Una hermosa morada

La suntuosa residencia de Forestel había sido construida, a la moda italiana, no hacía mucho, por orden de Philibert y de su mujer. La gente admiraba aquella serie de habitaciones con brillantes suelos de madera y altas ventanas que daban al parque donde, en aquella mañana de febrero, caían la lluvia y la nieve. Pintores que habían estudiado en la Península habían cubierto el techo de los salones de gala con hermosas escenas de la historia profana y de la leyenda: la generosidad de Alejandro, la clemencia de Tito, Danae inundada por la lluvia de oro y Ganímedes subiendo al cielo. Un bargueño florentino con incrustaciones de marfil, de jaspe y de ébano, al que tres reinados habían contribuido, se hallaba adornado con columnitas retorcidas y desnudos femeninos, multiplicados por espejos; unos muelles abrían cajones secretos. Pero Philibert era demasiado listo para confiar sus papeles de Estado a esas trampas complicadas como el interior de una conciencia, y en cuanto a cartas de amor, nunca redactó ninguna, ni tampoco las recibió, pues sus pasiones, por lo demás asaz moderadas, iban más bien dirigidas a esa clase de muchachas hermosas a quienes no se escribe. En la chimenea, decorada con medallones que representaban las virtudes cardinales, el fuego ardía entre dos frías y brillantes pilastras; los gruesos troncos cortados del vecino bosque eran allí, entre todo aquel esplendor, los únicos objetos no pulidos, ni cepillados, ni barnizados por manos de algún obrero. Ordenados encima de un aparador, unos cuantos tomos lucían sus lomos de vitela o de badana estampada de oro fino; eran libros devotos que casi nadie abría. Hacía mucho tiempo que Martha había sacrificado la Institución cristiana de Calvino, por ser libro herético, como amablemente se lo había hecho observar Philibert, y muy comprometedor. El mismo Philibert poseía una colección de tratados genealógicos y, dentro de un cajón, un hermoso ejemplar del Aretino que mostraba de cuando en cuando a sus huéspedes, mientras las señoras hablaban de joyas o de las flores de los arriates.

Un orden perfecto reinaba en aquellas habitaciones que acababan de arreglar tras la recepción del día anterior. El duque de Alba y su edecán Lancelot de Berlaimont habían consentido en cenar y en pasar la noche a la vuelta de una inspección por tierras de Mons; al estar el duque demasiado cansado como para subir sin dificultad las escaleras, instalaron su cama en una de las salas del primer piso, bajo un dosel de tapicería que lo protegía de las corrientes de aire, sostenido por unas picas y unos trofeos de plata; ya no quedaba señal de aquella cama heroica en donde el visitante de alcurnia, desgraciadamente, había dormido mal. La conversación durante la cena fue a un tiempo densa y prudente; se habló de los asuntos públicos, con el tono de personas que en ellos participan y saben a qué atenerse; el buen gusto hizo que no se insistiera sobre nada. El duque mostraba plena confianza en lo concerniente a la situación en la Germania Inferior y en Flandes: se habían dominado los disturbios; la monarquía española no tenía ya que temer que le arrebataran nunca Middelburg o Amsterdam, así como tampoco Lille o Bruselas. El duque podía pronunciar ya su Nunc dimittis, e implorar al rey que le diera un sustituto. Ya no era joven y su tez daba testimonio de su hígado enfermo; su falta de apetito obligó a sus anfitriones a quedarse con hambre. No obstante, Lancelot de Berlaimont comía muy a placer, mientras daba detalles sobre la vida en los ejércitos. El príncipe de Orange había sido derrotado; sólo había algo fastidioso para la disciplina, y era que se pagara a las tropas de manera tan irregular. El duque frunció el ceño y se habló de otra cosa; le parecía poco estratégico exponer en aquel momento las heridas pecuniarias de la causa real. Philibert, que sabía perfectamente a cuánto ascendía el déficit, también prefería no hablar de dinero en la mesa.

En cuanto se marcharon sus huéspedes bajo una aurora gris, Philibert, muy poco satisfecho de haberse visto obligado a decir cumplidos tan de mañana, subió a meterse de nuevo en la cama, donde solía trabajar a menudo, a causa de su pierna gotosa. En cambio, para su mujer, que se levantaba todos los días al alba, aquella hora no tenía nada de insólita. Martha recorría las estancias vacías con paso regular, rectificando aquí y allá, sobre los muebles, alguna figurita o chuchería de oro o de plata ligeramente fuera de su sitio debido a la negligencia de las criadas, o rascando con la uña en una consola una imperceptible gota de cera. Al cabo de un momento, un secretario le entregó la carta abierta del canónigo Campanus. Una notita irónica de Philibert acompañaba la carta, indicándole que allí hallaría noticias de un primo suyo y hermano de ella.

Sentada delante de la chimenea, protegida del excesivo fuego por un biombo bordado, Martha leyó aquella larga misiva. Las hojas cubiertas de una letra menuda y apretada crujían entre las delgadas manos que asomaban por entre los puños de encaje. Pronto se interrumpió y se puso a pensar. Bartholommé Campanus la había informado sobre la existencia de aquel hermano uterino en cuanto llegó a Flandes recién casada; el canónigo le había pedido incluso que rezara por aquel impío, ignorando que Martha se abstenía de rezar. La historia de aquel hijo ilegítimo había sido para ella una mancha más de su madre, ya tan manchada. No le fue difícil identificar al filósofo-médico, célebre por los cuidados que tributó a los enfermos de la peste en Alemania, con el hombre vestido de rojo que ella recibió estando a la cabecera de Bénédicte, y que tan extrañamente le había interrogado sobre sus padres difuntos. Muchas veces había pensado en este temible transeúnte, y había soñado con él. Lo mismo que Bénédicte en su lecho de muerte, él la había visto a ella desnuda por dentro: había adivinado el vicio mortal de cobardía que en su interior llevaba, invisible para todos aquellos que la tomaban por una mujer fuerte. La idea de la existencia de aquel hombre era para ella como una astilla metida entre las uñas. Él había sido el rebelde que ella no supo ser; mientras él erraba por los caminos del mundo, el camino de ella sólo iba de Colonia a Bruselas. Ahora, él estaba en la prisión que antaño temió ella para sí abyectamente; el castigo que lo amenazaba le parecía justo: había vivido a su gusto y había elegido los peligros que corría.

Volvió la cabeza, molesta por un soplo de aire frío: el fuego a sus pies sólo calentaba una pequeña parte de la enorme sala. Aquel frío de hielo era el que, al parecer, se siente cuando pasa un fantasma: aquel hombre tan cercano a la muerte siempre había sido un fantasma para ella. Pero no había nada detrás de Martha: sólo el magnífico y vacío salón. El mismo vacío suntuoso había reinado en su vida. Los únicos recuerdos algo dulces que ella tenía eran los de aquella Bénédicte que Dios le arrebató, suponiendo que hubiera un Dios, y a la que ella ni siquiera supo cuidar bien hasta el final. Había ahogado en la chimenea la fe evangélica que en su juventud la entusiasmó: ya no quedaba más que un montoncito de cenizas. Desde hacía más de veinte años, la certidumbre de su condenación no la abandonaba; era lo único que conservaba de aquella doctrina que no se hubiera atrevido a confesar en voz alta. Pero aquella idea de su propio infierno había terminado por convertirse en algo duro y flemático: se sabía condenada al igual que se sabía casada con un hombre rico, al que se había unido por su fortuna, y madre de un atolondrado que sólo servía para batirse con la espada y para beber en compañía de otros jóvenes gentileshombres, igual que sabía que Martha Ligre tendría que morir algún día. Había sido virtuosa sin sacrificio, al no tener ningún galán a quien despreciar. Los débiles ardores de Philibert dejaron de dirigirse a ella tras el nacimiento de su único hijo, con lo cual ni siquiera había practicado los placeres permitidos. Sólo ella conocía los deseos que en ocasiones le habían pasado por debajo de la piel; no consiguió domarlos, pero sí tratarlos con desprecio, como con desprecio se trata una pasajera indisposición del cuerpo. Había sido para su hijo una madre justa, sin conseguir vencer la natural insolencia del muchacho ni hacerse amar de él; se decía que era muy dura, hasta llegar a la crueldad, con sus criados y criadas, pero era preciso hacerse respetar de aquella ralea. Su actitud en la iglesia edificaba a todo el mundo, mas ella despreciaba por lo bajo aquellas sandeces. Si el hermano, a quien ella sólo vio una vez, había pasado seis años escondido con un nombre falso, ocultando sus vicios y ejerciendo fingidas virtudes, aquello no era nada comparado con lo que ella había estado haciendo toda la vida. Cogió la carta del canónigo y subió a ver a Philibert.

Como siempre que entraba en los aposentos de su marido, apretó los labios con desdén al constatar sus errores de comportamiento y de régimen. Philibert se hundía entre muelles cojines, lo que era perjudicial para su gota, y la caja de golosinas al alcance de la mano no lo era menos. Philibert tuvo tiempo de esconder bajo la sábana un libro de Rabelais, con el que se entretenía entre dos dictados. Ella se sentó, con el busto erguido, en un sillón situado bastante lejos de la cama. El marido y la mujer intercambiaron unas cuantas palabras sobre la visita del día anterior; Philibert felicitó a Martha por la buena preparación de la comida que, desgraciadamente, el duque casi no había tocado. Ambos comentaron su mala cara. Para que lo oyera el secretario, que recogía sus papeles antes de pasar a la estancia contigua y seguir allí copiando, el grueso Philibert observó con reverencia que se hablaba mucho del valor de los rebeldes ejecutados por orden del duque (por lo demás, duplicaban su número), mas no lo bastante de la fortaleza de aquel estadista y guerrero que moría en el oficio por su amo. Martha aprobó con una seña.

—Los asuntos públicos me parecen menos seguros de lo que el duque piensa, o quiere hacernos creer que piensa —añadió con mayor sequedad una vez se hubo cerrado la puerta—. Todo dependerá de la firmeza de sus sucesores.

Martha, en vez de responder, le preguntó si creía necesario estar sudando bajo tantos edredones.

—Necesito los buenos consejos de mi mujer para cosas más importantes que los edredones —dijo Philibert con el ligero tono de burla que solía adoptar con ella—. ¿Habéis leído la carta de nuestro tío?

—Es un asunto bastante sucio —dijo Martha con vacilación.

—Todos los asuntos en donde la justicia mete sus narices lo son, y si no lo son, ella acaba por ensuciarlos —dijo el Consejero—. El canónigo, que se ha tomado la cosa muy a pecho, puede que piense que dos ejecuciones en la familia son ya demasiadas.

—Todo el mundo sabe que mi madre murió en Münster, víctima de los disturbios —dijo Martha con ojos enrojecidos por la cólera.

—Eso es lo que importa que la gente crea, y yo mismo os aconsejé que lo grabarais así en las paredes de una iglesia —repuso Philibert con dulce ironía—. Mas, por el momento, de quien os hablo es del hijo de esa irreprochable madre… Cierto es que el procurador de Flandes se halla inscrito en nuestros libros como deudor de una buena cantidad, quiero decir en los libros de los herederos Tucher, y puede que considerara agradable que raspáramos algunas inscripciones… Pero el dinero no lo arregla todo, al menos no tan fácilmente como creen aquellos que, como el canónigo, no lo tienen. El asunto me parece ya muy comprometido y Le Cocq tal vez tenga sus razones para no hacernos caso. ¿Os sentís muy afectada por todo esto?

—Pensad que no conozco a ese hombre —dijo fríamente Martha, quien, al contrario, recordaba perfectamente el momento en que el extranjero se había quitado la reglamentaria máscara de médico de apestados, en el oscuro vestíbulo de su casa. Bien era verdad que él sabía más cosas sobre ella que ella sobre él, y además aquel rincón de su pasado le importaba sólo a ella, y Philibert no tenía ni derecho ni acceso a él.

—Daos cuenta de que yo no tengo nada en contra de mi primo y hermano vuestro, y que me gustaría mucho que estuviera aquí para que me curase la gota —repuso el Consejero arrellanándose entre los cojines—. Pero vaya idea que se le ha ocurrido: meterse en Brujas, como una liebre bajo el vientre de los perros y, además, con un nombre falso que sólo a los tontos engaña… El mundo no nos pide más que un poco de discreción y un poco de prudencia. ¿De qué puede servir publicar unas ideas que desagradan a la Sorbona y al Santo Padre?

—El silencio es pesado de llevar —dijo de repente Martha, como a pesar suyo.

El Consejero la miró con un asombro burlón.

—Muy bien —dijo— ayudemos a ese individuo a salir del apuro. Pero, fijaos bien, si Pierre Le Cocq consiente, me convertiré en su deudor, en vez de serlo él de mí, y si, por casualidad, no accede, tendré que tragarme la vergüenza de un no. Puede que el Señor de Berlaimont me agradezca que yo le evite una muerte escandalosa al protegido de su padre, pero, o mucho me equivoco, o le importa muy poco lo que sucede en Brujas. ¿Qué me propone mi querida esposa?

—Nada que podáis reprocharme después del suceso —dijo ella con voz áspera.

—Eso está bien —dijo el Consejero con el contento de quien ve alejarse una posibilidad de disputa—. Mis manos enfermas me impiden coger la pluma. Hacedme el favor de escribir en mi nombre a nuestro tío, encomendándonos a sus santas oraciones…

—¿Sin mencionar el asunto principal? —dijo pertinentemente Martha.

—Nuestro tío es lo bastante listo como para entender esta omisión —aprobó él agachando la cabeza—. Es importante que el correo no se vaya con las manos vacías. Seguramente tendréis por ahí algunas provisiones que enviarle para la Cuaresma (unos pasteles de pescado vendrían de perlas), y algún paño para su iglesia.

El marido y la mujer intercambiaron una mirada. Ella admiraba a Philibert por su circunspección, así como otras mujeres admiran a sus maridos por su valor o su virilidad. Todo iba tan bien que él cometió la imprudencia de añadir:

—Toda la culpa la tuvo mi padre, que mandó educar a ese sobrino bastardo como a un hijo. Si lo hubieran criado en el seno de una familia humilde y sin ir al colegio…

—Habláis sobre bastardos como un hombre de experiencia —replicó ella sarcástica.

Pudo sonreír a su gusto, pues ya ella le daba la espalda y se acercaba a la puerta. El hijo natural que él había tenido con una doncella (y que tal vez no fuera suyo) había facilitado más bien sus relaciones conyugales, en lugar de empeorarlas. Martha volvía siempre sobre aquella única queja y dejaba pasar otras culpas de mayor consideración sin decir una palabra y (¿quién sabe?) sin enterarse de ellas siquiera. La volvió a llamar:

—Os reservo una sorpresa —dijo—. He recibido esta mañana algo más interesante que el correo de nuestro tío. Tengo aquí las cartas de ratificación que convierten la posesión de Steenberg en vizcondado. Ya sabéis que hice sustituir el nombre de Lombardía por el de Steenberg, pues aquel título podía hacer reír, si lo ostentaba un hijo y nieto de banqueros.

—Ligre y Foulcre suenan bastante bien a mis oídos —dijo ella con frío orgullo, afrancesando a la moda el nombre de los Fugger.

—Recuerdan demasiado a etiquetas pegadas en sacos de oro —dijo el Consejero—. Vivimos en unos tiempos en que un bonito nombre se hace indispensable para medrar en la corte. Hay que aullar con los lobos, mujer, y gritar con los pavos.

Cuando ella salió, cogió la caja de dulces y se llenó la boca. No se dejaba engañar por aquel aparente desprecio hacia los títulos: a todas las mujeres les gustan los oropeles. Algo le amargaba un poco el gusto del caramelo. Era una pena que no se pudiera hacer nada por aquel pobre diablo sin comprometerse.

Martha bajó la escalera principal. A pesar suyo, aquel título nuevo le zumbaba agradablemente en los oídos; en todo caso, su hijo lo agradecería algún día. En comparación, la importancia de la carta del canónigo disminuía. La respuesta que tenía que escribir era un incordio; pensó con amargura que Philibert, como siempre, hacía lo que quería y que ella, durante toda su vida, no había sido sino la rica intendente de un hombre rico. Por una extraña contradicción, aquel hermano a quien iban a abandonar a su suerte se hallaba en aquel momento más próximo a ella que su marido o su único hijo: junto con Bénédicte y su madre, formaba parte de un mundo secreto en que ella permanecía encerrada. En cierto sentido, ella se condenaba en él. Mandó llamar a su mayordomo para ordenarle reunir los regalos que iban a entregar al correo, que se hallaba atracándose en la cocina.

El mayordomo llevaba entre manos un pequeño negocio del que quería dar cuenta a la señora. Se presentaba una maravillosa ocasión. Como no ignoraba la señora, los bienes del Señor de Battenburg habían sido confiscados tras su ejecución. Aún se hallaban incautados y la venta en beneficio del Estado no se realizaría hasta después de pagadas las deudas a los particulares. No podía decirse que los españoles no hicieran las cosas respetando las reglas. Pero gracias al antiguo portero del ajusticiado, se había enterado de la existencia de un lote de tapices que no figuraban en el inventario y de los que podría disponerse aparte. Eran unos hermosos tapices de Aubusson que representaban episodios de la Historia Sagrada: La adoración del becerro de oro, La negación de San Pedro, El incendio de Sodoma, El chivo expiatorio, Los hebreos arrojados a la hoguera. El meticuloso mayordomo volvió a guardarse la lista en el bolsillo. La señora había mencionado precisamente que le gustaría renovar los tapices del salón de Ganímedes. Y, además, aquellas piezas aumentaban de valor con el tiempo.

Martha reflexionó un instante y dijo que sí con la barbilla. Aquellos tapices, al menos, no representaban temas profanos, como los que solía escoger su marido. Creía recordar haberlos visto en el palacio del Señor de Battenburg, donde lucían noblemente. Era un negocio que no había que dejar escapar.