BERTA Cool suspiró profundamente y rebosó más de la cuenta por las orillas de la silla plegable de madera. Encendió un cigarrillo y sus enjoyadas manos se convirtieron en semicírculos rutilantes a la brillante luz que caía a plomo sobre la almohadillada lona. Contra las sombras del gran gimnasio desierto, sus brillantes relucían como gotas de agua de mar pulverizadas al herirlas el sol.

El japonés, desnudo, salvo por un taparrabos y una chaqueta clara de la consistencia de hilo grueso, plantó bien los pies y me miró de pies a cabeza. Su rostro carecía de expresión.

Yo tenía frío. La chaqueta que me había dado me estaba demasiado grande. Me sentía desnudo con mis trusas cortas y se me había puesto carne de gallina por las piernas.

─¡Duro con él, Hashita! ─dijo Berta.

Estábamos solos los tres en aquel enorme cuarto que parecía un cobertizo. El japonés me sonrió y vi blancas hileras de relucientes dientes. Las despiadadas luces incrustadas en la especie de artesa de estaño que colgaba sobre la lona acolchada me daban de lleno. El japonés tenía una musculatura muy recia. Cuando se movía, veía rizarse los músculos bajo una piel que parecía de raso moreno.

Le dijo a Berta:

─Es la primera lección. No muy severa.

Berta inhaló profundamente el humo de su cigarrillo. Los ojos se le tornaron duros como el diamante.

─Este renacuajo es muy listo, Hashita. Aprende aprisa, y pago yo. Quiero obtener resultados por el dinero que desembolso.

Hashita siguió con la vista clavada en mí.

─El jiu˗jitsu ─explicó, hablando rápidamente en voz monótona─ es como palanca. Contrario suministra fuerza. Uno sólo cambia dirección.

Yo moví afirmativamente la cabeza, porque en el silencio que siguió a su explicación comprendí que era eso lo que se esperaba de mí.

Hashita se metió una mano en el taparrabos y sacó un revólver de cañón corto. Parte del niquelado había desaparecido y el cañón estaba oxidado. Abrió el cilindro para enseñarme que el arma estaba descargada.

─Perdón, haga el favor ─dijo─. Honorable discípulo toma el revólver, lo sujeta en mano derecha, alza revólver y aprieta gatillo. ¡Aprisa, haga el favor!

Tomé el revólver.

El rostro de Berta Cool tenía la misma expresión que yo he supuesto a veces debe adornar la cara de las mujeres que asisten a una corrida de toros.

─Aprisa, haga el favor ─repetía Hashita.

Alcé el revólver.

Alargó la mano y me bajó el brazo con desdén.

─No tan lento, haga el favor. Hágase cuenta de que soy un criminal. Alce revólver. Muy aprisa apriete gatillo antes de que yo me mueva.

Recordé haber leído en alguna parte que el pistolero del Oeste era más peligroso cuando amartillaba el revólver al mismo tiempo que lo alzaba. El arma que me había dado era de dos tiempos y empecé a apretar el gatillo al alzarla.

Hashita estaba delante de mí y presentaba un blanco magnífico. Sentí cómo retrocedía el disparador.

De pronto, el japonés dejó de estar allí. Pareció disolverse en movimiento puro. Intenté mover el revólver para seguir a aquel destello de agilidad humana. Era igual que intentar seguir apuntando a un relámpago.

Gruesos dedos morenos me asieron la muñeca. Hashita ya no se hallaba delante de mí ni me daba la cara. Estaba debajo de mi brazo, con la espalda vuelta hacia mí. Tenía yo el brazo por encima de su hombro. Tiró de mi muñeca hacia abajo. Su hombro me dio de lleno en el sobaco. Sentía que mis pies se alzaban del suelo. Las brillantes luces en su artesa de estaño parecieron dar la vuelta de campana. Parecí permanecer suspendido en el aire varios segundos; luego la acolchada lona subió a mi encuentro.

La sacudida me mareó.

Intenté ponerme en pie, pero no pude conseguir que los músculos obedecieran mi mandato. Un temblor convulsivo me agitaba el estómago. Hashita se inclinó, me asió de la muñeca y del codo y me levantó tan aprisa que pareció como si hubiera rebotado yo sobre la lona. Enseñaba los dientes en expansiva sonrisa. El revólver yacía detrás de él.

─Muy sencillo ─dijo.

Los diamantes de Berta Cool centellearon de un lado para otro al ponerse sus manos a aplaudir.

Hashita me asió de los hombros, me empujó hacia atrás, alzó mi mano derecha.

─No se mueva, haga el favor; le enseñaré.

Rió, la risa nerviosa y sin humorismo del japonés. Yo parecía hallarme inmóvil en el centro de un cuarto que se mecía de un lado para otro como enorme péndulo.

Hashita dijo:

─Ahora fíjese bien.

Se movió lentamente, pero con un ritmo tan perfecto, que no se notaba la menor sacudida. Era exactamente igual que si estuviera contemplando su imagen proyectada en la pantalla con movimiento retardado. Dobló la rodilla izquierda. Resbaló su peso hacia delante, hasta cargarse sobre la cadera izquierda. Al inclinarse, dio la vuelta. Adelantó la mano derecha. Los dedos asieron lentamente mi muñeca. Hizo girar la parte delantera del pie izquierdo sobre la lona. Su hombro izquierdo empezó a alzarse por debajo de mi brazo derecho. La tensión de sus dedos aumentó. Quedó mi brazo derecho torcido de forma que me fue imposible mover el codo. Ejerció presión, empleando mi propio brazo como palanca. El fulcro descansaba sobre su rostro, debajo de mi sobaco. Intensificó la presión hasta que sentí dolor y noté que mis pies abandonaban el suelo.

Me soltó, volvió rápidamente a la posición primera dijo sonriendo:

─Ahora, pruebe usted. Despacio al principio, haga el favor.

Extendió el brazo derecho hacia mí.

Alargué la mano derecha para asirle. Él me empujó hacia atrás. Su gesto era de impaciencia.

─El honorable discípulo ha de acordarse de la rodilla izquierda, por favor. Doble rodilla izquierda al mismo tiempo que alarga mano derecha; luego vuelva pie al mismo tiempo que tuerce brazo derecho para que codo no pueda doblarse.

Probé otra vez y lo hice mejor. Movió la cabeza en señal de aprobación, pero no con mucho entusiasmo.

─Ahora pruebe aprisa, haga el favor, con revólver.

Cogió el revólver y me apuntó con él. Me acordé de la rodilla izquierda y alargué la mano en dirección a su muñeca derecha. No la cogí por cinco centímetros y di un traspiés hacia delante, perdiendo el equilibrio.

El japonés era demasiado cortés para reírse, lo que resultaba mucho peor.

Oí ruido de pasos por el desnudo suelo de madera del gimnasio.

Hashita dijo:

─Perdone, haga el favor.

Se irguió se volvió. Contrajo los párpados para poder atisbar por debajo del brillo de las luces en dirección a la parte oscura del cuarto.

Distinguí al hombre que se acercaba. Fumaba un puro; un hombre bajo, de cuarenta y tantos años, con lentes; tenía ojos pardos. Le habían hecho el traje muy bien, de forma que hiciera resaltar la anchura de su pecho y disimulara el vientre, no obstante lo cual, predominaba la estrechez de los hombros y el abultamiento de la panza.

─¿Es usted el profesor de lucha? ─inquirió.

Hashita enseñó los dientes en una sonrisa y se adelantó hacia él.

─Me llamo Ashbury… Enrique Ashbury. Francisco Hamilton me dijo que viniera a verle a usted. Aguardaré a que no esté ocupado.

Hashita le estrechó la mano.

─Muchísimo gusto ─dijo, aspirando como en un silbido─. ¿Tendrá el honorable señor la bondad de sentarse?

Hashita se movió con agilidad felina, asió una de las sillas de madera plegadas y la desplegó de un brusco tirón que sonó como si la silla le hubiera estallado de pronto entre las manos. La colocó junto al asiento de Berta Cool.

─¿Aguardará quince minutos? ─preguntó─. Mucho siento, pero tengo discípulo tomando lecciones.

─¡Ah, sí, sí! ─contestó Ashbury─; aguardaré.

Hashita le hizo una reverencia a Berta Cool y se excusó. Me hizo una reverencia a mí y se excusó. Le hizo una reverencia a Ashbury y le dirigió una sonrisa. Dijo:

─Ahora probaremos otra vez.

Miré hacia donde Ashbury estaba sentado al lado de Berta Cool. Tenía la mirada fija en mí con leve curiosidad. Malo había sido exhibirse particularmente ante Berta. La presencia de un extraño resultaba aún más intolerable.

─Atienda a ese señor ─le pedí─; yo esperaré.

─Te resfriarás, Donald ─me advirtió Berta.

─No, no. Continúen ─dijo Ashbury, apresuradamente, colocando el Sombrero en el suelo al lado de su silla─. No tengo la menor prisa. Me… me gustaría verlo.

Hashita se encaró conmigo, brillándole los dientes, en una sonrisa.

─Volvamos a probar ─dijo.

Y cogió el revólver.

Vi cómo se alzaba su brazo. A reté los dientes y me lancé. Esta vez le así de la muñeca. Quedé sorprendido al ver lo fácil que era girar sobre el pie. Mi hombro subió hacia su sobaco. Tiré hacia abajo.

Entonces ocurrieron cosas inesperadas. Yo me había dado cuenta, claro está, de que Hashita había dado un pequeño salto al tirar yo; pero el resultado fue teatral. Salió disparado por encima de mi cabeza. Vi como volaban sus pies y se perfilaban sus piernas contra el cegador brillo de las luces. Se retorció bruscamente en el aire como un gato, se soltó el brazo de un tirón y aterrizó de pie. El revólver yacía sobre la lona. Yo estaba seguro de que lo había dejado caer intencionadamente. Pero eso en nada disminuía el efecto producido en los espectadores.

Berta Cool exclamó:

─¡Caramba con el renacuajo!

Ashbury le dirigió una rápida mirada a Berta, luego me miró a mí, con sobresalto y respeto.

─Muy bien ─dijo Hashita─; muy bien.

Oí cómo le decía Berta Cool a Ashbury, como quien no le da importancia a la cosa:

─Es empleado mío. Soy propietaria de una agencia de detectives. Al renacuajo ése siempre le andan haciendo cisco. Es demasiado pequeño para ser buen boxeador; pero pensé que el japonés podría enseñarle jiu˗jitsu.

Ashbury se volvió para echarle una buena mirada.

Sólo le vio el perfil. Ella me estaba observando con ojos duros y brillantes.

Berta no tenía nada de blanda. Era grande y carnosa; pero su carne tenía consistencia. Tenía cuello grande, hombros grandes, pecho grande, brazos grandes y apetito del mismo tamaño. En su rostro se notaba esa expresión de carnosa satisfacción que adquiere toda mujer que ha dejado de preocuparse por conservar la línea y que se siente en completa libertad para comer lo que quiera con tanta frecuencia como se le antoje.

─¿Ha dicho usted de detectives? ─inquirió Ashbury.

Hashita dijo:

─Ahora le enseñaré. Despacio, haga el favor.

Berta Cool siguió con la mirada clavada en nosotros.

─Sí; Berta Cool, Investigaciones Confidenciales. El que está luchando ahí es Donald Lam.

─¿Trabaja para usted?

─Eso es.

Hashita se sacó un puñal de hoja de caucho del taparrabos y me lo dio.

─Es un renacuajo, pero tiene inteligencia ─prosiguió Berta Cool, hablando por encima del hombro─. Tal vez no lo creerá usted, pero era abogado y ejerció la profesión. Le echaron a puntapiés del Colegio de Abogados porque le contó a alguien cómo se puede cometer un asesinato sin que le pasara nada. Es más listo que donde los hacen.

Hashita dijo:

─Haga el favor de dar una puñalada con cuchillo.

Tomé el puñal y doblé el brazo derecho. Hashita se acercó, me asió la muñeca, y la parte de atrás de mi brazo giró y yo salí despedido por el aire.

Cuando me ponía en pie, le oí decir a Berta Cool:

─… garantiza satisfacción. Hay muchas agencias que se niegan a tener nada que ver con casos de divorcio y con la política. Yo acepto todo lo que dé dinero. Me tiene sin cuidado quién sea y de qué se trate mientras haya «pasta».

Ashbury la estaba mirando exclusivamente a ella.

─¿Supongo que podré contar con su discreción? ─murmuró Ashbury.

─Pues claro ¡qué rayos! Lo que usted me diga no pasa de mí… Y perdone que sea tan mal hablada.

─Es conveniente no aterrizar sobre la cabeza, haga el favor ─dijo Hashita─. Honorable discípulo debe aprender a retorcerse en el aire para caer siempre de pie.

Berta Cool dijo, por encima del hombro, sin mirarme a mí siquiera:

─Vístete, Donald Lam. Tenemos trabajo.