NOTA DE LA AUTORA

La novela que acaba de leerse tiene como punto de partida un relato de unas cincuenta páginas: A la manera de Durero, publicado junto con otras dos novelas cortas —también de fondo histórico— en el volumen titulado La Mort conduit l’Attelage (La muerte lleva la carreta), por Ed. Grasset en 1934. Estos tres relatos relacionados y, al mismo tiempo, contrastados entre sí por unos títulos que se me ocurrieron después (A la manera de Durero, A la manera del Greco y A la manera de Rembrandt), no eran sino tres fragmentos separados de una enorme novela concebida y compuesta en parte, enfebrecidamente, entre 1921 y 1925, o sea entre mis dieciocho y mis veintidós años. De lo que hubiera sido un amplio fresco novelesco, extensivo a varios siglos y a varios grupos humanos relacionados entre sí por los lazos de la sangre o del espíritu, las cuarenta páginas que, en un principio, titulé sencillamente Zenón constituían el primer capítulo. Esta novela, harto ambiciosa, fue desarrollada a la par por algún tiempo con los primeros esbozos de otra obra, que más tarde se convertirían en las Memorias de Adriano. Renuncié provisionalmente a ambas hacia 1926, y los tres fragmentos citados, convertidos en La Mort conduit l’Attelage, se publicaron, sin que yo hiciera en ellos apenas ningún cambio; tan sólo en el episodio correspondiente a Zenón añadí unas diez páginas más recientes, breve esbozo del encuentro entre Henri-Maximilien y Zenón en Innsbruck, en la OPUS NIGRUM de hoy.

La Mort conduit l’Attelage fue muy bien recibida por la crítica de aquellos años; cuando hoy releo algunos de aquellos artículos, aún me llenan de gratitud. Pero el autor de un libro tiene sus razones para ser más severo que sus propios jueces: ve sus fallos más de cerca y es el único en saber lo que hubiera querido y debido hacer. En 1955, unos años después de acabar Memorias de Adriano, volví a retocar los tres relatos con vistas a una nueva edición. Otra vez se me impuso el personaje del médico filósofo y alquimista. El capítulo Conversación en Innsbruck, que data de 1956, fue el primer resultado de haberme puesto de nuevo en contacto con la obra; el resto no fue redactado hasta 1962-1965. De las cincuenta páginas de antaño, subsisten todo lo más una docena, modificadas y como desmenuzadas en la larga novela de hoy, pero la trama que conduce a Zenón, desde su nacimiento ilegítimo en Brujas, hasta su muerte en un calabozo de la misma ciudad, ha permanecido idéntica en lo esencial. La primera parte de OPUS NIGRUM (La vida errante) sigue muy de cerca el plan de Zenón en A la manera de Durero, de 1921-1934; la segunda parte y la tercera (La vida inmóvil y La prisión) han sido desarrolladas por entero a partir de las últimas seis páginas de aquel texto escrito hará más de cuarenta años.[1]

No ignoro que unas indicaciones como estas pueden desagradar al provenir del autor y ser ofrecidas en vida del mismo. No obstante, me decido a darlas aquí para aquellos lectores a quienes interese la génesis del libro. Lo que sí me importa subrayar es que lo mismo OPUS NIGRUM que Memorias de Adriano son dos obras que emprendí en mi primera juventud, que abandoné y reanudé después a merced de las circunstancias, y con las que he convivido durante toda mi vida. La única diferencia, completamente accidental, consiste en que un ensayo de lo que iba a ser OPUS NIGRUM se publicó treinta y un años antes de haber acabado el texto definitivo, mientras que la primera versión de Memorias de Adriano no tuvo esa suerte o esa desgracia. Por lo demás, las dos novelas se han ido construyendo a través de los años por capas sucesivas hasta que por fin, en ambos casos, la obra ha sido compuesta y rematada de un solo impulso. Creo haber expresado ya las ventajas que presentan, al menos en lo que me concierne, esas largas relaciones de un autor con el personaje elegido o imaginado en su adolescencia, pero que no revela todos sus secretos hasta que alcanzamos la madurez. En todo caso, y ya que este es un método poco usual, creo justificado insertar los detalles precedentes, aunque sólo sea con la intención de evitar ciertas confusiones bibliográficas.

Mucho más aún que la libre recreación de un personaje real que ha dejado su huella en la historia —como el emperador Adriano—, la invención de un personaje «histórico» ficticio, como el de Zenón, parece poder prescindir de datos y comprobantes. De hecho, las dos trayectorias son muy parecidas en muchos puntos. En el primer caso, el novelista, para tratar de representar al personaje en toda su amplitud, deberá estudiar con apasionada minucia los documentos históricos existentes sobre su héroe, tal como lo estableció la tradición. En el segundo caso, para dar a su personaje ficticio esa realidad histórica, condicionada por el tiempo y el lugar, y a falta de la cual la «novela histórica» no es más que un baile de disfraces, bien logrado o no, el novelista sólo puede contar con los hechos y fechas de la vida pasada, es decir, con la misma Historia.

Zenón, quien se supone nació en 1510, hubiera tenido nueve años cuando el viejo Leonardo se apagaba en su exilio de Amboise; treinta y un años cuando muere Paracelso, de quien es émulo y, en ocasiones, adversario; treinta y tres cuando muere Copérnico, que no publicó su importante obra hasta su lecho de muerte, pero cuyas teorías circulaban ya desde hacía tiempo, en forma manuscrita, en determinados medios de ideas avanzadas, lo que nos explica que el joven clérigo las conozca estando en el colegio. En la época en que ejecutaron a Dolet, al que yo convierto en su primer «librero», Zenón hubiera tenido treinta y seis años, y cuarenta y tres cuando ejecutaron a Servet, médico como él y también preocupado en investigar la circulación de la sangre. Poco más o menos contemporáneo del anatomista Vesalio, del cirujano Ambroise Paré, del botánico Cesalpin y del matemático y filósofo Jérôme Cardan, muere cinco años después de nacer Galileo y un año después de nacer Campanella. En la época en que se suicida, Giordano Bruno, destinado a morir en la hoguera treinta y un años más tarde, hubiera cumplido aproximadamente veinte años. Sin que por ello se trate de componer mecánicamente un personaje sintético —cosa que ningún novelista aceptaría hacer—, numerosos puntos de sutura vinculan al cirujano filósofo con todas esas personalidades escalonadas a lo largo de ese mismo siglo, y también con algunas más que vivieron en los mismos lugares, corrieron análogas aventuras o trataron de alcanzar los mismos objetivos. Indico aquí algunas aproximaciones, tan pronto conscientemente buscadas y que han inspirado a la imaginación, como, al contrario, anotadas después a modo de comprobación.

Así es como el nacimiento ilegítimo de Zenón y su educación con vistas a seguir una carrera eclesiástica nos evocan a Erasmo, hijo también de un hombre de Iglesia y una burguesa de Rotterdam y que empieza su vida de hombre bajo el hábito de fraile agustino. La algarada que provoca, entre los artesanos rurales, la instalación de un telar perfeccionado recuerda unos hechos parecidos, que sucedieron a mediados de siglo, a partir de 1529, en Danzig, en donde el autor de una máquina semejante a ésta murió asesinado; y también otro suceso que acaeció en Brujas, donde los magistrados prohibieron un nuevo procedimiento para el teñido de las lanas, así como lo que ocurrió en Lyon, un poco más tarde, con las prensas de imprenta. Algunos aspectos violentos del Zenón joven podrían recordarnos a Dolet, como por ejemplo el asesinato de Perrotin, que nos recuerda, aunque de lejos, al de Compaing. Las prácticas del joven clérigo cerca del abad mitrado de San Bavón, en Gante, a quien se supone preocupado por la alquimia, seguida de la estancia en casa del judío don Blas de Vela, se parecen, por una parte, a las instrucciones recibidas por Paracelso del obispo de Settgach y del abad de Spanheim, y, por otra, a los estudios cabalísticos de Campanella bajo la dirección del judío Abraham. Los viajes de Zenón, su triple carrera de alquimista, de médico y de filósofo, y hasta los problemas surgidos en Basilea, siguen muy de cerca lo que se sabe o cuenta del mismo Paracelso, y el episodio de su estancia en Oriente, casi obligada en la biografía de los filósofos herméticos, también se inspira en las peregrinaciones reales o legendarias del gran químico suizo-alemán. La historia de la cautiva rescatada en Argel procede de algunos episodios que se repiten, incluso con demasiada frecuencia, en las novelas españolas de la época; la de Sign Ulfsdatter, señora de Fröso, tiene en cuenta la reputación de curanderas y «herboristas» de las mujeres escandinavas de su tiempo. La vida de Zenón en una corte de Suecia se inspira, por una parte, en la de Tycho Brahe en la corte de Dinamarca, y, por otra, en lo que se cuenta de un tal doctor Theophilus Homodei, que fue médico de Juan III de Suecia una generación más tarde. La operación quirúrgica de Han está calcada del relato de una intervención del mismo tipo en las memorias de Ambroise Paré. Y en lo referente a un terreno más reservado, quizá valga la pena resaltar que la sospecha de sodomía (y en ocasiones su realidad, oculta en lo posible y negada cuando es preciso) ocupó también un lugar en las vidas de Leonardo da Vinci y de Dolet, de Paracelso y de Campanella, del mismo modo que yo la describo en la vida imaginaria de Zenón. Las precauciones del filósofo alquimista cuando busca protectores, tan pronto entre los reformados como en el seno mismo de la Iglesia, pueden observarse en la época en un gran número de ateos o de deístas más o menos perseguidos. A pesar de ello, en el debate entre la Iglesia y la Reforma, Zenón, al igual que tantos otros espíritus libres de su tiempo, como Bruno, que morirá, sin embargo, condenado por el Santo Oficio, o como Campanella, a pesar de sus treinta y un años de prisión inquisitorial, morirá más bien situado en la vertiente católica.[2]

En el plano de las ideas, este Zenón aún marcado por la escolástica y que reacciona contra ella, a medio camino entre el dinamismo subversivo de los alquimistas y la filosofía mecanicista que iba a tener para ella el inmediato porvenir, entre el hermetismo que coloca a un Dios latente en el interior de las cosas y un ateísmo que apenas osa decir su nombre, entre el empirismo materialista del práctico y la imaginación casi visionaria del alumno de los cabalistas, se apoya igualmente en auténticos filósofos y hombres de ciencia de su época. Sus investigaciones científicas fueron imaginadas en gran parte leyendo los Cuadernos de Leonardo; también se basa en él especialmente para las experiencias sobre el funcionamiento del músculo cardiaco, que son un preludio de las de Harvey. Las concernientes a la ascensión de la savia y a los «poderes de embebecimiento» de las plantas, que se anticipan a los trabajos de Haies, se fundan en una observación de Leonardo y representarían, por parte de Zenón, un esfuerzo de comprobación de una teoría formulada en la misma época por Cesalpin[3]. Las hipótesis sobre los cambios de la corteza terrestre también proceden de los Cuadernos, pero es preciso aclarar que se inspiran en los filósofos y poetas clásicos; las meditaciones de este tipo son casi banales en la poesía de aquellos tiempos. Las opiniones sobre los fósiles son muy parecidas a las que expresan, no sólo Leonardo da Vinci, sino asimismo Francastor a partir de 1517 y Bernard Palissy unos cuarenta años más tarde. Los proyectos hidráulicos del filósofo, sus utopías mecánicas, especialmente los dibujos de máquinas voladoras y, finalmente, la invención de una fórmula de «fuego líquido» utilizada en los combates navales, se hallan calcadas de unos inventos análogos de Vinci y otros investigadores del siglo XVI; ejemplifican la curiosidad y las investigaciones de un tipo de talentos que abundaban en la época, pero que atravesaron subterráneamente el Renacimiento, más cerca a la vez de la Edad Media y de los tiempos modernos, y que presienten ya nuestros triunfos y nuestros peligros[4]. Las advertencias contra el mal uso que hace la raza humana de los inventos técnicos, y que pueden parecemos hoy premonitorias, abundan en los tratados alquímicos; también las encontramos, dentro de un contexto diferente, en Leonardo y en Cardan.

En algunos casos, la expresión misma de un sentimiento o de un pensamiento ha sido tomada de reseñas históricas contemporáneas del personaje, como para dar mayor autenticidad al hecho de que tales opiniones se hallen en su lugar en el siglo XVI. Una de las reflexiones sobre la locura fue extraída de Erasmo, y otra de Leonardo da Vinci. El texto de las Profecías grotescas procede de las Profezie de Leonardo, excepto dos líneas tomadas de una cuarteta de Nostradamus. La frase sobre la identidad de la materia, de la luz y del rayo resume dos curiosos pasajes de Paracelso[5]. La discusión sobre la magia se inspira en otros autores de aquellos tiempos, tales como Agrippa de Nettesheim y Gian-Battista della Porta, nombrados en el libro. Las citas en latín de fórmulas alquímicas provienen casi todas de tres grandes obras modernas sobre alquimia: Marcelin Berthelot, La Chimie au Moyen Age, 1893; C. G. Jung, Psychologie und Alchemie, 1944 (éd. revisada, 1952), y J. Evola, La tradizione ermetica, 1948, autores que se sitúan en tres puntos de vista diferentes, pero que constituyen entre los tres una útil vía de acceso al campo aún enigmático del pensamiento alquímico. La fórmula OPUS NIGRUM, título del presente libro, designa en los tratados alquímicos la fase de separación y de disolución de la sustancia que, según se dice, es la parte más difícil de la Gran Obra. Sigue aún discutiéndose si esta expresión se aplicaba a experiencias audaces sobre la misma materia o si se entendía como un símbolo de las pruebas del espíritu que se libera de rutinas y prejuicios. Sin duda significó alternativamente lo uno y lo otro.

Los aproximadamente sesenta años que dura la historia de Zenón vieron realizarse un cierto número de acontecimientos que aún hoy nos conciernen: la escisión de lo que aún quedaba —hacia 1510— de la antigua Cristiandad de la Edad Media en dos partidos teológica y políticamente hostiles; el fracaso de la Reforma convertida en protestantismo y el derrocamiento de lo que podríamos llamar su ala izquierda; el fracaso paralelo del catolicismo, encerrado durante siglos dentro del corselete de hierro de la Contrarreforma; las grandes exploraciones que tienden cada vez más a una simple división del mundo; el salto hacia adelante de la economía capitalista, asociada en sus comienzos a la era de las monarquías. Estos hechos, demasiado importantes para ser plenamente comprendidos por sus contemporáneos, afectan indirectamente a la historia de Zenón, pero acaso más directamente a la vida y comportamiento de los personajes secundarios de la novela, instalados con mayor firmeza en las rutinas de su época. Bartholommé Campanus fue trazado según el modelo, ya en desuso, del hombre de Iglesia del siglo anterior, para quien la cultura humanística no ofrecía problemas. El generoso prior de los Franciscanos no tiene, por desgracia, y debido a las circunstancias, sino pocos antecedentes claros en la historia del siglo XVI, pero se inspira en parte en algún santo personaje de la época, que vivió una experiencia secular antes de la carrera eclesiástica o de vestir los hábitos. El lector recordará, en sus palabras contra la tortura, un argumento perfectamente cristiano, tomado de Montaigne. El sabio y político obispo de Brujas fue imaginado a imitación de otros prelados de la Contrarreforma, pero no contradice lo poco que se sabe del titular verdadero por aquellos años. Don Blas de Vela es visto a semejanza de un determinado César Brancas, abad de San Andrés en Villeneuve-lez-Avignon, gran cabalista al que sus frailes echaron, hacia 1597, por judaismo. La figura voluntariamente difuminada de fray Juan recuerda a fra Pietro Ponzio, que fue amigo y discípulo del joven Campanella.

Los retratos de banqueros y hombres de negocios tales como Simón Adriansen, antes de su conversión al anabaptismo, los Ligre y su ascenso en la sociedad, Martin Fugger —personaje también imaginario, pero basado en la auténtica familia que gobernó bajo cuerda la Europa del siglo XVI—, siguen muy de cerca sus modelos reales en la historia financiera de aquel tiempo, subyacente a la historia sin más. Henri-Maximilien pertenece a todo un batallón de gentileshombres letrados y aficionados a la aventura, provistos de un modesto bagaje de sabiduría humanística, que no será necesario recordar al lector, y cuya raza acabaría desgraciadamente por apagarse a finales de siglo.[6] Por último, Colas Gheel, Gilles Rombaut, Jesse Cassel y demás compañeros del pueblo llano, han sido vistos en la medida de lo posible a través de los escasos documentos relativos a la vida del hombre del pueblo, en una época en que los cronistas e historiadores se preocupaban casi exclusivamente de la vida burguesa, cuando no de la cortesana. Una reflexión similar podría aventurarse para los personajes femeninos ya que, quitando algunas princesas, se hallaban generalmente más borrosos que los masculinos.

Al menos una cuarta parte de las comparsas que pasan por este libro fue tomada de la historia o de crónicas locales: el nuncio della Casa, el procurador Le Cocq, el profesor Rondelet, quien, en efecto, escandalizó en Montpellier mandando hacer la disección del cadáver de su hijo, el médico Joseph Ha-Cohen y también, claro está, entre otros muchos, el almirante Barbarroja y el charlatán Ruggieri. Bernard Rottman, Jan Matthyjs, Hans Bockhold y Knipperdolling, principales actores del drama de Münster, fueron extraídos de crónicas de la época, y aunque el relato de la revuelta anabaptista haya sido hecho únicamente por sus adversarios, los ejemplos de fanatismo y de ataques de fiebre obsidional son harto numerosos en nuestro tiempo como para que no aceptemos como posibles la mayoría de los detalles de aquella atroz aventura. El sastre Adrián y su mujer Marie salen de las Tragiques de Aggrippa d’Aubigné; las hermosas italianas y sus admiradores franceses, en Siena, pueden encontrarse en Brantôme y en Montluc. La visita de Margarita de Austria a Henri-Juste es imaginaria, así como el mismo Henri-Juste, mas no las transacciones de dicha princesa con los banqueros, ni el cariño que le tenía a su loro, el «Amante Verde», cuya muerte cantó un poeta de la corte, ni su afecto a Madame Laodamie, mencionado por Brantôme; el curioso comentario sobre los amores femeninos que aquí acompaña al retrato de Margarita de Austria fue extraído de otra de las páginas del mismo cronista. El detalle de la dueña de la casa que da de mamar a su hijo durante una visita principesca puede leerse en las Memorias de Margarita de Navarra, que visitó Flandes una generación más tarde. La embajada de Lorenzaccio en Turquía, al servicio del rey de Francia, su paso por Lyon en 1541 y el hecho de que llevara en su séquito por lo menos a un morisco, así como el intento de asesinato de que fue víctima en aquella ciudad, pueden leerse también en los documentos de la época. El episodio de la peste en Basilea y en Colonia se justifica por la frecuencia de ese mal casi endémico en la Europa del siglo XVI, pero el año 1549 fue escogido por exigencias del relato, sin referencias a un recrudecimiento de dicho mal en tierras renanas. La mención que hace Zenón, en octubre de 1551, de los peligros corridos por Servet (a quien se juzgó y quemó en 1553) no es prematura, como podría creerse, sino que tiene en cuenta el peligro que corría desde hacía mucho tiempo el médico catalán, tanto a manos de los católicos como de los protestantes, que se entendían muy bien entre sí para mandar a la hoguera al desgraciado genio. La alusión a una querida del obispo de Münster carece de base histórica, pero el nombre hace eco al de la amante de un célebre obispo de Salzburgo del siglo XVI. Quitando dos o tres, los nombres de los personajes ficticios fueron sacados de archivos y genealogías; incluso, en ocasiones, de la genealogía del propio autor.

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Los cargos de acusación reunidos contra Zenón por las autoridades civiles y eclesiásticas, y los detalles jurídicos del proceso fueron extraídos, mutatis mutandis, de media docena de causas célebres o ignoradas de la segunda mitad del siglo XVI y principios del siglo XVII, en especial de los primeros procesos de Campanella, en que los cargos de orden secular se emparejaban con los de impiedad y herejía[7]. El conflicto encubierto que opone al procurador Le Cocq y al obispo de Brujas, que retrasa y complica el proceso de Zenón, ha sido inventado, como toda la narración, mas puede deducirse de la violenta hostilidad por entonces existente en las ciudades de Flandes contra las prerrogativas administrativas de los nuevos obispos instaurados por Felipe II. La chistosa observación del teólogo Hieronymus van Palmaert, cuando envía a Zenón a explorar sus mundos infinitos, fue hecha en realidad por Gaspar Schopp, campeón alemán de la Contrarreforma, durante la ejecución de Giordano Bruno; también procede de Schopp la broma consistente en proponer que el prisionero (en este caso, Campanella) fuera a combatir al hereje montado en los bombarderos volantes de su invención. La mayoría de los detalles de derecho penal específicamente pertenecientes a Brujas, que se mencionan en los últimos capítulos, así como el suplicio que describe Zenón al canónigo Campanus y que ocurrió en Brujas en 1521, por un crimen no especificado, el castigo al fuego por infanticidio y el hecho de instalar las hogueras fuera de la ciudad, en el caso de sentenciados a muerte por practicar costumbres sexuales fuera de la Ley, se extrajeron del libro de Malcolm Letts, Bruges and Its Past[8], particularmente bien documentado en lo concerniente a archivos judiciales de Brujas. El episodio del martes de Carnaval fue imaginado según lo acaecido un siglo antes en esa misma ciudad durante la ejecución de los consejeros del emperador Maximiliano. El del juez que se duerme en la audiencia y se despierta creyendo que ya se ha pronunciado la sentencia de muerte, reproduce de manera casi idéntica una anécdota que circulaba sobre Jacques Hessele, juez en el Tribunal de la Sangre.

No obstante, algunos incidentes históricos han sido ligeramente modificados para permitirles entrar en el marco del presente relato. La autopsia que practica el doctor Rondelet a un hijo suyo —muerto en realidad de niño— fue atrasada unos años, y el hijo presentado en el umbral de la edad adulta, para poder convertirlo en ese «bello ejemplar de la máquina humana» sobre el que medita Zenón. De hecho, Rondelet, tempranamente célebre por sus trabajos de anatomía (y que también hizo la disección de su suegra) no se llevaba muchos años con su imaginario alumno. Las estancias de Gustavo Vasa en sus castillos de Uppsala y de Vadstena fueron frecuentes, pero las fechas que aquí se les asignan, así como la mención de la asistencia del Rey a una asamblea de notables en el otoño de 1558, se deben sobre todo al deseo de dar, en pocas líneas, una idea adecuada de los desplazamientos del monarca y de sus tareas de hombre de Estado.

La fecha de los primeros encargos encomendados a los capitanes de los «mendigos del mar» es auténtica, pero las hazañas y el prestigio de estos partisanos tal vez hayan sido anticipados. La historia del portero del conde de Egmont funde la ejecución de Jean de Beausart d’Armentières, escudero de Egmont, y la tortura extraordinaria infligida a Pierre Col, portero del conde de Nassau, quien de hecho se negó a entregar una pintura del Bosco, mas no al duque de Alba, como aquí dice el prior de los Franciscanos, sino a Juan Bolea, capitán de justicia y gran preboste del ejército español; la hipótesis de que dicho cuadro se hallaba destinado a las colecciones del Rey, cuya afición a la pintura del Bosco es sobradamente conocida, es de mi invención, pero me parece por lo menos defendible. El episodio de la huida frustrada del Señor de Battenburg y de sus gentileshombres, así como su ejecución en Vilvorde, ha sido ligeramente comprimido en el tiempo. La cronología de las intrigas de la corte otomana bajo el reinado de Solimán también fue algo modificada. Finalmente, dos o tres veces, el estado de ánimo del personaje que habla introduce en el relato un elemento de aparente inexactitud. Zenón, a los veinte años, de camino hacia España, define a este país como el de Avicena, ya que por mediación de España fueron transmitidas tradicionalmente al Occidente cristiano la filosofía y la medicina árabes, y le preocupa muy poco que aquel gran hombre del siglo X naciera en Bujara y muriese en Ispahán. Nicolás de Cusa fue durante mucho tiempo, por no decir hasta el final, más conciliador con la herejía husita de lo que dice el obispo de Brujas, pero este último, discutiendo con Zenón, nos presenta más o menos conscientemente al ecuménico prelado del siglo XV más cercano a las opiniones intolerantes de la Contrarreforma.

Una variación más considerable, desde ciertos puntos de vista, es la referente a la fecha de los dos procesos por inmoralidad, en castigo a dos grupos de frailes, agustinos y franciscanos, que se hicieron en Gante y en Brujas, y que terminaron con el proceso de tres frailes de Gante y diez frailes de Brujas. Estos dos procesos sucedieron en 1578, diez años después de la época en que yo los sitúo, y en un momento en que los adversarios de las órdenes monásticas, considerados como adictos a la causa española, dominaban momentáneamente las dos ciudades[9]. Al atrasar la fecha de estos procesos, para que el segundo de estos escándalos desencadene la catástrofe de Zenón, he intentado mostrar, sin embargo —en un segundo plano de política legal forzosamente diferente, pero igualmente sombría—, el mismo tipo de furor partidista de los enemigos de la Iglesia, unido al temor que las autoridades eclesiásticas sentían a aparentar que trataban de ahogar el escándalo, lo que da por resultado las mismas atrocidades legales. De ello no se deduce que las acusaciones fueran forzosamente calumniosas. Pongo en mi cuenta las reflexiones de Bartholommé Campanus sobre el suicidio de Pierre de Hamaere, que ocurrió como yo lo cuento, pero en Gante, ya que este fraile pertenecía a aquella ciudad y no al convento de Brujas. Esta muerte voluntaria, hecho rarísimo en la época y considerado por la moral cristiana como un delito casi irremisible, nos hace pensar que el inculpado también había infringido otras prescripciones antes de ésta. Quitando al auténtico Pierre de Hamaere, el grupo de frailes de Brujas ha sido por mí reducido a siete personajes, ficticios todos; y la señorita de Loos, de la que se enamora Cyprien, es también imaginaria. Inventada es asimismo la hipótesis de una relación, sospechada por Zenón y buscada por los jueces, entre los pretendidos «Ángeles» y unos supervivientes de sectas exterminadas y luego caídas en el olvido hacía cerca de un siglo, como esos Adamitas o esos Hermanos y Hermanas del Libre Espíritu, en quienes se sospechaban promiscuidades análogas y de los que ciertos eruditos han creído encontrar —quizá demasiado sistemáticamente— huellas en la obra del Bosco. Su recuerdo no tiene más objeto que el de mostrar, por debajo de las alineaciones doctrinales del siglo XVI, el eterno hervidero de las antiguas herejías sensuales, que se adivinan también en otros procesos de la época. Se habrá comprendido asimismo fácilmente que el dibujo enviado por el hermano Florián para burlarse de Zenón no es sino una réplica casi exacta de dos o tres grupos de figuras que pertenecen al Jardín de las Delicias del Bosco, hoy en el Museo del Prado, y que figuraba en el catálogo de obras de arte pertenecientes a Felipe II con el título de Una pintura de la variedad del mundo.