BERTA Cool, con pijama de seda de chillón rayado, y envuelta en una bata, estaba arrellanada en una cómoda butaca, escuchando la radio.
─Por el amor de Dios, Donald, ¿por qué no te acuestas y duermes un poco…? ¿Y por qué no me dejas dormir a mí?
─Creo que he averiguado algo.
─¿Qué?
─Quiero que te vistas y vengas conmigo.
─¿De qué se trata esta vez?
─Voy a hacer un poco de comedia. Tal vez me meta en una discusión con una mujer. Ya sabes cómo se afectan las mujeres. No seré lo bastante duro con ella. Te necesito para que prestes tu apoyo moral.
Berta exhaló un suspiro trémulo.
─Por fin ─dijo─, empiezas a tener un poco de sentido común. Ésa es la única excusa que hubieras podido alegar para hacerme salir después de haberme preparado yo para meterme en la cama… ¿De quién se trata? ¿De esa rubia?
─Te lo contaré cuando arranquemos.
Se alzó de la butaca y dijo, con acidez:
─Si te empeñas en seguir dando órdenes, mejor será que me subas el sueldo.
─Cédeme tus ingresos y lo haré.
Pasó por mi lado y entró en la alcoba; crujieron las tablas del suelo a su paso. Me contestó, por encima del hombro:
─Te están entrando manías de grandeza.
Y cerró tras sí la puerta de golpe.
Apagué la radio, me dejé caer en un asiento, estiré las piernas e intenté relajar un poco los músculos para descansar. Sabía que me esperaba un trabajo duro.
Berta salió de la alcoba cosa de diez minutos más tarde. Se acercó a la mesa, se llenó la pitillera de cigarrillos, me miró con desconfianza y cerró las puertecillas del armario en que tenía los licores.
─Vámonos ─dijo.
Nos metimos en su coche.
─¿Dónde vamos? ─preguntó.
─A casa de Ashbury.
─¿De qué mujer se trata?
─De Alta Ashbury.
─¿Qué va a suceder?
─No lo sé. Voy a ser brusco. Tal vez quiere entrometerse Alta. La señora Ashbury tiene ataques continuos de histeria; su marido le ha dicho que ya ha acabado con ella. Le ha dicho que puede marcharse a Reno. Tendrá presión arterial muy elevada y habrá un médico y un par de enfermeras a la cabecera de su cama. Supone que su marido se presentará de un momento a otro a recoger algunas cosas suyas y marcharse. Se está preparando para recibirle.
─Linda situación en que me vas a meter ─dijo Berta.
─¿Verdad que sí?
─¿Qué es lo que he de hacer yo?
─Si las mujeres no se meten en el asunto, santo y bueno; pero si se empeñan en meter baza, quiero que tú te encargues de quitármelas del paso. Alta tal vez intente hacer una llamada a nuestras simpatías. La señora Ashbury puede ponerse tonta.
Berta encendió un cigarrillo.
─No es muy buena idea eso de reñir con la esposa de un cliente.
─Van a divorciarse.
─Querrás decir que él quiere divorciarse.
─Sí.
─De querer un divorcio a conseguirlo hay mucha distancia ─dijo Berta, y agregó, expresivamente─: Cuando un hombre tiene el dinero que tiene él.
─Siempre le queda el recurso de comprar la libertad.
─Pagando un ojo de la cara por ella.
A mitad de camino, Berta apagó su cigarrillo y me miró.
─No vayas a creer que te estás saliendo con la tuya en todo esto, Donald. Te haría unas cuantas preguntas si no le tuviera tanto pánico a las consiguientes respuestas.
Luego encendió otro cigarrillo y se puso a fumar en silencio.
Paramos ante la casa de los Ashbury. Había tres coches junto al bordillo. Todas las luces de la casa estaban encendidas. Ashbury me había dado una llave, pero como iba Berta, llamé a la puerta y esperé a que el mayordomo nos abriera. Estaba levantado, en efecto. Me miró con leve gesto de desaprobación y a Berta con curiosidad.
─¿Ha regresado ya el señor Ashbury?
─No, señor.
─¿Ni la señorita Alta?
─No, señor.
─¿Roberto?
─Sí, señor. Roberto está aquí. La señora Ashbury está muy enferma. El médico y dos enfermeras la cuidan. Roberto está a su cabecera. Su estado es crítico. ─Miró a Berta y dijo─: y perdóneme usted, señor, pero no hay visitas.
─No se preocupe. Vamos a esperar al señor Ashbury.
Y entramos.
─La señora Cool aguardará en mi cuarto. Cuando llegue el señor Ashbury avísele que estoy aquí y que la señora Cool está conmigo.
─¿La señora Cool?
─Eso es ─asintió Berta, volviendo hacia él una mandíbula como la de un perro mastín─. Me llamo Berta Cool. ¿Por dónde vamos, Donald?
La conduje a mi cuarto. Berta le echó una mirada y observó:
─Parece que pintas algo.
─Y lo pinto.
─Linda casa, Donald. Debe de tener un buen puñado de dinero atado aquí.
─Supongo que sí.
─Debe ser terrible el ser rico… aunque a mí no me importaría nada pasar por ese trance… Y eso me recuerda que tengo que escribir unas cartas relacionadas con unas acciones. ¿Cuándo va a volver Elsie?
─Dentro de dos o tres días.
─Tengo dos muchachas en el despacho ahora y ninguna de las dos vale un real.
─¿Qué les pasa? ¿No saben taquigrafía?
─Claro que sí; y saben escribir a máquina; pero entre las dos hacen la misma cantidad de trabajo que hacía Elsie sola al día.
─Ya han de ser bastante trabajadoras para eso ─dije.
Me dirigió una mirada torva.
─Donald, no me digas que empiezas a enamorarte de Elsie. ¡Santo Dios! ¡Cuidado que eres susceptible! Lo único que tiene que hacer una mujer es apoyarte la cabeza en el hombro y echarse a llorar, y ya empiezas a rezumar simpatía. Supongo que se habrá estado quejando de lo duro de su trabajo.
─No ha dicho una palabra. He sido yo quien ha hablado.
─¿Y que le dijiste?
─Le dije que trabajara lo menos posible en el nuevo despacho y que descansara.
Berta hizo un sonido de indignación, medio resoplido, medio respingo.
─¡Mira que pagar a una muchacha para que esté sentada contemplándose las uñas mientras yo me desgasto los dedos hasta el hueso trabajando como una negra para poder vivir!
Se dio cuenta de lo humorístico que resultaba su comentario en cuanto lo hizo y agregó, con media sonrisa:
─Bueno, quizá no del todo hasta el hueso… Donald, ¿para qué demonios hemos venido aquí?
─Agárrate ─le contesté─, nos estamos preparando para entrar en acción.
─¿Qué quieres que haga yo?
─Esperar aquí.
─¿Vas a alguna parte?
─Sí; pasillo abajo a echar una mirada a la señora Ashbury. Si oyes que alza ella la voz en discusión, acércate. De lo contrario, no te muevas de aquí hasta que no se compongan las cosas.
─¿Cómo sabré que es suya la voz?
─Es inconfundible ─le asegure.
Y salí de puntillas: Llamé con los nudillos a la puerta de la señora Ashbury y la abrí un poco.
La señora Ashbury estaba en la cama con una toalla húmeda sobre la frente. Respiraba fatigosamente y tenía los ojos entornados; pero se abrieron de par en par al oír la puerta. Estaba esperando a Enrique Ashbury y preparada para desempeñar un papel. Cuando vio quién era, volvió a cerrar los ojos y procuró borrar, gimiendo, cualquier falsa impresión que pudiera haber creado el interés que había demostrado en la puerta.
El doctor Parkerdale estaba sentado a la cabecera muy serio, con la mano en el pulso de la mujer. Una enfermera vestida de blanco ocupaba su puesto a los pies de la cama. Había botellas, vasos y específicos diseminados por encima de la mesa vecina a la cama. Las luces estaban amortiguadas. Roberto estaba sentado junto a una ventana. Alzó la mirada al entrar yo, frunció el entrecejo y se llevó un dedo a los labios.
Reinaba silencio en el cuarto; esa clase de silencio que se asocia, por regla general, con entierros y moribundos.
Me acerqué de puntillas a Roberto.
─¿Qué ha sucedido? ─pregunté.
El médico me miró con aspereza; luego volvió a mirar a su paciente.
─Ha quedado desequilibrado todo su sistema nervioso ─contestó Roberto.
Como si el susurro hubiera llegado a oídos de la enferma, empezó ella a estremecerse, haciendo una serie de movimientos espasmódicos con las piernas y los brazos, contrayendo los músculos faciales.
El médico dijo «vamos, vamos», en tono apaciguador y le hizo una seña a la enfermera. Ésta destapó un vaso, introdujo, una cuchara y colocó una toalla debajo de la barbilla de la señora Ashbury mientras le hacía tomar la cucharada de líquido.
La señora Asliloury hizo burbujas y escupió gotas de líquido al aire como un surtidor en miniatura; luego tragó, tosió, se ahogó, contuvo el aliento y se quedó quieta.
Roberto me preguntó:
─¿Dónde está Enrique? ¿Le ha visto? No hace más que llamarle. Bernardo Carter ha telefoneado diciendo que ha probado en todos los clubs sin dar con él.
Yo le dije:
─Venga a mi cuarto un momento. Allí podremos hablar.
─No sé si atreverme a dejarla ─dijo él, mirando con solicitud hacia el lecho, pero levantándose de su asiento al mismo tiempo.
Salimos de puntillas de la habitación. Miré por encima del hombro, y vi que la señora Ashbury abría los ojos al oír el ruido de la puerta.
Conduje a Roberto a mi cuarto. Quedó sorprendido al ver a Berta Cool.
Hice las presentaciones.
─¿La señora Cool? ─dijo, como rebuscando en su memoria─. ¿No he oído yo ese nombre antes en alguna parte?
Se interrumpió para mirarme.
Yo dije:
─Berta Cool, Investigaciones Confidenciales. Ésta es la propia Berta Cool. Yo soy Donald Lam, detective.
─¡Un detective! ─exclamó él─. Creí que era usted un experto en jiu˗jitsu.
─Lo es ─aseguró Berta.
─Pero ¿qué está haciendo usted aquí?
─Matando a dos pájaros de un tiro. Entrenando al señor Ashbury y haciendo investigaciones.
─¿De qué investigaciones se trata?
Yo le dije:
─Siéntese, Roberto.
Vaciló un instante y luego se dejó caer pesadamente en una silla.
─No le vi a usted de milagro a primera hora de la madrugada ─le dije.
Enarcó las cejas, sorprendido.
─Temo que no le comprendo.
─¿Cuánto tiempo hace que está enferma su madre?
─Desde que Ashbury le contó las cosas que le contó. ¡Dios! Me gustaría echarle la mano encima. ¡Es un perfecto canalla!
─¿No se enteró usted hasta volver a casa?
─No; hará cosa de una hora. ¿Por qué?
─Porque, como ya dije, poco faltó para que nos encontráramos a primera hora de la madrugada.
Enarcó las cejas otra vez en gesto algo exagerado de sorpresa.
─No le comprendo.
─En el piso de Esther Clarde… Se sobresaltaría usted un poco al oír golpes en la puerta y enterarse de que era la policía.
Durante unos momentos se quedó rígido, inmóvil. Su rostro estaba desprovisto por completo de expresión. Ni sus ojos se movieron.
Luego me miró y dijo:
─No sé qué demonios quiere usted decir.
Me senté en una silla y apoyé los pies en otra.
─Estuvo usted con Esther Clarde, El rubia que trabaja en el mostrador del tabaco ─dije─, la que era amante de Jed Ringold.
Comprimió los labios. Me miró de hito en hito y estalló:
─¡Es usted un embustero!
Berta Cool ahogó un bostezo y dijo con aburrimiento.
─Por el amor de Dios, vayamos al grano.
Me levanté lentamente de mi asiento, con la intención de señalarle con el dedo, al hacer mi acusación. Interpretó mal mis intenciones. Vi el brusco destello de temor en sus ojos al recordar la fama mía como luchador de jiu˗jitsu.
─Aguarde un momento, Lam ─dijo precipitadamente─. No se acalore por eso. Me dejé dominar por la ira. Fue una acusación bastante terminante la de usted. No diré que es usted un embustero. Me limitaré a decir que su afirmación no es cierta. Está equivocado. Alguien ha dicho una falsedad.
Aproveché la ventaja. Contraje las pupilas y argüí:
─Supongo que sabe usted que podría alzarle de esa silla, hacerle un par de nudos en el cuerpo, tirarle a la basura, y no podría usted deshacerse antes de que le sacaran para echarle a un incinerador.
─No se sulfure, Lam; no se sulfure. No lo dije en ese sentido.
Berta Cool soltó una risa ahogada que sonó casi igual que la reacción de la señora Ashbury al tomar la medicina.
Seguí señalándole con el dedo.
─Usted ─insinué─ estuvo en el piso de Esther Clarde esta noche. Estaba allí cuando llegó la policía.
Apartó la mirada. Proseguí:
─Eso de que tres detectives sacaron las cartas del cuarto de Alta es una estupidez. La Brigada Criminal hubiera podido tener tres detectives; pero la Fiscalía jamás tuvo tres investigadores que pudiera dedicar a un trabajo como ése, y el asunto ya había sido traspasado al fiscal por la policía. Era de la incumbencia del fiscal encontrar las pruebas que necesitaba.
Roberto me miró, tragó saliva dos veces antes de contestar nada.
─Escuche, Lam ─dijo─; se está usted equivocando en mí. Estuve allí. Fui a ver si recobraba las cartas. Sabía lo que ello representaba para la muchacha. Nadie cree por aquí que valga yo un comino, excepción hecha de mi madre; pero soy bastante decente a pesar de todo.
─¿Cómo se enteró usted de la existencia de esas cartas?
Se retorció en su asiento y no dijo nada.
Oí jaleo en el pasillo, voces alzadas en protesta, alguien que decía: «No puede usted hacer eso», y luego un ruido de forcejeo. La señora Ashbury, envuelta en un camisón vaporoso y nada más, abrió la puerta de un tirón.
La enfermera la agarró y la señora Ashbury la apartó de un empujón. El médico iba a su lado protestando fútilmente. La agarró del brazo sin dejar de decir:
─Vamos, señora Ashbury… Vamos, señora Ashbury… Vamos, señora Ashbury…
La enfermera se acercó para volverla a agarrar. El médico le dirigió una torva mirada y dijo:
─Nada de violencias. No debe forcejear ni excitarse.
La señora Ashbury me miró.
─¿Qué significa esto? ─ inquirió.
Berta Cool contestó a su pregunta.
─Siéntese, querida; quítese peso de encima de los pies y cierre el pico.
La señora Ashbury se volvió para mirarla.
─Señora, ¿sabe usted de quién es esta casa?
─No he examinado el registro de la propiedad ─contestó Berta─; pero sí sé quién ha organizado estos festejos.
Yo le dije a Roberto:
─Crumweather le pagó para que hiciera desaparecer esas cartas. En lugar de dárselas a él, llegó a un acuerdo con Esther Clarde para usarlas con el fin de sacar dinero. Usted…
Sonaron pasos rápidos en el pasillo. Enrique Ashbury entró en el cuarto miró a los circunstantes por encima de los lentes.
Y la señora Ashbury me miró a mí, luego a Roberto y por último a su esposo.
─¡Oh, Enrique…! ¿Dónde has estado? El pobre Bernardo se ha pasado la noche buscándote. Enrique, ¡esto es horrible! ¡Esto es horripilante! Enrique, querido, me voy a desmayar.
Cerró los ojos y se tambaleó. La enfermera y el médico se acercaron. El doctor murmuró:
─Señora Ashbury, es preciso que no se excite.
─Se acostará usted en seguida ─dijo la enfermera.
La señora Ashbury entornó los ojos hasta casi cerrarlos. Hizo un gorgoteo y echó la cabeza hacia atrás para poder ver lo que pasaba por entre la rendija de los párpados.
─Enrique, querido…
Ashbury no le hizo el menor caso. Me miró a mí. Yo dije:
─Le estoy haciendo confesar a Roberto. Creo que él es el responsable de lo que usted quería que se investigara.
Roberto protestó:
─No lo soy. Juro que se ha equivocado. Yo…
─Robó algunas de las cartas de Alta ─dije yo, sin dejarle acabar.
Se puso de pie de un brinco.
─Escuche, Lam: me tiene sin cuidado que pueda usted darle una paliza a Joe Louis con una sola mano. No va a…
La señora Ashbury vio que su marido había vuelto la cabeza para dirigirle a Roberto una mirada terrible. Se había puesto colorado y sus facciones se habían tornado duras. Decidió que no iba a adelantar nada desmayándose. Plantó los pies firmemente en el suelo, echó a un lado a la enfermera y al médico y dijo:
─¡Conque ésas tenemos! ¡Has contratado a un detective para que venga aquí a acusar a mi hijo de crímenes horribles…! Quiero que sean todos ustedes testigos de las cosas que se han dicho en este cuarto. Enrique, vas a pagar caro todo esto. Roberto, querido, tú vente con mamá. No perderemos el tiempo hablando con esta gente. Veré a mi abogado por la mañana. Ahora veo bien claro las cosas que no había comprendido antes. Enrique está tratando de meterte en un compromiso para que yo lo deje.
Roberto se acercó a su madre. Ella le echó un brazo al cuello y suspiró.
Berta Cool se levantó lenta y majestuosamente. Tenía el aspecto de un trabajador maestro que se dispone a abordar una faena difícil con bríos.
Enrique Ashbury enarcó las cejas, miró por encima de los lentes a Berta, alzó una mano y dijo:
─No lo haga.
Hubo momentos de silencio. Berta me miró aguardando instrucciones.
Ashbury me miró y movió la cabeza negativamente.
─Déjelo correr, Lam.
─Creo que estoy haciendo progresos.
─Lo cree usted nada más. Si lo estuviera haciendo, le dejaría seguir adelante; pero todo está en contra de usted.
La señora Ashbury dijo:
─El doctor atestiguará que no me hallo en condiciones de contestar a las preguntas.
─Ya lo creo que lo atestiguaré ─aseguró el doctor Parkerdale─. Lo que está ocurriendo aquí es un atropello.
Roberto aprovechó con alivio aquella oportunidad para marcharse.
─Vamos, mamá; te llevaré a la cama.
─Sí ─respondió ella, en un susurro─, me está dando todo vueltas.
Berta Cool echó a un lado la silla, se acercó a la puerta y la cerró de un empujón.
Ashbury la miró y dijo:
─No.
Berta exhaló un suspiro. Ardía en deseos de meterse de lleno en faena; pero cien dólares al día eran cien dólares al día, y las órdenes eran las órdenes.
La enfermera se acercó a la puerta. Berta se echó a un lado. La enfermera abrió la puerta y el médico y Roberto condujeron a la señora Ashbury pasillo abajo hasta su alcoba. La puerta se cerró violentamente. Oí girar una llave en la cerradura.
Ashbury dijo:
─No podemos arriesgarnos, Donald. No importaría si hubiese la menor probabilidad de éxito; pero ese médico sabe lo que le conviene. Esto sonará terrible ante un tribunal de divorcio.
─Usted manda ─contesté─. Por mi parte yo creo que ha estropeado usted toda la combinación.
Se abrió la puerta en el pasillo y se volvió a cerrar de golpe. El doctor Parkerdale entró, indignado, en el cuarto.
─Poco le ha faltado para matarla ─dijo.
─Nadie la invitó a que viniera aquí ─le respondí yo─. Vuelva a mandarnos a Roberto: deseamos interrogarle.
─No puede abandonar la cabecera de su madre. No me haré responsable de las consecuencias si…
─Nadie le ha pedido que se haga responsable de nada ─dijo Berta Cool─. A esa mujer no hay quien la mate ni con un martillo hidráulico, y bien lo sabe usted. Está haciendo comedia.
El doctor dijo:
─Señora, al igual que todos los profanos, tiende usted a juzgar por las apariencias. Le digo que su presión arterial ha llegado a un punto peligroso.
─¡Que hierva! ─contestó Berta─; le hará bien.
─¿Cree usted que se encuentra en un estado grave? ─le preguntó Ashbury al médico.
─En un estado muy crítico.
─Sí ─murmuró Berta, con un resoplido─. Tan crítico, que deja que su paciente se pasee por el pasillo e intente fabricar pruebas para el divorcio.
El significado del comentario le hizo mella al doctor. Dio media vuelta y se dirigió nuevamente al cuarto de la señora Ashbury. Llamó.
Le abrieron y volvieron a cerrar con llave tras él.
Berta Cool cerró la puerta de mi cuarto de un puntapié.
Ashbury dijo:
─Lo siento, Donald, pero se han puesto de acuerdo contra nosotros: la enfermera no estará dispuesta a contradecir lo que diga el doctor.
Cogí el sombrero.
─Eso es cuenta de usted ─le dije─. Yo llevaba las de ganar hasta que me falló usted.
─Lo siento.
─No tiene usted por qué sentirlo. Si quiere hacer una buena faena, empiece a preocuparse de su mujer.
─Eso sería hacerles el juego a ellos.
─A preocuparse tanto ─proseguí─, que insista en que se celebre consulta. Busque a un médico que tenga algo de nombre y tráigalo rápido aquí inmediatamente para que le tome la presión arterial.
Me miró unos segundos y le bailó la risa en los ojos. Echó a andar en dirección al teléfono.
─Vámonos, Berta ─dije yo.