar el caso?
─Naturalmente.
─Entonces iremos al hotel y echaremos una mirada por allí.
─Se equivoca ─le repuse─. Vamos a discutir el asunto aquí mismo o ir a ver al fiscal.
─Oh, no, amigo. Usted va a ir al hotel.
─¿Qué espera usted encontrar allí?
─Podemos echar una mirada a nuestro alrededor. Nos gustaría probar la hoja de su navaja y ver si encaja en el agujero de la puerta.
Moví negativamente la cabeza.
─Si van a intentar cargarme algo, voy a ver a un abogado.
─Escuche, amigo; si es usted culpable, bueno. Siga usted adelante con esa actitud. No diga una palabra y consígase un abogado; pero si es inocente y no quiere que le carguen a usted el crimen, más vale que nos ayude a aclarar el asunto.
─No tengo inconveniente en ayudarles a aclararlo; pero no pienso dejarme arrastrar por las calles.
─¿Dónde quiere ir usted?
─A casa de Ashbury.
─¿Para qué?
─Tengo trabajo que hacer allí. Allí tengo mi ropa.
Vi aparecer una expresión de astucia en el rostro del detective.
─¡Magnífico! ─dijo─. Tomaremos un taxi y llegaremos a casa de Ashbury.
─¿Y el coche en que vinieron ustedes? ─pregunté.
─Ése irá un poco lleno ─contestó.
Se acercó a Esther Clarde y dijo:
─Bueno, hermanita, ya ha llegado usted a la bifurcación del camino. O identifica usted a este hombre, o la detenemos como cómplice. ¿Cuál prefiere?
─No es este hombre.
─Sabemos que éste es el hombre. Se encuentra usted en la bifurcación de la carretera, como he dicho. Escoja de una vez y hágalo bien, porque no va a poder volverse atrás.
Berta Cool, que había echado a andar hacia los ascensores y se había detenido a escuchar la conversación, dijo:
─¿No es eso intimidar a un testigo?
El detective la miró, poniéndose colorado de ira.
─Circule ─dijo─, esto es cuestión de la Policía.
Se volvió la solapa de la chaqueta para enseñar su insignia.
─¡Bah! Ese pedazo de hojalata no representa nada para mí. Si no he oído mal, le está usted diciendo a esta muchacha que si comete perjurio no le pasará nada y que si dice la verdad va usted a detenerla como cómplice.
─¡Ande y tírese de cabeza a un estanque! ─exclamó el detective irritado.
─Encuéntreme uno lo bastante grande y lo haré ─le contestó Berta con dulzura.
Esther Clarde siguió afirmando, tranquilamente:
─Éste no es el hombre.
El conserje Markham dijo:
─Bien sabes que es el hombre, Esther. ¿Qué estás intentando hacer? ¿Por qué has de protegerle? ¿Que es él tuyo?
─Para mí es un completo desconocido. Jamás le he visto hasta ahora. Y tú tampoco.
El detective que cuidaba de mí dijo:
─Guillermo, llévales a casa de Ashbury. Nosotros iremos en un taxi. Quiero tener separados a Lam y a esta muchacha; y más vale que impidas que hable ella con el conserje.
─Que hable todo lo que quiera. Sólo está consiguiendo comprometerse a sí misma.
Esther le dijo al conserje:
─Si le hubieras mirado bien, Gualterio, te hubieras dado cuenta de que no es el mismo. Tú no le viste tan bien como yo. Tú…
─Ya oíste lo que dije ─advirtió el detective jefe.
─Bueno, ¿y qué demonios quieres que le haga yo? —preguntó el otro─. ¿He e…?
El detective que me tenía cogido asió a Markham del brazo.
─Usted venga con nosotros ─dijo.
Fuimos en un taxi. Los demás nos siguieron en un coche de la policía.
Nunca supe cómo había llegado Berta allá; pero logró mantenerse siempre con la procesión. Cuando nos detuvimos delante de la casa de Ashbury y nos apeamos, el detective la miró y dijo:
─¡Usted otra vez! ¿Quién le ha dicho que puede tomar parte en los festejos? ¡Lárguese!
─Da la casualidad que este joven es empleado mío y he telefoneado a un abogado que llegará aquí dentro de diez minutos. El señor Ashbury desea verme y, si intenta usted privarme de la entrada a la casa, se va a encontrar con un pleito por daños y perjuicios.
─No necesitamos abogados. Lo único que nos hace falta es aclarar las cosas. Lam puede hacer una declaración sincera y no habrá necesidad de nada más.
Berta soltó un resoplido.
Los investigadores sostuvieron una conferencia en susurros. Luego entramos todos.
─¿Está la señorita Alta en casa? ─le preguntó uno de los detectives al mayordomo.
─Sí, señor.
─Búsquela. Que venga aquí inmediatamente.
─Sí, señor. ¿Quién le diré que desea verla?
El detective se volvió la solapa.
─La ley ─dijo.
El mayordomo se marchó apresuradamente.
Oí los pasos de Alta en la escalera.
Se detuvo en el cuarto escalón, desde el que podía ver todo el cuarto. No hacía falta que le explicara la situación. Miró con ojos más abiertos y redondeados que de costumbre; luego avanzó con la barbilla en el aire.
─Pero, Donald, ¿qué es esto?
─Un viaje circular con escolta personal ─contesté.
El detective que parecía jefe se adelantó, inquiriendo:
─¿Usted es Alta Ashbury?
─Sí.
─Contrató usted a este hombre para que le consiguiera unas cartas, ¿no es cierto?
─Yo no hice tal cosa.
─¿Qué hacía aquí?
─Dándole a mi padre lecciones de gimnasia.
─¡Narices!
Alta se irguió y algo en ella hizo que los detectives se pusieran a la defensiva.
─Ésta es la casa de mi padre ─dijo─. No creo que él los haya invitado a venir y estoy segura de que yo no los he invitado.
Guillermo dijo:
─¿Por qué no le sacamos las huellas dactilares, sargento?
─Buena idea.
Me cogieron las manos. Opuse cuanta resistencia pude; pero me sujetaron las muñecas y me tomaron las huellas.
Guillermo dijo:
─Vamos, Lam. ¿De qué sirve tanto rodeo? Sus huellas dactilares concuerdan con las que encontrarnos en el hotel.
─En tal caso, alguien las ha plantado allí.
─Sí, ya. Le prestó usted las manos a alguien por una noche.
Yo le dije:
─Enséñeme en qué se parecen.
Los detectives se agruparon y empezaron a comparar mis huellas con unas fotografías que llevaban. Oí ruido de pasos en el corredor de arriba y la señora Ashbury y Bernardo Carter bajaron la escalera. Él se mostraba tiernamente solícito. Ella estaba dispuesta a dar un escándalo o a hacer una comedia, según exigieran las circunstancias.
Había algo en la dignidad de su aspecto que impresionó a los detectives más que el aspecto patricio de Alta Ashbury.
─Hemos atrapado al asesino ─dijo uno de los detectives, señalándome.
─¡Donald! ─exclamó con sorpresa.
El hombre afirmó con la cabeza.
Oí pasos presurosos y Roberto llegó corriendo del billar, quedándose parado en la puerta.
Alta Ashbury se acercó a mi lado y dijo:
─Papá está en camino de casa ya.
Entró mientras aún estaban los detectives apiñados en torno a las huellas dactilares. Vi que las cosas no marchaban como ellos habían esperado.
Dieron vueltas a las fotografías y miraron con el entrecejo fruncido las huellas que me habían tomado. Me alegré de haberme acordado de llevar guantes en el cuarto del hotel.
Ashbury se acercó a mí.
El sargento fue a hablar con Markham, el conserje. Éste se mostraba más seguro por momentos. No hacía más que mover afirmativamente la cabeza. Se dirigieron luego a Esther Clarde, que continúo moviendo la cabeza negativamente.
Ashbury preguntó.
─¿Qué sucede, Donald?
Berta Cool le cogió de un brazo, le llevó a un lado, y se puso a hablarle en susurros.
Le dije al sargento:
─Es una lástima que las huellas digitales ésas no sean las mismas. Quería usted aclarar el caso, ¿verdad?
─Ande, déselas de vivo, amigo. Charle hasta por los codos. Otro gallo le cantará cuando hayamos acabado con usted.
Indiqué a Bernardo Carter.
─¿Por qué no prueban ustedes los dedos de éste? ─pregunté─. ¿Por qué no comprueban sus huellas dactilares?
─No digas sandeces. El hombre que andamos buscando es uno que tiene la misma estatura y las mismas características que usted… ¡Es a usted a quien buscamos!
─Bueno ─le dije─; si no le toman las huellas dactilares, ustedes tendrán la culpa de que se les escape una ocasión de lucirse.
Aun así, no creo que lo hubieran hecho si no hubiese sido por la expresión que sorprendieron en el rostro de Carter.
El detective se acercó a él.
─Vamos a hacer la comprobación por pura fórmula ─dijo.
Carter se echó las manos detrás de la espalda.
─¿Qué rayos se han creído ustedes que es esto? ¿A quién se han creído que andan molestando? ¡Les voy a dar un disgusto a todos!
Encendí un cigarrillo.
Los detectives se miraron unos a otros y luego convergieron sobre Carter.
Luchó bastante. Primero se limitó a proferir amenazas y luego intentó desasirse. Le tomaron las huellas. Bastó que les echaran una mirada y las compararan con la fotografía; celebraron una rápida consulta y uno de los detectives sacó unas es osas.
La señora Ashbury dijo:
─Bernardo, ¿qué significa esto? ¿Qué están intentando hacer?
─¡Es una calumnia! ─aulló Carter─. ¡Que me ahorquen si lo aguanto!
Se desasió y echó a correr hacia la puerta.
─Basta amigo ─dijo el sargento.
Carter flanqueó la puerta y echó a correr por el pasillo. El detective sacó una pistola. La señora Ashbury soltó un grito.
El detective amenazó:
─¡Dispararé! ¡Vive Dios que dispararé!
Oímos que los pasos de Carter se detenían. El policía se encaminó a él.
Yo le dije a Ashbury:
─Me parece que con eso queda el asunto poco más o menos resuelto.
Y al volverme me encontré con la mirada de Alta.