Pasó más de un mes sin tropiezos. Se daba por supuesto que el hospicio cerraría sus puertas antes de Navidad, pero el señor Sébastien Théus partiría esta vez abiertamente para Alemania, en donde antaño vivió y ejerció. En su fuero interno, y sin mencionar públicamente aquellas regiones adeptas al luteranismo, Zenón se proponía llegar hasta Lübeck. Le gustaría volver a ver al juicioso Aegidus Friedhof y a Gerhart, convertido ya en un hombre. Tal vez fuera posible obtener el puesto de regente del hospital del Espíritu Santo que el opulento orfebre le había prometido en otros tiempos.
Desde Ratisbona, su colega alquimista Riemer, a quien Zenón había acabado por escribir, le anunciaba una alegría inesperada. Un ejemplar de las Proteorías salvado del fuego parisino había llegado hasta Alemania; un doctor de Wittenberg había traducido la obra al latín, y aquella publicación daba al filósofo una aureola de gloria. El Santo Oficio estaba celoso, como antaño la Sorbona, pero el sabio de Wittenberg y sus colegas descubrían, al contrario, en aquellos textos mancillados de herejía a los ojos de los católicos, la aplicación del libre examen; y los aforismos que explicaban el milagro por el efecto del fervor en el mismo sujeto les parecían a un tiempo adecuados para combatir las supersticiones papistas y para apoyar su propia doctrina de la fe como salvación. Las Proteorías se transformaban en sus manos en un instrumento ligeramente falseado, pero hay que esperar siempre esas desviaciones mientras un libro exista y actúe sobre el espíritu de los hombres. Incluso se hablaba de proponer a Zenón, si es que lo encontraban, para una cátedra de filosofía natural en aquella universidad sajona. El honor no carecía de riesgos y hubiera sido prudente declinarlo a cambio de otros trabajos más libres, pero el contacto directo con mentes cultas era tentador, tras aquel largo repliegue sobre sí mismo, y el ver estremecerse una obra que se creía muerta hacía experimentar al filósofo en todas sus fibras la alegría de una resurrección. Al mismo tiempo, el Tratado del mundo físico, descuidado desde la catástrofe de Dolet, había vuelto a publicarse en una librería de Basilea, en donde parecían haber olvidado las prevenciones y agrias querellas de otros tiempos. La presencia corporal de Zenón se hacía casi menos útil: sus ideas habían proliferado sin él.
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Desde su viaje a Heyst, no había vuelto a oír hablar del grupito de los Ángeles. Evitaba con gran cuidado quedarse a solas con Cyprien, de suerte que el torrente de confidencias se hallaba reprimido. Algunas medidas que Sébastien Théus deseó que tomara el antiguo prior para evitarles a todos grandes desastres se cumplían por sí solas. El hermano Florián se iba a marchar muy pronto a Amberes, en donde estaban reconstruyendo su convento incendiado en tiempos pasados por los destructores de imágenes; iba a pintar allí los frescos del claustro. Pierre de Hamaere visitaba diversas filiales de la provincia cuyas cuentas revisaba. La nueva administración había ordenado ciertas obras en el subsuelo del convento; habían condenado algunas partes que amenazaban con caerse, lo que arrebataba a los Ángeles su asilo secreto. Las reuniones nocturnas habían cesado casi con toda seguridad; unas imprudencias escandalosas quedarían sin duda relegadas a banales y furtivos pecados del claustro. En cuanto a las citas de Cyprien y de la Bella en el jardín, la estación era poco favorable y puede que Idelette se hubiera buscado algún galán más prestigioso que un joven fraile.
Tal vez por todas estas razones, el continente de Cyprien se había ensombrecido. Ya no entonaba sus cantinelas campesinas y cumplía con su tarea con aire aburrido. Sébastien Théus había supuesto, en primer lugar, que el joven enfermero, así como el hermano Luc, se afligirían por el próximo cierre del hospicio. Una mañana vio que el rostro del muchacho tenía huellas de lágrimas.
Le mandó entrar en la botica y cerró la puerta. Ambos se hallaban solos, lo mismo que al día siguiente del domingo de Cuasimodo, en la época de las peligrosas confidencias de Cyprien. Zenón fue el primero en hablar:
—¿Le ha ocurrido algo a la Bella? —le preguntó bruscamente.
—Ya no la veo nunca —respondió el muchacho con voz ahogada—. Se encierra con la mulata en su habitación y dice que está enferma para disimular lo que lleva dentro.
Explicó que las únicas noticias que él recibía venían de labios de una conversa, en parte corrompida por menudos regalos y en parte conmovida por el estado de la Bella, a quien le habían encargado cuidar. Pero era difícil comunicarse a través de aquella mujer simple hasta la idiotez. Las salidas secretas de antes ya no existían y, de todas maneras, las dos jóvenes se asustaban ahora hasta de su sombra, de modo que no se hubieran atrevido a intentar nuevas salidas nocturnas. Bien era verdad que el hermano Florián, como pintor, podía entrar y salir en el convento de las Bernardinas, pero se lavaba las manos de todo este asunto.
—Hemos reñido —dijo sombrío Cyprien.
Las mujeres esperaban que el parto de Idelette fuera por Santa Águeda. El médico calculó que faltarían todavía tres meses. Por entonces, él ya estaría desde hacía mucho en Lübeck.
—No desesperéis —dijo esforzándose por luchar contra el abatimiento del joven fraile—. El ingenio y el valor de las mujeres son grandes en esas materias. Las bernardinas, si es que se enteran de esta desventura, no tienen ningún interés en difundirla. Un recién nacido se puede poner fácilmente en un torno y confiarlo a la caridad pública.
—Estas tinajas y estos tarros están llenos de polvos y de raíces —dijo muy agitado Cyprien—. El miedo va a matarla si alguien no la ayuda. Si Mynheer quisiera…
—¿No os dais cuenta de que ya es muy tarde y de que me es imposible tener acceso a ella? No añadamos a tantos desórdenes una sangrienta desgracia.
—El cura de Ursel ha colgado los hábitos y ha huido a Alemania con su querida —dijo súbitamente Cyprien—. No podríamos…
—Con una muchacha de su rango y en ese estado seríais reconocido antes de salir del territorio franco de Brujas. No penséis en ello. Mas nadie se extrañará de que un joven franciscano vaya por los caminos mendigando su pan. Marchaos solo. Puedo daros unos ducados para el viaje.
—No puedo —dijo Cyprien sollozando.
Se había desplomado sobre la mesa, con la cabeza entre las manos. Zenón lo contemplaba con una compasión infinita. La carne era una trampa en donde aquellos dos niños se habían dejado coger. Acarició afectuosamente la cabeza pelada del joven fraile y salió del aposento.
El rayo cayó antes de lo que él hubiera creído. Cerca ya de la fiesta de Santa Lucía, estaba en la posada cuando oyó a sus vecinos discutir sobre una noticia con esa clase de excitados murmullos que no suelen significar nunca nada bueno, ya que la mayor parte de las veces se trata de la desgracia de alguien. Una doncella noble, que se alojaba en las Bernardinas, había estrangulado al niño prematuro, pero viable, que había dado a luz. El crimen se había descubierto por la criada mora, que huyó espantada de la habitación de su ama y anduvo errando como una loca por las calles. Unas buenas gentes, empujadas también por su honesta curiosidad, habían recogido a la mulata; en su media lengua difícil de comprender, había acabado por explicarlo todo. Después, las hermanas no pudieron impedir que la ronda apresara a su protegida. Circulaban groseras bromas sobre la sangre caliente de las damas nobles y sobre los secretitos de las monjas, mezcladas con indignadas exclamaciones. En la insípida existencia de la pequeña ciudad, adonde el rumor mismo de los grandes acontecimientos actuales llegaba con sordina, aquel escándalo era más interesante que la trillada historia de una iglesia quemada o de unos protestantes ahorcados.
Cuando Zenón salió de la posada, vio pasar a Idelette por la calle Larga. Iba tendida al fondo de la carreta de la ronda. Estaba muy pálida, con palidez de recién parida, pero sus pómulos y sus ojos ardían de fiebre. Algunas personas la miraban con compasión, pero la mayoría se excitaba abucheándola. El pastelero y su mujer eran de estos últimos. Las gentecillas del barrio se desquitaban, vengando su envidia de los espléndidos atavíos y del derroche de aquella linda muñeca. Dos de las rameras de La Calabaza, que por casualidad pasaban por allí, se encarnizaban más que nadie, como si la señorita les hubiera estropeado el oficio.
Zenón regresó a casa con el corazón encogido, como si acabara de ver a una corza abandonada a las dentelladas de los perros de caza. Buscó a Cyprien en el hospicio, mas no lo encontró, y Zenón no se atrevió a preguntar por él en el convento, por no llamar la atención.
Aún tenía esperanzas de que Idelette, interrogada por el preboste o los escribanos, tuviera la presencia de ánimo de inventarse un galán imaginario. Pero aquella niña que, durante toda la noche, había estado mordiéndose las manos para no gritar, por miedo a que sus gemidos la denunciaran, se hallaba sin fuerzas. Habló y lloró abundantemente, sin ocultar las citas con Cyprien a orillas del canal, ni los juegos y risas de la asamblea de los Ángeles. Lo que más horrorizó a los escribanos que tomaban nota de sus declaraciones fue aquel consumo de pan bendito y vino robado en los altares, que habían comido y bebido a la luz de unos cabos de vela. Las abominaciones de la carne parecían agravarse con no se sabía qué clase de sacrilegios. Cyprien fue detenido al día siguiente; después les llegó el turno a François de Bure, a Florián, al hermano Quirin y a otros dos novicios implicados. Matthieu Aerts fue asimismo detenido, pero lo soltaron en seguida con el veredicto de equivocación de persona. Uno de sus tíos era regidor en el territorio franco de Brujas.
Durante unos días, el hospicio de San Cosme, ya medio cerrado y que el médico pensaba dejar para ir a Alemania a la semana siguiente, se llenó de una muchedumbre de curiosos. El hermano Luc les ponía cara de palo; se negaba a creer todo aquel asunto. Zenón los trataba sin dignarse responder a sus preguntas. Una visita de Greete lo conmovió hasta casi hacerle llorar: la vieja se había contentado con mover la cabeza diciendo que todo aquello era muy triste.
La tuvo en casa todo el día y le rogó que le lavara y cosiera su ropa. Muy irritado, había mandado al hermano Luc cerrar la puerta del hospicio antes de la hora. La anciana, que cosía y planchaba al lado de la ventana, lo tranquilizaba tan pronto con su amistoso silencio como con sus palabras llenas de una serena sabiduría. Le contó algunos menudos hechos que él ignoraba de la vida de Henri-Juste, bajas mezquindades o atrevimientos con las criadas; por lo demás, era un hombre bastante bueno, bromista e incluso espléndido, en sus buenos momentos. Recordaba el nombre y la cara de muchos de sus parientes que él no conocía: por ejemplo, era capaz de recitar toda una lista de hermanos y hermanas que habían muerto jóvenes, escalonados entre Henri-Juste e Hilzonde. Soñó un instante en lo que pudieran haber sido aquellos destinos tan pronto interrumpidos, aquellos brotes de un mismo árbol. Por primera vez en su vida, escuchó con atención un largo relato concerniente a su padre, cuyo nombre e historia conocía, pero del que sólo había oído hacer amargas alusiones durante su infancia. Aquel joven caballero italiano, prelado por conveniencia y para satisfacción de sus ambiciones y las de su familia, había paseado con arrogancia por Brujas su capa de terciopelo rojo y sus espuelas de oro; había gozado de una doncella tan joven, aunque menos desafortunada, como la Idelette de hoy, y de esta unión habían salido todos aquellos trabajos, aventuras, meditaciones y proyectos que duraban desde hacía cincuenta y ocho años. Todo en este mundo, el único al que tenemos acceso, era más extraño de lo que pensamos. Por fin, Greete se guardó las tijeras en el bolsillo, así como el hilo y el alfiletero, y dijo a Zenón que su ropa se hallaba lista para el viaje.
Después de que ella se marchara, encendió la estufa para el baño de agua y de vapor que había instalado en un rincón del hospicio, a semejanza del que antaño tenía en Pera, pero que había utilizado poco para sus enfermos, que con frecuencia se mostraban reacios a tales tratamientos. Tras unas largas abluciones, se cortó las uñas y se afeitó meticulosamente. En varias ocasiones, por necesidad en los ejércitos o en los caminos, para disfrazarse mejor o al menos para no sorprender contraviniendo la moda, se había dejado crecer la barba, pero prefería la limpieza de un rostro afeitado. El agua y el vaho le recordaron el baño que tomó ceremoniosamente en Fröso a su llegada, tras su expedición por tierras laponas. La misma Sign Ulfsdatter le había ayudado siguiendo la costumbre de las damas de su país. Ponía una dignidad de reina en sus agasajos de sirvienta. Volvió a ver con la imaginación la cubeta grande sujeta por un hilo de cobre y el dibujo de las toallas bordadas.
Lo prendieron al día siguiente. Cyprien, para evitar la tortura, había confesado todo lo que se le pedía y mucho más. De ello resultó una orden de arresto contra Pierre de Hamaere, que se hallaba entonces en Oudenaarde. En cuanto a Zenón, los testimonios del joven fraile eran como para perderlo: según él, el médico había sido, desde un principio, el confidente y el cómplice de los Ángeles. Él era quien había proporcionado a Florián los filtros necesarios para que Cyprien sedujera a Idelette y más tarde le había propuesto negros filtros para matar a su fruto. El inculpado inventaba, entre el médico y él, una intimidad fuera de la ley. Más tarde, Zenón tuvo ocasión de reflexionar sobre aquellas acusaciones que tan contrarias eran a los hechos: la hipótesis más sencilla era que el muchacho trataba de que lo declararan inocente abrumando a los demás; o puede que, habiendo deseado de Sébastien Théus servicios y caricias, hubiera terminado por creer que los había recibido. Siempre se acaba por caer en una trampa cualquiera: lo mismo daba que fuera aquella.
En todo caso, Zenón se hallaba dispuesto. Se entregó sin resistencia. Al llegar ante el escribano, sorprendió a todo el mundo dando su verdadero nombre.