FUIMOS al despacho de Berta Cool. Ésta se deshizo del abogado y entramos en su despacho particular y nos sentamos. Sacó una botella de whisky del último cajón de su mesa.

─¡Bien, Donald! ─dijo─. ¡Eso sí que es salvarse por un pelo!

Moví afirmativamente la cabeza.

─Este maldito abogado no servía para nada. Entregó un par de papeles y ya no supo qué hacer… como un mal jugador que se juega los ases y luego se esconde debajo de la mesa.

─¿Cómo se te ocurrió escogerle? ─pregunté.

─Yo no lo atrapé. ¡Por el amor de Dios, cree, al menos, que tengo un poco más de sentido común que todo eso! Jamás se me ocurriría escoger a semejante inútil.

─¿Ashbury?

Echó whisky en los dos vasos; luego tapó la botella, empezó a guardarla y dijo:

─¡Qué rayos! Abulto dos veces más que tú. Necesito dos veces más para ir tirando.

Se echó dos dedos más en su vaso.

─Bueno. ¡A tu salud!

Bebimos.

─Ese Ashbury es una buena persona ─aseguró Berta─. Me telefoneó en cuanto los agentes te cargaron en el coche. Se figuró que estaría esperando un aeroplano. Me dijo que fuera a ver a este abogado, que le explicara lo que estaba ocurriendo y que fuéramos al aeropuerto con los documentos preparados.

─¿Cómo supieron a qué aeropuerto ir?

─Caramba, Donald, ¿hago cara de ser tan tonta? Averigüé qué aeroplanos habían sido alquilados y salido, de qué sitio había salido aquel avión, y telefoneé al campo de aviación del Norte para que me avisaran en cuanto despegara de allí. Luego busqué el abogado y nos fuimos juntos… Con que tienes a esa rubia metida en el bolsillo también, ¿eh? ¡Santo Dios, Donald! ¡Cómo se enamoran de ti!

─Baja de las nubes, Berta. No se ha enamorado de mí.

─Eso lo creerás tú mismo. Yo soy mujer. Conozco esa mirada en ojos de una mujer.

Hice un gesto con el pulgar en dirección al teléfono.

─¿Qué crees que estoy haciendo aquí?

─Bebiendo whisky y descansando.

─Estoy esperando a que suene el teléfono. Esa rubia no llamará hasta que esté segura de que nadie la vigila.

─¿Qué quieres decir con eso de que esto es pura cuestión de negocio para ella?

─Naturalmente.

─¿Cuánto pedirá?

─Probablemente no se tratará de dinero, sino de otra cosa.

─Me tiene sin cuidado lo que pida ─insistió Berta, contemplando su vaso, pensativa─. Se ha enamorado de ti… y le ha dado fuerte.

Encendí un cigarrillo y me arrellané cómodamente en mi asiento.

Sonó el timbre del teléfono en el preciso momento en que Berta Cool se disponía a decir algo. Berta descolgó el auricular, dijo «diga» y luego:

─¿Quién llama…? Bien. Está sentado aquí esperándola.

Me entregó el teléfono.

─¡Diga!

La voz de Esther Clarde me preguntó:

─¿Sabes quién soy?

─Uh˗huh.

─Tengo que verte.

─Me lo había figurado.

─¿Estás libre para salir?

─Sí.

─¿Puedo ir a tu casa?

─Más vale que no lo hagas.

─Más vale que tú no vengas a la mía. Tal vez podamos encontrarnos en alguna parte.

─¿Dónde?

─Estaré en la esquina de las avenidas Décima y Central dentro de un cuarto de hora. ¿Qué tal te parece?

─Bien. Ahora escucha: si me siguen cuando salga de aquí, intentaré perder al que me siga. Si no consigo hacerlo, le mataré de andar y estaré de vuelta dentro de media hora. Si no me reúno contigo en la esquina que dices dentro de un cuarto de hora, telefonéame aquí dentro de media hora justa. ¿Comprendes?

─Sí ─respondió ella.

Y colgó el aparato.

Berta Cool dijo:

─Anda con pies de plomo, amor. Ahora no corres peligro. Después de lo que ha dicho esa muchacha, ya no puedes echarte atrás y no les serviría de nada que el conserje te identificara ahora. La mujer que estaba en la puerta no podía ver sin lentes. Apuesto a que sería incapaz de identificarme a mí a cinco metros de distancia.

─¿Qué quieres decir con eso?

─Dile ya esa rubia que se tire de cabeza a un estanque. Si es lo bastante prima para entregarte todos los triunfos, tira adelante y juégalos.

─Ése no es mi sistema de jugar, Berta.

─Ya lo sé. Eres demasiado blando y sentimental… No quiero decir con eso que le des esquinazo del todo. Haz que Ashbury te dé unos billetes; pero no te metas en honduras.

Me levanté y me puse el abrigo y el sombrero.

─Voy a llevarme el coche. Tú puedes irte a casa en taxi. Ya te veré por la mañana.

─Hasta entonces, ¿verdad?

─Sí.

─Donald, estoy preocupada por eso. ¿Por qué no vienes a mi casa más tarde?

─Lo haré si surge algo nuevo.

Alargó la mano hacia el cajón de la mesa. Por la inclinación de su hombro y la rigidez de su brazo comprendí que tenía asida la botella de whisky, preparada para sacarla en cuanto saliera yo del despacho.

─Buenas noches ─dijo.

Marché.

Describí un ocho alrededor de un par de manzanas de casas, descubrí que no me seguían y me dirigí a la esquina convenida. Vi a Esther Clarde caminando por la Avenida Central, pero no le hice señal alguna. Di la vuelta a la manzana dos veces para asegurarme de que nadie la seguía.

Cuando llegó a la esquina de la Décima Avenida, la recogí.

─¿Hay algo en la costa? ─me preguntó.

─No.

─¿Eras tú el que iba en el coche que ha pasado un par de veces?

─Sí.

─Ya me lo pareció. No quise dar muestras de interés. No me sigue a mí nadie, ¿verdad?

─No.

─¿Qué clase de faenita te hice esta noche?

─Una magnífica.

─¿Estás agradecido?

─Uh˗huh.

─¿Como cuánto?

─¿Qué quieres?

─Pensé que tal vez pudieras hacer tú algo por mí ahora.

─Tal vez sí.

─Quiero salir de aquí.

─¿De dónde?

─De la ciudad. De la comarca. Lejos.

─¿De qué?

─De todo.

─¿Por qué?

─Me encuentro en un atolladero.

─¿Cómo es eso?

─La policía. Me buscarán, ya lo verás… En serio, Donald; no sé qué es lo que me hizo hacer lo que hice esta noche. Supongo que sería porque te portaste tan decentemente conmigo… No podía delatarte a la policía.

─Bueno ─le dije─; vuélvete a casa y olvídalo.

─No puedo. Harán comprobaciones.

─¿Cómo?

─Por Gualterio.

─¿El conserje?

─Sí.

─¿Qué pasa con él?

─Te identificarán.

─Si tú le dices que no lo haga, no lo hará.

─¿Por qué dices eso?

Yo había estado conduciendo sin rumbo. Paré de pronto junto al bordillo donde pudiera verle a Esther la cara mientras hablaba.

─Está enamorado de ti.

─Es celosísimo.

─No tienes por qué decirle la verdad. Limítate a decirle que no soy yo el hombre.

─No; eso no serviría de nada. Desconfiaría… Creería que me había enamorado de ti o algo. Empeoraría las cosas.

─¿Cuánto quieres? ─le pregunté.

─No es cuestión de dinero. Quiero marcharme de aquí. Quiero tomar el avión a América del Sur. Ya me las arreglaré yo sola una vez allí; pero necesito dinero para irme y necesito a alguien que me pueda arreglar las cosas… alguien que sea inteligente y conozca los trucos. Tú puedes hacerlo.

─Prueba otra vez, Esther.

Alzó la vista y me miró. Durante un instante brilló el odio en sus ojos.

─¿Es posible que, después de todo lo que he hecho por ti, no quieras hacer tú eso?

─No; no se trata de eso. Digo que pruebes otra vez de contarme el motivo de que quieras marcharte.

─Ya te lo he dicho.

─Ése no es el motivo.

Guardó ella silencio unos instantes. Luego dijo:

─No estoy segura aquí.

─¿Por qué?

─Me… Se… La misma cosa que le ocurrió a Jed me ocurriría a mí.

─¿Quieres decir con eso que te matarán?

─Sí.

─¿Quién?

─No pienso mencionar nombres.

─Yo no pienso dar un paso a ciegas.

─Yo obré a ciegas por ti.

─¿Se trata de Crumweather? ─le pregunté.

Esther sufrió un sobresalto al pronunciar yo el nombre. Luego apartó la vista y no me miró durante cinco o diez segundos. Estaba contemplando las esferas iluminadas del salpicadero del coche.

─Bueno ─dijo por fin─; digamos que es Crumweather.

─¿Qué pasa con él?

─El asunto de Alta Ashbury estaba preparado de antemano. Tenían la intención de venderle las dos terceras partes de las cartas. La otra tercera parte, que contenía las cosas más comprometedoras, había de ir a parar a manos de Crumweather.

─¿Qué iba a hacer con ellas?

─Iba a obligar a Alta Ashbury a suministrar todo lo que fuera necesario para conseguir que Lasster fuera absuelto.

─¿Estabas enterada tú de lo de él?

─Naturalmente.

─¿Y de lo de Alta Ashbury?

Afirmó ella con la cabeza.

─Sigue.

─Crumweather iba a hacer la exigencia final. Los dos primeros pagos fueron a parar a otra persona.

─¿Y Jed Ringold le dio a Alta el tercer paquete de cartas y dejó a todos con un palmo de narices?

─No; eso es lo raro del caso. No lo hizo. Sólo le dio un sobre con papeles en blanco.

─¿Sabías tú que iba a hacer él eso?

─No; nadie lo sabía. Fue una combinación que ideó Jed por su cuenta. Creyó poder embolsarse el dinero y escapar; pero… las cosas no salieron como él esperaba.

─¿Y dónde está ese manojo de cartas ahora?

─No lo sé. Nadie lo sabe. Jed trabajó bien al principio y luego empezó a sentirse ambicioso. Yo le dije que era peligroso.

─¿Eras tú la amiga de Jed?

─¿Qué quieres decir?

─Tú sabes lo que quiero decir.

─¡No sé cómo te atreves a decirme semejante cosa!

─Lo eras, ¿no es cierto?

Vaciló ella un momento y luego contestó afirmativamente, con voz que era casi un susurro.

─Bueno, pues; empecemos desde ahí. Cuando la policía subió a tu casa esta noche y llamó a tu puerta, dijo que era la justicia, y te ordenó que abrieras, te llevaste un susto mayúsculo, ¿no es cierto?

─Claro que sí. A cualquiera le hubiera ocurrido lo mismo en iguales circunstancias.

─¿Estabas acostada?

Vaciló un momento y luego dijo:

─Sí; acababa de quedarme dormida.

─Abriste, saliste al pasillo y cerraste la puerta.

─Sí.

─Llevabas las llaves en el bolsillo.

─Sí, en el de la chaqueta.

─El motivo de que te asustaras al oír a la policía, el motivo de que no los dejaras entrar en tu piso y hablar allí era que había alguien en el piso.

¿Quién era?

─¡No, no! ¡Te juro que no! Te estoy diciendo la verdad. No era la justicia. Era… otra cosa.

─¿Cuándo te quieres marchar?

─Ahora mismo.

Encendí un cigarrillo y no dije nada en un buen rato. Ella me observaba con ansiedad.

─¿Bien? ─preguntó.

─Conforme, hermanita. Tendré que conseguir ese dinero. No lo llevo encima.

─Pero ¿puedes conseguirlo?

─Naturalmente.

─¿De Ashbury?

─Sí.

─¿Cuándo puedes tenerlo?

─En cuanto Ashbury esté de vuelta. Está en el Norte por un asunto de minas.

─¿Estuvo contigo?

─Sí.

─¿Cuándo estará de regreso?

─Debería llegar de un momento a otro. No sé si volverá en coche o en avión.

─Escucha Donald: en cuanto regrese consígueme dinero para que me pueda marchar. ¿Harás eso por mí?

─Ya me cuidaré de ti.

─Pero ¿qué hago entretanto?

─Podemos ir a cualquier hotel y dar un nombre cualquiera.

─¿Y mi ropa?

─Déjala atrás. Limítate a desaparecer.

Reflexionó unos instantes y contestó:

─No llevo un centavo.

─Yo tengo un poco de dinero. Lo bastante para pagar las cuentas del hotel, gastos incidentales y comprar algo de ropa nueva.

─Donald, ¿harás eso por mí?

─Sí.

─¿Dónde vamos?

─Conozco un hotelito tranquilo.

─¿Me llevarás a él? ¿Irás conmigo?

─Sí.

─Ya sabes lo que pasa, Donald, sin equipaje… Bueno; tú ven e inscríbete en el registro conmigo…

─¿Como marido y mujer?

─¿Querrías tú?

─Les diré que eres mi secretaria, que has tenido que trabajar horas extraordinarias esta noche y que tienes que empezar a trabajar otra vez temprano por la mañana y que quiero alquilarte un cuarto.

─¿No te dejarán quedarte allí conmigo?

─Claro que no. Te acompañaré hasta tu cuarto y luego volveré a bajar. Aquí tienes cien dólares. Tendrás lo bastante para ir tirando de momento.

Tomó los cien dólares, reflexionó un buen rato y luego dijo:

─Seguramente será ésa la mejor solución. Gracias, chico. Eres muy bueno. Me gustas.

Puse en marcha el motor me dirigí al hotel. Un sitio pequeño, situado en una bocacalle, donde un conserje y un chico encargado del ascensor cuidaban de todo después de las doce de la noche.

Un poco antes de que entráramos en el hotel, Esther dijo:

─Donald, si pudiera hacerme con el resto de esas cartas, estaría en una posición magnífica.

─¿Por qué crees eso?

─Crumweather las quiere, Alta Ashbury las quiere, el fiscal daría dinero por ellas para poder apoyar su acusación contra Lasster.

─El fiscal no puede pagar nada.

─Podría llegar a un acuerdo.

─¿A cambio de qué? ¿La inmunidad?

─Sí; si quieres expresarlo así.

─¿Con quién?

Ella nada dijo.

─¿Dónde crees que están las cartas? ─le pregunté.

─Palabra, Donald, no lo sé. Jed fue conmigo al hotel. Tenía miedo de que pudiese ocurrir algo y que le detuvieran acusándole de chantaje. Le habían avisado que Ashbury iba a contratar a un detective para que averiguara lo que había estado haciendo su hija con el dinero.

─¿De dónde salió ese aviso?

─No lo sé; pero Jed lo sabía. Supongo que saldría de Crumweather. Sea como fuere, Jed no quería tener las cartas en su poder hasta el último minuto. Me acompañó al hotel y yo llevaba las cartas debajo del abrigo. Se las entregué antes de meterme detrás del mostrador. Sé que las tenía cuando subió al ascensor y… Bueno; jamás volvió a bajar. El asesino debió llevárselas.

Yo había dado la vuelta para abrir la portezuela del coche y ayudarle a bajar. Me quedé allí, pensando.

─¿Su nombre verdadero no era Jed Ringold?

─No.

─¿Cuánto tiempo hacía que usaba ese nombre?

─Dos o tres meses.

─¿Cuál era su nombre antes de eso?

─Juan Waterbury.

─Atiende bien, porque es importante, ¿qué nombre figuraba en su carnet de conducir?

─El de Juan Waterbury.

─Una cosa más. Cuando entré yo y te pregunté por jugadores, ¿por qué me diste el nombre de Ringold?

─Me engañaste por completo. No hacías cara de detective. Parecías un… bueno, un primo… Ya sabes lo que quiero decir. De vez en cuando se presenta un hombre y se pone en contacto con Jed o Thomas Highland. Acostumbran a tener en marcha alguna partida de póquer.

─¿Quién es Thomas Highland?

─Un jugador.

─¿Relacionado con la cuadrilla de la Atlee?

─Sí.

─¿Y vive en el mismo hotel?

─Sí; en el cuarto setenta y dos.

─¿Por qué no le haces una visita? Si las cartas ésas subieron con Ringold, no volvieron a bajar; y si Highland estaba en el mismo hotel, ¿no podría ser ésa la explicación?

─Highland no se atrevería a quedarse con ellas. Se estaba jugando una partida de póquer en el cuarto de Highland por entonces y todos aseguran que Highland no abandonó la habitación ni un instante.

─En un crimen como ése, el que tiene la coartada más perfecta acostumbra a ser el culpable.

─Ya lo sé. Pero la gente que estaba con él no era de la que mentiría. Uno de los jugadores era un hombre de negocios. Le daría un ataque si pensara que le habían metido en el asunto para que hiciera de testigo… Tú estabas siguiendo a Alta, ¿verdad?

─Sí.

─¿Te había pedido ella que lo hicieras?

─No; su padre.

─¿Cuánto sabe él del asunto?

─Nada.

─Bueno; no nos estemos parados aquí hablando. ¿Quieres subir un rato?

─No; te conseguiré la habitación y luego me iré a buscar dinero.

Posó su mano en la mía al bajar del coche. La tenía helada. Entré con ella en el hotel y le dije al conserje:

─Ésta es Avelina Claxon. Es mi secretaria. Hemos estado trabajando hasta tarde en el despacho. No trae equipaje; conque pagaré por adelantado.

El conserje me miró con desconfianza. Yo le dije a Esther, para que lo oyera él:

─Suba acuéstese Avelina. Descanse bien. No es preciso que venga usted al despacho hasta que la llame por teléfono. Procuraré que sea lo más tarde posible. Quizá no lo haga hasta después de las nueve o las nueve y media.

El conserje me entregó una pluma y una ficha para que hiciese la inscripción.

─Tres dólares con baño ─dijo. Y luego agregó─: Sola.

Llené la ficha por ella y le di tres billetes de un dólar. Llamó al botones y le entregó la llave. Le di al botones una propina, me quité el sombrero y salí.

Llegué hasta el coche, me quedé parado allí un momento y luego volví al hotel. El conserje comprimió los labios al verme. Le dije:

─Quiero hacerle unas preguntas acerca de los de los precios por mes.

─Usted dirá.

─No me resulta que mi secretaria viva en las afueras siendo tan trabajoso ir y venir. Tiene una hermana que trabaja aquí en la ciudad, y las dos han estado hablando de buscar un sitio en la ciudad en que alojarse juntas. ¿Qué condiciones ofrecen por mes?

─¿Las dos muchachas solas? ─preguntó.

─Las dos muchachas solas.

─Tenemos algo muy agradable… unas habitaciones muy bonitas que podríamos alquilarles con carácter fijo.

─¿Un cuarto de la esquina?

─No; un cuarto de la esquina no. Sería un cuarto que da a un patio interior.

─¿Sol?

─Sí, señor. Sol. No mucho… Claro está que no estarían aquí durante el día más que los domingos y días de fiesta si trabajan.

─Eso es.

El botones bajó con el ascensor.

─Cuando estén dispuestas a trasladarse, discutiré condiciones con ellas, gustoso ─dijo el conserje.

─¿Tiene usted un plano del hotel por casualidad, para que pueda yo ver los cuartos y calcular los precios? Tal vez tenga que mejorarle el sueldo. Las muchachas viven en su propia casa ahora ¿comprende?

Metió la mano debajo del mostrador, sacó un plano y empezó a señalar las habitaciones. Sonó el timbre de la centralita. Se acercó a ella y yo cogí el plano y me puse a hablarle mientras tomaba la llamada.

─¿Y este juego de habitaciones de la esquina de delante? ¿No…?

Me frunció el entrecejo y dijo:

─¿Qué número decía usted, hace el favor?

Tenía un lápiz en la mano Y un bloc al lado. Me moví para que le diera mejor la luz al plano y para poder ver el número que anotaba. No fue preciso que mirara, sin embargo lo repitió.

─¿Orange nueve, seis, cuatro, tres, dos? Un momento. Espere.

Marcó el número y, cuando hubo conseguido la comunicación, se acercó a mí.

─¿Qué era lo que quería usted saber?

─Lo de este juego de habitaciones.

─Ése es un poco caro.

─Bueno, pues entonces podría darme el precio de estos tres.

Y señalé otros cuartos. Se acercó a una mesa, consultó una lista y anotó los precios en un papel, con el número de las habitaciones. Doblé el papel y me lo metí en el bolsillo.

─El precio es ése ─dijo─, lo incluye todo: luz, calefacción, servicio de doncella, cambio completo de ropa una vez a la semana y toallas limpias todos los días si se desea.

Le di las gracias, me despedí y me fui. Dos manzanas más allá encontré un restaurante que tenía teléfono público. Entré y consulté el listín. En la C encontré el nombre de Crumweather, C. Layton, abogado, Fidelity Building. Debajo estaba el número de su teléfono particular: era Orange nueve, seis, cuatro, tres, dos.

Eso era cuanto deseaba saber.