NADIE habló gran cosa cuando conduje el coche hasta la carretera real, entré en el campamento automovilista y apagué las luces y corté el motor.

Me apeé y me puse a abrir la portezuela del otro lado. De pronto vi un coche que no había visto antes, con una «E» incrustada en un diamante en la placa de la matrícula.

No les dije una palabra a los demás, sino que me encaminé en línea recta a mi propia cabaña.

Dos hombres salieron de las sombras. Uno de ellos dijo:

─¿Se llama Lam?

─Sí.

─¿Donald Lam?

─Sí.

─Entre. Queremos hablar con usted. Hemos recibido por telégrafo la orden de recogerle.

Esperaba que Ashbury y Alta tendrían el suficiente sentido común para no meterse en el ajo. Se apearon del coche y se quedaron parados junto a la portezuela. El rostro de Alta estaba muy pálido.

─¿Quiénes son ésos? ─preguntó el agente, indicando al padre y a la hija con un movimiento de cabeza.

─Me recogieron en la carretera y me preguntaron si quería que me trajesen hasta aquí.

Uno de los hombres llevaba el uniforme de miembro de la brigada de carreteras. El otro, según deduje, era agente local.

─¿Qué quieren ustedes?

─¿No se ha marchado usted algo precipitadamente?

─Estoy trabajando.

─¿En qué?

─Prefiero no hacer declaración alguna.

─¿Conocía usted a un hombre llamado Ringold?

─Leí en el periódico la noticia de que había muerto asesinado.

─¿Sabe usted algo del asunto?

─No; claro que no. ¿Por qué?

─¿No estaba usted en el hotel la noche que le mataron? ¿No habló usted con una rubia en el mostrador del tabaco y con el conserje intentando sonsacarles algo acerca de Ringold?

─¡Claro que no! ─exclamé, retrocediendo unos pasos y mirándoles como si les creyera locos─. Oigan, aguarden un poco. ¿Quiénes son ustedes? ¿Son agentes?

─Claro que somos agentes.

─¿Tienen algún mandato judicial?

─Escuche, compadre; no nos venga con humos, ¿comprende? Y no se las dé de listo. En este preciso instante, los que hacemos preguntas somos nosotros.

─¿Qué desean saber?

─Según el fiscal, podía haber estado usted interesado en lo de Ringold.

─¿De dónde ha sacado eso?

─Es muy sencillo. Jed Ringold era empleado de la Compañía de Aseguradores de Granjas con Juicio Hipotecario, ¿comprende? Y esa Compañía tiene terrenos aquí cerca de Valleydale. El presidente de la Compañía de Aseguradores de Granjas con Juicio Hipotecario. ¡Se me traba la lengua cada vez que intento decirlo! ¿Por qué diablos se pondrían ese nombre…? Bueno, sea como fuere, el caso es que el presidente es un tal Tindle y usted ha estado viviendo con él y recibiendo órdenes suyas.

─Está usted mal de la cabeza ─contesté─. He estado viviendo en casa de Ashbury. Tindle es el hijastro de Enrique Ashbury.

─¿No ha estado usted trabajando para él?

─¡Rayos, no! He estado quitándole un poco de grasa a Ashbury. Le doy lecciones de jiu˗jitsu y de gimnasia.

─Eso es lo que dice usted. Tindle tiene intereses aquí. Ringold era empleado de Tindle. Alguien entra en el hotel y liquida a Ringold. La descripción del que lo hizo concuerda con la de usted y…

Avancé un paso y le miré con fijeza.

─¿Eso es lo que le muerde? ─pregunté.

─Eso.

─Bueno, pues cuando regrese, iré a ver a la policía a decirle que están locos. Hubo un par de personas que vieron al hombre ese entrar en el hotel, ¿verdad…? Me parece haber leído algo de eso en los periódicos.

─Así es, amigo.

─Bueno; estaré de vuelta dentro de un par de días y aclararemos todo el asunto.

─Supongamos que no fuera usted el hombre que estuvo en el hotel.

─No lo soy.

─Le gustaría dejar aclarada la cosa, ¿verdad?

─No tengo mucho empeño. Es tan absurdo, que ni siquiera me intereso por ello.

─Pero ¿y si fuera usted el individuo ése? Entonces pudiera suceder algo y olvidarse de volver.

─Supongo que no van a obligarme a volver nada más que porque conozco al presidente de esa Compañía…

─No; pero el fiscal consiguió hacerse con una fotografía suya, Lam, y se la enseñó al conserje del hotel, y el conserje del hotel dijo: «Ése es el hombre». Conque ahora, ¿qué?

Ashbury y su hija habían hecho caso de la indirecta. En lugar de meterse en su cabaña se metieron en el coche y dieron la vuelta. Ashbury bajó la ventanilla, se asomó y preguntó:

─¿Puedo hacer algo por usted, amigo? ¿Se encuentra en dificultades?

─No es nada ─le respondí─; se trata de un asunto amistoso. Buenas noches y gracias por haberme traído hasta aquí.

─No hay de que darlas ─dijo Ashbury.

Y poniendo el coche en marcha, salió del campamento.

─¿Bien? ─preguntó el agente que había hablado antes.

─No hay más que una respuesta a eso ─le contesté─. Vamos a volver. Obligaré a ese imbécil de conserje a ponerse de rodillas y comerse las palabras. No está bien de la cabeza.

─Eso es pensar con sentido común. Usted sabe que podríamos llevarle a la fuerza; pero habría una de publicidad que a ninguno le haría mucho bien. Si es un error, cuando menos se hable del asunto, mejor. Ya sabe usted lo que pasa amigo. Es algo difícil identificar a una persona por su retrato. Le obligamos a regresar y se hace la mar de publicidad en los periódicos diciendo que el conserje le ha identificado sin el menor género de duda. Luego le echa una mirada a la cara, y dice que no está tan seguro. Al cabo de algún tiempo, aparece el verdadero culpable. Se parece algo a usted pero no demasiado, y el conserje dice: «No cabe duda. Ése es el hombre». Pero ¿sabe usted lo que haría un picapleitos? Le dejaría en ridículo al conserje ante el tribunal porque había identificado a otra persona primero.

─Desde luego. Ese imbécil de conserje hace una identificación falsa me produce la mar de molestias; pero es el picapleitos defensor del culpable.

El agente me miró un instante.

─Oiga, amigo, no me estará usted tomando el pelo, ¿verdad?

─¿Cómo regresaremos? ─pregunté.

─Le llevaremos a usted por carretera cosa de cien millas. Hay un aeródromo allí y un agente especial que nos telefoneó para que le recogiéramos a usted. Está aguardando con un avión. Si se trata de un error, le traerá otra vez y puede usted tomar un coche desde el aeródromo hasta el campamento.

─Y lo único que habré perdido será el importe del viaje hasta aquí y un día entero ─contesté yo, con sarcasmo.

Nada dijeron.

Reflexioné unos instantes.

─Bueno ─añadí─, pues no estoy dispuesto a viajar en aeroplano de noche con nadie. Iré con ustedes. Iré a un hotel con un agente. No saldré hasta mañana por la mañana. Tengo unos asuntos pendientes que no puedo abandonar.

─Es usted la mar de independiente, ¿eh amigo?

Le miré de hito en hito y contesté:

─Tiene usted muchísima razón. Si quiere que vaya voluntariamente, ésa es la manera de obrar… Si quiere que se anuncie en los periódicos que el conserje ha hecho una identificación falsa, puede llevarme a la fuerza.

─De acuerdo ─contestó el hombre─. Suba. Nos lo llevamos.

El investigador especial de la fiscalía que aguardaba en el aeródromo no estaba muy tranquilo. Mi actitud le intranquilizó aún más; pero le sentó bastante mal que yo insistiera en que me iba a quedar aquella noche en un hotel y no viajar de noche en avión. Se empeñó en discutir conmigo. Le dije simplemente que me asustaba viajar en avión por la noche.

El agente no acababa de entenderlo.

─Escuche, Lam; si usted quiere volver a su trabajo, éste es el mejor medio de hacerlo. He fletado este avión. Puedo detenerlo y llevármelo si es preciso y…

─Puede detenerme si se me acusa de algo.

─No quiero presentar acusación alguna contra usted.

─Bueno, pues entonces saldremos mañana.

Al cabo de un rato, les dijo a los agentes que me habían recogido en el campamento:

─No le pierdan de vista. Voy a poner una conferencia telefónica.

Entró en una cabina y pidió la conferencia. Tardó cosa de veinte minutos. El agente de carreteras y yo nos sentamos en el vestíbulo del hotel, junto con el otro agente. Intentaron convencerme de que era preferible que volviese y acabase de una vez el asunto.

El investigador especial volvió del teléfono y ordenó:

─Bien, amigo; usted lo ha querido. Vamos a volver.

─¿Va a presentarse alguna acusación contra mí?

─Voy a detenerle como sospechoso.

─¿Tiene un mandato judicial?

─No.

─Voy a llamar a un abogado.

─Eso de nada le servirá.

─Eso lo dirá usted. Voy a llamar a un abogado.

─No tenemos tiempo de esperar a que usted telefonee. El aviador está preparado para despegar.

─Tengo perfecto derecho a llamar a un abogado.

Y eché a andar hacia la cabina.

Me pararon tan rudos, que me dio una sacudida la cabeza. Uno de ellos me asió del hombro. El otro me asió del otro hombro. El conserje del hotel me miró con curiosidad. Un par de ociosos se levantaron y se apartaron. El investigador de fiscalía dijo:

─Bueno, muchachos; vamos.

Me llevaron a empujones hasta el automóvil, empezaron a hacer sonar la sirena y me plantaron en el aeródromo en menos que canta un gallo. Había un avión de camarote allí, con los motores calientes, y me metieron dentro.

El agente del fiscal dijo:

─Puesto que quiere usted que sea a la fuerza, amigo, voy a cuidarme de que no le den ideas raras durante el vuelo o intente algo.

Me esposó al brazo de una butaca.

─Sujétense a los asientos ─dijo el piloto.

El agente me sujetó al mío.

─Hubiera sido mejor que hubiese usted accedido a venir voluntariamente.

No le contesté.

─Supongo que, cuando lleguemos, no se negará a ir al hotel para que le vea el conserje, ¿verdad?

Yo le respondí:

─Escuche amigo; es usted el que se emperra en recurrir a la fuerza. Le dije que estaba dispuesto a ir mañana por la mañana, a entrar en el hotel o en el sitio que usted quisiera, y dejar que el tipo ése me echara una mirada. Usted se puso tonto. No pienso ir a ningún hotel. Si me lleva allá, tendrá que meterme en la cárcel y les contaré lo ocurrido a los periodistas. Si quiere que me identifique alguien, póngame en una hilera con otra gente y hágame identificar de esa manera.

─Conque esas tenemos, ¿eh?

─Esas tenemos.

─Ahora sí que estoy seguro de que fue usted el que entró en el hotel.

─Usted mismo se está reventando el asunto ─dije─. Los periódicos se encargarán de publicar con grandes titulares la noticia de que me ha acusado usted de asesinato, de que el conserje del hotel me identificó por un retrato…

─Fue una identificación provisional ─observó el agente.

─Puede usted llamar lo que quiera. Y cuando intente identificar al verdadero culpable, vera usted qué lío más tremendo se arma. Y usted se la va a cargar.

Se enfadó entonces y yo creí que me iba a dar un puñetazo; pero cambió de opinión y se sentó. El piloto miró hacia atrás, se aseguró de que nos habíamos sujetado y despegó.

Me recosté en mi asiento. De vez en cuando brillaban faros aéreos que parecían parpadear ominosamente. A intervalos, racimos de luces señalaban la situación de poblaciones pequeñas. Miraba yo hacia abajo y pensaba en que la gente, metida en la cama, oiría el zumbido del motor, daría media vuelta, en sueños, y murmuraría: «Ahí va el avión correo», sin darse cuenta de que era un aeroplano en que viajaba un hombre que se estaba jugando la vida y que lo tenía todo en contra de él.

El piloto se volvió y nos hizo señas cuando empezamos a volar sobre las montañas. Deduje que quería decir que íbamos a topar con mal tiempo. Así fue. Nos elevamos más para intentar volar por encima; pero en lugar de eso, atravesamos la peor parte. Me sentía igual que un paño de cocina mojado cuando por fin inició el piloto el descenso hacia el aeródromo.

El aparato aterrizó en el extremo más lejano. El agente se puso en pie, se acercó, y abrió el lado de las esposas que me sujetaban al asiento. Dijo, amenazador:

─Escuche, Lam: va usted a subir a un automóvil e ir al hotel. No va a haber escándalo ni jaleo.

─No puede usted hacer eso ─le dije─. Si estoy detenido, tiene que llevarme al juez y acusarme.

─No está detenido.

─En tal caso, no tenía usted derecho a traerme aquí.

Él sonrió y dijo:

─Está usted aquí, ¿verdad?

El avión dio la vuelta y rodó hacia los hangares. Oí una sirena y se acercó un coche. Un faro piloto, encarnado, enfocó la portezuela del avión.

El agente me dio en la espalda.

─No se ponga tonto ─me dijo─. Sería una lástima tener una discusión. Se ha portado muy bien hasta ahora. Siga igual.

Me enfocaron con el faro para deslumbrarme. El agente me empujó para fuera. Unas manos me asieron y me empujaron hacia delante. Luego oí la voz de Berta Cool, que decía:

─¿Qué están haciendo ustedes con este hombre?

Alguien dijo:

─Lárguese, señora. Este hombre está detenido.

─¿De qué se le acusa?

─Eso a usted no le importa un bledo.

Berta Cool se volvió a alguien que había detrás de ella y ordenó:

─Adelante.

Avanzó un hombre y dijo:

─Haré que me importe a mí. Soy abogado. Represento a este hombre.

─Lárguese ─le amenazó el agente─ antes de que le pase algo.

─De acuerdo. Me largaré. Pero primero permítame que le entregue este papelito tan bien doblado. Es una orden de habeas corpus, extendida por un juez superior, en la que se le exige que presente usted a este hombre ante un tribunal. Este otro papel es una orden por escrito, diciéndole que le conduzca inmediatamente a presencia del magistrado más cercano y accesible con el fin de que se le pueda libertar bajo fianza. Por si a usted le interesa, el magistrado más próximo y accesible es un juez de paz de esta población. Está sentado en su despacho en este instante con las luces encendidas, en guardia, esperando que comparezca este hombre.

─No tenemos por qué llevarle ante ningún magistrado.

─¿Dónde le van a llevar?

─A la cárcel.

─Les aconsejo que no vayan a ninguna parte sin pararse primero a ver al magistrado más próximo y accesible advirtió el abogado.

Berta Cool dijo:

─Escuche pájaro; este hombre es empleado mío. Yo dirijo una agencia de detectives decente. Estaba este hombre trabajando. Le han arrancado de su trabajo y le han traído aquí a viva fuerza. No se haga ilusiones de que va a poder una cosa así sin que le cueste un disgusto.

El agente fiscal dijo:

─Un momento muchachos. No os vayáis.

Y luego agregó, dirigiéndose al abogado:

─Vayamos a discutir el asunto unos instantes.

Berta Cool se metió en la conferencia.

─Escuche. ─El agente del fiscal estaba evidentemente preocupado y se mantenía a la defensiva─. No queremos presentar acusación alguna contra este muchacho. A lo mejor es un buen chico que no ha hecho nada; pero queremos averiguar si es el hombre que entró en el cuarto de Jed Ringold la noche que le asesinaron. Si no lo es, no hay más que hablar. Si lo es, vamos a acusarle de asesinato.

─¿Y qué? ─inquirió Berta Cool, agresiva.

El agente del fiscal la miró e intentó hacerle bajar la vista. Berta Cool sacó la barbilla y, echando chispas por los ojos, exclamó otra vez, en voz más alta:

─¿Y qué? Ya me ha oído usted, gusano. Ande y conteste.

El agente se volvió hacia el abogado.

─No hay necesidad de habeas corpus y no hay por qué llevarle ante un magistrado porque no queremos hacer cargo alguno contra él.

─¿Cómo le ha podido traer aquí, si no estaba detenido? ─preguntó Berta.

Él intentó hacer caso omiso de la pregunta y le dijo al abogado:

─El conserje del hotel echó una mirada al retrato de este chico y dijo que creía que era el que había estado allí. Lo único que queremos hacer es llevarle al hotel. El conserje le echará una mirada. Eso es bastante razonable, ¿no le parece?

Durante una fracción de segundo el abogado vaciló. Berta Cool alargó una mano y le echó a un lado como si hubiera sido un saco vacío. Plantó la cara delante del agente y dijo:

─Pues no está bien ni muchísimo menos.

Se había ido formando un corrillo compuesto de los pasajeros de un avión que acababa de llegar, de empleados del aeropuerto y de un par de aviadores. El faro ya no me daba en los ojos y pude mirar a mi alrededor y ver que todos sonreían. Se estaban divirtiendo con Berta.

Ésta habló:

─Sabemos bien cuáles son nuestros derechos. No puede usted identificar a un hombre de esa manera. Le coloca usted en una hilera con otros hombres y se asegura de que haya otros dos o tres en la hilera que tengan la misma estatura y las mismas características generales que el hombre que anda usted buscando. Entonces hace usted entrar al conserje para que vea a todos los de la hilera. Si le reconoce en esas condiciones, es una identificación legal. Si escoge a otro cambia la cosa.

El agente estaba molesto.

El abogado dijo:

─Eso es completamente cierto.

─Es que no queremos causarle a este hombre tantas molestias. Puede tratarse de un simple error. Si no es culpable, ¿por qué está armando todo este jaleo?

Yo dije:

─Porque no me gusta la forma en que lo han hecho. Le dije que vendría con usted voluntariamente mañana por la mañana, entraría en el hotel y hablaría con quien a usted le diese la gana; que no podía venir esta noche; que si me traía en el avión esta noche tendría que traerme detenido.

─¡Narices! ─bufó uno de los agentes.

─¿Y qué hizo usted? ─exclamé, alzando la voz─. ¡Usted y sus dos policías de carretera me cogieron y me metieron a viva fuerza en un automóvil! Me tiraron dentro y me trajeron aquí a rastras, sin presentar ninguna acusación contra mí. Eso constituye un secuestro. Les voy a echar encima a los agentes federales. No pienso consentir que se me lleve de un lado a otro a empellones. Espere hasta mañana por la mañana, y yo iré a su maldito hotel.

Hubo un momento de silencio.

Me volví hacia Berta y dije:

─Ya sabes de dónde ha venido este avión y conoces allí a un abogado que tiene influencia con el sheriff. Llámale por teléfono, hazle sacar al sheriff de la cama, y haz que se extienda una orden de detención contra este agente por secuestro.

─Escuche, amigo ─dijo uno de los agentes─; no es un secuestro cuando se detiene a un hombre por asesinato.

─¿Qué hacen ustedes con él cuando le detienen por asesinato?

─Le metemos en la cárcel, y si se pone tonto, le hacemos algo más para que se le bajen los humos.

─¡Magnífico! Llévenme ante un magistrado y, si éste lo ordena, métanme en la cárcel; pero no se desvíen para llevarme a ningún hotel. En cuanto hagan eso, se hacen ustedes reos de secuestro… ¿Te das cuenta de eso, Berta?

El abogado se agarró a mis palabras.

─Es cierto ─dijo─. En cuanto intenten llevarle a usted a parte alguna, salvo de acuerdo con lo que la ley ordena en estos casos, se convierte la cosa en secuestro.

Berta se encaró con los agentes.

─Bueno; ya han oído lo que dice el abogado.

─Cierre el pico ─contestó uno de ellos.

Vi que el sudor empezaba a perlar la frente del agente del fiscal.

Berta dijo:

─Y no crean que se van a salir así de esto nada más que porque se encuentran en su distrito. El secuestro se efectuó en otra comarca y, si supieran cómo odian a la policía de este distrito en los demás, sabrían lo que va a ocurrir.

Ésta fue la bomba que desmoralizó por completo a los otros. Vi desmoronarse al agente del fiscal, tan claramente como si le hubieran doblado las rodillas.

─Escuchen, no hay necesidad de que nos enfademos y de que nos gritemos mutuamente. Seamos razonables. Si este hombre es inocente, debiera tener tanto interés en demostrarlo como los demás.

─Eso ya me suena mejor. ¿Qué desean?

─Queremos averiguar si era usted el hombre que tenía el cuarto contiguo al del asesinado la noche en que se cometió el crimen.

─Bueno; averigüémoslo.

─¡Rayos, hermanito!; eso era lo único que intentábamos hacer.

─Pero averigüémoslo de una manera justa.

─¿Cuál le parece a usted una manera justa?

─Iré a la cárcel. Busque usted a cuatro o cinco personas que sean poco más o menos de mi estatura y características y vístalas de la misma manera. Y ya que lo hacemos, hagámoslo bien. ¿Cuántas personas vieron al hombre que fue al hotel?

─Tres.

─¿Quiénes son?

─El conserje nocturno, una muchacha encargada del mostrador en que se vende tabaco y una mujer que le vio parado en la puerta.

─Bien; busque usted a esa gente; siéntela en tres sillas diga a los tres que no hagan comentario alguno hasta que haya pasado toda la hilera de hombres. Luego, pregúnteles por separado si el hombre que estuvo aquella noche figura entre los que han visto.

El agente bajó la voz.

─Escuche ─dijo─, parece usted una buena persona. Voy a decirle toda la verdad. La vieja que estaba en el pasillo vio al hombre en la puerta. No llevaba los lentes. Le veía bastante bien; pero… Bueno, ya sabe usted lo que pasaba, amigo. Usa lentes durante el día y no los llevaba puestos. Un abogado listo podría sacar partido de eso. En cuanto le pongamos a usted a la sombra, los periodistas entrarán en acción. Le fotografiarán y habrá grandes titulares: «LA POLICÍA DETIENE A UN DETECTIVE ACUSÁNDOLE DE ASESINATO». Entonces, si la identificación sale mal, nos habremos metido en un lío. Ahora, si es usted culpable, tire adelante y confíe en los derechos que le concede la Constitución. Hará usted bien. Le mandaremos a usted a la silla eléctrica, tan seguro como que yo estoy aquí. Si no es usted culpable, por el amor de Dios, tenga corazón y coopere con nosotros.

Yo contesté:

─No soy culpable; pero ya sabe usted lo que va a ocurrir. Ese atontado de conserje ha identificado en una fotografía a Donald Lam, diciendo que él fue quien se presentó y alquiló una habitación. Usted dice que va a buscar a Donald Lam y llevárselo. Entra usted por la puerta arrastrándome y el conserje ése dirá: «Ése es el hombre», antes de tener tiempo de verme siquiera.

El agente vaciló.

─Claro que sí ─exclamó Berta, indignada─. Vi su retrato en los periódicos. Hace una cara de ser esa clase de estúpido. Es más flaco que un silbido, todo boca y nuez. ¿Qué rayos se puede esperar de un individuo así?

Alguien del corro se echó a reír. Uno de los policías se volvió y dijo:

─Largo de aquí. Vamos. ¡Largo de aquí!

Nadie le hizo caso.

─Un momento ─dije yo─. Hay otra posibilidad.

─¿Cuál?

─¿Hay alguno de los que vieron al hombre ése en el hotel que no sepa que la han tomado conmigo y que no haya visto mi fotografía?

─La muchacha del mostrador de tabaco.

─Bien; pues iremos a su casa. Usted la hace salir. Le pregunta si me ha visto alguna vez. Si ella dice que yo soy el hombre, vamos a la cárcel y me acusan de asesinato. Si ella dice que no lo soy, me pone usted en libertad, los periódicos callan, y olvidamos nosotros el asunto del secuestro.

Él vaciló, y yo proseguí:

─O puede usted escoger a la mujer que vio al hombre en la puerta. Puede…

─No, gracias. No tenía los lentes puestos.

─Bueno, pues haga lo que quiera.

El investigador se decidió.

─Bien, muchachos. ¿Tiene alguno de vosotros las señas de esa muchacha?

─Sí ─dijo uno de los hombres─, se llama Clarde. Estuve yo hablando con ella inmediatamente después del crimen. Me dio la descripción del hombre. Le va a éste a la medida.

Bostecé.

Mi abogado dijo apresuradamente:

─Escuche, Lam: no es usted muy justo consigo mismo al someterse a semejante prueba. Los agentes le llevan a usted allí. Ella le mira, y está usted solo. Sabe que se sospecha de usted…

─No se preocupe ─le contesté, con cansancio─; en mi vida estuve en ese sitio. Déjelos que se desengañen de una vez.

─¿Y cooperará usted para que podamos hacerlo completamente en secreto? ─preguntó el investigador.

─Me importa un bledo lo que hagan ustedes. Quiero acostarme y descansar un poco. Acabemos de una vez con esto.

Berta Cool dijo:

─Escucha, Donald: yo creo que el otro sistema es mucho mejor. Va usted a la cárcel

─¡Santo Dios! ─le grité─. ¡Obran ustedes dos cómo si me creyeran culpable!

Eso les hizo callar. Berta me miró, aturdida. El abogado no era mala persona; pero ya había soltado su andanada. Cuando hubo hecho su petición y entregado los papeles, ya no supo cómo seguir.

─Y para que no exista el menor error ─dije─, la señora Cool y mi abogado irán en el automóvil con nosotros.

─No hay inconveniente ─dijo el investigador─. En marcha.

Mientras viajábamos a toda prisa con la sirena funcionando, el investigador reflexionó mucho.

Dijo:

─Escuche, Lam: ya sabe usted la situación en que nos encontramos. A nosotros nos interesa tan poco como a usted el que se haga una investigación falsa.

─Por mi parte ─contesté─, que me ahorquen si me importa. Si ella me identifica, puedo probar la coartada para toda esa noche. Sólo se trata de los principios básicos del asunto. Si se hubiera portado usted bien conmigo, hubiese venido mañana por la mañana y le hubiera acompañado al hotel. No me gustó la forma en que me metieron en el automóvil, he ahí todo.

─La verdad es que cuando usted se pone de punta, lo hace de verdad… ¿Cómo diablos se las arregló para avisar a esa mujer y al abogado para que estuvieran esperándome en el aeropuerto?

Bostecé.

─¿Se os escapó algo a vosotros, Guillermo? ─le preguntó el investigador a uno de los policías.

Éste movió negativamente la cabeza.

─Me resulta sospechoso ─dijo.

El investigador me miró.

─Oiga, ¿por qué no me habla de su coartada primero? Tal vez pudiéramos comprobarla y no tendríamos necesidad de sacar de la cama a esa muchacha… ¿Por qué no me dijo eso desde un principio? Hubiera podido usar el teléfono y haberle ahorrado el viaje hasta aquí tal vez.

─Si quiere que le diga la verdad, no se me ocurrió pensar en eso. Me apremiaron ustedes demasiado. Intente usted pensar qué estuvo haciendo durante todos los minutos de una noche dos o tres días después de la noche en cuestión y…

─Bueno, ¿dónde estuvo? ¿Cuál es su coartada?

Moví negativamente la cabeza.

─Estamos aquí ya ─le dije─, y resultará más fácil sacar a esta muchacha de la cama que sacar de ella a todos mis testigos.

─¿Cuántos son?

─Tres.

Se inclinó a susurrarle algo a uno de los agentes. Éste sacudió la cabeza, dubitativo.

Berta me miró, con aire inquieto. El abogado tenía la misma cara de satisfacción que si hubiera hecho algo bueno.

Llegamos a la ciudad y atravesamos las calles a toda velocidad. No tardamos en llegar a la casa en que vivía Esther Clarde.

Le dije a Berta:

─Sube. Quiero un testigo.

Uno de los agentes se quedó con el coche. El otro subió con nosotros. El abogado también se agregó. Trepidamos como un ejército en marcha al subir la escalera. Lo hicimos a pie y el investigador me puso delante y me fue empujando todo el camino. Yo creo que esperaba dejar a Berta Cool atrás; pero no sabía con quién se estaba jugando los cuartos. A pesar de su tamaño, subió la escalera y no perdió su puesto en la procesión.

Nos paramos en el tercer piso. Uno de los agentes golpeó la puerta de Esther Clarde. Oí la voz de la joven que preguntaba:

─¿Quién es?

─La justicia ─dijo el investigador─. Abra.

Hubo silencio durante unos segundos. Me era imposible oír la respiración de Berta. Luego Esther Clarde inquirió:

─¿Qué desean?

─Entrar.

─¿Para qué?

─Queremos que vea usted a un hombre.

─¿Por qué?

─Para ver si le conoce.

─¿Qué tiene que ver la justicia con eso?

─Calle y abra la puerta.

─Bueno. Aguarden un poco. Les abriré.

Esperamos. Yo encendí un cigarrillo. Berta Cool me miró, ansiosa. El abogado daba los mismos aires de importancia que un gallo en el gallinero. Los agentes estaban inquietos y se miraban mutuamente.

Esther Clarde abrió la puerta. Llevaba la misma chaqueta de terciopelo de la noche anterior. Tenía ojos de sueño. Dijo:

─Bueno; supongo que es legal. Entren y…

Me vio a mí y cerró la puerta tras ella. Bostezó y agregó:

─Bien: ¿de qué se trata?

El investigador me señaló con un gesto.

─¿Ha visto usted a este hombre alguna vez? ─preguntó.

El abogado le corrigió, con meticulosidad:

─A alguno de estos hombres alguna vez. Después de todo, debe usted ser justo…

Esther Clarde paseó su mirada sin expresión por mi semblante y la clavó en el abogado. Le señaló con un dedo y preguntó:

─¿Éste, quiere usted decir?

El investigador me asió del hombro y me empujó hacia delante.

─No; éste. ¿Es éste el que estuvo en el hotel la noche del asesinato?

Miré a Esther Clarde sin mover un músculo de la cara siquiera. Ella me contempló, frunció el entrecejo y dijo:

─¿Sabe que sí, que se parece a ese tipo?

─Oiga ─le dijo el agente─, no se deje engañar. Hay cierto parecido, en efecto.

Me miró otra vez, más detenidamente, y sacudió la cabeza.

─¿Está usted segura de que no es el mismo hombre?

─Escuche; en mi vida he visto a este hombre hasta este momento; pero, en serio, se parece al hombre que estuvo en el hotel. Si quieren tener una buena descripción de él, lo mejor que pueden hacer es tomarle a éste como modelo. El hombre aquél era de la misma estatura y casi del mismo cuerpo. Era un poco más ancho de hombros que éste. No tenía los ojos del mismo color exactamente, y su boca no es igual, y las orejas son muy distintas. Me fijo en las orejas de la gente. Es una afición que tengo. Ahora recuerdo que el hombre que estuvo en el hotel no tenía lóbulos en las orejas.

─Ése es un dato de gran valor ─dijo el agente─. ¿Por qué no nos dijo eso antes?

─No se me ocurrió hasta que empecé a examinar a este hombre. Oiga ─me preguntó─, ¿cómo se llama usted?

─Lam ─contesté─, Donald Lam.

─Vaya, pues se parece una barbaridad al hombre que estuvo en el hotel. De lejos, sería muy fácil confundirle.

─Pero ¿está usted segura? ─preguntó el agente.

─Claro que estoy segura. Hable con el hombre que estuvo allá. Se apoyó en el mostrador y me hizo preguntas. Las orejas de este hombre son distintas y su boca también. No pesa tanto como el otro. Creo que tiene aproximadamente la misma estatura… ¿Dónde trabaja usted, Lam?

─Soy detective particular. Ésta es Berta Cool. Trabajo para ella. Para Berta Cool, Investigaciones Confidenciales.

─Bueno, pues más vale que no se meta delante de esa vieja que se asomó a la puerta del cuarto piso. Me dijo después que sin los lentes no pudo ver más que un borrón; pero sabía que era un joven y…

─Déjese de eso ─la interrumpió el agente.

Esther Clarde añadió en tono casual:

─Gualterio… es decir, Gualterio Markham, el conserje, tampoco le vio muy bien. Esta misma mañana me estuvo contando unas cuantas cosas para asegurarse del color de los ojos y del cabello del hombre. Me parece que yo he sido la única que le ha podido ver bien.

El agente del fiscal dijo:

─Bueno; nada más.

─¿Cómo vuelvo yo al punto donde me trajeron? ─pregunté.

El agente se encogió de hombros.

─Tome un autobús ─dijo.

─¿Quién paga el billete?

─Usted.

─No hay derecho a eso.

Esther Clarde dijo:

─Bueno, me parece que ya he perdido bastante sueño.

Sacó las llaves del bolsillo, abrió la puerta y entró. Oímos cómo echaba el cerrojo por dentro.

Toda la procesión volvió a la calle. Berta Cool iba la última. Una vez en la acera, dije:

─Escuche: a mí me han recogido a unos cuantos centenares de millas de aquí. Me costará dinero volver allí y… Los agentes abrieron las portezuelas del coche de la policía.

El investigador del fiscal se metió dentro. Se cerró la portezuela de golpe. El automóvil se alejó del bordillo y nos dejó plantados allí.

Berta me miró asombrada y dijo suavemente, entre dientes:

─¡Ahora sí que me has matado!