PEDRO Digger se había puesto el pantalón y las botas al oír acercarse el automóvil. Se sentía demasiado cohibido para salir a conocer a nadie; pero cuando le hube convencido de que no tenía nada que temer, pareció un poco avergonzado por la forma en que nos había recibido. Fue Alta quien salvó la situación. Obró con interés y perfecta naturalidad.
Pedro quería hacer la cama antes de dejarnos entrar; pero Alta dijo: «Déjese de tonterías», y entramos todos. Las ventanas estaban abiertas y la estufa fría; pero encontré un montón de ramas y de corteza seca y encendí el fuego, mientras Pedro, con muchas excusas, se ponía camisa y chaqueta.
Una ventaja tenía aquella cabaña. Se calentaba aprisa y la estufa tiraba que daba gusto. Pedro volvió y se sentó. Miró con avidez el fragante cigarro puro que le ofreció Ashbury y dijo:
─No. Eso es para la gente rica. Yo soy pobre. Mi pipa es mi amiga y yo no abandono a los amigos, ¿comprende?
Alta y yo fumamos cigarrillos. Cuando se llenó el cuarto de azulado humo y el chisporroteante fuego hizo parecer que la cabaña estaba más caliente y cómoda de lo que hubiera indicado un termómetro, Pedro dijo:
─Bueno; ¿qué es lo que quería de mí?
─Pedro ─dijo─, le voy a proporcionar a usted una ocasión de ganarse quinientos dólares.
─Ganarme, ¿qué?
─Quinientos dólares.
─¿Qué hay que hacer?
─Falsear resultados.
─¿Para qué?
─¿Puedo confiar en usted?
─Maldito si lo sé ─contestó Pedro, riendo─. No acostumbro a traicionar a mis amigos; pero soy terrible con mis enemigos. Pague usted y escoja.
Me incliné por encima de la mesa.
─Le engañaba cuando le dije que era un escritor en busca de ambiente ─le aseguré.
Pedro Digger echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.
─Ésa es la cosa más graciosa que he oído desde hace cuarenta años ─afirmó.
─¿Cuál? ─preguntó Ashbury.
─El que este joven creyera que no sabía yo que mentía cuando me dijo que era escritor. Está aquí husmeando. Me figuro que será abogado que estará intentando averiguar algo con que fastidiar a la Compañía dragadora nueva… ¿Escritor él? ¡Ja, ja, ja!
Yo sonreí y dije:
─Bueno, pues ya hemos aclarado eso. Y ahora, Pedro, me interesa la cuestión de esa Compañía.
─¿A usted?
─Uh˗huh. Me volví tonto y compré acciones en ella.
El rostro de Pedro se ensombreció.
─¡Maldita cuadrilla de bandidos! ─exclamó─. Debiéramos ir allá, volar con dinamita la taladradora, darles un baño de alquitrán y echarlos al río para que se refrescaran.
─No ─dije─; hay un sistema mejor.
─¿Cuál?
─¿Cree usted que saben cuánto oro están metiendo en esos agujeros?
─Claro que sí. En la forma en que lo están haciendo, el terreno tiene que dar resultados uniformes. Si se hace un agujero que da mucho oro y otro que da poquísimo, los capitalistas desconfían. Un río no deposita el oro de esa manera. El oro se ha ido depositando por aquí durante millones de años… ¿Comprende?
─Bien; eso es lo que yo esperaba. Llevan cuenta del oro que sacan, ¿verdad?
─Eso es.
─Pedro, dijo usted que era capaz de falsear los resultados obtenidos al practicar agujeros, de una forma tan artística. ¿Qué quería decir con ello?
Pedro nos miró y dijo:
─Usted dijo que podía ganarme quinientos dólares. ¿Qué quería usted decir con ello?
Ashbury, que era un buen psicólogo y había estado escudriñando a Pedro por encima de los lentes, sacó la cartera en silencio y extrajo cinco billetes de cien dólares.
─Esto es lo que quería decir ─contestó.
Y empujó los billetes hacia el hombre.
Éste los recogió, los miró y volvió a dejarlos caer sobre la mesa.
─¿No los quiere? ─preguntó Ashbury.
─Hasta que ustedes avisen, no.
─Ya puede usted cogerlos.
─Aguarde a oír lo que tengo que decir.
─Hable ─dije yo.
─Bueno, pues conozco un par de maneras muy bonitas de falsear resultados, que el propio demonio sería incapaz de explicarse.
─¿Cuáles son?
─Para que se den ustedes cuenta, tendré que contarles un par de episodios. Datan de los tiempos del Klondike, cuando una compañía grande pensaba adquirir terrenos allí. Un minero tenía una parcela que deseaba vender y la Compañía opinaba que no valía gran cosa; pero el pájaro contó una historia fantástica, que decidieron usar un taladro.
»Bueno, pues en cuanto empezaron a hacer agujeros, se dieron cuenta de que habían dado con algo excepcional. El oro se daba allí tal y como debía darse. Escaseaba por la superficie, pero iba menudeando a medida que se profundizaba, hasta hacerse muy abundante al tocar roca de fondo. Practicaron agujero tras agujero y todos ellos dieron el mismo resultado. El terreno era completamente uniforme. Compraron la parcela; pero, antes de empezar a dragar, a alguien se le ocurrió una idea luminosa y practicó dos agujeros más de prueba. Salió tan poco oro, que no se le veía ni con lupa.
─¿Qué había sucedido? ¿Habían falseado los resultados primeros?
─Naturalmente.
─Pero ¿no estaban alerta por si sucedía algo de eso?
─Claro que estaban alerta; pero el interesado los falseó en sus propias narices… Verán; yo les enseñaré cómo lo hizo. ¿Ha visto usted lavar oro alguna vez?
Moví negativamente la cabeza.
Pedro cogió un cuenco de lavar oro, con los lados en declive y el borde curvado. Se sentó sobre los talones y colocó el cuenco entre sus rodillas.
─Así es cómo se acostumbra lavar el oro ─dijo, moviendo el cuenco hacia delante y hacia atrás e imprimiéndole una sacudida con la muñeca─. Se conserva toda la tierra aurífera bajo el agua para que el oro se mezcle con el agua y se pose en el fondo del cacharro.
»Bueno; pues el minero lava el oro así. Está fumando, ¿comprende?
Tiene derecho a fumar. Saca un saquito de tabaco del bolsillo se hace los pitillos. O, si no, lleva un paquete de cigarrillos hechos en el bolsillo. Yo, personalmente, me los hago porque en cuanto me pusiera a fumar cigarrillos de hechura sastre todo el que me conociera desconfiaría.
─Siga ─dije.
─Ya se lo he dicho todo.
─No comprendo ─dijo Ashbury.
─Pues es bien fácil. La cuarta parte del tabaco es polvo de oro. Pongo el tabaco que me da la gana en mi cigarrillo y gradúo la cantidad que ha de salir tardando más tiempo o menos en hacer el lavado. Mientras fumo, la ceniza del cigarrillo cae dentro del cuenco. Nadie le da importancia a eso.
Ashbury emitió un silbido de sorpresa.
─Y, luego, hay otro procedimiento ─prosiguió Pedro─. Se sube uno al andamiaje de la perforadora con un pasador, se separa el trenzado de la cuerda y se introduce un puñado de polvo de oro. Se hace eso en toda la longitud de la cuerda; luego, por la mañana, cuando empiezan a perforar, las sacudidas hacen que se desprenda polvillo de oro y caiga dentro del agujero.
Yo dije:
─Bien, Pedro; lo que queremos conseguir es que salga de esos agujeros una cantidad tan superior a la que se ha metido que lleguen a la conclusión de que han dado con un yacimiento rico de verdad. Pero habrá que hacerlo de forma que el oro aparezca cuando hayan llegado más abajo que las perforaciones antiguas.
─¡Bah! No tienen la menor idea de hasta dónde llegaron antiguamente. Esa cuadrilla no sabe una palabra de nada. No están más que desempeñando un papel. Les he vigilado. Son tan torpes, que casi me acerqué a decirle al que taladraba: «Escucha, compadre; no quiero enseñarle a nadie su oficio, pero si no sabes falsear resultados mejor de lo que estás haciendo, por el amor de Dios, échate a un lado y deja que un hombre que sabe hacerlo bien te dé unas cuantas lecciones».
Ashbury sonrió. Alta rompió a reír. Empujé los quinientos dólares hacia Pedro Digger.
─Es suyo este dinero ─dije.
Pedro recogió los billetes, los dobló y se los metió en el bolsillo.
─¿Cuándo puede usted empezar? ─preguntó Ashbury.
─¿Les corre prisa?
─Sí.
─Tengo un poco de oro en polvo allí ─dijo Pedro, señalando un armario─. Lo he ido recogiendo aquí y allá, en placeres… Seguro que es lo bastante para lo que hemos de hacer.
─¿Cómo puede introducirse en la propiedad? ─pregunté.
─Fácilmente. Han estado intentando conseguir que trabajara con ellos desde que empezaron. No entienden mucho del trabajo.
─No puede usted hacer que empiecen a encontrar mayor cantidad de oro cuando comience usted a trabajar. Sería demasiada coincidencia.
─Usted deje eso de mi cuenta, hermanito. Voy a ir allá esta noche, a la luz de la luna, y me llevaré un pasador para meter un puñado de oro en la cuerda. Aumentará su producción de oro desde mañana. Me parece que no voy a necesitar nada más que esa cuerda.
─Siga haciéndolo hasta que yo le diga que pare ─le dije.
─¿Cómo me lo dirá?
─Cuando reciba una tarjeta postal firmada «D. L.» que diga: «Lo estoy pasando muy bien. Siento que no estés aquí conmigo», sabrás que ha llegado el momento de parar.
─De acuerdo. Saldré a hacer la faena ésa dentro de media hora.
Nos estrechamos la mano. Al volver a subir al coche, Ashbury dijo:
─Ha sido una faenita magnífica, Donald.