Cuando la puerta de su celda se hubo cerrado tras él con estruendo de chatarra, Zenón, pensativo, sacó el taburete y se sentó a la mesa. Aún era de día, la oscura prisión de las alegorías alquímicas era en su caso una prisión muy clara. A través de la reja que protegía la ventana, una blancura plomiza subía del patio cubierto de nieve. Gilles Rombaut, antes de dejarle su puesto al guardián de noche, había dejado, como siempre, la bandeja con la cena del prisionero; aquella noche, la cena era aún más copiosa que de costumbre. Zenón empujó la bandeja: parecía absurdo y casi obsceno transformar aquellos alimentos en quilo y sangre, que ya no iba a utilizar. Se sirvió distraídamente un poco de cerveza en un cubilete de estaño y bebió el líquido amargo.
Su conversación con el canónigo había puesto fin a lo que para él, desde el veredicto de aquella mañana, había sido la solemnidad de la muerte. Su suerte, que supuso echada, vacilaba de nuevo. La oferta que acababa de rechazar seguía en pie unas horas más: un Zenón capaz de decir sí se agazapaba quizás en un rincón de su conciencia, y la noche que empezaba podría darle a aquel cobarde ventaja sobre sí mismo. Bastaba con que una probabilidad sobre mil subsistiera: el porvenir tan corto y, para él, tan fatal, adquiría pese a todo un elemento de incertidumbre que era la vida misma y, por una extraña concesión que él había observado a la cabecera de sus enfermos, la muerte conservaba así una especie de engañosa irrealidad. Todo fluctuaba: todo fluctuaría hasta el último aliento. Y, sin embargo, su decisión era firme: lo reconocía menos por los signos sublimes de valor y de sacrificio que por una obtusa forma de rechazo que parecía cerrarlo como un bloque ante las influencias de fuera, y casi ante la sensación misma. Instalado en su propia muerte, era ya Zenón in aeternum.
Por otra parte —y replegada, por así decir, tras la resolución de morir— había otra, más escondida, y que él había ocultado cuidadosamente al canónigo: la de morir por sus propias manos. Pero también en esto una inmensa y abrumadora libertad le quedaba todavía: podía, según su deseo, mantener esa decisión o renunciar a ella, hacer el ademán que todo lo termina o, al contrario, aceptar esa mors ignea apenas diferente de la agonía de un alquimista que prende por descuido sus vestiduras en el atanor. Aquella alternativa entre la ejecución y la muerte voluntaria, suspendida hasta el fin de una fibrilla de su sustancia pensante, ya no oscilaba entre la muerte y una especie de vida, como en el caso de aceptar o rechazar el retractarse, sino que concernía al medio, al lugar y al momento exacto. Era él quien debía decidir si acabaría su vida en la plaza Mayor, entre abucheos, o tranquilamente entre aquellas cuatro paredes grises. A él le tocaba asimismo retrasar o adelantar unas horas la acción suprema; elegir, si así lo deseaba, ver salir el sol de un cierto dieciocho de febrero de 1569, o acabar antes de que se hiciera noche cerrada. Con los codos apoyados en las rodillas, inmóvil, casi sereno, miraba al vacío ante sí. Como cuando, en medio de un huracán, se instala terriblemente la calma, ni el espíritu ni el cuerpo se movían.
Sonó la campana de Nuestra Señora: él contó los toques. Bruscamente, se produjo una revolución en él: cesó la calma, llevado por la angustia como por un viento que da vueltas en torbellino. En este torbellino se retorcían retazos de imágenes arrancadas del auto de fe de Astorga, treinta y siete años atrás, de los recientes detalles del suplicio de Florián, de los encuentros fortuitos con los espantosos residuos de la justicia ejecutiva, en las encrucijadas de algunas ciudades por las que había pasado. Hubiérase dicho que el conocimiento de lo que iba a suceder alcanzaba súbitamente en él al entendimiento del cuerpo, dando a cada sentido su parte y cuota de horror: vio, sintió y oyó lo que mañana serían, en la plaza Mayor, los incidentes de su muerte. El alma carnal, mantenida prudentemente apartada de las deliberaciones del alma razonable, se enteraba de golpe y desde dentro de lo que Zenón le había ocultado. Algo en él se rompió como si fuera una cuerda; se le secó la saliva; los pelos de las muñecas y del dorso de las manos se erizaron; le castañeteaban los dientes. Aquel desorden que nunca había experimentado lo asustó más que el resto de sus desventuras: apretándose la mandíbula con las manos y respirando profundamente para frenar su corazón, logró reprimir aquel motín del cuerpo. Aquello era demasiado: había que acabar antes de que el hundimiento de su carne o de su voluntad lo volvieran incapaz de remediar sus propios males. Peligros no previstos hasta entonces y que amenazaban impedir su muerte racional se presentaron en tropel ante su espíritu, otra vez lúcido. Echó sobre su situación la mirada del cirujano que busca a su alrededor sus instrumentos y calcula sus probabilidades de éxito.
Eran las cuatro; le habían servido la cena y habían llevado la amabilidad hasta el punto de dejarle la acostumbrada vela. El carcelero que lo había encerrado al volver de la secretaría no iba a reaparecer hasta el toque de queda, para pasar una segunda vez por allí cuando amaneciese. Al parecer, pues, podía elegir entre dos largos intervalos durante los cuales podría llevar a cabo su tarea. Pero aquella noche difería de las demás: podía llegar algún inoportuno mensaje del obispo o del canónigo, y necesitarían abrir la puerta; una feroz compasión instalaba en ocasiones, al lado del condenado a muerte, a un fraile o a un miembro de la cofradía de la Buena Muerte, encargado de santificar al moribundo persuadiéndole para que rezase. También podía ser que adivinaran su intención: quizá de un momento a otro le ataran las manos. Escuchó a su alrededor, por si oía algún chirrido de pasos; todo estaba tranquilo, pero los momentos eran más valiosos de lo que nunca habían sido en el transcurso de sus forzosas huidas de otros tiempos.
Con mano aún temblorosa, levantó la tapa de la escribanía que había encima de la mesa. Entre dos finas tablillas que, a simple vista, parecían estar juntas, el tesoro que puso él allí seguía en su sitio: una cuchilla de afeitar flexible y delgada, de dos pulgadas de larga por lo menos, que antes había escondido en el forro de su jubón y luego trasladado a aquel escondite cuando le devolvieron su escribanía, debidamente revisada por los jueces. Todos los días, por lo menos veinte veces, se había asegurado de la presencia de aquel objeto que, en otros tiempos, ni siquiera se hubiera dignado recoger del suelo. Desde que lo prendieron en la botica de San Cosme, y dos veces más luego, tras la muerte de Pierre de Hamaere y la denuncia del envenenamiento que Catherine había puesto sobre el tapete, lo habían registrado buscando frasquitos o píldoras sospechosas, y él se felicitaba de haber renunciado a llevar encima esos productos inestimables, pero de fácil deterioro o frágiles, casi imposibles de conservar o disimular por mucho tiempo en una celda vacía, y que hubieran denunciado inevitablemente su proyecto de suicidio. Perdía con ello el privilegio de una de esas muertes fulminantes que son las únicas misericordiosas, pero ese pedazo de navaja cuidadosamente afilado le evitarla por lo menos tener que rasgar su ropa para hacer nudos, a veces ineficaces, o afanarse sin resultado con un trozo de loza rota.
El paso del miedo había descompuesto sus entrañas. Se acercó al cubo colocado en un rincón de la estancia y defecó. El olor de las materias recocidas y expulsadas por la digestión humana llenó un instante su olfato, recordándole una vez más las íntimas conexiones entre la podredumbre y la vida. Se ajustó los herretes con mano firme. El jarro, encima de la tablilla, estaba lleno de agua helada; se humedeció la cara, reteniendo en su lengua una gotita. Aqua permanens: para él, sería el agua de la última vez. Cuatro pasos lo llevaron a la cama en donde había dormido o velado durante sesenta noches: de entre los pensamientos que pasaban vertiginosamente por su espíritu, destacaba el de que la espiral de los viajes lo había hecho regresar a Brujas, que Brujas se había reducido al área de una prisión, y que la curva terminaba por fin en aquel estrecho rectángulo. Un murmullo salió por detrás de él, procedente de las ruinas de un pasado más desdeñado y abolido que los demás, la voz ronca y dulce de fray Juan hablando latín con acento castellano, en un claustro invadido por las sombras: Eamus ad dormiendum, cor meum. Pero no era el momento de dormir. Nunca se había sentido tan espabilado en cuerpo y en alma: la economía y la rapidez de sus gestos eran las de sus grandes momentos de cirujano. Extendió la tosca manta de lana, tan tupida como si fuera de fieltro, por el suelo, formando una especie de pilón que retendría y embebería, al menos en parte, el líquido derramado. Para mayor seguridad, cogió la camisa que se había puesto el día anterior y la retorció para ponerla delante de la puerta, a modo de burlete. Era preciso evitar que algún reguero, por el suelo en ligera pendiente, alcanzara demasiado pronto el pasillo y que Hermann Mohr, al levantar la cabeza por encima de su mesa, observara en las baldosas una mancha negra. Sin hacer ruido, se quitó los zapatos. No eran necesarias tantas precauciones, pero el silencio parecía una salvaguardia.
Se tendió en el lecho, asentando la cabeza en la dura almohada. Tuvo un recuerdo para el canónigo Campanus, a quien esta muerte llenaría de horror, y quien había sido, sin embargo, el primero en darle a leer a los Clásicos, cuyos héroes perecían de esta suerte, pero la ironía crepitó en la superficie de su espíritu sin distraerlo de su único objetivo. Rápidamente, con esa destreza de cirujano-barbero de la que se había enorgullecido siempre más que de las cualidades cotizadas e inciertas de médico, se dobló en dos, levantando ligeramente las rodillas y cortó la vena tibial en la cara externa del pie izquierdo, uno de los lugares habituales de la sangría. Luego, muy deprisa, se enderezó y se apoyo en la almohada, apresurándose para prevenir el síncope siempre posible; buscó y cortó en la muñeca la arteria radial. Apenas percibió el breve y superficial dolor causado por el corte. Brotaron las fuentes; el líquido se lanzó como siempre lo hace, ansioso, se diría, por escapar de los laberintos oscuros por donde circula encerrado. Zenón dejó colgar el brazo izquierdo para favorecer el derrame. La victoria aún no era completa: podían entrar por casualidad y arrastrarlo, sangrando y vendado, hasta la hoguera. Pero cada minuto que pasaba era un triunfo. Echó una ojeada a la manta, ya negra de sangre. Ahora comprendía por qué una burda creencia hacía de aquel líquido el alma misma, puesto que el alma y la sangre se escapaban juntas. Aquellos antiguos errores contenían una verdad sencilla. Recordó, con algo parecido a una sonrisa, que la ocasión era única para completar sus antiguas experiencias sobre la sístole y la diástole del corazón. Pero los conocimientos adquiridos ya no tenían importancia, como tampoco el recuerdo de los acontecimientos y criaturas con quienes había tropezado en su vida; se agarraba unos momentos más al delgado hilo de la persona, pero la persona aligerada ya no se distinguía del ser. Se enderezó con esfuerzo, no porque le importara hacerlo, sino para probarse a sí mismo que aquel movimiento le era aún posible. A veces le había ocurrido volver a abrir una puerta, simplemente para comprobar que no la había cerrado tras de sí para siempre, y volverse a mirar a un transeúnte que acababa de dejar para negar el fin de una partida, demostrándose a sí mismo su limitada libertad de hombre. Esta vez, lo irreversible se cumplía.
Su corazón latía muy fuerte; una actividad violenta y desordenada reinaba en su cuerpo, como en un ejército en desbandada, pero cuyos combatientes no han depuesto aún todos las armas; sentía una especie de ternura por aquel cuerpo que tan bien lo sirvió, que hubiera podido vivir, todo lo más, unos veinte años suplementarios y que él destruía así, para ahorrarle peores y más indignos males. Tenía sed, pero ningún medio a su alcance para aplacar esa sed. Al igual que los tres cuartos de hora transcurridos desde su regreso a la habitación estuvieron repletos de una infinidad, casi imposible de analizar, de pensamientos, de sensaciones, de ademanes que se sucedían a la velocidad del rayo, el espacio de unos escasos codos que separaba el lecho de la mesa se había dilatado tanto como el que se extiende entre las esferas: el cubilete de estaño flotaba como en el fondo de otro mundo. Pero aquella sed pronto acabaría. Experimentaba la muerte de uno de esos heridos que piden de beber en la linde de un campo de batalla, y que él englobaba consigo en la misma fría compasión. La sangre de la vena tibial ya sólo salía entrecortada; penosamente, igual que se levanta un peso enorme, consiguió desplazar el pie para dejarlo colgar fuera de la cama. Su mano derecha, que continuaba apretando la hoja, se había cortado ligeramente, pero él ya no sentía el corte. Sus dedos se agitaban sobre su pecho, tratando de desabrochar el cuello de su jubón; se esforzó en vano por reprimir aquella inútil agitación, mas aquellas crispaciones y aquella angustia eran buena señal. Un escalofrío helado lo recorrió, como al principio de una nausea: así debía ser. A través del ruido de campanas, de truenos y de pájaros chillones volviendo a su nido, que golpeaban desde dentro sus oídos, oyó afuera el sonido preciso de un goteo: la manta saturada ya no embebía la sangre, que se derramaba por las baldosas. Trató de calcular el tiempo que haría falta para que el charco rojo se extendiera hasta llegar al otro lado de la puerta, más allá de la débil barrera formada por la camisa. Pero poco importaba ya: estaba salvado. Incluso si, por mala suerte, Hermann Mohr abría enseguida la puerta, cuyos cerrojos eran lentos de abrir, el asombro, el miedo, la carrera por las escaleras en busca de socorro le dejarían a la evasión tiempo para realizarse. Mañana quemarían a un cadáver.
Continuaba el inmenso rumor de la vida escapándose: una fuente de Eyub, el destello de un manantial brotando en tierras de Vaucluse, en el Languedoc, un torrente entre Ostersund y Fröso, se presentaron a él sin que tuviera necesidad de recordar sus nombres. Después, entre todo aquel ruido, percibió un estertor. Respiraba con intensas y ruidosas aspiraciones superficiales, que ya no le llenaban el pecho. Alguien que no era del todo él, que parecía colocado un poco más atrás, a su izquierda, consideraba con indiferencia las convulsiones de su agonía. Así respira un corredor agotado cuando llega a la meta. La noche se había echado encima sin que pudiera saber si estaba dentro de él o en la habitación: todo era noche. También la noche se movía: las tinieblas se apartaban para dar lugar a otras, abismo sobre abismo, espesor sombrío sobre espesor sombrío. Pero aquella negrura, diferente de la que se ve con los ojos, se estremecía con colores nacidos —por decirlo así—, de lo que era su ausencia: el negro se convertía en verde pálido, después en blanco puro; el pálido blanco se transmutaba en oro rojo sin que cesara, sin embargo, el negro original, al igual que las luces de los astros y la aurora boreal se estremecen en lo que es noche negra. Durante un instante, que le pareció eterno, un globo escarlata palpitó en él o fuera de él, sangró sobre el mar. Como el sol de verano en las regiones polares, la esfera resplandeciente pareció vacilar, dispuesta a bajar un grado hacia el nadir, y luego, con un sobresalto imperceptible, volvió a ascender al cénit, reabsorbiéndose por fin en un día de luz cegadora que al mismo tiempo era la noche.
Ya no veía, pero todavía le llegaban los ruidos exteriores. Igual que antaño en San Cosme, unos pasos precipitados sonaron a lo largo del pasillo: era el carcelero, que acababa de ver en el suelo un charco negruzco. Un momento antes, el agonizante se hubiera aterrorizado ante la idea de ser apresado y obligado a vivir y a morir unas horas más. Pero toda angustia había cesado: era libre. Aquel hombre que se acercaba ya no podía ser más que un amigo. Hizo o creyó hacer un esfuerzo por levantarse, sin saber muy bien si acudían en su ayuda o si era él quien ayudaba a alguien. El chirrido de las llaves en la cerradura y el de los cerrojos al abrirse no fueron para él más que el ruido estridente de una puerta que se abre. Y esto es cuanto puede saberse de la muerte de Zenón.