Un paseo por las dunas

Llegó a la Puerta de Damme en el momento en que levantaban el rastrillo y tendían el puente levadizo. Los guardias lo saludaron cortésmente; estaban acostumbrados a sus salidas matinales de herborista; su paquete no llamó la atención.

Caminaba a paso rápido a lo largo de un canal; era la hora en que los hortelanos entraban en la ciudad para vender sus verduras; muchas de aquellas gentes lo conocían y le desearon buenos días; un hombre que pensaba precisamente acudir al dispensario para que le curase una hernia se afligió al enterarse de que el médico se ausentaba; el doctor Théus le aseguró que estaría de vuelta hacia finales de la semana, pero le resultó penoso tener que decir aquella mentira.

Era una de esas hermosas mañanas en que el sol traspasa poco a poco la niebla. Un bienestar tan vivaz que casi era alegría invadía al caminante. Parecía suficiente —para arrojar tras de sí con un ligero movimiento de hombro las angustias y preocupaciones que habían llenado aquellas últimas semanas— dirigirse con paso firme hacia un punto de la costa en donde encontrar una barca. La mañana enterraba a los muertos; el aire disipaba el delirio. Brujas, a una legua tras él, hubiera podido igualmente hallarse en otro siglo o en otra esfera. Se sorprendía de haber consentido en permanecer prisionero cerca de seis años en el hospicio de San Cosme, hundido en una rutina conventual peor que el estado eclesiástico que tanto le horrorizaba a los veinte años, exagerando la importancia de las pequeñas intrigas y escándalos inevitables a puerta cerrada. Casi le parecía haber insultado a las infinitas posibilidades de la existencia renunciando tan largamente al ancho mundo. La trayectoria del espíritu, abriéndose un camino en el envés de las cosas, conducía con toda seguridad a unas profundidades sublimes, pero hacía imposible el ejercicio de existir. Había alienado durante demasiado tiempo la dicha de caminar recto ante sí por la actualidad del momento, dejando que lo fortuito se convirtiera en su destino y sin saber en dónde dormiría la noche siguiente, ni cómo se ganaría el pan dentro de ocho días. El cambio era un renacer y casi una metempsicosis. El movimiento acompasado de sus piernas bastaba para contener el alma. Sus ojos se limitaban, sin más, a dirigir su marcha, al mismo tiempo que gozaban del hermoso verdor de la hierba. El oído registraba con satisfacción el relincho de un potro que galopaba a lo largo de un seto vivo o el insignificante chirrido de las ruedas de un carro. Una total libertad nacía de su partida.

Se iba acercando a la aldea de Damme, el antiguo puerto de Brujas en donde antaño, antes de que la arena cegara la costa, atracaban los grandes barcos de ultramar. Aquellos tiempos de actividad ya no existían; pacían vacas allí donde antes desembarcaban los fardos de lana. Zenón recordó haber oído al ingeniero Blondel suplicar a Henri-Juste que le adelantase una parte de los fondos necesarios para luchar contra la invasión de la arena; aquel rico de cortos alcances había rechazado el ofrecimiento que hubiera salvado a la ciudad. La gente avariciosa nunca obra de otra manera.

Se detuvo en la plaza para comprar una hogaza de pan. Las casas burguesas entreabrían sus puertas. Una matrona rosa y blanca bajo su cofia pimpante dio suelta a un perrillo grifón que se alejó alegremente, olfateando la hierba, antes de detenerse un instante en la actitud contrita que ponen los perros al aliviar sus necesidades, para reemprender en seguida sus saltos y juegos. Una pandilla de niños chillones se dirigía al colegio; eran airosos y gorditos como petirrojos, con sus trajes de vivos colores. No obstante, aquellos eran los súbditos del rey de España que algún día les romperían la cabeza a los bribones de los franceses. Pasó un gato que volvía al hogar; las patas de un pájaro le asomaban por la boca. Un apetitoso olor de pasta y de grasa emanaba de un horno de asar, mezclado con el olor insulso de la cercana carnicería; la patrona fregaba con abundante agua el umbral de la puerta manchado de sangre. La habitual horca patibularia se erguía en las afueras de la aldea, sobre un mamelón cubierto de hierba, pero el cuerpo que en ella colgaba llevaba allí tanto tiempo, expuesto a la lluvia, al sol y al viento, que casi había adquirido la dulzura de las cosas viejas y abandonadas. La brisa jugueteaba amablemente con sus harapos descoloridos. Una compañía de ballesteros salía del pueblo a cazar tordos; eran unos buenos y alegres burgueses que se daban palmadas en el hombro al hablar; cada uno de ellos llevaba un zurrón en bandolera donde pronto se almacenarían parcelas de vida que un momento antes cantaban cara al cielo. Zenón apretó el paso. Anduvo él solo durante un buen momento por un camino que serpenteaba entre dos prados. El mundo entero parecía componerse de cielo pálido y hierba verde, saturada de savia, moviéndose sin cesar a ras del suelo como una ola. Por un instante, evocó el concepto alquímico de la viriditas, el inocente abrirse paso del ser que crece tranquilamente en la misma naturaleza de las cosas, brizna de vida en estado puro, y luego renunció a toda reflexión para entregarse sin más a la sencillez de la mañana.

Al cabo de un cuarto de hora, alcanzó a un mercero que caminaba delante de él con su fardo; intercambiaron un saludo; el hombre se quejaba de que el comercio andaba mal, ya que, en el interior del país, muchos pueblos habían sido saqueados por los reitres. Aquí, al menos, se estaba tranquilo; no ocurría gran cosa. Zenón prosiguió su camino y se encontró solo. Hacia el mediodía, se sentó para comer su pan en un talud desde el que ya se veía brillar a lo lejos la línea gris del mar.

Un viajero provisto de una larga vara vino a sentarse a su lado. Era ciego y también sacó comida de sus alforjas para romper el ayuno. El médico admiró la habilidad con la que el hombre de ojos blanquecinos se desembarazó de la gaita que llevaba puesta al hombro, desabrochando la correa y colocando delicadamente el objeto en la hierba. El ciego se felicitaba de que hiciera un buen día. Se ganaba el pan tocando la gaita en las posadas o en los patios de las granjas para que bailasen los muchachos y muchachas del pueblo; dormiría aquella noche en Heyst, en donde tenía que tocar el domingo; continuaría después hacia Sluys; gracias a Dios siempre encontraba bastante gente joven, para beneficio suyo y también para su goce. ¿Podría creerlo Mynheer? Había mujeres que gustaban de los ciegos; no había que exagerar la desgracia de haber perdido la vista. Como muchos de sus iguales, aquel ciego usaba y abusaba de la palabra «ver»: veía que Zenón era un hombre que se hallaba en plena madurez y que poseía educación; veía que el sol estaba aún en mitad del cielo; veía lo que pasaba por el sendero que detrás de ellos había: a una mujer algo impedida, con un astil del que colgaban dos cubos. No todo era falso en sus jactancias: fue él quien primero percibió el deslizar de una culebra por la hierba. Incluso trató de matar al sucio bicho con su bastón. Zenón se separó de él tras entregarle una moneda, perseguido por sus vocingleras bendiciones.

El camino daba la vuelta alrededor de una granja bastante grande; era la única existente en aquella región en donde se oía rechinar la arena bajo los pies. La propiedad tenía buen aspecto, con sus tierras enlazadas entre sí por setos de avellanos, con su tapia que bordeaba el canal y un patio sombreado por un tilo en donde la mujer del astil descansaba sentada en un banco, con las dos herradas a su lado. Zenón vaciló y luego entró. Aquel lugar llamado Oudebrugge había pertenecido a los Ligre; puede que aún fuera de la familia. Cincuenta años atrás, su madre y Simón Adriansen, poco antes de su boda, habían ido allí a recoger para Henri-Juste la renta de las escasas tierras; aquella visita había sido una fiesta. Su madre se había sentado en la orilla del canal, con las piernas colgando y los pies descalzos metidos en el agua, unos pies que, vistos de esta suerte, aún parecían más blancos. Simón, al comer, dejaba caer unas miguitas que se prendían en su barba gris. Su joven madre le había pelado un huevo duro y le había entregado la preciada cáscara. El juego consistía en correr en el sentido del viento sobre las dunas cercanas, manteniendo en la palma de la mano aquel objeto ligero que se escapaba para revolotear delante de él y luego se posaba un instante, como si fuera un pájaro, de tal manera que había que intentar continuamente volverlo a coger y la carrera se complicaba con una serie de curvas interrumpidas y de rectas quebradas. A veces le parecía haber jugado a aquel juego durante toda su vida.

Avanzaba ya menos rápidamente por el suelo más blando. El camino subía y bajaba a través de las dunas, tan sólo indicado por roderas en la arena. Se cruzó con dos soldados que probablemente formaban parte de la guarnición de Sluys, y se felicitó por ir armado, pues todo soldado en lugar desierto se convierte fácilmente en bandido. Pero se contentaron con gruñir un saludo tudesco y parecieron regocijarse al oír que él les contestaba en la misma lengua. En lo alto de una eminencia, Zenón vislumbró por fin el pueblo de Heyst, con su estacada que albergaba cuatro o cinco barcas. Había otras balanceándose en el mar. Aquel pueblo a orillas de la inmensidad poseía en pequeño todas las comodidades esenciales de una gran ciudad: una lonja, en la que sin duda subastaban el pescado, una iglesia, un molino, una explanada con una horca, casas bajas y altos graneros. La posada de La Belle Colombelle que Josse le había indicado como punto de reunión de los fugitivos era una casucha al pie de las dunas, con un palomar al que habían atado una escoba a modo de distintivo, lo que significaba que aquella pobre posada era asimismo un rústico burdel. Había que tener buen cuidado con el equipaje y el dinero, en un lugar como aquél.

En los lúpulos de un jardincillo, un cliente borracho vomitaba su cerveza. Una mujer le gritó algo por el ventanillo del primer piso y retiró después su cabeza despeinada, volviendo sin duda a dormir sola un buen sueño. Josse le había dado a Zenón la consigna, que él mismo conocía por un amigo. El filósofo entró y saludó a todo el mundo. La sala común se hallaba llena de humo y oscura como boca de lobo. La patrona, en cuclillas delante de la chimenea, hacía una tortilla con ayuda del muchacho que manejaba los fuelles. Zenón se sentó a una de las mesas y dijo, molesto por tener que soltar aquella frase hecha, como en los tablados de feria:

—Quien quiere el fin…

—… quiere los medios —dijo la mujer dándose la vuelta—. ¿De dónde venís?

—Me envía Josse.

—Nos envía a mucha gente —dijo la patrona guiñándole un ojo.

—No os equivoquéis sobre mí —dijo el filósofo descontento de entrever al fondo de la sala a un sargento, con gorro de plumas, bebiendo su jarra de cerveza—. Yo estoy en regla.

—Entonces, ¿qué venís a hacer aquí? —protestó la lozana posadera—. No os atormentéis por Milo —prosiguió señalando al soldado con el dedo—. Es amigo de mi hermana y está de acuerdo. ¿Comeréis algo, supongo?

Aquella pregunta era casi una orden. Zenón accedió a quedarse a comer. La tortilla era para el sargento; la hospedera le trajo en una escudilla un guisado bastante aceptable. La cerveza era buena. Resultó que el soldado era albanés, y que había pasado los Alpes con la retaguardia de las tropas del duque. Hablaba un flamenco con mezcla de italiano, que la patrona parecía entender sin dificultad. Se quejaba de haberse pasado todo el invierno tiritando, y las ganancias no eran tan sustanciosas como se decía en el Piamonte, pues los luteranos a quienes se podía robar o secuestrar para pedir un rescate abundaban menos de lo que allí se decía para engolosinar a la tropa.

—Las cosas son así —dijo la posadera con tono consolador—. Nunca se gana tanto como se cree ganar. ¡Mariken!

Bajó Mariken, con una toquilla cubriéndole los cabellos. Se sentó al lado del sargento y ambos comieron metiendo la mano en el mismo plato. Ella le metía en la boca buenos pedazos de tocino que sacaba de la tortilla. El niño de los soplillos se había eclipsado.

Zenón apartó la escudilla y quiso pagar.

—¿Por qué tanta prisa? —preguntó descuidadamente la hermosa posadera—. Mi hombre y Niclas Bambeke van a venir en seguida. ¡Nunca comen caliente, cuando están en el mar, las pobres criaturas!

—Preferiría ver la barca en seguida.

—Son cinco maravedís la carne, cinco la cerveza y cinco ducados el salvoconducto del sargento —explicó con amabilidad—. La cama se paga aparte. No izarán las velas hasta mañana por la mañana.

—Yo ya tengo mi salvoconducto —protestó el viajero.

—No hay salvoconducto que valga si Milo no está contento —replicó la mujer—. Aquí él es tanto como el rey Felipe.

—Todavía no es seguro que vaya a embarcarme —objetó Zenón.

—¡Nada de regateos! —gruñó el albanés alzando la voz desde el fondo de la sala—. No voy a deslomarme día y noche en la estacada para ver quién sale y quién no sale.

Zenón pagó lo que le pidieron. Había tenido la precaución de poner en una bolsa sólo el dinero preciso, para que no creyeran que llevaba más consigo.

—¿Cómo se llama la barca?

—Lo mismo que esto: La Belle Colombelle. Que no se equivoque ¿eh, Mariken?

—Por supuesto que no —dijo la muchacha—. Con la Quatre-Vents se perdería entre la niebla e iría derechito hacia Vilvorde.

La broma les pareció divertida a las dos mujeres, y el albanés entendió lo suficiente para reír a carcajadas. Vilvorde era una plaza fuerte situada más al interior de las tierras.

—Podéis dejar aquí vuestros paquetes —indicó la posadera con buen humor.

—Mejor embarcarlos en seguida —dijo Zenón.

—Ahí tienes a un tipo que no tiene confianza —dijo burlonamente Mariken al verlo salir.

Zenón casi chocó con el ciego, que acudía allí para tocar en el baile. Este lo reconoció y lo saludó obsequioso.

Por el camino del puerto tropezó con un pelotón de soldados que subía hacia la posada. Uno de ellos le preguntó si venía de La Belle Colombelle. Tras su respuesta afirmativa, lo dejaron pasar. Milo, probablemente, era el amo allí.

La Belle Colombelle marítima era una barca bastante grande, de casco redondo, posado en la arena por la marea baja. Zenón pudo acercarse a ella casi sin mojarse los pies. Dos hombres trabajaban con los aparejos, además del muchacho que en la posada manejaba los soplillos ante el fuego de la taberna. Un perro corría por entre los montones de cuerdas. Más lejos, en un charco, una masa sangrienta de cabezas y colas de sardinas revelaba que habían trasladado a otra parte el producto de la pesca. Uno de los hombres saltó a tierra al ver venir al viajero.

—Yo soy Jans Bruynie —dijo—. ¿Os envía Josse para ir a Inglaterra? Habrá que saber cuánto podéis pagar.

Zenón comprendió que habían enviado allí al chiquillo para prevenirlos de su llegada. Habían debido especular sobre su grado de opulencia.

—Josse me habló de dieciséis ducados.

—Señor, eso es cuando hay mucha gente. El otro día llevé a once personas. Más de once no caben. Dieciséis ducados por luterano, un total de ciento setenta y seis. No digo que para un hombre solo…

—No pertenezco a la religión reformada —interrumpió el filósofo—. Tengo una hermana en Londres casada con un comerciante…

—Abundan las hermanas como esa hoy en día —dijo socarronamente Jans Bruynie—. Hay que ver cuánta gente se arriesga hoy al mareo para ir a ver a sus parientes.

—Decidme vuestro precio —insistió el médico.

—¡Dios mío, la verdad es, mi buen señor, que no tengo ningún interés en quitaros las ganas de hacer un viajecito a Inglaterra! A mí ese viaje no me gusta. Dado que es como si estuviéramos en guerra…

—Todavía no —dijo el filósofo acariciando la cabeza del perro, que había seguido a su amo hasta la playa.

—Sí y no —dijo Jans Bruynie—. Está permitido ir allí porque aún no lo han prohibido, pero no está del todo permitido. En tiempos de la reina María, la mujer de Felipe, las cosas iban mejor; quemaban a los herejes, con perdón, igual que aquí. Ahora todo va mal: la reina es bastarda y hace rorros a escondidas. Se llama a sí misma virgen, pero sólo para hacerle la competencia a Nuestra Señora. Se destripa a los sacerdotes en ese país y se mean en los vasos sagrados. No es que sea muy bonito, que digamos. Prefiero pescar cerca de la costa.

—También se puede pescar en alta mar.

—Cuando uno va de pesca, vuelve cuando quiere; si yo voy a Inglaterra, puedo tardar en volver… El viento, ya sabe, o una racha de bonanza… Y si algún curioso se asoma a mirar qué carga llevo, qué extraña pesca al ir y al volver… Incluso una vez —añadió bajando la voz— traje pólvora de mosquete para el Señor de Nassau. No era bueno navegar aquel día en mi cascarón.

—Hay otras barcas —dejó caer el filósofo como quien no quiere la cosa.

—Eso habría que verlo, señor. La Santa Bárbara trabaja con nosotros casi siempre; tiene una avería y no hay nada que hacer. El San Bonifacio tiene problemas… Hay barcas que están en la mar, claro está, pero muy listo será el que sepa cuándo vuelven… Si no tenéis prisa, podéis llegaros a Blankenberghe o a Wenduine, pero serán los mismos precios de aquí.

—¿Y ésta? —dijo Zenón indicando una embarcación más ligera en la que un hombrecito, plácidamente instalado en la popa, guisaba su comida.

—¿La Quatre-Vents? Podéis ir en ella, si os apetece —repuso Jans Bruynie.

Zenón reflexionaba, sentado en una barrica de sardinas abandonada. El hocico del perro descansaba en sus rodillas.

—En todo caso, ¿salís al alba?

—A pescar, mi buen señor, a pescar. Claro que si tuvierais como quien dice unos cincuenta ducados…

—Tengo cuarenta —dijo con firmeza Sébastien Théus.

—Vaya por cuarenta y cinco. No quiero timar a un cliente. Si no os corre prisa el ir a ver a vuestra hermana a Londres, ¿por qué no os quedáis dos o tres días en La Colombelle?… Hay un montón de gente que llega huyendo como quien lleva el diablo… Sólo tendríais que pagar vuestra parte.

—Prefiero salir en seguida y no esperar.

—Lo comprendo. Y es más prudente… Suponiendo que el viento cambie… ¿Estáis en regla con el pájaro que tienen ellas en la posada?

—Si se refiere a los cinco ducados que acaba de sacarme…

—No es cosa nuestra —dijo desdeñosamente Jans Bruynie—. Las mujeres se las entienden con él para que no surja ningún contratiempo en tierra firme. ¡Eh! ¡Niclas! —le gritó a su compañero—. ¡Este es el pasajero!

Un hombre pelirrojo, ancho de hombros, asomó por una escotilla.

—Es Niclas Bambeke —explicó el patrón—. También trabaja con nosotros Michiel Sottens, pero ha ido a cenar a su casa. ¿Comeréis con nosotros en La Colombelle? Dejad vuestros paquetes.

—Los voy a necesitar para la noche —dijo el médico defendiendo su bolsa, que Jans quería quitarle—. Soy cirujano y llevo conmigo mis instrumentos —añadió para justificar el peso del saco, que hubiera podido dar lugar a sospechas.

—El señor cirujano también se halla provisto de armas de fuego —dijo sarcásticamente el patrón, advirtiendo con el rabillo del ojo las culatas de metal que abultaban los bolsillos del médico.

—Señal de que sois un hombre prudente —dijo Niclas Bambeke saltando de la barca—. Puede uno topar con mala gente, incluso en la mar.

Zenón les siguió los pasos para volver a la posada. Al llegar a la esquina del mercado torció, haciéndoles creer que necesitaba orinar. Los dos hombres continuaron andando y discutiendo animadamente, escoltados por el perro y el chiquillo, que corrían dando vueltas. Zenón siguió alrededor del mercado y pronto se halló de nuevo en la playa.

Anochecía. A unos doscientos pasos, una capilla medio derruida se hundía en la arena. Miró en su interior. Un charco que había dejado la última pleamar llenaba la nave adornada con estatuas roídas por la sal. El prior, seguramente, habría rezado allí. Zenón se instaló en el atrio, reposando la cabeza en su bolsa. A la derecha se veían los sombríos cascos de las barcas, y un farol encendido en la popa de la Quatre-Vents. El viajero pensó en lo que haría en Inglaterra. El primer punto consistiría en evitar que lo tomaran por un espía papista que se hacía pasar por refugiado. Se vio vagabundeando por las calles de Londres, solicitando un puesto de cirujano en la armada, o en casa de un médico, ocupando un puesto parecido al que ocupó en casa de Jean Myers. No hablaba inglés, pero una lengua se aprende pronto y, además, con el latín se puede ir muy lejos. Con un poco de suerte, encontraría empleo en casa de algún gran señor que se interesara por los afrodisíacos o por las medicinas contra su gota. Estaba acostumbrado ya a los salarios generosos, pero no siempre pagados, a sentarse en un lugar preferente de la mesa o en el último, según el humor que tuviera Milord o Su Alteza aquel día, a las discusiones con los medicastros del lugar hostiles al charlatán extranjero. En Innsbruck y en otros sitios se había topado ya con todo eso. También debería acordarse de no hablar del Papa a no ser abominando de él, como se hacía en Flandes con Juan Calvino, y de ridiculizar a Felipe II, lo mismo que allí ridiculizaban a la reina de Inglaterra.

El farol de la Quatre-Vents se acercó, bamboleándose en la mano de un hombre que caminaba. El patroncillo calvo se detuvo delante de Zenón, que se incorporó a medias.

—He visto cómo el señor reposaba en el atrio. Mi casa está aquí cerca; si Su Señoría teme a la serena…

—Estoy bien donde estoy —dijo Zenón.

—Sin querer parecer demasiado curioso, ¿puedo preguntar a Su Señoría cuánto le cobran por llevarlo a Inglaterra?

—Debéis saber sus precios.

—No es que yo les critique, Señoría. La temporada es corta: después de Todos los Santos, tendrá que hacerse cargo el señor de que no siempre es cómodo hacerse a la mar. Pero al menos, que sean honrados… ¿No supondréis que por ese precio os van a llevar hasta Yarmouth? No, señor; os pasarán a la barca de otros pescadores y allí tendréis que pagar de nuevo.

—Es un método como cualquier otro —dijo distraídamente el viajero.

—¿No se ha dicho el señor que es muy arriesgado para un hombre ya no muy joven embarcarse con tres mocetones? Es fácil dar un golpe con el remo. Pueden vender vuestras ropas a los ingleses y nadie se enterará.

—¿Me venís a proponer llevarme a Inglaterra en la Quatre-Vents?

—No, señor, nada de eso. Mi barca no tiene envergadura para ello. Incluso Frisia está también demasiado lejos. Pero si sólo se trata de cambiar de aires, el señor debe saber que Zelanda se escurre, como quien dice, de entre las manos del rey. Aquellas tierras están abarrotadas de «mendigos», desde que el mismo Señor de Nassau comisionó al capitán Sonnoy… Conozco las granjas en donde se aprovisionan los señores de Sonnoy y de Dolhain… ¿Cuál es la profesión de Su Señoría?

—Trato de curar a mis semejantes —contestó el médico.

—En las fragatas de esos caballeros tendrá el señor la ocasión de curar buenos golpes y tajos. Y se llega a Zelanda en pocas horas, cuando se sabe coger el viento. Incluso podríamos salir antes de medianoche; la Quatre-Vents no precisa mucho calado.

—¿Y cómo vais a esquivar las patrullas de Sluys?

—Conozco a gente, señor. Tengo amigos. Pero Su Señoría deberá quitarse su bonito traje para vestirse como un marinero… Si por casualidad alguien subiera a bordo…

—Aún no me habéis dicho vuestro precio.

—¿Quince ducados le parecerían mucho a Su Señoría?

—El precio es modesto. ¿Estáis seguro de no equivocaros en la oscuridad y de no bogar hacia Vilvorde?

El hombrecillo calvo hizo una mueca de condenado.

—¡Jodido calvinista! ¡Tragón de vírgenes! ¿Son los de La Belle Colombelle los que os han dicho eso?

—Yo digo lo que me han dicho —repuso lacónicamente Zenón.

El hombre se marchó lanzando exabruptos. Diez pasos más allá, se dio la vuelta haciendo temblar el farol. El rostro furioso se había convertido en servil.

—Ya veo que el señor conoce los rumores —prosiguió melifluo—, pero no hay que creer todo lo que se cuenta. Su señoría tendrá que disculparme de haberme dejado llevar por el enfado, pero yo no tuve nada que ver en el arresto del Señor de Battenburg. Ni siquiera fue un piloto de aquí… Y, además, no hay ni comparación en cuanto a las ganancias: el Señor de Battenburg es un pez gordo. El señor estará tan seguro a bordo de mi barca como en la casa de su santa madre…

—Ya basta —dijo Zenón—. Vuestra barca puede soltar amarras a medianoche; puedo cambiarme de traje en vuestra casa que está aquí al lado, y vuestro precio son quince ducados. Dejadme en paz.

Pero el hombrecillo no era de los que se desaniman fácilmente. No obedeció hasta después de haber asegurado a su señoría que, en el caso de que se resintiera con exceso de la fatiga, podría descansar en su casa por poco dinero y no salir hasta la noche siguiente. El capitán Milo hacía la vista gorda; no se casaba con nadie y menos con Jans Bruynie. Una vez solo, Zenón se preguntó cómo era posible que él pudiera curar con abnegación a aquellos bribones estando enfermos, puesto que de buena gana los hubiera matado estando sanos. Cuando el farol volvió a su sitio en la Quatre-Vents, se levantó. La oscuridad de la noche disimulaba sus movimientos. Anduvo lentamente un cuarto de legua en dirección a Wenduine, con su paquete bajo el brazo. En todas partes ocurriría lo mismo. Era imposible saber cuál de los dos bufones mentía, o si por casualidad los dos decían la verdad. Pudiera ser también que mintieran los dos y que en todo ello no hubiera más que una rivalidad de miserables… Que otro resolviera el problema.

Una duna le ocultó las luces de Heyst que se hallaba, empero, muy cercano. Eligió un hueco resguardado de la brisa y lejos de la línea indicadora de la marea alta que se adivinaba, incluso en la oscuridad, por la humedad de la arena. La noche de verano era tibia. Podría decidir lo que iba a hacer a la mañana siguiente. Se tapó con su casaca. La bruma ocultaba las estrellas, excepto Vega cerca del cénit. El mar dejaba oír su incansable rumor. Durmió sin soñar.

El frío lo despertó antes de que amaneciera. Una intensa palidez invadía el cielo y las dunas. La marea alta casi lamía sus zapatos. Tiritaba, pero aquel frío llevaba dentro de sí la promesa de un hermoso día de verano. Frotando suavemente sus piernas entumecidas por la inmovilidad nocturna, contemplaba cómo el mar sin forma alumbraba sus olas pronto desvanecidas. El ruido que permanece desde el comienzo del mundo seguía oyéndose. Cogió un puñado de arena que se fue escurriendo por entre sus dedos. Calculus: con aquella huida de átomos empezaban y terminaban todas las cogitaciones sobre los números. Para que las rocas se desmenuzaran de aquella manera habían sido necesarios más siglos que días había en los relatos de la Biblia. Desde su juventud, la meditación de los antiguos filósofos le había enseñado a mirar con desprecio a los miserables seis mil años que judíos y cristianos consienten únicamente en conocer de la venerable antigüedad del mundo, medida por ellos según la corta duración de la memoria del hombre. Unos campesinos de Dranouter le habían mostrado, en unas turberas, unos enormes troncos de árboles que se suponía habían sido depositados allí por las mareas del Diluvio, pero existieron otras inundaciones aparte de aquella relacionada con la historia de un patriarca aficionado al vino; también hubo otras destrucciones por el fuego, aparte de la grotesca catástrofe de Sodoma. Darazi hablaba de miriadas de siglos que no son sino la pausa de una respiración infinita. Zenón calculó que el próximo veinticuatro de febrero, si aún vivía, cumpliría cincuenta y nueve años. Mas acaecía con aquellos once o doce lustros como con el puñado de arena: el vértigo de los grandes números emanaba de ellos. Durante más de mil quinientos millones de instantes, él había vivido en diversos rincones de la tierra, mientras Vega daba vueltas por los alrededores del cénit y el mar dejaba oír su fragor por todas las playas del mundo. Cincuenta y ocho veces había visto la hierba de la primavera y la plenitud del verano. Poco importaba que un hombre de aquella edad viviera o muriese.

El sol era ya muy fuerte cuando, desde lo alto de la duna, divisó a La Belle Colombelle con sus velas desplegadas, que se hacía a la mar. La pesada barca se alejaba con mayor rapidez de lo que hubiera podido suponerse. Zenón volvió a tumbarse en su lecho de arena, dejando que el agradable calorcito eliminara de él toda huella de agujetas nocturnas, contemplando su sangre roja a través de los párpados cerrados. Medía sus probabilidades de éxito como si se tratara de las de otra persona. Armado como iba, podría obligar al bribón sentado a la barra de la Quatre-Vents a que lo desembarcara en alguna playa de las que sólo frecuentaban los «mendigos del mar»; podría romperle la cabeza de un balazo en caso de que pusiera rumbo hacia un barco del rey. Había utilizado ya una vez, sin remordimiento, aquel mismo par de pistolas para despachar a un arnaúte que antaño lo asaltó en un bosque de Bulgaria; lo mismo que tras burlar la trampa que le había tendido Perrotin, se sintió mucho más hombre. Pero la idea de derramar los sesos de aquel pícaro le parecía hoy repugnante sin más. El consejo de unirse, como cirujano, a las tropas del Señor de Sonnoy o de Dolhain le parecía bueno; hacia ellos había él aconsejado a Han que se dirigiese en los tiempos en que aquellos patriotas aún no poseían la autoridad y los recursos que acababan de adquirir gracias a los nuevos disturbios. No había que excluir el alcanzar un puesto cerca de Louis de Nassau: aquel gentilhombre carecía seguramente de un médico a su servicio. Aquella existencia de guerrillero o de pirata se diferenciaría poco de la que él vivió en otros tiempos junto a los ejércitos de Polonia o con la flota turca. Poniéndose en lo peor, podría incluso manejar durante algún tiempo el escalpelo y el cauterio entre las tropas del duque. Y el día en que la guerra le diera náuseas, siempre quedaba la esperanza de alcanzar a pie algún rincón del mundo en donde, por el momento, la más feroz de las necedades humanas no hiciera sus estragos. Nada de todo aquello era imposible. Pero había que recordar que, después de todo, tal vez nadie se metiera con él en Brujas.

Bostezó. Aquellas alternativas ya no le interesaban. Se quitó los zapatos, llenos de arena, hundiendo los pies con satisfacción en la capa caliente y fluida, buscando y encontrando más abajo el frescor marino. Se quitó la ropa y colocó encima con precaución su equipaje y sus pesados zapatos. Luego avanzó hacia la mar. La marea empezaba a bajar: con el agua hasta media pierna, atravesó unos charcos relucientes y se entregó al movimiento de las olas.

Desnudo y solo, las circunstancias se le caían como habían hecho sus ropas. Volvía a ser ese Adán Cadmon de los filósofos herméticos, situado en el corazón de las cosas, en quien se elucida y se profiere lo que en cualquier otro es infuso e impronunciado. Nada en aquella inmensidad llevaba nombre: se contuvo para no pensar que el pájaro que estaba pescando en la cresta de una ola era una gaviota, y que el extraño animal que se movía en un charco, con unos miembros tan distintos a los del hombre, era una estrella de mar. Seguía bajando la marea, dejando tras de sí conchas y caracoles de espirales tan puras como las de Arquímedes; el sol ascendía insensiblemente, disminuyendo la sombra humana en la arena. Lleno de un reverente pensamiento, que le hubiera valido la pena de muerte en todas las plazas públicas de Mahoma o de Cristo, pensó que los símbolos más adecuados del conjetural Bien Supremo son aquellos que se suponen idólatras y aquel globo ígneo, el único Dios visible para unas criaturas que sin él perecerían. Así como el más verdadero de los ángeles era aquella gaviota que tenía a su favor, más que los serafines y tronos, la evidencia de existir. En aquel mundo sin fantasmas, hasta la ferocidad era pura: el pez que coleaba bajo la ola, dentro de un instante ya no sería más que un buen bocado sanguinolento en el pico del pájaro pescador, pero el pájaro no justificaba su hambre con malos pretextos. El zorro y la liebre, la astucia y el miedo habitaban la duna en donde él durmió, pero el que mataba no alegaba a su favor unas leyes promulgadas antaño por un zorro sagaz, o recibidas de un zorro-Dios. La víctima no se creía castigada por sus crímenes y no alegaba, al morir, su fidelidad a su príncipe. La violencia del mar carecía de cólera. La muerte, siempre obscena en los hombres, era limpia en aquella soledad. Un paso más sobre aquella frontera entre lo fluido y lo líquido, entre la arena y el agua, y el empuje de una ola más fuerte que las demás le haría perder pie; aquella agonía tan breve y sin testigo sería, en cierto modo, menos muerte. Tal vez algún día echara de menos aquel final. Mas ocurría con aquella posibilidad como con los proyectos de viaje a Inglaterra o a Zelanda, nacidos del temor de la víspera o de futuros peligros ausentes de aquel momento sin sombras, planes formados por su mente y no necesidades impuestas a su ser. La hora del tránsito no había llegado todavía.

Volvió a buscar su ropa y le costó encontrarla, pues se hallaba recubierta ya de una ligera capa de arena. El retroceso del mar había cambiado las distancias en poco tiempo. El rastro de sus pasos sobre la playa húmeda había sido bebido inmediatamente por el agua; en la arena seca, el viento borraba todas las huellas. Su cuerpo lavado había olvidado el cansancio. Recordaba una mañana como aquella, a la orilla del mar, que se unía a ésta como si aquel interludio de arena y de agua durase desde hacía diez años: durante su estancia en Lübeck, había ido a la desembocadura del Trave con el hijo del orfebre, para recoger ámbar báltico. También los caballos se habían bañado; sin sillas ni arreos, volvían a ser unas criaturas que existían por sí mismas, en vez de las apacibles monturas habituales. Uno de los fragmentos de ámbar contenía un insecto preso en la resina; estuvo contemplando, como a través de un ventanillo, al bicho encerrado en una era de la Tierra a la que él no tenía acceso. Movió la cabeza, como para apartar una abeja importuna: revivía demasiado a menudo en el presente los momentos caducos de su propio pasado, no por remordimiento o nostalgia, sino porque los tabiques del tiempo parecían haber estallado. El día pasado en Travemünde se hallaba preso en su memoria como en una materia casi imperecedera, reliquia de un tiempo en que era bueno existir. Si vivía diez años más, acaso recordara igual el día de hoy.

Volvió a ponerse, sin ganas, su caparazón humano. Los restos del pan de ayer y su calabaza casi llena del agua de una cisterna le recordaron que su camino sería, hasta el final, un camino entre los hombres. Había que protegerse de ellos, pero también continuar recibiendo sus favores y devolviéndoselos. Equilibró su zurrón al hombro y se colgó los zapatos de la cintura con sus cordones, para darse el gusto de seguir caminando descalzo. Dejando a un lado Heyst, que le hacía el efecto de una úlcera en la hermosa piel de la arena, tomó por las dunas… Desde lo alto de la eminencia más próxima, se volvió para contemplar el mar. La Quatre-Vents seguía descansando en la estacada; otras barcas se habían acercado al puerto. Una vela en el horizonte parecía tan pura como un ala; acaso fuera el barco de Jans Bruynie.

Anduvo cerca de una hora apartándose de los senderos conocidos. En una ondulación de terreno, entre dos montículos sembrados de hierbas cortantes, vio venir hacia él un grupo de seis personas: un anciano, una mujer, dos hombres de edad madura y dos muchachos armados con sendos bastones. El viejo y la mujer avanzaban con dificultad por aquel terreno pantanoso. Todos ellos vestían como los burgueses de la ciudad. Aquellas gentes parecían preferir pasar sin llamar la atención. No obstante, le contestaron cuando él les dirigió la palabra y pronto se tranquilizaron viendo el interés que les mostraba aquel viajero tan educado y que hablaba francés. Los dos jóvenes venían de Bruselas; eran patriotas católicos que trataban de alcanzar las tropas del príncipe de Orange. El otro grupo era calvinista; el anciano era un antiguo maestro de escuela de Tournai, que escapaba hacia Inglaterra en compañía de sus dos hijos; la mujer, que le enjugaba el sudor de la frente con su pañuelo, era su nuera. La larga caminata a pie era más de lo que el pobre hombre podía soportar; se sentó un momento en la arena para tomar aliento; los demás lo rodearon.

Aquella familia se había unido, al llegar a Eeklo, a los dos jóvenes burgueses de Bruselas: el mismo peligro y la misma huida convertían a aquellas personas en compañeros, cuando en otros tiempos acaso hubieran sido enemigos. Los muchachos hablaban con admiración del señor de La Marck, quien había jurado dejar crecer su barba hasta que los condes fueran vengados; se había echado al bosque con los suyos y ahorcaba sin compasión a los españoles que caían en sus manos. Hombres como aquel era lo que necesitaban los Países Bajos. Zenón se enteró asimismo con todo detalle, por los fugitivos bruselenses, de la captura del Señor de Battenburg y de los dieciocho gentileshombres de su séquito traicionados por el piloto que los transportaba a Frisia: aquellas diecinueve personas fueron encarceladas en la fortaleza de Vilvorde y decapitadas. Los hijos del maestro de escuela palidecían al oír este relato, inquietándose por lo que a ellos mismos les esperaba a la orilla del mar. Zenón los tranquilizó: Heyst parecía un lugar seguro, con tal de pagarle el diezmo al capitán del puerto; unos fugitivos cualesquiera no corrían gran peligro de ser entregados al enemigo como si de príncipes se tratara. Inquirió si los de Tournai iban armados; le dijeron que sí: hasta la mujer llevaba un cuchillo. Les aconsejó que no se separasen: unidos, nadie los desvalijaría en el transcurso de la travesía; no obstante, convenía dormir con un solo ojo en la posada y a bordo de la embarcación. En cuanto al hombre de La Quatre-Vents, no era muy de fiar, pero los dos fuertes bruselenses podrían probablemente dominarlo y, una vez llegados a Zelanda, las ocasiones de toparse con bandas de insurrectos parecían darse con facilidad.

El maestro de escuela se había levantado penosamente. Zenón, interrogado a su vez, explicó que era médico en la región y que él también pensaba cruzar el mar. Las preguntas no fueron más allá; sus asuntos no les interesaban. Al separarse de ellos, entregó al magister un frasco con unas gotas que, durante algún tiempo, lo animarían, permitiéndole respirar mejor. Se despidió y todos quedaron muy agradecidos.

Los vio continuar hacia Heyst y decidió bruscamente seguirlos. Entre varios el viaje sería menos peligroso; incluso podrían ayudarse los primeros días unos a otros en la otra orilla. Dio un centenar de pasos tras ellos y luego aminoró la marcha, aumentando la distancia existente entre la pequeña pandilla y él. La idea de encontrarse frente a Milo o a Jans Bruynie le producía de antemano un cansancio insoportable. Se paró en seco y torció hacia el interior de las tierras.

Recordaba los labios azulados y la respiración entrecortada del anciano. Aquel maestro que abandonaba su pobre estado, desafiando el puñal, el fuego y el mar, para testificar en voz alta su fe en la predestinación de la mayoría de los hombres al infierno, le parecía una buena muestra de la universal demencia; pero más allá de aquellas dogmáticas locuras existían sin duda entre las inquietas criaturas humanas repulsiones y odios surgidos de lo más profundo de su naturaleza y que, el día en que ya no estuviera de moda exterminarse por motivos religiosos, se manifestarían de otra forma. Los dos patriotas de Bruselas parecían más sensatos, aunque aquellos muchachos que arriesgaban la piel por la libertad presumían, sin embargo, de ser súbditos leales del rey Felipe; todo iría bien, decían, en cuanto acabaran con el duque. Las enfermedades del mundo eran más inveteradas de lo que creían.

Pronto llegó a Oudebrugge y esta vez entró en el patio de la granja. La misma mujer que antes había visto se encontraba allí: sentada en el suelo, arrancaba la hierba para dársela a unos conejillos encerrados en una cesta grande. Un niño de corta edad daba vueltas a su alrededor. Zenón pidió un poco de leche y algo de comer. Ella se levantó con una mueca y le rogó que sacara él mismo del pozo la jarra de leche puesta a refrescar; sus manos reumáticas apenas podían dar vuelta a la manivela. Mientras él manejaba la polea, ella entró en la casa y sacó queso fresco y una ración de tarta. Se disculpó por la calidad de la leche, que era floja y azulada.

—La vaca es vieja y está casi seca —dijo—. Parece cansada de dar. Cuando la llevamos al toro, ya no quiere saber nada. Pronto tendremos que comérnosla.

Zenón preguntó si la granja pertenecía a la familia Ligre. Ella le miró con aire desconfiado, de repente.

—¿No seréis, por casualidad, el cobrador? —dijo—. No debemos nada hasta el día de San Miguel.

La tranquilizó: buscaba hierbas por placer y regresaba a Brujas. La granja pertenecía, como él pensaba, a Philibert Ligre, señor de Dranouter y de Audenhove, un pez gordo del Consejo de Flandes. Como explicaba la buena mujer, los ricos tienen una retahíla de nombres.

—Ya lo sé —contestó Zenón—. Soy de la familia.

No pareció creerle. Aquel caminante no tenía nada de magnífico. Mencionó haber venido una vez a la granja, hacía mucho tiempo. Todo estaba poco más o menos como él lo recordaba, pero le parecía más pequeño.

—Si habéis venido alguna vez, yo ya estaría aquí. Hace más de cincuenta años que no me muevo de este sitio.

A él le parecía recordar que, después de la comida campestre, habían dado las sobras a los caseros, mas ya no rememoraba sus caras. Ella se sentó a su lado en el banco; le había traído muchos recuerdos.

—Los amos venían algunas veces en aquellos tiempos —continuó—. Yo soy hija del antiguo granjero; había once vacas. Cuando llegaba el otoño, enviábamos a Brujas una carreta llena de tarros de mantequilla salada. Ahora ya no es igual; se desentienden de todo… Y, además, con mis manos enfermas, no puedo trabajar con el agua fría.

Las descansaba en sus rodillas, entrecruzando los dedos deformados. Él le aconsejó que metiera todos los días las manos en la arena caliente.

—La arena no falta aquí… —dijo ella.

El niño continuaba en el patio dando vueltas como una peonza, profiriendo unos ruidos incomprensibles. Tal vez era anormal. La mujer lo llamó y una maravillosa ternura iluminó su rostro sin gracia al verlo acercarse a ella corriendillo. Cuidadosamente le limpió la saliva en las comisuras de los labios.

—Este es mi Jesús —dijo suavemente—. Su madre trabaja en el campo, con los otros dos que aún toman el pecho.

Zenón se informó sobre el padre. Era el patrón de la San Bonifacio.

—La San Bonifacio tenía averías —dijo con aire de alguien que sabe.

—Ya está arreglada —repuso la mujer—. Ahora va a trabajar para Milo. Preciso es que gane algo: de todos mis hijos, sólo una pareja me queda. Pues yo he tenido dos maridos, señor —continuó—, y entre nosotros tres, diez hijos. Ocho de ellos están en el cementerio. Tantas fatigas para nada… El pequeño trabaja unas horas con el molinero los días de viento, y así siempre tenemos algo de pan para comer. También tiene derecho a coger la harina que cae al suelo. La tierra de aquí es pobre en trigo.

Zenón miraba el granero ruinoso. En lo alto de la puerta, alguien había clavado antaño un búho, siguiendo la costumbre de la comarca, al que probablemente alcanzarían de una pedrada y al que habían clavado vivo; lo que quedaba de las plumas se movía al viento.

—¿Por qué matar a ese pájaro, que os era benéfico? —preguntó señalando con el dedo al ave de rapiña crucificada—. Esos bichos se comen a las ratas que devoran el trigo.

—No lo sé, señor, pero es la costumbre. Además, su grito anuncia la muerte.

Él no contestó nada. Era evidente que la mujer quería preguntarle algo.

—Todas esas gentes que huyen, señor, y que pasamos en el San Bonifacio… Claro, es un beneficio para toda la comarca. Hoy mismo, a seis les vendí de comer. Y algunos da pena verlos… Pero me pregunto si esto es un negocio honrado. Las gentes que huyen, será por algo, digo yo… El duque y el rey deben saber lo que hacen…

—No tenéis por qué informaros de quiénes son esas personas —dijo el viajero.

—Eso sí. Es verdad —contestó ella meneando la barbilla.

Zenón había sacado del montón de hierbas unas cuantas, que metía por entre los barrotes de la cesta, y miraba cómo las masticaban los conejillos.

—Si os gustan estos bichos, señor —prosiguió ella con tono amable—. Están gorditos y a punto… Los hubiéramos preparado el domingo. Son sólo cinco perras por cabeza.

—¿Yo? —dijo sorprendido—. ¿Y qué vais a comer el domingo?

—Señor —dijo ella con ojos suplicantes—, no sólo hay que comer… Con esto y los tres cuartos de la merienda, mandaré a mi nuera por vino a La Belle Colombelle. Falta hace calentarse el corazón de cuando en cuando. Brindaremos a vuestra salud.

No tenía monedas para devolverle el cambio de su florín. Se lo había imaginado. Daba igual. El contento la rejuvenecía: después de todo, quizá fuera ella aquella muchacha de quince años que les había hecho una reverencia cuando Simón Adriansen le había dado unos cuartos. Cogió su bolsa y se dirigió a la verja con los cumplidos habituales.

—No los olvidéis, señor —dijo tendiéndole la cesta—. Les gustarán a vuestra señora: no los hay iguales en la ciudad. Y ya que sois un poco de la familia, decidles que nos reparen la casa antes del invierno. Dentro llueve todo el año.

Salió él, con la cesta en el brazo, como un campesino que va al mercado. El camino se internó primero por un bosquecillo y luego desembocó en los campos y mieses. Zenón se sentó al borde de la cuneta y metió con precaución la mano en la cesta. Largamente, casi con voluptuosidad, acarició la suave piel de los animales, su lomo flexible de costados blancos bajo los cuales latía apresuradamente el corazón. Los conejillos no tenían miedo y seguían comiendo; el médico se preguntaba qué visión del mundo y de él se reflejaba en sus ojos salientes y vivos. Levantó la tapa de la cesta y los dejó escapar. Gozando de su libertad, miró cómo desaparecían entre los matorrales los conejos lascivos y voraces, los arquitectos de laberintos subterráneos, las tímidas criaturas que, sin embargo, juegan con el peligro desarmados, salvo por la agilidad y fuerza de su lomo, indestructibles gracias a su inagotable fecundidad. Si conseguían escapar de los lazos, de los palos, de la garduña y del gavilán, aún podrían continuar algún tiempo sus brincos y sus juegos; en invierno, su pelaje blanquearía bajo la nieve; en primavera, comerían la buena hierba verde. Empujó la cesta con el pie para tirarla a la cuneta.

El resto del camino transcurrió sin incidentes. Durmió aquella noche bajo unos árboles. Al día siguiente, llegó bastante pronto a las puertas de Brujas y, como siempre, los guardias lo saludaron respetuosamente.

Tan pronto como se halló en la ciudad, la angustia momentáneamente ahogada subió a la superficie; aun sin querer, escuchaba las palabras de los transeúntes, pero no oyó nada insólito concerniente a unos jóvenes frailes o a los amores de una hermosa doncella noble. Tampoco hablaba nadie de un médico que hubiera curado a unos rebeldes y se hubiera disfrazado con un apodo. Llegó al hospicio a tiempo de aliviar el trabajo del hermano Luc y del hermano Cyprien, que hacían frente a la premura de los enfermos. El trozo de papel que había dejado allí antes de marchar seguía en la mesa; lo arrugó entre sus dedos; sí, su amigo de Ostende estaba mejor. Aquella noche pidió en la posada una cena más abundante y apetitosa que de ordinario.