TOKAMURA Hashita, sentado en el borde de la cama, parpadeó y escuchó lo que yo le proponía.
─Los expertos dicen que eso no sirve para nada, Hashita. Aseguran que sólo va bien cuando se lucha con cuchillos de goma revólveres descargados. Dicen que si le ponen a prueba, le hacen a usted un nudo en el cuerpo como a la cinta de un zapato. Ofrecen apostar cincuenta dólares. Intenté enseñarles lo que me había enseñado usted y me metieron en el estercolero y me aseguraron que podían hacer lo propio con usted.
En sus ojos se reflejaron las luces, como si hubieran estado recubiertas de laca negra.
─Perdone ─apuntó─. Se planta bellota. Después de tiempo roble grande. Pero no hacer tablones buenos de arbolito verde. Hay que dar tiempo a crecer.
─Bueno, pues si usted cree que saldrá bien, estoy dispuesto a dejarme convencer; pero tal como están las cosas ahora, creo que se trata de un simple juego. Tengo cincuenta dólares para cubrir las apuestas de esa gente.
Se puso en pie, se calzó unas zapatillas de paja, cruzó a un armario, se quitó el pijama y se vistió. Cuando se volvió hacia mí, había un brillo rojizo en sus ojos. No dijo una palabra.
Salí yo primero. Se puso el sombrero y el gabán y bajó adonde aguardaba un taxi. No dijo una palabra cuando subimos al coche, ni en todo el camino hasta llegar a la casa de juego.
Vestido no era mal parecido, aunque abultaba un poco por la cintura. Pero era musculatura lo que abultaba, no grasa.
Me acerqué a la ruleta y me puse a jugar. Él se quedó parado a un par de pasos detrás de mí, mirándome con desdén.
La morena que se había hecho cargo de la pareja de Esther alzó la mirada, me vio y apartó apresuradamente la vista. Un momento después salió sin llamar la atención y se metió por una puerta en la que decía: «Prohibida la entrada». Le metí unas cuantas fichas en la mano al japonés y dije:
─Póngalas en el paño.
Yo dejé de jugar. La morena volvió, le dijo algo al croupier y miró hacia mí como si no me hubiese visto en su vida.
El japonés puso una ficha en el número treinta y seis y la bola fue a caer en el treinta y seis precisamente.
El croupier recogió todas las fichas.
Yo dije:
─Mi amigo jugaba una ficha en el treinta y seis.
El croupier me miró y movió negativamente la cabeza.
─Lo siento. Se equivoca usted.
─¡Qué rayos he de equivocarme! ¿Dónde puso usted esta ficha, Hashita?
Él señaló el treinta y seis.
El croupier dijo:
─Tendrá usted que discutir eso con el gerente.
Un hombre apareció, como por arte de magia, a mi lado.
─Por aquí ─dijo.
Se hizo de una forma muy sencilla. Nada de eso que se ve en las películas de que dos hombres con gesto feroz se coloquen a cada lado de uno. No, señor; sólo se le colocaba a uno en situación de protestar y luego se le decía que llevara su queja al gerente, acompañándole hasta la puerta en que decía «Prohibida la entrada».
─Vamos, Hashita ─le dije.
El hombre que nos acompañó hasta el despacho no se molestó en entrar. Cerró la puerta. Sonó el chasquido de un cerrojo. Probablemente se trataría de un cerrojo eléctrico que el gerente dispararía desde su mesa oprimiendo un botón.
El agente era un hombre de labios delgados, pómulos salientes, ojos grises y manos inquietas. Los dedos largos y delgados parecían frágiles, delicados. Las manos eran de poeta, de músico… o de jugador.
Me miró y dijo:
─Siéntese, Lam.
Y luego dirigió una mirada interrogadora al japonés.
Dije:
─Este hombre puso una ficha en el treinta y seis. Salió el treinta y seis y el croupier recogió todas las fichas.
─¿Fichas de a dólar? ─preguntó el gerente.
Moví afirmativamente la cabeza.
Abrió un cajón, sacó una pila de dólares y los empujó hacia el japonés.
Bien ─dijo─, su asunto ya queda liquidado.
Me miró y me dijo:
─Ahora que está usted aquí, Lam, puede sentarse a la mesa y escribir una declaración diciendo que estaba usted en el cuarto número cuatrocientos veintiuno cuando murió Jed Ringold, que le registró y que le sacó del bolsillo un cheque de diez mil dólares hecho al portador.
Yo le contesté:
─Puede usted irse al mismísimo demonio.
Abrió una caja que había sobre su mesa. Sonó un chasquido raro al alzarse la tapa, pero no se veían más que cigarrillos dentro. Sacó uno y volvió a cerrar la tapa. La caja no se movió ni un milímetro. Parecía como si estuviera atornillada a la mesa. Los alambres eléctricos que habían hecho la señal debían pasar por la caja y a través de la mesa hasta el suelo, naturalmente.
Se abrió una puerta. Entraron hombres.
El gerente dijo:
─Cacheadles.
Le dije a Hashita:
─No se mueva.
Los dos hombres nos cachearon, luego dieron un paso atrás.
─No llevan armas, Sig ─dijo uno de ellos.
El gerente señaló la mesa.
─Ande y escriba, Lam ─dijo.
─¿Qué es lo que quiere usted que haga? ¿Qué me ponga el dogal al cuello?
─Que diga la verdad nada más. Nadie le va a hacer daño.
─De sobra sé que nadie me va a hacer nada.
─A menos que se ponga usted tonto.
─Supongo que no conoce usted las noticias. La policía me recogió e intentó demostrar que yo había ocupado esa habitación del hotel. Seguramente sería obra de ustedes eso… Bueno, pues les salió el tiro por la culata. Los testigos no quieren identificarme.
─Usted ya tiene su dinero.
El japonés me miró a mí. Yo dije:
─Ya está arreglado su asunto.
─Bueno, acompañadle hasta la puerta.
Los dos hombres se acercaron al japonés, que no se movió.
Cuando estuvieron a su lado, dije:
─Bien, Hashita. Vamos a ganar esa apuesta.
Uno de los hombres le asió por los hombros y empezó a empujarle.
No pude ver exactamente lo que ocurrió. El aire pareció llenarse de brazos y piernas. El japonés no pareció tirarles precisamente: hizo juegos malabares con ellos como si fueran pelotas y él fuera un malabarista haciendo su número en un escenario.
El gerente abrió el cajón de la mesa y metió la mano.
Uno de los hombres hendió el aire con la cabeza para abajo y los pies para arriba. Pegó contra un cuadro de la pared en esa posición. Se rompió el cristal, y el hombre, el cuadro y el marco llegaron al suelo al mismo tiempo.
Eché mano al brazo del gerente.
El otro hombre sacó un revólver del bolsillo. Por el rabillo del ojo vi lo que ocurrió. Hashita le asió la muñeca, le torció el brazo, giró, metió el hombro debajo del sobaco del otro, dio un tirón y disparó… contra el gerente.
El individuo dio contra la mesa, el gerente y la pistola del gerente al mismo tiempo. El sillón giratorio cedió bajo el impacto. El cajón se astilló y los hombres cayeron al suelo.
Hashita no los miró. Me miró a mí. Aún le brillaba luz rojiza en los ojos.
Yo dije:
─Bien, Hashita: ha ganado usted.
Él no sonrió. Siguió mirándome con ominosa intensidad.
Uno de los hombres se alzó de detrás de la mesa. Se echó hacia delante.
Vi acero azulado en sus manos. El japonés se inclinó sobre la mesa y le dio un golpe al hombre en el antebrazo con el borde de la mano abierta.
El hombre dio un aullido de dolor. Su brazo y la pistola dieron, juntos, contra la mesa. La pistola rebotó. El brazo permaneció sobre la mesa. No lograba reunir suficientes fuerzas en sus músculos para moverlo.
Hashita dio la vuelta a la mesa.
Yo me puse a trabajar. Registre la mesa con toda la atención que las circunstancias y lo apremiante del tiempo me permitieron. El gerente, tumbado en el suelo, me miró aturdido.
─Dígame dónde están las cartas de Ashbury ─le dije.
No me contestó. Tal vez ni me oyera siquiera. Si me oyó, quizá no alcanzara a comprender el significado de mis palabras.
Encontré un contrato por el que supe que C. Layton Crumweather era el principal dueño de la Corporación Recreativa Atlee. Hallé un estado de cuentas con las ganancias netas, ingresos en bruto, gastos de sostenimiento… No encontré ninguna carta dirigida a Alta Ashbury. Me llevé tal desencanto, que hubiera mordido rabioso un clavo.
Se abrió una puerta lateral. Un hombre asomó la cabeza, miró el interior con incredulidad y se retiró precipitadamente.
Le dije al japonés:
─Bueno, Hashita; nada más.
Había otra puerta lateral. Conducía a un lavabo particular. Otra que había en dicho cuarto daba a un despacho que hubiera sido la envidia del presidente de un Banco. Había polvo en la mesa y en las sillas. Me figuré que sería el despacho de Crumweather. Una puerta daba a un pasillo y en él encontré una escalera. El japonés y yo bajamos.
Le estreché la mano al japonés y le di cincuenta dólares. Él no quería tomarlos. Aún veía yo el resplandor rojizo en su ojos.
─El discípulo pide perdón al honorable maestro. El discípulo se equivocó.
Él hizo una reverencia.
─Es maestro ─dijo─ quien es muy estúpido. Buenas noches. No vuelva por mi gimnasio otra vez… jamás.
Se metió en el taxi y se marchó.
Yo me volví para buscar otro taxi.
Vi uno que se detenía junto al bordillo. Hice una señal al conductor para darle a entender que tomaría yo el coche en cuanto lo dejara su ocupante.
Él movió afirmativamente la cabeza, paró el coche, saltó a tierra y abrió la portezuela.
El que se apeó del taxi era C. Layton Crumweather.
Me miró y en su huesudo rostro apareció una sonrisa cordial.
─Caramba, caramba ─dijo─, es el señor Lam, ¿cómo marchan las cosas?
─Muy bien ─le dije.
Me tendió la mano y yo la acepté. Me estrechó la mía, moviéndola de arriba abajo y sonriéndome.
─Veo que ha ultimado usted su asunto con la Corporación Recreativa Atlee.
─Supongo que la morena ésa le telefonearía después de avisar al gerente ─le contesté.
─Mi querido joven, no tengo la menor idea de lo que está usted hablando. Da la casualidad de que almuerzo o ceno en este restaurante de vez en cuando.
─Y es usted parte interesada en el negocio de juego ─agregué yo.
─¡En el juego! ─exclamó él─. ¿Qué juego? ¿De qué está usted hablando?
Me eché a reír.
─Me asombra usted, señor Lam. ¿Quiere usted decir con eso que se juega en el restaurante?
─No haga comedia.
Él siguió sujetándome la mano derecha.
─Entremos en el restaurante a comer un bocado ─dijo.
─Gracias; pero no me gusta el café que dan aquí. Crucemos la calle y vayamos a ese otro restaurante.
─Allí el café es atroz.
Crumweather seguía asiéndome la mano derecha. Miró por encima del hombro en dirección a la puerta del restaurante como si esperara que ocurriese algo. Nada ocurrió. De muy mala gana dejó por fin que retirara yo la mano.
─No me ha hablado usted del petróleo.
─Va divinamente ─le dije.
─A propósito, he descubierto que tenemos amigos mutuos.
─¿Sí?
─Sí. La señorita Ashbury. La señorita Alta Ashbury. Me he tomado la libertad de pedirle que acuda a mi despacho mañana por la tarde. Ya sé que es una joven muy conocida y que no puede ordenar sus horas a la conveniencia de un abogado viejo; pero podría usted hacerle comprender, señor Lam, que sería muy ventajoso para ella acudir.
─Ya se lo diré, si la veo.
─Bueno, entre a tomarse un café conmigo.
─No, gracias.
─¿Estuvo usted ahí dentro? ─preguntó señalando el edificio con un movimiento de cabeza.
─Sí.
Me miró de pies a cabeza, como intentando descubrir alguna señal de violencia.
─Lo que me trajo aquí ─dije─ ha quedado resuelto satisfactoriamente para todas las partes interesadas.
─¡Ah, sí! ─iluminó su semblante una sonrisa que le alargó la boca de oreja a oreja─. Obró usted con mucha prudencia, Lam, amigo. Nadie le molestará a usted mientras dé muestras de tener espíritu de cooperación. Me alegro mucho que viera usted las cosas desde nuestro punto de vista. Podemos utilizarle.
Me tendió la mano otra vez. Yo fingí no darme cuenta.
─Bueno ─dije─; tengo que irme.
─Creo que ahora que nos comprendemos mutuamente, nos llevaremos mucho mejor ─dijo Crumweather─. Tenga la bondad de no olvidar que quiero que esté la señorita Ashbury en mi despacho mañana por la tarde sin falta.
─Buenas noches ─dije.
Y subí al taxi.
Aún estaba parado junto al bordillo, sonriendo cuando yo le di las señas de Alta Ashbury al conductor.