El acta de acusación

Sólo pasó una noche en la prisión de la ciudad. Lo trasladaron al día siguiente, no sin ciertos miramientos, a una habitación que daba al patio de la vieja secretaría, provista de barrotes y de fuertes cerrojos, pero que ofrecía casi todas las comodidades a las que puede aspirar un encarcelado de categoría. En otros tiempos, habían tenido allí a un regidor acusado de malversaciones, y antes, a un noble que se había pasado al partido francés por soborno. Nada más adecuado que aquel lugar de detención. Por lo demás, la noche que había pasado en el calabozo bastó para llenar de piojos a Zenón, quién tardó varios días en quitárselos de encima. Para su gran asombro, permitieron que le llevaran su ropa, y al cabo de algunos días, incluso le devolvieron su escribanía. En cambio, no le dejaban tener libros. Pronto obtuvo permiso para pasear todos los días por el patio, cuyo suelo tan pronto se hallaba cubierto de hielo como de barro, en compañía del bribón que hacía las veces de carcelero. No obstante, el miedo a la tortura no le dejaba reposo. El que unos esbirros fueran pagados para atormentar metódicamente a sus semejantes era algo que siempre había escandalizado a aquel hombre, cuyo oficio era curar. De muy antiguo se había acorazado, no contra el dolor, apenas menor que el de un herido operado por un cirujano, pero sí contra el miedo de que ese dolor fuera conscientemente infligido. Se había acostumbrado a la idea de tener miedo. Si algún día gemía, gritaba o acusaba mentirosamente a alguien, como había hecho Cyprien, la culpa sería de los que consiguen dislocar el alma de un hombre. Pero aquella prueba tan temida no llegó. Era evidente que poderosas protecciones entraban en juego, aunque no pudieron impedir que el terror al potro subsistiera dentro de él hasta el final, obligándole a reprimir un sobresalto cada vez que alguien abría la puerta.

Unos años antes, al llegar a Brujas, había creído hallar su recuerdo disuelto en la ignorancia y el olvido. En ello había fundado su incierta seguridad. Mas un espectro suyo habla debido sobrevivir agazapado en el fondo de las memorias y volvía a salir a la luz con ocasión de aquel escándalo, más real que el mismo hombre con quien, durante tanto tiempo, se habían estado codeando indiferentemente. Vagas suposiciones se concretaban de repente, amalgamadas con las toscas imágenes del mago, del renegado, del demonio, del espía del extranjero, imágenes que flotan por todas partes y siempre en las imaginaciones ignorantes. Nadie había reconocido a Zenón en Sébastien Théus; retrospectivamente, todo el mundo lo reconocía. Tampoco había leído nadie sus escritos en Brujas; probablemente, ni siquiera hoy los hojeaban, pero el haberse enterado de que los habían condenado en París y de que resultaban sospechosos en Roma permitía a todo el mundo criticar tan peligrosos grimorios. Cierto era que algunos curiosos, un tanto perspicaces, debieron sospechar en seguida su identidad. Greete no era la única persona con ojos y memoria. Pero aquellas gentes habían callado, lo que quizá las convirtiera en amigas en vez de enemigas, o tal vez estuvieron esperando su hora. A Zenón siempre le quedó la duda de si alguien había advertido al prior de los Franciscanos sobre su identidad, o si éste, al contrario, desde el mismo momento en que le ofreció al viajero que subiese a su coche en Senlis, sabía hallarse frente al filósofo cuya obra, muy controvertida, estaban quemando en la plaza pública. Se inclinaba por la segunda alternativa, pues tenía interés en deberle lo más posible a aquel hombre de gran corazón.

Sea como fuere, su desgracia había cambiado de cara. Había dejado de ser la oscura comparsa de un desenfreno que implicaba a un puñado de novicios y a dos o tres malos frailes; se convertía de nuevo en el protagonista de su propia aventura. Las bases para la acusación se multiplicaban, pero al menos no sería el insignificante personaje barrido a toda prisa por una justicia expeditiva, como probablemente lo hubiera sido Sébastien Théus. Su proceso amenazaba con prolongarse, al encontrarse en él espinosas cuestiones de competencia. Los magistrados burgueses juzgaban sin apelación los crímenes de derecho común, pero el obispo ponía interés en decir la última palabra cuando se trataba de una compleja causa de ateísmo y herejía. Esta pretensión chocaba en un hombre recientemente impuesto por el rey en una ciudad en donde, hasta el momento, se habían pasado muy bien sin obispado, y que les parecía a muchos un agente de la Inquisición sabiamente implantado en Brujas. De hecho, el prelado se proponía justificar brillantemente su poder llevando aquel proceso con equidad. El canónigo Campanus, pese a su edad avanzada, se prodigó en aquel asunto: propuso, y por fin obtuvo, que dos teólogos de la Universidad de Lovaina, en donde el acusado se había graduado en derecho canónico, fueran admitidos en calidad de oyentes; se ignoraba si aquella decisión se había tomado de acuerdo con el obispo o en contra de su opinión. Había exagerados que opinaban que un impío como aquél, cuyas doctrinas era tan importante confundir, debería ser juzgado directamente por el tribunal romano del Santo Oficio, y que sería oportuno enviarlo bien custodiado a que reflexionara en alguno de los calabozos del convento de Santa Maria sopra Minerva, en Roma. Las gentes sensatas, en cambio, tenían interés en que se juzgara allí mismo al descreído nacido en Brujas y que había regresado con nombre falso a la ciudad, donde su presencia en el seno de una piadosa comunidad había favorecido los desórdenes. Aquel Zenón que había pasado dos años en la corte de Su Majestad de Suecia acaso fuera un espía de las potencias del Norte; no había que olvidar que en otros tiempos había vivido en tierras del Turco infiel; se trataba de saber si había o no apostatado, como aseguraban ciertos rumores. Empezaba uno de esos procesos de cargos múltiples que amenazan con durar años y sirven de absceso de fijación a los humores de una ciudad.

Con toda esta algarabía, las acusaciones que habían provocado la detención de Sébastien Théus pasaban a un segundo término. El obispo, opuesto por principio a los cargos de magia, despreciaba la historia de los filtros de amor, que le parecían verdaderas pamplinas, pero algunos de los magistrados burgueses creían en ello firmemente, y para el pueblo llano, lo más importante del asunto estaba ahí. Poco a poco, como en todos los procesos que durante algún tiempo enloquecen a los papanatas, veíase dibujarse en dos planos dos asuntos extrañamente dispares: la causa tal como se les aparece a los hombres de Ley y a la gente de Iglesia, cuyo oficio es juzgar, y la causa tal como la inventa la plebe, que desea a toda costa monstruos y víctimas. El teniente encargado de las diligencias contra el criminal había eliminado en seguida las relaciones con el grupito adámico y beatífico de los Ángeles; las imputaciones de Cyprien eran contradichas por los otros seis inculpados; éstos sólo conocían al médico por haberlo visto bajo los arcos del convento o en la calle Larga. Florián se jactaba de haber conquistado a Idelette sólo con promesas de besos, de músicas dulces y de juegos al corro cogidos de la mano, sin necesitar para nada la raíz de mandrágora; incluso el crimen de Idelette invalidaba el cuento de la poción abortiva, que la muchacha juraba santamente no haber solicitado nunca, ni haber tenido tampoco que rechazar; finalmente, y más a su favor aún, Florián opinaba de Zenón que era un hombre ya entrado en años, que se daba a la brujería, ciertamente, pero que siempre fue hostil por malevolencia a los Ángeles y que había querido separar de ellos a Cyprien. Lo más que se podía sacar de aquellos dichos poco coherentes era que el supuesto Sébastien Théus se había enterado por su enfermero de algunas de las cosas que sucedían en los baños, sin haber cumplido con su deber, que era denunciarlas.

Una intimidad condenable entre él y Cyprien seguía siendo plausible, pero la gente del barrio ponía al médico por las nubes hablando de sus buenas costumbres y virtudes. Incluso resultaba algo sospechosa una reputación tan sin par. Investigaron sobre ese punto de sodomía, que irritaba la curiosidad de los jueces: a fuerza de buscar, creyeron encontrar al hijo de uno de los enfermos de Jean Myers con quien el inculpado había tenido amistad al principio de su estancia en Brujas; no siguieron adelante en las investigaciones por respeto a la buena familia de aquel joven caballero conocido por su apostura y que residía desde hacía tiempo en París, en donde acababa sus estudios. Aquel descubrimiento hubiera hecho reír a Zenón: las relaciones entre ambos se habían limitado a intercambiarse libros. Si había existido un trato más íntimo, no quedaba ninguna huella. Pero el filósofo había preconizado con frecuencia en sus escritos la experimentación con los sentidos y la realización de todas las posibilidades del cuerpo, y los más depravados placeres pueden deducirse de semejante precepto. La presunción persistía, pero se caía, por falta de pruebas, en el crimen de opinión.

Otras acusaciones eran —si esto era posible— más inmediatamente peligrosas. Los mismos franciscanos imputaban al médico el haber convertido el hospicio en centro de reunión para fugitivos que huían de la justicia. El hermano Luc le fue muy útil en aquella ocasión, como en muchas otras. Su opinión era muy clara: todo era falso en aquel asunto. Se había exagerado mucho sobre las orgías en los baños: Cyprien no era más que un bisoño que se había dejado engatusar por tan hermosa muchacha; el médico era irreprochable. En cuanto a los fugitivos rebeldes o calvinistas que habían pasado por el hospicio, no llevaban puesto ningún cartel al cuello y unas personas tan ocupadas como ellos lo estaban tenían cosas más importantes en qué pensar que intentar sonsacarles. Tras haber soltado así el discurso más largo de su vida, se retiró. Aún le hizo a Zenón otro favor insigne: al ordenar el hospicio desierto, encontró aquella piedra con efigie humana que el filósofo había dejado en un rincón y arrojó el objeto al canal, pues no era cosa de dejarlo tirado por allí. En cambio, el organista perjudicó al inculpado; verdad era que no tenían nada que decir de él que no fuera bueno, pero les había hecho un gran impacto el que Sébastien Théus no fuera Sébastien Théus. La mención que más daño le hizo fue la de las cómicas profecías que tanto habían hecho reír a las buenas gentes; las encontraron en San Cosme, metidas en un armario de la estancia en donde se guardaban los libros, y los enemigos de Zenón supieron servirse de ellas muy bien.

Mientras los escribanos pasaban a limpio, con gruesos y finos, los veinticuatro cargos reunidos contra Zenón, la aventura de Idelette y de los Ángeles iba llegando a su fin. El crimen de la señorita de Loos era patente y su castigo era la muerte; ni siquiera la presencia de su padre hubiera logrado salvarla, y éste, preso en España al igual que otros flamencos, no supo hasta más tarde su desgracia. Idelette tuvo una ejemplar y piadosa muerte. Adelantaron unos días su ejecución, para que no cayera en las fiestas de Navidad. La opinión pública había cambiado: la gente se compadecía ante el arrepentimiento y los ojos llorosos de la Bella; les daba lástima aquella chiquilla de quince años. Según las leyes, Idelette debería ser quemada viva por infanticidio, pero su noble cuna le valió ser decapitada. Por desgracia, el verdugo, intimidado por su delicado cuello, no tuvo la mano firme y falló el golpe tres veces; escapó, una vez hecha justicia, abucheado por la muchedumbre y perseguido por una lluvia de zuecos y de coles, robadas de las cestas del mercado.

El proceso de los Ángeles duró algún tiempo más. Trataban de obtener confesiones que sacaran a la luz unas ramificaciones secretas, que tal vez se remontaran hasta la secta de los Hermanos del Espíritu Santo, exterminada a principios de siglo y que había practicado y confesado —según se decía— errores como aquéllos. Pero el loco de Florián era intrépido: vanidoso hasta en la tortura, manifestó no deber nada a las enseñanzas heréticas de un cierto Gran Maestro Adamita Jacob van Almagien, judío por añadidura y fallecido cincuenta años atrás. Él solo, sin ninguna ayuda teológica, era quien había descubierto el puro paraíso de los deleites del cuerpo. Todas las tenazas del mundo no le harían decir otra cosa. El único que escapó de la sentencia de muerte fue el hermano Quirin, que tuvo la constancia de fingirse loco hasta en medio de los tormentos y, consecuentemente, fue encerrado como tal. Los otros cinco condenados murieron piadosamente, como Idelette. Por medio de su carcelero, quien estaba acostumbrado a esta clase de negociaciones, Zenón pagó a los verdugos para que estrangularan a los jóvenes antes de que el fuego los tocara, pequeño acomodo muy al uso en la época y que redondeaba oportunamente el escaso salario de los ejecutores. La estratagema salió bien en el caso de Cyprien, de François de Bure y de uno de los novicios; los salvó de lo peor, aun cuando, como es natural, no pudo ahorrarles el espanto que previamente padecieron. Pero el arreglo fracasó en el caso de Florián y del otro novicio, pues el verdugo no llegó a tiempo de prestarles discretamente socorro; se les oyó gritar durante tres cuartos de hora.

El ecónomo también fue quemado, pero ya cadáver. Tan pronto lo trajeron de Oudenaarde para encarcelarlo en Brujas, pidió a unos amigos que en la ciudad tenía que le trajesen un veneno. Incineraron su cadáver según la costumbre, puesto que no podían quemarlo vivo. A Zenón nunca le había agradado aquel cauteloso personaje, pero tuvo que reconocer que Pierre de Hamaere supo tomar las riendas de su destino y morir como un hombre.

Zenón se enteró de todos estos detalles por su carcelero, que no tenía pelos en la lengua. El truhán se disculpaba por su fracaso con dos de los condenados; incluso le propuso devolver parte del dinero, aunque nadie tuviera la culpa de lo que había pasado. Zenón se encogió de hombros. Se había revestido de una mortal indiferencia: lo importante era conservar las fuerzas hasta el final. Pasó aquella noche sin dormir. Buscando en su pensamiento un antídoto para aquel horror, imaginó que Cyprien o Florián se habrían arrojado al fuego con toda seguridad para salvar a alguien: la atrocidad se hallaba como siempre menos en los hechos que en la inepcia humana. De repente, chocó con un recuerdo: en su juventud le había vendido su receta de fuego líquido al emir Nureddin y éste la había utilizado en Argel en un combate naval y tal vez hubiera continuado empleándola después. El acto en sí mismo era banal: cualquier pirotécnico hubiera hecho lo mismo. Aquel invento que quemó a centenares de hombres pareció incluso un adelanto en las artes de la guerra. Mirándolo bien, las violencias de un combate en el que cada cual mata o muere no podían compararse a la abominación metódica de un suplicio ordenado en nombre de un Dios de bondad; no obstante, él era también autor y cómplice de ultrajes infligidos a la miserable carne del hombre, y habían sido precisos treinta años para que le llegara el remordimiento, que probablemente hubiera hecho sonreír a almirantes y a príncipes. Más valía salir cuanto antes de este infierno.

Nadie podía quejarse de que los teólogos encargados de enumerar las propuestas pertinentes, heréticas o francamente impías, extraídas de los escritos del acusado no cumplieran honradamente con su trabajo. Habían conseguido, en Alemania, la traducción de las Proteorías; las demás obras se hallaban en la biblioteca de Jean Myers. Para gran asombro de Zenón, el prior había poseído sus Pronósticos de las cosas futuras. Recopilando estas proposiciones o más bien sus censuras, el filósofo se distrajo dibujando el mapa de las opiniones humanas en aquel año de gracia de 1569, al menos en lo concerniente a las abstrusas regiones por donde se había paseado su espíritu. El sistema de Copérnico no se hallaba proscrito por la Iglesia, aun cuando los más entendidos de entre las gentes de alzacuello y birrete cuadrado menearan la cabeza dubitativamente, asegurando que muy pronto lo estarían; el aserto que consiste en situar al Sol y no a la Tierra en el centro del mundo era tolerado a condición de que lo presentaran como una tímida hipótesis, mas no dejaba por ello de dañar a Aristóteles, a la Biblia y mas aún a la humana necesidad de poner nuestro habitáculo en el centro del Todo. Era natural que una visión del problema que se alejaba de las toscas evidencias del sentido común desagradara al vulgo: sin ir más lejos, Zenón sabía por sí mismo cómo la noción de una Tierra que se mueve rompe las costumbres que cada uno de nosotros adopta para vivir; él se había embriagado de pertenecer a un mundo que ya no se limitaba a la covacha humana; a la mayoría, aquel ensanchamiento le producía náuseas. Peor aún que la audacia de reemplazar la Tierra por el Sol en el centro de las cosas, era el error de Demócrito, es decir, la creencia en una infinidad de mundos, que le arrebata al mismo Sol su lugar privilegiado y niega la existencia de un centro; a la mayoría de los hombres sabios aquello les parecía una negra blasfemia. Lejos de lanzarse con alegría, como el filósofo, reventando la esfera de los fijos, a esos fríos y ardientes espacios, el hombre en ellos se sentía perdido y el valiente que se arriesgaba a demostrar su existencia se convertía en un tránsfuga. Las mismas reglas eran valederas para el campo más escabroso de las ideas puras. El error de Averroes, la hipótesis de una divinidad fríamente actuante en el interior de un mundo eterno, parecía arrebatarle al devoto el recurso a un Dios hecho a su imagen y semejanza y que reservaba para el hombre sus cóleras y sus bondades. La eternidad del alma, tal como erróneamente la vio Orígenes, indignaba, pues reducía a poca cosa la inmediata aventura: el hombre deseaba que se abriese ante él una inmortalidad dichosa o desgraciada de la que él fuese responsable, mas no que se extendiera por doquier una duración eterna en la que él era sin ser. El error de Pitágoras, que permitía atribuir a los animales un alma semejante a la nuestra en naturaleza y esencia escandalizaba aún más al bípedo implume que pone todo su empeño en ser la única criatura viva que dura eternamente. El enunciado del error de Epicuro, es decir, la hipótesis de que la muerte es el fin de todo, aun siendo más conforme a lo que observamos en cadáveres y cementerios, hería en lo más hondo no sólo nuestra avidez por estar en este mundo, sino asimismo el orgullo que neciamente nos asegura que merecemos seguir en él. Se suponía que todas estas opiniones ofendían a Dios; de hecho, lo que se les reprochaba sobre todo era quebrantar la importancia del hombre. Era, pues, natural que llevaran al que las propagaba a la cárcel o más lejos aún.

Y al descender de las puras ideas a los caminos tortuosos de la conducta humana, el miedo, más aún que el orgullo, se convertía en el motor primero de las abominaciones. La osadía del filósofo que preconizaba el libre juego de los sentidos y trataba sin despreciarlos los placeres carnales exasperaba a la multitud, propensa en este campo a mucha superstición y a mucha hipocresía. Poco importaba que el hombre que a ello se arriesgaba fuera más austero y en ocasiones más casto que sus encarnizados detractores: la gente estaba de acuerdo en proclamar que no había fuego ni suplicio en el mundo capaz de hacer expiar tan atroz licencia, precisamente porque la osadía del espíritu parece agravar la del simple cuerpo. La indiferencia del sabio para quien todo país es patria y toda religión un culto válido a su manera exasperaba también a toda aquella muchedumbre de prisioneros; si aquel filósofo renegado que, sin embargo, no renegaba de ninguna de sus creencias verdaderas, era para ellos un chivo expiatorio, esto era debido a que cada uno de ellos, algún día, secretamente, o incluso sin darse cuenta, había deseado salir del círculo en donde moriría encerrado. El rebelde que se levanta contra su príncipe provoca en las gentes de bien la misma envidiosa furia: su No es una vejación para su incesante Sí. Pero los peores de esos monstruos que piensan de manera singular son aquellos que practican alguna virtud: infunden mucho más miedo cuando no se les puede despreciar por entero.

DE OCCULTA PHILOSOPHIA: la insistencia de algunos jueces en las prácticas mágicas a las que se había entregado, antaño o en fecha reciente, dispuso al cautivo —que ya casi no pensaba en ello— a meditar sobre tan irritante tema, que sólo de manera accesoria le había preocupado durante toda su vida. En aquel campo, sobre todo, las opiniones de los doctos contrastaban con las del vulgo. El mago era a un tiempo aborrecido y reverenciado por el común rebaño que le atribuía poderes inmensos. Fue una decepción no encontrar, en el cuarto de Zenón, más que la obra de Agrippa de Nettesheim, que también poseían el canónigo Campanus y el obispo, así como el más reciente de Gian-Battista della Porta, que Monseñor tenía igualmente encima de la mesa. Puesto que la gente se obstinaba sobre estas materias, el obispo quiso, por equidad, interrogar al acusado. Mientras que para los necios la magia era la ciencia de lo sobrenatural, este sistema inquietaba al prelado por negar el milagro. Zenón fue casi sincero en este punto. El universo llamado mágico se hallaba constituido de atracciones y repulsas que obedecían a unas leyes aún desconocidas, pero no necesariamente impenetrables para el entendimiento humano. El imán y el ámbar, de entre las sustancias conocidas, parecían ser las únicas en revelar a medias esos secretos que nadie aún había explorado y que tal vez algún día lo aclarasen todo. El gran mérito de la magia y de la alquimia, su hija, era el postular la unidad de la materia, hasta tal punto que algunos filósofos del alambique habían creído poder asimilar ésta a la luz y al rayo. Uno se adentraba así por un camino que podía llevar muy lejos, pero cuyos peligros reconocían todos los adeptos dignos de este nombre. Las ciencias mecánicas, en las que Zenón había intervenido con frecuencia, se asemejaban a esas investigaciones, pues trataban de transformar el conocimiento de las cosas en un poder sobre las mismas e, indirectamente, sobre el hombre. En cierto sentido, todo era magia: magia la ciencia de las hierbas y de los metales, que permiten al médico influir sobre la enfermedad y el enfermo; magia la misma enfermedad, que se impone al cuerpo como una posesión del que éste, en ocasiones, no quiere curarse; magia el poder de los sonidos agudos y graves, que inquietan al alma o la sosiegan; magia sobre todo el virulento poder de las palabras, casi siempre más fuerte que las cosas y que explica los asertos del Sepher Yetsira, por no decir del Evangelio según San Juan. El prestigio que rodea a los príncipes y se desprende de las ceremonias de iglesia es magia, y magia los negros cadalsos y los lúgubres tambores que acompañan las ejecuciones y aterran a los papanatas aún más que a las víctimas. Mágicos son por fin el amor y el odio, que imprimen en nuestros cerebros la imagen de un ser por el que consentimos dejarnos hechizar.

Monseñor meneó pensativamente la cabeza: un universo organizado de esa suerte no dejaba lugar a la voluntad personal de Dios. Zenón asintió, no sin saber el riesgo que corría. Intercambiaron después algunos argumentos sobre lo que es la voluntad personal de Dios, por qué clase de intermediarios la ejerce y si es necesaria para obrar milagros. El obispo, por ejemplo, no encontraba nada reprobable a la interpretación que el autor hacía, en el Tratado del mundo físico, de los estigmas de San Francisco de Asís, presentados por él como el efecto extremo de un poderoso amor que modela en todo al amante a la imagen del amado. La culpable indecencia del filósofo residía en ofrecer esta explicación como exclusiva y no inclusiva. Zenón negó haberlo hecho. Abundando, por una especie de cortesía dialéctica, en el sentido de su adversario, Monseñor recordó seguidamente que el muy piadoso Nicolás de Cusa había desaconsejado en tiempos pasados el entusiasmo en torno a las imágenes de estatuas milagrosas y de hostias que sangran; aquel venerable sabio (que había postulado también un universo infinito) parecía casi haber aceptado la doctrina de Pomponacio, para quien los milagros son enteramente efecto de la fuerza imaginativa, como Paracelso y Zenón querían que fuesen las apariciones de la magia. Pero el santo cardenal, que antaño reprimió muy bien los errores de los husitas, acaso hoy callara opiniones tan atrevidas, por miedo a darles razones que alegar a los herejes y a los impíos, más numerosos que entonces.

Zenón no pudo hacer otra cosa que asentir: el viento soplaba menos que nunca en favor de la libertad de opinión. Incluso añadió, devolviéndole su cortesía dialéctica al obispo, que decir de una aparición que reside enteramente en la imaginación no significa que sea imaginaria en el sentido tosco del término: los dioses y los demonios que en nosotros residen son muy reales. El obispo frunció el ceño al oír el primero de aquellos dos plurales, pero era letrado y sabía que hay que perdonar ciertas licencias a los que leen griego y latín. Ya el médico proseguía describiendo la solícita atención que siempre había aportado a las alucinaciones de sus enfermos: lo más auténtico del ser se revelaba en ellas y, en ocasiones, un verdadero cielo o un verdadero infierno. Para volver a la magia y otras doctrinas análogas, no sólo contra la superstición había que luchar, sino también contra el cerrado escepticismo que niega temerariamente todo lo invisible o inexplicable. Sobre aquel punto, el prelado y Zenón se pusieron de acuerdo sin segundas intenciones. Abordaron finalmente las quimeras de Copérnico: aquel terreno por completo hipotético carecía de peligro teológico para el inculpado. Todo lo más podía acusársele de presunción por haber presentado una oscura teoría que contradecía a las Escrituras como la más admisible. Sin igualar a Lutero y a Calvino en sus denuncias de un sistema que se burlaba de la historia de Josué, el obispo la juzgaba menos admisible para los buenos cristianos que la de Tolomeo. Por lo demás, hizo una objeción matemática muy justa basada en las paralajes. Zenón admitió que muchas de aquellas cosas había que demostrarlas.

Al volver a su habitación, es decir a la cárcel, y sabiendo muy bien que el final de aquella enfermedad de encarcelamiento sería fatal, Zenón, que ya estaba harto de argucias, se las compuso para pensar lo menos posible. Más valía ocupar la mente en trabajos maquinales que le impidieran caer en el miedo o en el furor: él era el paciente a quien había que ayudar para que no desesperara. Su conocimiento de lenguas vino en su ayuda: sabía tres o cuatro lenguajes eruditos, de los que se aprendían en la facultad y, durante el transcurso de su vida, había aprendido una media docena de lenguas vulgares. A menudo había sentido arrastrar tras de sí todo aquel bagaje de palabras que no utilizaba: había algo grotesco en el hecho de conocer el ruido o el signo que se emplea para indicar la idea de verdad o la idea de justicia en diez o doce lenguas. Aquel fárrago se convirtió en pasatiempo: estableció listas, formó grupos, compuso alfabetos y reglas gramaticales. Jugó varios días con el proyecto de inventar un idioma lógico, tan claro como la notación musical, capaz de expresar ordenadamente todos los hechos posibles. Inventó lenguajes cifrados, como si tuviera que enviar a alguien un mensaje secreto. Las matemáticas también le fueron útiles: calculaba por encima del tejado de la prisión la declinación de los astros; rehízo minuciosamente los cálculos concernientes a la cantidad de agua bebida y evaporada cada día por la planta que, sin duda, se estaría secando en su botica.

Volvió a pensar detenidamente en las máquinas voladoras y sumergibles, en el registro de sonidos por medios mecánicos que imitaran la memoria humana y cuyos dispositivos habían dibujado en otros tiempos Riemer y él; todavía algunas veces los perfilaba en sus cuadernillos. Mas ahora sentía una especie de desconfianza ante aquellos mecanismos artificiales que había que agregar a los miembros del hombre: poco importaba que uno pudiera o no sumergirse en el océano bajo una capa de hierro y de cuero, si el que se sumerge, reducido a sus propios recursos, acaba ahogándose; o que se ascienda hacia el cielo con ayuda de pedales o máquinas mientras el cuerpo humano siga siendo esa pesada masa que cae al suelo como una piedra. Poco importaba, sobre todo, que se hallara el medio de grabar la palabra humana que ya llena sobradamente el mundo con su ruido de mentira. Fragmentos de tablas alquímicas, aprendidas de memoria en León, salieron bruscamente del olvido. Auscultando tan pronto su memoria como su entendimiento, se obligó a recordar punto por punto algunas de sus operaciones de cirugía: aquella transfusión de sangre, por ejemplo, que había intentado dos veces. La primera prueba había salido bien, por encima de todas sus esperanzas, más la segunda trajo consigo la muerte súbita no del que daba su sangre, sino del que la recibía, como si existieran verdaderamente entre aquellos dos líquidos rojos, procedentes de individuos distintos, unos odios y unos amores que ignoramos. Los mismos acuerdos y los mismos rechazos explicaban seguramente la esterilidad o fecundidad de las parejas. Esta última palabra le trajo el recuerdo de Idelette, cuando se la llevaba la ronda de guardia. Se estaban formando unas brechas en sus defensas tan bien montadas: una noche en que se hallaba sentado a la mesa, mirando sin ver la llama de la vela, recordó de repente a los pobres frailes muertos en la hoguera, y el espanto, la compasión, la angustia, junto con una cólera que se iba convirtiendo en odio, le hicieron echarse a llorar, para vergüenza suya. La prisión lo debilitaba.

A la cabecera de sus enfermos, a menudo tuvo la oportunidad de oírles contar sus sueños. También él había pensado en sus sueños. Casi siempre uno se contentaba con extraer de estas visiones presagios en ocasiones verdaderos, puesto que revelan los secretos del que duerme, mas se decía que estos juegos del espíritu entregado a sí mismo podrían sobre todo informarnos sobre la manera que tiene el alma de percibir las cosas. Enumeraba las cualidades de la sustancia vista en sueños: la ligereza, la impalpabilidad, la incoherencia, la libertad total respecto al tiempo, la movilidad de las formas de la persona que hace que cada uno se haga varios o que varios se reduzcan a uno, el sentimiento casi platónico de la reminiscencia, el sentido casi insoportable de una necesidad. Estas categorías fantasmales se parecían mucho a lo que los herméticos pretenden saber sobre la existencia de ultratumba, como si al mundo de la muerte continuara para el alma el mundo de la noche. No obstante, la vida misma, vista por un hombre dispuesto a abandonarla, adquiría también la extraña inestabilidad y la singular ordenación de los sueños. Pasaba de un sueño a otro, como desde la sala de la secretaría en donde lo interrogaban a su celda llena de cerrojos, y de su celda al cobertizo bajo la nieve. Se vio a la puerta de una extraña torrecilla en donde Su Majestad el rey de Suecia lo había alojado en Vadstena. Un alce muy grande, que el príncipe Erik había estado persiguiendo la víspera por el bosque, permanecía ante él; inmóvil y paciente, como los animales que esperan ayuda. El soñador sentía que le incumbía a él esconderlo y salvar a la criatura salvaje, pero sin saber por qué medios conseguiría hacerle franquear el umbral de aquel refugio humano. El alce tenía un pelaje brillante, negro y mojado, como si hubiera llegado hasta él atravesando el río. En otro de sus sueños, Zenón iba en una barca que desembocaba desde el río en alta mar. Hacía un día hermoso de sol y de viento. Centenares de peces desfilaban y nadaban alrededor de la estrave, llevados por la corriente y adelantándose a su vez, pasando del agua dulce a las aguas amargas, y aquella migración y aquel viaje estaban llenos de alegría. Pero soñar se hacía inútil. Las cosas tomaban por sí mismas esos colores que sólo tienen en sueños, y que recuerdan al verde, al púrpura y al blanco puros de las nomenclaturas alquímicas. Una naranja que llegó un día a su mesa como un adorno lujoso, brilló durante mucho tiempo como una bola de oro; su perfume y su sabor también fueron un mensaje. Repetidas veces creyó oír una música solemne parecida a la del órgano, si es que la de los órganos puede esparcirse en el silencio; el espíritu más que el oído percibía aquellos sonidos. Acarició con el dedo las débiles asperezas de un ladrillo cubierto de liquen y creyó explorar mundos. Una mañana, al dar el acostumbrado paseo por el patio con su guardián Gilles Rombaut, vio en el suelo desigual una capa de hielo transparente bajo la cual corría y palpitaba una vena de agua. El finísimo reguero buscaba y hallaba su pendiente.

Al menos una vez, fue el huésped de una aparición diurna. Un hermoso y triste niño de unos diez años de edad se instaló en su habitación. Vestido todo de negro, parecía un infante salido de uno de esos castillos mágicos que se visitan en sueños, pero Zenón lo hubiera creído real de no haberlo encontrado brusca y silenciosamente allí, sin haber entrado por ningún sitio. Aquel niño se le parecía y, sin embargo, no era el que había crecido en la calle de la Lana. Zenón buscó en su pasado, en el que había pocas mujeres. Había tenido gran cuidado con Casilda Pérez, pues no quería enviar a España a la pobre muchacha embarazada por su culpa. La cautiva bajo los muros de Buda había muerto poco después de que la hubiera poseído, y sólo la recordaba por esa razón. Las demás mujeres que había conocido fueron casi todas unas desvergonzadas contra las que le arrojó la casualidad por el camino de su vida; no había sentido mucho aprecio por aquellos paquetes de enaguas y carne. Pero la dama de Fröso había sido algo muy diferente: lo había amado lo suficiente como para ofrecerle un asilo perdurable; había deseado un hijo suyo; nunca supo él si se había realizado aquel deseo, que va más allá del deseo del cuerpo. ¿Acaso era posible que el chorro de semen, atravesando la noche, hubiera llegado a aquella criatura, prolongando y tal vez multiplicando su sustancia, gracias a aquel ser que era y no era él? Sintió una infinita fatiga y, a su pesar, algo de orgullo. Si aquello era cierto, él estaba de acuerdo, como ya lo estaba por sus escritos y sus actos. No saldría del laberinto hasta el final de los tiempos. El hijo de Sign Ulfsdatter, el hijo de las noches en blanco, posible entre los posibles, contemplaba a aquel hombre agotado con sus ojos asombrados, pero serios, como dispuesto a hacerle unas preguntas para las que Zenón no tenía respuesta. Hubiera sido difícil decir quién miraba a quién con mayor compasión. La visión se desvaneció de golpe, lo mismo que se había formado; el niño tal vez imaginario desapareció. Zenón trató de no pensar más en él; sin duda no era más que una alucinación de prisionero.

El guardián de noche, un tal Hermann Mohr, era un hombre grueso, alto y taciturno que dormía con un ojo abierto al fondo del pasillo y parecía no tener más pasión que la de aceitar y limpiar los cerrojos. Mas, por otra parte, Gilles Rombaut era un divertido truhán. Había corrido mundo, como vendedor ambulante y durante la guerra; su incansable parloteo informaba a Zenón de lo que se decía o hacía en la ciudad. Era él quien disponía de los sesenta sueldos que se le concedían al cautivo por día, como a todos los prisioneros de honorable condición, aunque no noble. Lo atracaba de vituallas, sabiendo muy bien que su huésped apenas las probaría y que los pasteles de carne y las salazones acabarían en la mesa del matrimonio Rombaut y de sus cuatro hijos. Aquella abundancia de condumio, amén de su ropa muy bien lavada por la mujer de Rombaut, no es que entusiasmaran al filósofo, que había entrevisto el infierno de la cárcel común, mas una cierta camaradería se había formado entre él y el bribón, como suele suceder cuando un hombre le trae a otro la comida, lo pasea, lo afeita y vacía su orinal. Las reflexiones de aquel pillo eran un antídoto agradable del estilo teológico y judicial: Gilles no estaba muy seguro de que existiera un Dios bueno, en vista del mal estado en que se hallaba este mundo de aquí abajo. Las desgracias de Idelette le hicieron soltar algunas lágrimas: era una pena que no hubieran permitido vivir a una niña tan hermosa. La aventura de los Ángeles le parecía ridícula, aunque manifestaba que cada cual se divierte como puede y que no hay que juzgar ni sobre gustos, ni sobre colores. Por su parte, le gustaban las mujeres, placer menos peligroso, pero caro, y que en ocasiones le costaba más de una pelea en su hogar. En cuanto a los asuntos públicos, le importaban un bledo. Zenón y él jugaban a las cartas; Gilles siempre ganaba. Zenón medicaba a la familia Rombaut. El roscón que Greete dejó en secretaría el día de Reyes para que se lo entregaran a Zenón le apeteció a aquel bribón, quien lo confiscó en beneficio de los suyos. No le remordía la conciencia, puesto que el prisionero tenía ya demasiado que comer. Zenón nunca se enteró de que Greete le había dado aquella humilde prueba de fidelidad.

Cuando llegó el momento, el filósofo se defendió bastante bien. Algunos de los cargos acumulados contra él eran insostenibles: él no se había convertido a la fe de Mahoma cuando estuvo en Oriente, ni siquiera estaba circunciso. Proclamarse inocente aun habiendo servido al bárbaro infiel, en una época en que sus flotas y sus ejércitos combatían al Emperador, era una tarea menos fácil. Zenón arguyó que, como hijo de un florentino, y estando instalado y ejerciendo por aquel entonces en el Languedoc, se consideraba súbdito del Rey Cristianísimo y éste mantenía buenas relaciones con la Puerta Otomana. El argumento no era muy sólido, pero hubo unas fábulas muy propicias al acusado que difundieron por la ciudad sobre su estancia en Levante. La gente murmuraba que Zenón había sido uno de los agentes secretos del Emperador en país berberisco y que sólo la discreción le cerraba la boca. El filósofo no contradijo ésta noción, ni tampoco otras no menos novelescas, para no desalentar a sus amigos desconocidos que, evidentemente, las hacían circular. Los dos años pasados cerca del rey de Suecia eran más perjudiciales aún, por ser más recientes y porque ninguna nube de leyenda podía embellecerlos. Se trataba de saber si había vivido católicamente en aquel país que se creía reformado. Zenón negó haber abjurado, mas no añadió que había ido a escuchar sermones protestantes, aunque lo menos posible. La acusación de espionaje en beneficio del extranjero afloró de nuevo a la superficie; el acusado se hizo antipático al argüir que, en caso de haber querido enterarse y transmitir a alguien ciertas cosas, se hubiera instalado en una ciudad menos apartada que Brujas de los asuntos importantes.

Pero precisamente aquella estancia de Zenón en su ciudad natal bajo un nombre supuesto hacía fruncir el ceño a los jueces: veían abismos en ello. El que un descreído condenado por la Sorbona se hubiera escondido durante unos meses en casa de un cirujano-barbero amigo suyo, no muy señalado por su piedad cristiana, era admisible; pero el que un hombre hábil, que había practicado la medicina con los reyes, hubiese adoptado durante tanto tiempo la existencia pobre de un médico de hospicio era harto extraño para ser inocente. Sobre este punto, el acusado no pudo contestar nada: tampoco él comprendía por qué había permanecido en Brujas tanto tiempo. Por una suerte de pudor, no hizo alusión al afecto que lo había unido cada vez más estrechamente al prior difunto: por lo demás, aquello sólo hubiera sido una razón para él. En cuanto a las relaciones abominables que había mantenido con Cyprien, el acusado las negó de forma contundente, mas todos se percataron de que su lenguaje carecía de esa virtuosa indignación que hubiera sido oportuna. No se insistió en el cargo de haber cuidado y mantenido a unos fugitivos en San Cosme; el nuevo prior de los Franciscanos, pensando cuerdamente que ya su convento había padecido mucho con toda aquella historia, insistió para que no se reavivaran en torno al médico del hospicio aquellos rumores de deslealtad. El prisionero, que hasta el momento se había comportado muy bien, estalló furioso cuando Pierre Le Cocq, procurador de Flandes, volviendo a poner sobre el tapete el antiguo tema de las influencias indebidas y mágicas, hizo notar que el apego de Jean-Louis de Berlaimont por el médico podía explicarse por un maleficio. Zenón, tras haber expuesto al obispo que, en un cierto sentido, todo es magia, rabiaba de que se rebajara hasta tal punto la amistad entre dos espíritus libres. El reverendísimo obispo no se percató de la aparente contradicción.

En materia de doctrina, el acusado fue tan ágil como puede serlo un hombre cogido en una poderosa tela de araña. La cuestión de la infinidad de los mundos preocupaba muy particularmente a los dos teólogos que asistían en calidad de oyentes; se discutió largamente si infinito e ilimitado querían decir lo mismo. El examen sobre la eternidad del alma, o de su supervivencia sólo parcial o sólo temporal, que equivaldría de hecho para el cristiano a una mortalidad pura y simple, duró más todavía: Zenón recordó irónicamente la definición de las partes del alma que da Aristóteles, sobre la cual habían afinado inteligentemente después los doctores árabes. ¿Se postulaba la inmortalidad del alma vegetativa o del alma animal, del alma racional o del alma intelectual, y finalmente del alma profética o la de una entidad que subyace a todas éstas? En un momento dado, arguyó que algunas de sus hipótesis no hacían más que recordar la teoría hilemórfica de San Buenaventura, que implica una cierta corporeidad de las almas. Se negó la consecuencia, mas el canónigo Campanus, que asistía a este debate y recordaba haberle enseñado en otro tiempo a su alumno aquellas sutilezas escolásticas, sintió al oír este argumento un arrebato de orgullo.

Fue en el transcurso de esta sesión cuando leyeron, con demasiado detenimiento al parecer de algunos jueces, que estimaban conocer ya lo suficiente para juzgar, unos cuadernos en donde Zenón había apuntado, cuarenta años atrás, las citas de sabios paganos o de notorios ateos, así como de Padres de la Iglesia que se contradecían unos a otros. Jean Myers, por desgracia, había conservado con gran cuidado todo aquel arsenal de escolar. Estos argumentos, asaz trillados, impacientaron casi tanto al acusado como a Monseñor, pero los no teólogos se escandalizaron todavía más de ellos que de las Proteorías, demasiado abstrusas para ser fácilmente comprendidas. Por fin, en medio de un lúgubre silencio, se procedió a la lectura de las Profecías cómicas que Zenón le había leído al organista y a su mujer como si fueran inofensivas adivinanzas. Aquel mundo grotesco, parecido al que vemos en los cuadros de algunos pintores, pareció peligroso de súbito. Con el malestar que inspira la locura, escucharon la historia de la abeja, a la que le quitan su cera para honrar a unos muertos que no tienen ojos y ante quienes se consumen en vano los cirios, muertos que están asimismo desprovistos de oídos para oír las súplicas, y de manos para dar. El mismo Bartholommé Campanus palideció al oír mencionar a unos pueblos y a unos príncipes de Europa que lloraban y gemían a cada equinoccio de primavera por un rebelde antaño condenado a muerte en Oriente, o también al referirse a los locos y taimados que amenazan o prometen en nombre de un Dios invisible y mudo, del que ellos se proclaman, sin dar pruebas, intendentes. Tampoco rio nadie de la imagen de unos Santos Inocentes degollados y ensartados en un espetón cada día por millares, a pesar de sus balidos lastimeros; ni de la de unos hombres que duermen sobre plumas de pájaros y son transportados al cielo de los sueños, ni de los huesecillos de los muertos que deciden sobre la suerte de los vivos sobre unas tablas de madera manchadas con la sangre de la viña; ni aún menos de los sacos agujereados por ambos extremos y encaramados en dos zancos, derramando por el mundo un sucio viento de palabras y digiriendo la tierra en su estómago. Más allá de la intención blasfematoria visible en más de un lugar con respecto a las instituciones cristianas, veíase en aquellas elucubraciones un rechazo aún más total y que dejaba mal sabor de boca.

También al filósofo aquella lectura le hacía el efecto de una regurgitación amarga, y su suprema melancolía tenía por causa el que los auditores se indignaran con el osado que mostraba en su absurdo la pobre condición humana, y no con esa condición misma que ellos hubieran podido cambiar en parte. Al proponer el obispo que acabaran ya con aquellas tonterías, el doctor en teología Hieronymus van Palmaert, quien, evidentemente, detestaba al acusado, insistió en las citas antológicas de Zenón, y opinó que la astucia consistente en extraer de antiguos autores unos asertos impíos y nocivos era más dañina aún que una afirmación directa. Monseñor calificó aquella opinión de excesiva. El rostro apoplético del doctor se inflamó y preguntó en voz muy alta por qué lo habían molestado para dar su opinión sobre unos errores en materia de costumbres y de doctrina que no hubieran hecho vacilar ni un instante a cualquier juez de pueblo.

Dos hechos muy perjudiciales para el inculpado se produjeron durante esta sesión. Una mujer alta, de bastas facciones, se presentó muy agitada. Era la antigua criada de Jean Myers, Catherine, quien pronto se había hartado de servir a los inválidos instalados por Zenón en la casa del Muelle Viejo de la Leña, y que ahora lavaba los platos de La Calabaza. Acusó al médico de haber envenenado a Jean Myers con sus panaceas; echándose ella misma tierra encima para mejor perder al acusado, confesó haber ayudado a Zenón en esta tarea. Aquel hombre malvado había encendido previamente sus sentidos con hechizos, de suerte que ella se había convertido en su esclava en cuerpo y alma. No paraba de hablar, dando prodigiosos detalles de su trato carnal con el médico; era de pensar que su familiaridad con las rameras y los clientes de La Calabaza la había instruido mucho en la materia durante este tiempo. Zenón negó firmemente haber envenenado al viejo Jean, pero admitió haber conocido por dos veces a aquella mujer. Las confesiones, aullidos y gesticulaciones de Catherine reanimaron de inmediato el interés languideciente de los jueces; su impacto fue enorme en el público, que se apretujaba a la entrada de la sala; todos los siniestros rumores referentes al brujo se veían con ello confirmados. Pero la maritornes, una vez lanzada, ya no sabía detenerse; la hicieron callar; insultó a los jueces y fue arrojada fuera de la sala y enviada al manicomio, en donde pudo despotricar cuanto quiso. No obstante, los magistrados se quedaron perplejos. El hecho de que Zenón no hubiera conservado la herencia del cirujano-barbero demostraba su desinterés y quitaba todo móvil al crimen, pero, por otra parte, el remordimiento podía haberle inspirado esta conducta.

Mientras se deliberaba, otra denuncia aún más peligrosa, en el presente estado de los asuntos públicos, llegó hasta los jueces en una carta anónima. El mensaje procedía evidentemente de los vecinos del viejo herrero Cassel. En la carta aseguraban que el médico había ido todos los días, durante dos meses, a la herrería, para cuidar de un herido que no era otro que el asesino del difunto capitán Vargas; el mismo médico había hábilmente ayudado a escapar al asesino. Por fortuna para Zenón, Josse Cassel —que hubiera podido revelar mucho sobre el asunto— se hallaba en Güeldres al servicio del rey, en el regimiento del Señor de Landas, a cuyas órdenes acababa de enrolarse. El viejo Pieter, al quedarse solo, había metido la llave bajo la puerta y había regresado a su pueblo, en donde poseía algunos bienes. Nadie sabía exactamente dónde se hallaba aquel pueblo. Zenón negó, pues era conveniente hacerlo, y halló un aliado imprevisto en el preboste que antaño inscribió en los registros la muerte del asesino de Vargas, como ocurrida en el incendio de un granero lleno de heno, y que no sentía ningún interés por verse acusado de negligencia en la instrucción de aquel caso ya olvidado. El autor de la carta no fue descubierto y los vecinos de Josse, al ser interrogados, dieron respuestas confusas. Nadie que tuviera sentido común confesaría haber esperado dos años para denunciar semejante crimen. Pero la acusación era grave y añadía algún peso a la de haber socorrido a varios fugitivos en el hospicio.

Para Zenón, el proceso se había transformado en algo equivalente a una de esas partidas de cartas que jugaba con Gilles y que, por distracción o indiferencia, siempre perdía. Lo mismo que esos trocitos de cartón de colores que arruinan o enriquecen a los jugadores, cada una de las piezas del juego legal tenía un valor arbitrario. Exactamente igual que en el juego de la «blanca» o del «hombre», había que tener cuidado con el carreau, mezclar las cartas o pasar mano, cubrirse y mentir. La verdad, si se hubiera dicho, hubiera molestado a todo el mundo. Se distinguía muy poco de la mentira. Cuando se decía una verdad, en ella se incluía algo falso: él no había abjurado de la fe cristiana, ni católica, pero lo hubiera hecho en caso necesario con toda tranquilidad de conciencia y puede que se hubiera convertido en luterano si hubiera vuelto a Alemania como pensaba. Tenía razón en negar el haber mantenido relaciones sexuales con Cyprien, pero una noche deseó aquel cuerpo ahora desaparecido. En cierto sentido, las acusaciones de aquel pobre muchacho eran menos falsas de lo que el mismo Cyprien creía cuando las hizo. Nadie había vuelto a acusarle de haberle dado a Idelette una poción abortiva, y él había negado honradamente haberlo hecho así, pero con una restricción mental: él la hubiera socorrido si ella se lo hubiera implorado a tiempo, y sentía no haber podido evitarle su lamentable fin.

Por otra parte, allí donde sus denegaciones no eran más que mentiras, como en el caso de los cuidados prodigados a Han, la verdad pura también hubiera sido mentir. Los favores que él había prestado a los rebeldes no obedecían (como pensaban con indignación el procurador y con admiración los patriotas) al hecho de que él hubiera abrazado la causa de estos últimos: nadie de entre aquellos fanáticos hubiera comprendido su fría abnegación de médico. Las escaramuzas con los teólogos habían tenido su encanto, pero sabía muy bien que no existe ninguna conciliación duradera entre los que buscan, pesan, hacen disecciones y se honran de ser capaces de pensar mañana de manera distinta a como piensan hoy, y entre los que creen o afirman creer y obligan, bajo pena de muerte, a hacer lo mismo a sus semejantes. Una fastidiosa irrealidad reinaba en aquellos coloquios en que las preguntas y las respuestas no casaban. Hasta llegó a dormirse en una de aquellas sesiones; un empujón de Gilles, que estaba a su lado, lo despertó. De hecho, también uno de los jueces se dormía. Aquel magistrado se despertó creyendo que ya habían pronunciado la sentencia de muerte, lo que hizo reír a todo el mundo, incluso al acusado.

No sólo en el tribunal, sino también en la ciudad se habían alineado las opiniones desde un principio formando esquemas complicados. La postura del obispo no estaba muy clara, pero encarnaba evidentemente la moderación, por no decir la indulgencia. Al ser Monseñor ex officio uno de los representantes del poder real, muchas de las personas, en la ciudad, imitaban su actitud; Zenón se convertía casi en el protegido del partido del orden. Pero algunos de los cargos contra el prisionero eran tan graves que la moderación presentaba sus peligros. Los parientes y amigos que Philibert Ligre conservaba en Brujas vacilaban: el acusado pertenecía a su familia, después de todo, pero dudaban de que ésta fuera una razón para abrumarlo o defenderlo. En cambio, quienes habían tenido que sufrir las duras maniobras de los banqueros Ligre hacían extensivo a Zenón su rencor: aquel nombre les hacía perder los estribos. Los patriotas, que abundaban entre los burgueses y constituían la parte mejor del pueblo llano, hubieran debido ayudar al desgraciado que pasaba por haber socorrido a varios de los suyos; algunos lo hicieron, en efecto, pero la mayoría de estos entusiastas se inclinaba hacia las doctrinas evangélicas y aborrecía por encima de todo al ateísmo o la inmoralidad; además, odiaban los conventos y el tal Zenón parecía haber tenido en Brujas mucho que ver con los frailes. Sólo algunos hombres, amigos desconocidos del filósofo, unidos a él por simpatías cuya causa era diferente en cada caso, se esforzaban discretamente por ayudarle, sin atraer sobre ellos la atención de la justicia, ya que casi todos tenían motivos para desconfiar de ella. Éstos no dejaban pasar ninguna ocasión para enredar las cosas, contando con esta confusión para granjear algún beneficio al prisionero o, al menos, para ridiculizar a sus perseguidores.

El canónigo Campanus recordó durante mucho tiempo que, a primeros de febrero, poco antes de la fatal sesión en la que irrumpió Catherine, los Señores Jueces habían permanecido un instante en el umbral de la secretaría intercambiando puntos de vista tras la salida del obispo. Pierre Le Cocq, que en Flandes era el factotum del duque de Alba, hizo notar que habían perdido casi seis semanas en fruslerías, cuando tan fácil hubiera sido aplicar las sanciones previstas por la Ley. No obstante, se felicitaba de que aquel proceso, al no relacionarse con ninguno de los grandes intereses del día, ofreciera, por ello precisamente, un entretenimiento al público que podía ser de lo más útil: la gente humilde de Brujas se inquietaba menos por lo que sucedía en el Tribunal de Disturbios de Bruselas, al preocuparse allí mismo por el señor Zenón. Además, no estaba mal que, en un momento en que todos reprochaban a la justicia su pretendida arbitrariedad, se demostrara que en Flandes aún se sabían guardar las formas en materia legal. Añadió bajando la voz que el reverendísimo obispo había hecho uso con gran cordura de la legítima autoridad que algunos ponían en tela de juicio sin razón, pero que quizá fuera bueno distinguir entre la función y el hombre: Monseñor hacía gala de unos escrúpulos que iba a tener que vencer, si es que deseaba continuar en el oficio de juez. El populacho tenía gran interés por ver quemar a aquel individuo, y es peligroso quitarle un hueso a un mastín, cuando se lo han puesto delante de los ojos.

Bartholommé Campanus no ignoraba que el influyente procurador se hallaba endeudado con la que todavía en Brujas seguían llamando Banca Ligre. Al día siguiente envió un correo a su sobrino Philibert y a su mujer Martha, pidiéndoles que intercedieran cerca de Pierre Le Cocq, para que éste encontrara alguna forma indirecta favorable al prisionero.