La tarde que siguió a la condena de Zenón, el filósofo se enteró de que el canónigo Bartholommé Campanus lo esperaba en el vestíbulo de la secretaría. Bajó acompañado de Gilles Rombaut. El canónigo rogó al carcelero que los dejara solos. Para mayor seguridad, Rombaut cerró la puerta con llave al marcharse.
El viejo Bartholommé Campanus se hallaba pesadamente sentado en un sillón de alto respaldo, al lado de una mesa; sus dos bastones descansaban junto a él, en el suelo. En su honor habían encendido un buen fuego en la chimenea, cuyo resplandor suplía la avara y fría claridad de aquella tarde de febrero. El ancho rostro del canónigo, surcado por un centenar de arruguitas, parecía casi rosa a aquella luz, pero Zenón notó sus ojos enrojecidos y el temblor reprimido de sus labios. Ambos vacilaban en cómo empezar la conversación. El canónigo hizo un movimiento para levantarse, mas la edad y los achaques no le permitían tal cortesía, y no estaba seguro de que no hubiese algo de inadecuado en aquel homenaje a un condenado a muerte. Zenón permaneció a unos cuantos pasos.
—Optime pater —dijo repitiendo una apelación que en tiempos utilizaba para dirigirse al canónigo cuando estudiaba con él— os agradezco los pequeños y grandes favores que me habéis hecho durante mi cautividad. Pronto adiviné de dónde venían tales atenciones. Vuestra inesperada visita también lo es.
—¡Por qué no os habéis dado a conocer antes! —dijo el anciano con afectuoso reproche—. Siempre tuvisteis menos confianza en mí que en ese cirujano-barbero…
—¿Os extrañáis de que no me fiara? —replicó el filósofo.
Frotaba metódicamente sus dedos dormidos. Su cuarto, aunque bien situado en el piso de arriba, era de una humedad insidiosa en invierno. Se sentó en una silla cerca del fuego y extendió las palmas de las manos.
—Ignis noster —dijo suavemente, empleando una fórmula alquímica que Bartholommé Campanus había sido el primero en enseñarle.
El canónigo se estremeció.
—Los servicios que he tratado de prestaros se reducen a poca cosa —dijo tratando de serenar su voz—. Acaso recordéis qué graves diferencias enfrentaron antaño a Monseñor y al antiguo prior de los Franciscanos, pero estos dos santos varones acabaron por apreciarse. El difunto prior os encomendó al reverendísimo obispo en su lecho de muerte. Monseñor ha puesto todo su interés en que fuerais juzgado con equidad.
—Se lo agradezco —dijo el médico.
El canónigo percibió una leve ironía en aquella respuesta.
—Acordaos de que no sólo de Monseñor dependía el veredicto. Hasta el final, recomendó indulgencia.
—¿Y no es ésa la costumbre? —dijo Zenón con cierta acritud—. Ecclesia abhorret a sanguine.
—Esta vez era sincero —dijo el canónigo ofendido—. Pero, por desgracia, los crímenes de ateísmo y de impiedad son patentes. Vos habéis querido que así fuera. En materia de derecho común, nada, gracias a Dios, pudo probarse contra vos, mas sabéis igual que yo que diez presunciones equivalen a una convicción para el populacho, y hasta para la mayoría de los jueces. Las acusaciones de ese deplorable muchacho cuyo nombre no quiero recordar os habían perjudicado mucho, en un principio…
—¿No imaginaréis que yo también participaba en las risas y juegos que se celebraban en los baños, a la luz de los cirios robados?
—Nadie lo ha dicho —contestó gravemente el canónigo—. No olvidéis que existen otros tipos de complicidad.
—Es extraño que, para nuestros cristianos, los pretendidos desmanes de la carne constituyan el mal por antonomasia —dijo meditativamente Zenón—. Nadie castiga la brutalidad, el salvajismo, la barbarie y la injusticia con rabia y asco. A nadie le parecerán obscenas, mañana, las gentes que vayan a contemplar cómo me estremezco entre las llamas.
El canónigo se tapó la cara con las manos.
—Disculpadme, padre —dijo Zenón—. Non decet. No volveré a cometer la indecencia de mostrar las cosas como son.
—¿Me atreveré yo a decir que lo que confunde en esa aventura de la que sois víctima es la extraña solidaridad del mal? —dijo el canónigo casi en voz baja—. La impureza en todas sus formas, unos infantilismos tal vez intencionadamente sacrílegos, la violencia contra un recién nacido inocente y, en fin, esa violencia contra sí mismo, la peor de todas, que perpetró ese Pierre de Hamaere… Confieso que en un principio todo este negro asunto me había parecido desmesuradamente abultado por los enemigos de la Iglesia, si no inventado por ellos. Pero un cristiano, un fraile que se da muerte, es un mal cristiano y un mal fraile, y ese crimen no es un primer crimen, con toda seguridad… No me consuelo de hallar vuestra gran sabiduría mezclada con todo esto.
—La violencia cometida contra su hijo por esa desgraciada se parece mucho a la del animal que roe uno de sus miembros para desprenderse así de la trampa en donde lo hizo caer la crueldad de los hombres —dijo amargamente el filósofo—. En cuanto a Pierre de Hamaere…
Se interrumpió prudentemente, al darse cuenta de que lo único que podía alabar del difunto era precisamente su muerte voluntaria. En su total impotencia de condenado a muerte, aún le quedaba una carta que jugar y un secreto que guardar.
—No habréis venido aquí para repetir ante mí el proceso de unos cuantos infortunados —dijo—. Empleemos mejor estos valiosos momentos.
—El ama de llaves de Jean Myers os hizo también un flaco servicio —prosiguió tristemente el canónigo con la testarudez propia de la vejez—. Nadie simpatizaba con ese malvado, al que yo creía olvidado de todos. Pero la sospecha de envenenamiento lo ha vuelto a poner en todas las bocas. Siento escrúpulos al preconizar la mentira, pero más hubiera valido que negaseis todo trato carnal con esa descarada sirvienta.
—Me admiro de que una de las más peligrosas acciones de mi vida haya sido acostarme dos noches con una sirvienta —dijo el médico, burlón.
Bartholommé Campanus suspiró: aquel hombre a quien tanto quería parecía haber levantado una barrera entre ambos.
—Nunca sabréis hasta qué punto pesa vuestro naufragio en mi conciencia —se atrevió a decir para lograr un acercamiento—. No hablo de vuestros actos, de los que sé poca cosa y que deseo creer inocentes, aunque el confesionario me enseñe que otros peores pueden mezclarse a virtudes como las vuestras. Hablo de esa fatal rebeldía del espíritu que transformaría en vicio la perfección misma, y cuya semilla puse sin querer en vos. Cuánto ha cambiado el mundo, y qué benéficas parecían las Ciencias y los Clásicos cuando yo estudiaba artes y letras… Cuando pienso que yo fui el primero en enseñaros esas Escrituras que ahora despreciáis, me pregunto si otro maestro más enérgico e instruido que yo…
—No os aflijáis, optime pater —contestó Zenón—. La rebeldía que tanto os inquieta estaba ya dentro de mí, y puede que también en nuestro siglo.
—Vuestros dibujos de bombas voladoras y de carros movidos por el viento, que tanto hacían reír a los jueces, me han recordado a Simón el Mago —dijo el canónigo levantando hacia él una mirada inquieta—. Pero también he recordado las quimeras mecánicas de vuestra juventud, que no produjeron más que turbaciones y tumulto. ¡Ay, aquel día fue precisamente cuando yo obtuve para vos, de la Regente, un puesto que os hubiera abierto las puertas de una carrera llena de honores…!
—Posiblemente, hubiera llegado al mismo punto aun siguiendo otros caminos. Sabemos aún menos de los caminos y del objetivo de la vida del hombre que de las migraciones de los pájaros.
Bartholommé Campanus, perdido en una ensoñación, rememoraba al clérigo de veinte años. A él era a quien hubiera querido salvar en cuerpo o, por lo menos, en alma.
—No deis mayor importancia que yo a esas fantasías mecánicas que en sí mismas no son ni fastas, ni nefastas —repuso desdeñosamente Zenón—. Ocurre con ellas como con los hallazgos del soplador de vidrio, que lo distraen de la ciencia pura, pero que en ocasiones activan o fecundan esta ciencia. Non cogitat qui non experitur. Hasta en el arte del médico, al que yo más me dediqué, desempeña su papel la invención vulcánica y alquímica. Mas confieso que al ser nuestra raza como es, y como será sin duda hasta el fin de los siglos, es malo dar a los locos la posibilidad de invertir la máquina de las cosas, y a los furiosos la de subir al cielo. En cuanto a mí, y en el estado en que me ha puesto el Tribunal —añadió con una risotada que horrorizó a Bartholommé Campanus—, he acabado por maldecir a Prometeo por haber entregado el fuego a los mortales.
—He vivido ochenta años sin percatarme de hasta dónde llegaba la maldad de los hombres —dijo con indignación el canónigo—. Hieronymus van Palmaert se regocija de que os envíen a explorar vuestros mundos infinitos, y Le Cocq, ese hombre de lodo, propone por irrisión que os envíen a combatir con Guillermo de Nassau en un bombardero celeste.
—Hace mal en reír. Esas quimeras se realizarán algún día, cuando la especie se empeñe en ello tanto como lo ha hecho al construir sus Louvres y sus catedrales. Bajará del cielo el Rey de los Espantos, con sus ejércitos de langostas y sus juegos de hecatombe… ¡Oh, animal cruel! Nada permanecerá sobre la tierra, ni dentro de ella, ni en el agua, que no sea perseguido, degradado o destruido… Ábrete, abismo eterno, y traga, mientras aún es tiempo, a esta raza desenfrenada…
—¿Decís? —preguntó el canónigo inquieto.
—Nada —contestó distraídamente el filósofo—. Me recitaba a mí mismo una de mis Profecías grotescas.
Bartholommé Campanus suspiró. La angustia había sido demasiado fuerte para aquel cerebro, pese a su fortaleza. La cercanía de la muerte le hacía delirar.
—Habéis perdido vuestra fe en la sublime excelencia del hombre —dijo moviendo tristemente la cabeza—. Se empieza por dudar de Dios…
—El hombre es una empresa que tiene en contra al tiempo, a la necesidad y a la fortuna, así como a la imbécil y siempre creciente primacía del número —dijo más sosegadamente el filósofo—. Los hombres matarán al hombre.
Cayó en un largo silencio. Aquel abatimiento le pareció buena señal al canónigo, que temía por encima de todo la intrepidez de un alma demasiado segura de sí misma, acorazada contra el arrepentimiento y a la vez contra el miedo. Repuso con precaución:
—¿Habré de creer que, como dijisteis al obispo, la Gran Obra no tiene para vos otro objetivo que el de perfeccionar el alma humana? Si así es —continuó en un tono involuntariamente desilusionado— estáis más cerca de nosotros de lo que Monseñor y yo nos atrevíamos a creer, y esos mágicos arcanos, que yo sólo de lejos contemplé, se reducen a lo que la Santa Iglesia enseña diariamente a sus fieles.
—Sí —dijo Zenón—. Desde hace mil seiscientos años.
El canónigo dudó si aquella respuesta no contenía un ápice de sarcasmo. Pero los minutos eran preciosos. Pasó a otra cosa.
—Mi querido hijo, ¿imagináis que estoy aquí para iniciar con vos un debate que a nada conduce? Tengo mayores razones de estar aquí. Monseñor me hace observar que en vos no existe herejía propiamente hablando, como en el caso de esos detestables sectarios que hacen la guerra contra la Iglesia en estos tiempos, sino más bien sabias impiedades cuyo peligro sólo amenaza a los doctos. El reverendísimo señor obispo me asegura que vuestras Proteorías, justamente condenadas por rebajar nuestros dogmas a la categoría de vulgares nociones diseminadas hasta entre los peores idólatras, podrían servir igualmente a una nueva Apologética: bastaría con que las mismas proposiciones mostrasen en nuestras verdades cristianas la coronación de las intuiciones infusas en la humana naturaleza. Sabéis igual que yo que todo es cosa de dirección…
—Creo comprender a dónde va ese discurso —dijo Zenón—. Si la ceremonia de mañana fuera sustituida por una retractación…
—No esperéis demasiado —dijo el canónigo con prudencia—. No es la libertad lo que se os ofrece. Pero Monseñor asegura que podría obtener vuestra detención in loco carceris en un centro religioso de su elección; vuestras comodidades futuras dependerían de las pruebas que supierais dar a la buena causa. Sabéis que las prisiones perpetuas son precisamente aquellas de las que uno se las arregla muy bien para salir.
—Vuestros socorros llegan tarde, optime pater —murmuró el filósofo—. Más hubiera valido poner un bozal a mis acusadores.
—No presumimos de haber podido ablandar al procurador de Flandes —dijo el canónigo tragándose la amargura que le causaba la inútil gestión cerca de los Ligre—. Un hombre de esa clase condena del mismo modo que un perro se arroja sobre su presa. Por fuerza hemos debido consentir que el proceso siguiera su curso, con la reserva de hacer uso de los poderes que nos han dejado. Las órdenes menores, que antaño recibisteis, os señalan a las censuras de la Iglesia, mas también os garantizan una protección que la burda justicia secular no ofrece. Bien es verdad que he estado temblando hasta el fin de que no hicierais alguna confesión irreparable…
—Hubierais tenido que admirarme, si lo hubiera hecho por contrición…
—Os agradeceré que no confundáis al tribunal de Brujas con el de la penitencia —dijo el canónigo con impaciencia—. Lo que aquí cuenta es que el deplorable hermano Cyprien y sus cómplices se contradijeran, que nos hayamos librado de las infamias de la fregona encerrándola en el manicomio, y que los malintencionados que os acusaban de haber cuidado al asesino de un capitán español se hayan eclipsado… Los crímenes que no conciernen sino a Dios son de nuestra competencia.
—¿Colocáis entre esas fechorías los cuidados prodigados a un herido?
—Mi opinión carece de importancia —dijo evasivamente el canónigo—. Si queréis saberla, es que todo servicio prestado al prójimo debe juzgarse meritorio, pero en vuestro caso se mezcla en ella una especie de rebeldía que nunca lo es. El difunto prior, que en algunas ocasiones pensaba de manera equivocada, hubiera aprobado sin duda esa caridad insidiosa. Felicitémonos al menos de que no hayan podido aportar pruebas.
—Lo hubieran conseguido sin gran esfuerzo, de no mediar vuestros cuidados para impedir que me torturasen —dijo el prisionero encogiéndose de hombros—. Ya os di las gracias.
—Nos hemos atrincherado tras el adagio Clericus regulariter torqueri non potest per laicum —dijo el canónigo al modo de un hombre que se apunta un triunfo—. Recordad, sin embargo, que en algunos puntos, como el de las costumbres, seguís siendo gravemente sospechoso y tendríais que comparecer novis survenientibus inditiis. Sucede lo mismo en materia de rebeldía. Podéis pensar lo que os plazca sobre los poderes de este mundo, pero los intereses de la Iglesia y los del orden continuarán siendo uno solo mientras los rebeldes sigan uniéndose a los herejes.
—Entiendo todo esto —dijo el condenado inclinando la cabeza—. Mi precaria seguridad dependería enteramente de la buena voluntad del obispo, cuyo poder puede decrecer o su punto de vista cambiar. Nada me prueba que dentro de seis meses no me vea tan cerca de las llamas como hoy.
—¿Y no es ese un temor que habéis tenido toda la vida? —dijo el canónigo.
—En la época en que vos me enseñabais los rudimentos de las letras y de las ciencias, un individuo acusado de un crimen, verdadero o falso, fue quemado en Brujas, y uno de nuestros criados me contó su suplicio —dijo el prisionero a modo de respuesta—. Para aumentar el interés del espectáculo, lo habían atado al poste con una cadena larga, lo que le permitió correr, envuelto en llamas, hasta caer de bruces contra el suelo o, para hablar claro, contra las brasas. A menudo me he dicho que semejante horror podría servir de alegoría del estado de un hombre al que dejan casi libre.
—¿Y creéis que no nos encontramos todos en el mismo caso? —dijo el canónigo—. Mi existencia ha sido apacible, pero no se vive ochenta años sin saber lo que es la coacción.
—Apacible sí —dijo el filósofo—. Inocente, no.
La conversación entre los dos hombres adoptaba sin cesar, a pesar suyo, el tono casi hosco de sus antiguos debates entre maestro y discípulo. El canónigo, decidido a soportarlo todo, oró interiormente para que le fueran inspiradas palabras convincentes.
—Iterum peccavi —dijo por fin Zenón con voz más serena—. Mas no os extrañéis, padre, de que vuestras bondades puedan parecerme una trampa. Mis pocos encuentros con el reverendísimo señor obispo no me han mostrado a un hombre compasivo.
—Ni el obispo os ama, ni Le Cocq os odia —dijo el canónigo ahogando sus lágrimas—. Sólo yo… Pero aparte de que sois el peón de una partida que entre ellos se está jugando —continuó con un tono más seco—, Monseñor no se halla desprovisto de humana vanidad y le honraría llevar a Dios a un impío capaz de persuadir a sus semejantes. La ceremonia de mañana será para la Iglesia una victoria más sensible de lo que hubiera sido vuestra muerte.
—El obispo debe darse cuenta de que las verdades cristianas tendrían en mí a un apologista muy comprometido.
—Os equivocáis —repuso el anciano—. Las razones que un hombre tiene para retractarse pronto se olvidan, y sus escritos permanecen. Ya algunos de vuestros amigos veían, en vuestra sospechosa estancia en San Cosme, la humilde penitencia de un cristiano que se arrepiente de haber vivido mal y cambia de nombre para entregarse en el anonimato a las buenas obras. Que Dios me perdone —añadió con una débil sonrisa— si no he citado yo mismo el ejemplo de San Alejo, que regresó disfrazado de pobre a vivir entre los suyos en el palacio en donde nació.
—San Alejo se arriesgaba a cada instante a que lo reconociera su devota esposa —bromeó el filósofo—. Mi fuerza interior no hubiera llegado hasta eso.
Bartholommé Campanus frunció el ceño, escandalizado de nuevo por aquel desenfado. Zenón leyó en su viejo rostro una pena que le indujo a compasión. Prosiguió suavemente:
—Mi muerte me parecía segura, ya no me quedaba más que pasar unas cuantas horas in summa serenitate…Suponiendo que sea capaz de ello —prosiguió con un ademán amistoso que le pareció loco al canónigo, pero que se dirigía a un paseante que lee a Petronio en una calle de Innsbruck—. Pero me tentáis, padre, y me veo explicando con toda sinceridad a mis lectores que el aldeano que presumía de tener en su campo de trigo a una infinidad de Jesucristos es un buen tema de broma, pero que tal bribón sería, a buen seguro, un mal alquimista, o también que los ritos y sacramentos de la Iglesia tienen tantas, y a veces más, virtudes como mis específicos de médico. No os digo que creo —dijo previniendo un impulso de alegría del canónigo—, digo que ha dejado de parecerme una respuesta el sencillo no, lo que no significa que esté dispuesto a pronunciar el sencillo sí. Encerrar el inaccesible principio de las cosas en el interior de una Persona labrada sobre un modelo humano me sigue pareciendo una blasfemia y, sin embargo, siento a pesar mío a un dios presente en esta carne que mañana será humo. ¿Osaré yo deciros que ese mismo dios es quien me obliga a deciros no? Y, sin embargo, todo panorama del espíritu se apoya en unos fundamentos arbitrarios: ¿por qué no en éstos? Toda doctrina que se impone a las multitudes proporciona pruebas a la inepcia humana: ocurriría lo mismo si, por ejemplo, Sócrates ocupara el lugar de Mahoma o de Cristo. Pero si así es —prosiguió pasándose la mano por la frente con repentino cansancio— ¿por qué renunciar a la salvación corporal y a la facilidad del común acuerdo? Me parece como si hiciera ya varios siglos que hubiera considerado y reconsiderado todo esto…
—Dejadme guiaros —dijo casi con ternura el canónigo—. Sólo Dios será juez del grado de hipocresía que mañana contenga vuestra retractación. Vos no lo sois: lo que tomáis por una mentira tal vez sea una auténtica profesión de fe formulada sin vos saberlo. La verdad tiene secretos para introducirse en un alma que ya no se atrinchera contra ella.
—Puede decirse lo mismo de la impostura —dijo el filósofo con calma—. No, excelso padre, en ocasiones he mentido para vivir, pero empiezo a perder mi aptitud para la mentira. Entre vos y nosotros, entre las ideas de Hieronymus van Palmaert, las del obispo y las vuestras, por una parte, y las mías por otra, hay algunas similitudes, a menudo compromisos, y nunca una relación constante. Ocurre con ellas como con las curvas trazadas a partir de un plano común, que es el humano intelecto: que divergen en un principio para acercarse después, y luego alejarse de nuevo unas de otras; que se cortan en ocasiones en sus trayectorias o se confunden, al contrario, sobre uno de sus segmentos, pero que nadie sabe si se juntan o no en un punto que está más allá de nuestro horizonte. Sería una falsedad llamarlas paralelas.
—Habláis en plural —murmuró el canónigo con una especie de espanto—. Y, sin embargo, estáis solo.
—En efecto —dijo el filósofo—. No tengo por suerte listas de nombres que dar a nadie. Cada uno de nosotros es su propio maestro y su propio adepto. La experiencia se rehace cada vez a partir de nada.
—El difunto prior de los Franciscanos, que, aunque demasiado blando, era un buen cristiano y un religioso ejemplar, no pudo saber en qué abismo de rebeldía habíais escogido vivir —dijo con acritud el canónigo—. Seguramente le habéis mentido mucho, y a menudo.
—Os equivocáis —dijo el prisionero echando una mirada casi hostil al hombre que quería salvarlo—. Coincidíamos, más allá de nuestras contradicciones.
Se levantó, como si fuera él quien tuviera que despedirse. La tristeza del anciano se convirtió en cólera.
—Vuestra testarudez es una fe impía de la que os creéis mártir —dijo con indignación—. Parecéis desear que el obispo se vea obligado a lavarse las manos…
—La frase no es muy oportuna —observó el filósofo.
El anciano se agachó para recoger los dos bastones que le servían de muletas, arrastrando con ruido su sillón. Zenón los cogió y se los tendió. El canónigo se levantó con esfuerzo. El carcelero Hermann Mohr, que estaba al acecho en el pasillo, alertado por el ruido de pasos y de sillas, daba ya la vuelta a la llave en la cerradura, creyendo que había acabado la conversación, cuando Bartholommé Campanus elevó la voz y le gritó que esperase un momento. La puerta entreabierta volvió a cerrarse.
—He cumplido mal mi misión —dijo el viejo sacerdote con humildad repentina—. Vuestra contumacia me horroriza, pues equivale a una total insensibilidad respecto a vuestra alma. Lo sepáis o no, sólo una falsa vergüenza os hace preferir la muerte a la amonestación pública que precede a la retractación…
—Con cirio encendido, y respuesta en latín al discurso latino de Monseñor —dijo sarcásticamente el prisionero—. Admito que hubiera sido un mal cuarto de hora que pasar…
—La muerte también —dijo el anciano, apesadumbrado.
—Os confieso que llegados a un cierto grado de locura, o de sabiduría al contrario, parece poco importante que sea a mí a quien quemen o a cualquier otro —dijo el prisionero—, ni que dicha ejecución tenga lugar mañana o dentro de dos siglos. No presumo de que unos sentimientos tan nobles sigan en pie durante la ceremonia del suplicio: pronto veremos si llevo verdaderamente dentro de mí esa anima stans et non cadens que definen nuestros filósofos. Pero tal vez demos un valor demasiado alto al grado de firmeza del que da pruebas un hombre que muere.
—Mi presencia no hace más que endureceros —dijo dolorosamente el viejo canónigo—. No obstante, quiero señalaros una ventaja legal que os hemos reservado cuidadosamente y de la que quizá no os habéis dado cuenta. No ignoramos que antaño huisteis de Innsbruck tras haber sido prevenido en secreto de una orden de arresto contra vos por la oficialidad del lugar. Seguiremos guardando silencio sobre este hecho que de ser conocido os situaría en la postura desastrosa de fugitivus, y haría ardua, si no imposible, vuestra reconciliación con la Iglesia. No habéis, pues, de temer que vuestra sumisión sea inútil… Todavía os queda toda la noche por delante para reflexionar.
—He aquí algo que me demuestra que, durante toda mi vida, me han espiado más de lo que suponía —dijo melancólicamente el filósofo.
Se habían encaminado hacia la puerta que el carcelero había abierto de nuevo. El canónigo acercó su cara a la del prisionero.
—En lo que concierne al dolor corporal —dijo—, puedo prometeros que, en todo caso, no tenéis nada que temer. Monseñor y yo hemos tomado todas las disposiciones…
—Os lo agradezco —dijo Zenón recordando, no sin amargura, que él también había hecho lo mismo, en vano, por Florián y uno de los novicios.
Un profundo cansancio se había apoderado del anciano. Le pasó por la mente la idea de ayudar a huir al prisionero; era absurda; más valía no pensar en ella. Hubiera querido darle a Zenón su bendición, mas temía que fuera mal recibida y, por la misma razón, no se atrevía a abrazarlo. Zenón, por su parte, inició el ademán de besar la mano a su antiguo profesor, pero se contuvo, pues temía que tal ademán tuviera algo de servil. Cuanto había intentado el anciano en su favor no conseguía hacer que lo amara.
Para ir a la secretaría, el canónigo había empleado una litera, a causa del mal tiempo; los portadores, ateridos, esperaban fuera. Hermann Mohr se empeñó en que Zenón regresara a su celda antes de acompañar al visitante hasta el umbral. Bartholommé Campanus vio a su antiguo alumno subir las escaleras, en compañía del carcelero. El portero de la secretaría, abriendo y cerrando una tras otra todas las puertas, ayudó seguidamente al eclesiástico a subir a la litera, y echó la cortinilla de cuero. Bartholommé Campanus, con la cabeza apoyada en un cojín, decía apasionadamente las oraciones de los agonizantes, pero su ardor era sólo maquinal; las palabras salían de sus labios sin que su pensamiento pudiera seguirlas. El camino del canónigo pasaba por la plaza Mayor. La ejecución sería allí, al día siguiente, si entre tanto la noche no aconsejaba al prisionero, y Bartholommé Campanus lo dudaba, conociendo el luciferino orgullo de Zenón. Recordó que, unos días antes, habían ajusticiado a los presuntos Ángeles fuera de la ciudad, cerca de la Puerta de la Santa Cruz, pues se consideraban tan abominables los crímenes de la carne que su mismo castigo debía ser casi clandestino; pero la muerte de un hombre acusado de blasfemia y ateísmo era, en cambio, un espectáculo edificante para el pueblo. Por primera vez en su vida, aquellas disposiciones debidas a la sabiduría de sus antepasados le parecieron discutibles al anciano.
Era la víspera del martes de Carnaval. Una multitud alegre recorría ya las calles, haciendo y diciendo las acostumbradas impertinencias. El canónigo no ignoraba que la perspectiva de asistir a un suplicio incrementaba la excitación del populacho. Por dos veces consecutivas, unos cuantos juerguistas detuvieron la litera y levantaron la cortinilla para mirar quién iba dentro, desilusionados probablemente al no hallar a alguna hermosa dama asustada. Uno de aquellos mentecatos llevaba puesta una máscara de borracho y obsequió a Bartholommé Campanus con gritos incongruentes; otro metió, sin decir nada, la cara por entre las cortinas, una cara lívida de fantasma. Detrás de él, un adefesio con cabeza de cerdo tocaba una musiquilla con la flauta.
Una vez en el umbral de su puerta, el anciano fue recibido con solicitud por su sobrina adoptiva, Wiwine, a quien había tomado como ama de llaves tras la muerte del párroco Cleenwerck, y que lo estaba esperando como siempre en el pasillito abovedado de su caldeada casa, espiando por un ventanillo si el tío vendría pronto a cenar. Había engordado y se había vuelto tan tonta como antaño su tía Godeliève, tras haber recibido su parte de esperanzas y desilusiones de este mundo. Se había prometido, ya mayor, a un primo suyo llamado Nicolás Cleenwerck, pequeño propietario de los alrededores de Caestre, que poseía sus buenos dineros y un puesto de teniente alcalde en la bahía de Flandes; por desgracia, aquel prometido tan ventajoso se había ahogado poco antes de la boda al atravesar el estanque de Dickebusch en la época del deshielo. La cabeza de Wiwine no se había repuesto de aquel golpe, pero seguía siendo una cuidadosa ama de casa y buena cocinera, como antaño su tía; nadie la igualaba en el arte de cocer el vino y de hacer mermeladas. El canónigo había intentado en vano aquellos días hacer que rezara por Zenón, del que ya no se acordaba, pero sí que había conseguido persuadirla para que, de vez en cuando, preparara una cesta con vituallas para un pobre prisionero.
Rechazó el asado de carne que ella le había preparado para cenar y subió inmediatamente a meterse en la cama. Temblaba de frío; preparó ella entonces un calentador lleno de cenizas calientes. El canónigo tardó mucho tiempo en conciliar el sueño bajo su bordado edredón.