Desde hacía unos meses, Zenón tenía por enfermero ayudante a un joven franciscano de dieciocho años, que sustituía con ventaja al borracho ladrón de bálsamos del que se había desembarazado. El hermano Cyprien era un aldeano que entró en el convento a los quince años y apenas sabía algo de latín para poder ayudar a misa. Sólo hablaba el tosco flamenco de su pueblo. A menudo lo sorprendían entonando cantinelas que aprendió en tiempos, cuando acicateaba a los bueyes en el arado. Le quedaban unas cuantas manías pueriles como, por ejemplo, meter la mano a escondidas en el tarro lleno del azúcar con que se endulzaban las pócimas. Pero aquel muchacho indolente poseía una destreza sin igual para colocar cataplasmas o enrollar una venda; ninguna llaga, ninguna pústula le repugnaban. A los niños que acudían al dispensario les gustaba su sonrisa. Zenón solía encargarle que acompañara hasta sus casas a los enfermos demasiado vacilantes, a los que no se atrevía a dejar caminar solos por la ciudad. Husmeándolo todo, gozando con el bullicio y el movimiento de la calle, Cyprien corría del hospicio al Hospital de San Juan, prestando o tomando prestado algún medicamento, consiguiendo una cama para un menesteroso al que no se podía dejar morir en la calle o, a falta de algo mejor, persuadiendo a la beata del barrio para que acogiese en su casa al andrajoso. Al empezar la primavera, tuvo un disgusto por unas cuantas flores de rosal silvestre que robó para ponérselas a la Virgen que había bajo la arcada, ya que el jardín del convento aún no tenía flores.
Su cabeza ignorante se hallaba repleta de supersticiones heredadas de las curanderas de su pueblo: había que impedirle que pegase en las llagas de los enfermos la estampita barata de algún santo milagroso. Creía en el hombre lobo que aúlla por las calles desiertas, y por todas partes veía brujos y brujas. De creer en sus palabras, el Oficio divino no podía celebrarse sin la discreta presencia de alguno de los que votan a Satán. Cuando en ocasiones tenía que ayudar él solo a misa en la capilla vacía, sospechaba del oficiante o imaginaba a un mago invisible en la sombra. Pretendía que, en determinados días del año, el sacerdote se veía obligado a fabricar brujos, lo que conseguía recitando al revés las oraciones del bautismo, y aducía como prueba que su madrina lo había retirado con gran premura de la pila del bautismo al ver que el señor cura tenía el breviario boca abajo. Uno se protegía evitando los contactos, o poniéndoles la mano a las personas sospechosas de brujería más arriba de donde ellas se la habían puesto a uno. Un día en que Zenón le tocó por casualidad el hombro, se las arregló un momento después para rozarle la cara.
Aquella mañana, después del domingo de Cuasimodo, se hallaban ambos en la botica. Sébastien Théus ponía su registro al día. Cyprien machacaba lánguidamente unos granos de cardamomo. Se detenía a veces para bostezar.
—Dormís de pie —dijo bruscamente el médico—. ¿Debo pensar que habéis pasado la noche rezando?
El muchacho sonrió con aire astuto.
—Los Ángeles se reúnen por las noches —dijo tras echarle una ojeada a la puerta—. El vino circula; la tina está preparada para el baño de los Ángeles. Se arrodillan delante de la Bella que los abraza y los besa; la criada de la Bella se deshace las largas trenzas y ambas están desnudas, como en el Paraíso. Los Ángeles se quitan las vestiduras de lana y se admiran unos a otros, vestidos con los hábitos de piel que Dios les dio. Los cirios brillan y se apagan, y cada cual sigue los deseos de su corazón.
—¡Vaya historias que me contáis! —dijo el médico con desprecio.
Pero le invadió una sorda inquietud. Conocía aquellas apelaciones angélicas y aquellas imágenes dulcemente lascivas: eran el patrimonio de unas sectas olvidadas, a las que en Flandes se jactaban de haber destruido a sangre y fuego, hacía más de medio siglo. Recordaba que, siendo niño, bajo la campana de la chimenea de la calle de la Lana, había oído hablar en voz baja de unas asambleas en donde los fieles se conocían en la carne.
—¿De dónde habéis sacado tan peligrosas simplezas? —preguntó severamente—. Buscaos otros sueños mejores.
—No son historias —dijo el muchacho ofendido—. Cuando Mynheer lo quiera, Cyprien lo cogerá de la mano y podrá ver y tocar a los Ángeles.
—Bromeáis —dijo Zenón con excesiva firmeza.
Cyprien se había puesto a machacar de nuevo sus cardamomos. De cuando en cuando, se acercaba a la nariz uno de los granos negros, para olfatear mejor su rico olor de especia. La prudencia aconsejaba no hacer caso de las palabras del muchacho, pero la curiosidad de Zenón fue más fuerte.
—¿Y dónde y cuándo se hacen vuestras presuntas conjunciones nocturnas? —preguntó con irritación—. No es fácil escaparse por la noche del convento. Ya sé que algunos frailes saltan la tapia…
—Son unos necios —dijo Cyprien con desdén—. El hermano Florián ha encontrado un pasadizo por donde los Ángeles vienen y van. Él ama a Cyprien.
—Guardaos vuestros secretos —dijo el médico con violencia—. ¿Qué os prueba que no voy a traicionaros?
El muchacho meneó suavemente la cabeza.
—Mynheer no querría perjudicar a los Ángeles —insinuó con impudencia de cómplice.
Un golpe de aldabón los interrumpió. Zenón fue a abrir con un sobresalto que no había vuelto a experimentar desde las zozobras de Innsbruck. La que llamaba era una niñita que sufría de un lupus y que siempre se presentaba tapada con un velo negro, no por vergüenza de su enfermedad, sino porque Zenón se había percatado de que la luz acrecentaba sus estragos. Fue para él una distracción recibir y curar a la pobrecilla. Siguieron a ésta otros indigentes. Ninguna frase peligrosa volvió a intercambiarse entre el médico y el enfermero, mas, en lo sucesivo, Zenón miró al frailecillo con mirada distinta. Un cuerpo y un alma inquietantes y tentadores vivían bajo aquellos hábitos. Al mismo tiempo, le parecía como si una resquebrajadura se hubiera abierto en el suelo del asilo. Sin confesárselo a sí mismo, buscó la ocasión de saber más.
Se le presentó al sábado siguiente. Sentados a una mesa, estaban limpiando unos instrumentos después de haberse cerrado el hospicio. Las manos de Cyprien se movían diligentemente por entre las pinzas agudas y los bisturíes afilados. De repente, acodándose con ambos brazos entre aquella chatarra, canturreó en sordina, con una música antigua y complicada:
Llamo y soy llamado,
Bebo y soy bebido,
Como y soy comido,
Bailo y todos cantan,
Canto y todos bailan…
—¿Qué cantinela es ésa? —preguntó el médico con brusquedad.
En realidad, había reconocido los versículos prohibidos de un evangelio apócrifo, por habérselos oído recitar varias veces a los herméticos, que les atribuían poderes ocultos.
—Es el cántico de San Juan —dijo inocentemente el muchacho.
E inclinándose por encima de la mesa, continuó en un tono de tierna confidencia:
—Llegó la primavera, la paloma suspira, el baño de los Ángeles está tibio. Se cogen de la mano y cantan bajito, por miedo a ser oídos de los malvados. El hermano Florián llevó ayer un laúd, y tocaba unas músicas tan dulces que hacían llorar.
—¿Sois muchos los que participáis en esa aventura? —preguntó Sébastien Théus sin querer.
El muchacho contó con los dedos:
—Está Quirin, mi amigo, y el novicio François de Bure, que tiene un rostro claro y una hermosa y clara voz. Matthieu Aerts viene de vez en cuando —prosiguió añadiendo otros dos nombres que el médico no conocía—, y el hermano Florián pocas veces se pierde la asamblea de los Ángeles. Pierre de Hamaere no viene nunca, pero los ama.
Zenón no esperaba oír mencionar a aquel fraile, pues lo creía austero. Existía una enemistad entre ellos desde que el administrador se había opuesto a las refecciones de San Cosme y, en varias ocasiones, había tratado de escatimar dinero al hospicio. Por un instante, creyó que las extrañas confidencias de Cyprien no eran más que una trampa urdida por Pierre para hacerle caer en ella. Mas el joven prosiguió.
—La Bella tampoco acude todas las veces, sólo cuando las malvadas no le infunden miedo. La esclava negra trae envuelto, en su pañuelo blanco, pan bendito de las Bernardinas. Entre los Ángeles no existe la vergüenza, ni los celos, ni las prohibiciones referentes al dulce uso del cuerpo. La Bella da a todos los que lo requieren el consuelo de sus besos, pero sólo ama a Cyprien.
—¿Cómo la llamáis? —dijo el médico, sospechando por primera vez la existencia de un nombre y de un rostro por debajo de lo que, hasta el momento, le habían parecido amorosas invenciones de un muchacho privado de mujeres desde que había tenido que renunciar a los juegos bajo los sauces, en compañía de las vaqueras.
—La llamamos Eva —dijo Cyprien con dulzura.
Un puñado de carbones se quemaba en un hornillo, en el antepecho de la ventana. Lo utilizaban para derretir la goma de los colirios. Zenón cogió la mano del muchacho y lo arrastró hacia la llamita. Durante un largo instante mantuvo el dedo encima de la masa incandescente. Cyprien palideció hasta los labios, que se mordía para no gritar. Zenón estaba apenas menos pálido. Le soltó la mano inmediatamente.
—¿Cómo podríais soportar que todo vuestro cuerpo ardiese en esa misma llama? —murmuró—. Buscaos otros placeres menos peligrosos que esas asambleas de Ángeles.
Con la mano izquierda, Cyprien había alcanzado de una estantería un tarro de aceite de lirios, del que se sirvió para untar la parte quemada. Zenón le ayudó en silencio a vendarse el dedo.
En aquel momento, el hermano Luc entró con una bandeja destinada al prior, al que llevaban todas las noches una pócima calmante. Zenón se hizo cargo de ella y subió a ver al religioso. Al día siguiente, todo aquel incidente le pareció una pesadilla, pero volvió a ver a Cyprien en la sala, lavando el pie de un niño herido, y notó que seguía llevando la venda. Pasado el tiempo y siempre con la misma insoportable angustia, Zenón apartaba la mirada de la cicatriz del dedo quemado. Cyprien se las arreglaba para ponérsela, casi con coquetería, delante de los ojos.
Las especulaciones alquímicas en la celda de San Cosme fueron reemplazadas por el vaivén inquieto de un hombre que ve el peligro y busca una salida. Poco a poco, igual que los objetos emergen de la niebla, apuntaban los hechos bajo las divagaciones de Cyprien. El baño de los Ángeles y sus licenciosas asambleas se explicaban sin dificultad. El subsuelo de Brujas era un laberinto de pasadizos subterráneos que se comunicaban de tienda en tienda y de sótano en sótano. Tan sólo una casa abandonada separaba las dependencias del convento de los Franciscanos del convento de las Bernardinas. El hermano Florián, que era algo albañil y algo pintor, en sus trabajos de restauración de la capilla y de los claustros bien había podido encontrar antiguos baños o lavaderos que aquellos locos transformaban en tierno refugio.
Florián era un truhán de veinticuatro años, cuya primera juventud había transcurrido vagabundeando alegremente por la comarca, retratando a los nobles en sus castillos y a los burgueses en sus moradas de la ciudad; de ellos recibía, a cambio, jergón y comida. Al producirse los disturbios de Amberes y al evacuarse el convento en donde, súbitamente, había tomado los hábitos, lo habían colocado en los Franciscanos de Brujas desde el otoño. Agradable, ingenioso, bastante apuesto, siempre se hallaba rodeado de una pandilla de aprendices mariposeando a su alrededor. Aquella cabeza loca bien podía haber topado en alguna parte con alguno de esos «beguinos», o «hermanos del Espíritu Santo», que aún quedaban, tras su exterminación, a principios de siglo, y haberse contagiado de aquel lenguaje florido y de aquellas apelaciones seráficas que, seguidamente, habría transmitido a Cyprien. A menos que el joven aldeano hubiera recogido por sí mismo aquella peligrosa jerga de entre las supersticiones de su pueblo, cual esos gérmenes de peste olvidada que continúan incubándose ocultamente en el fondo de un armario.
Desde que el prior estaba enfermo, Zenón había notado en el convento una tendencia al relajamiento y al desorden: a los oficios de la noche ya no asistían, según se murmuraba, sino unos pocos hermanos. Todo un grupo se resistía calladamente a las reformas establecidas por el prior en conformidad con las recomendaciones del Concilio. Los más libertinos aborrecían a Jean-Louis de Berlaimont por la austeridad de que daba ejemplo. En cambio, los más rígidos lo despreciaban por su benignidad, que les parecía excesiva. Se iban formando maquinaciones con vistas a la elección del próximo superior. Las audacias de los Ángeles habían sido facilitadas, sin duda, por aquella atmósfera de interregno. Lo extraño era que un hombre tan prudente como Pierre de Hamaere les dejara correr el riesgo mortal de aquellas asambleas nocturnas, y cometer la locura aún mayor de mezclar en ellas a dos mujeres, pero probablemente Pierre no podía negarles nada a Florián y a Cyprien.
Aquellas mismas mujeres le habían parecido primero a Sébastien Théus productos de la fantasía o astutos apodos. Luego, recordó que se hablaba mucho en el barrio de una doncella de buena familia que, por Navidad, se había alojado en las Bernardinas por ausencia del padre, procurador del Consejo de Flandes, quien se había visto obligado a marchar a Valladolid para dar cuenta de sus actividades. Su belleza, sus costosas joyas, la tez oscura y los aros que llevaba su sirvienta en las orejas servían de comidilla en las tiendas y en la calle. La señorita de Loos salía, acompañada por su mulata, para ir a la iglesia o bien de compras a la tienda de pasamanería o al confitero. Nada impedía que Cyprien, al hacer algunos de sus recados, hubiera intercambiado miradas y más tarde palabras con aquellas hermosas mujeres o bien que Florián, al reparar los frescos del coro, hubiera hallado medio de persuadirlas en su nombre o en el de su amigo. Dos jóvenes atrevidas bien podían deslizarse por las noches, a través de un laberinto de pasillos, hasta llegar al lugar en donde se celebraban las asambleas de los Ángeles, proporcionando a éstos, a su imaginación llena de imágenes de las Escrituras, una Sulamita y una Eva.
Pocos días después de las revelaciones de Cyprien, Zenón se encaminó a la tienda del pastelero de la calle Larga, para comprar un vino de hipocrás que había que incluir, en una tercera parte, en la poción del prior. Idelette de Loos se hallaba allí, escogiendo unos dulces de sartén y unas tortas. Era una jovencita de apenas quince años, esbelta como un junco, con largos cabellos de un rubio casi blanco y unos ojos claros como un manantial. Su pálida cabellera y sus ojos de agua clara recordaron a Zenón al jovenzuelo que fue su compañero inseparable en Lübeck. Fue en tiempos en que él se entregaba, en compañía del padre —el sabio Aegidius Friedhof, rico orfebre de la Breitenstrasse, experto en las artes del fuego—, a ciertas investigaciones sobre la robladura y la dosificación de los metales nobles. Aquel niño reflexivo había sido a la vez un amigo delicioso y un estudioso discípulo… Gerhart se había encaprichado del alquimista hasta el punto de querer acompañarlo en sus viajes a Francia, y su padre había consentido en que comenzara así a dar la vuelta a Alemania, pero el filósofo temía que los caminos y peligros que en ellos se presentan fueran demasiado duros para aquel muchacho tan delicadamente criado. Aquellas relaciones de Lübeck, como una especie de veranillo de San Martín de su vida errante, le volvían a la memoria, no ya reducidas a una seca preparación de la misma, como los recuerdos carnales que antes evocaba al meditar sobre sí mismo, sino apetitosas como un vino generoso por el que no había que dejarse emborrachar. Lo acercaban, quisiera o no, a la tropa insensata de los Ángeles. Pero otros recuerdos rodeaban el rostro fino de Idelette: había algo atrevido y pícaro que se desprendía de la señorita de Loos y que sacaba del olvido a Jeannette Fauconnier, la linda amiga de los estudiantes de Lovaina, que había sido su primera conquista de hombre. El orgullo de Cyprien ya no le parecía tan pueril ni tan vano. Su memoria se tensó, para remontarse más lejos aún, pero el hilo acabó por romperse. La mulata reía comiendo peladillas e Idelette, al salir, sonrió al desconocido de pelo gris con una de esas sonrisas que a todo el mundo repartía. Su amplio vestido tapaba la entrada estrecha de la tienda. Al pastelero le gustaban las mujeres y comentó con su cliente lo bien que sabía la señorita recogerse las faldas con una mano, descubriendo sus tobillos y pegando a sus caderas el precioso moaré.
—¡Mujer que enseña sus formas pregona su hambre de algo que no son bollos de leche! —le dijo festivamente el pastelero al médico.
Esta chanza era de las que suelen intercambiarse entre hombres. Zenón se echó a reír concienzudamente.
El vaivén nocturno empezaba de nuevo: ocho pasos entre el baúl y la cama, doce pasos entre el ventanillo y la puerta. Desgastaba el suelo en lo que ya era el paseo de un prisionero. Sabía desde siempre que algunas de sus pasiones, asimiladas a una herejía de la carne, podían hacerle correr la suerte que se reservaba a los herejes; es decir, la hoguera. Uno se acostumbra a la ferocidad de las leyes de su época, lo mismo que acaba por acostumbrarse a las guerras suscitadas por la necedad humana, a la desigualdad de las condiciones, a la pésima policía de las carreteras y a la incuria de las ciudades. Daba por descontado que podían quemarlo en la hoguera por haber amado a Gerhart, del mismo modo que lo hacían por leer la Biblia en lengua vulgar. Aquellas leyes, inoperantes por la misma naturaleza de lo que pretendían castigar, no afectaban ni a los ricos, ni a los poderosos de este mundo: el Nuncio, en Innsbruck, presumía de haber escrito unos versos tan obscenos que hubieran llevado al tostadero a un pobre fraile; jamás se vio que un gran señor fuera arrojado a las llamas por haber seducido a su paje. Se cebaban en los individuos menos importantes, pero esa falta de importancia también era un asilo: pese a los anzuelos, redes y aparejos, la mayoría de los peces prosiguen en las profundidades su camino sin surco, sin preocuparse apenas de aquellos de sus compañeros que saltan, ensangrentados, en la cubierta de una barca. Pero sabía también que bastaba con el rencor de un enemigo, el momento de furor o de locura de una multitud o, simplemente, la inepcia de un juez, para perder a unos culpables que acaso fueran inocentes. La indiferencia se convertía en rabia, y la semicomplicidad en abominación. Durante toda su vida había sentido ese temor, mezclado con tantos otros. Mas se soporta menos fácilmente en otro lo que se acepta bien en uno mismo.
Aquellos turbulentos tiempos favorecían la delación. El pueblo llano, secretamente seducido por los que destrozaban imágenes, se arrojaba con avidez sobre cualquier escándalo que pudiera desprestigiar a las poderosas Órdenes, a quienes reprochaban sus riquezas y su autoridad. En Gante, unos meses atrás, habían quemado vivos a nueve frailes agustinos, por sospechar —con o sin razón— que mantenían relaciones sodomíticas, y ello tras inauditas torturas, para satisfacer la excitación de los papanatas amotinados contra las gentes de la Iglesia; el temor a dar la impresión de querer echar tierra sobre un asunto escabroso había impedido que las penas disciplinarias fueran impuestas por la Orden misma, como era natural. La situación de los Ángeles era aún más peligrosa. Los juegos amorosos en compañía de dos mujeres, que hubieran debido quitar importancia ante el hombre de la calle a lo pérfido de la aventura, exponían más, al contrario, a los infortunados frailes. La señorita de Loos se convertía en el punto de mira sobre el que se fijaría la baja curiosidad del pueblo. El secreto de las asambleas nocturnas dependía, en lo sucesivo, de la discreción femenina o de una fecundidad indebida. Pero el mayor peligro se hallaba en aquellas denominaciones angélicas, en aquellos cirios, en aquellos ritos infantiles con vino y pan bendito, en la recitación de versículos apócrifos que nadie entendía, ni siquiera sus propios autores, en aquella desnudez, en fin, que, sin embargo, no difería apenas de la de unos chiquillos que juegan alrededor de un estanque. Unas irregularidades que merecían, todo lo más, unas buenas bofetadas, llevarían a la muerte a aquellos corazones locos y a aquellas cabezas huecas. Nadie tendría el sentido común de comprender que unos chiquillos ignorantes, al descubrir con asombro y admiración los goces de la carne, utilizaban frases e imágenes sagradas que, desde siempre, habían instilado en ellos. Al igual que la enfermedad del prior ponía una fecha aproximada al fin de su vida, Cyprien y sus compañeros le parecían tan perdidos a Zenón como si ya estuviesen gritando entre las llamas.
Sentado a la mesa, dibujando distraídamente en los márgenes de un registro unos números o unos signos, se decía que su propia línea de repliegue era singularmente vulnerable. Cyprien se había empeñado en hacer de él un confidente, ya que no un cómplice. Un interrogatorio un poco extenso revelaría casi inevitablemente su nombre y personalidad verdaderos, y no era más consolador ser prendido por ateísmo que por sodomía. Tampoco olvidaba los cuidados a Han y las precauciones que tomó para sustraerlo a la justicia, lo que podía hacer de él, un día u otro, un rebelde digno de ser colgado. La prudencia recomendaba huir inmediatamente, pero no podía abandonar en aquellos momentos al prior.
Jean-Louis de Berlaimont moría lentamente, conforme a lo sabido sobre el curso habitual de su enfermedad. Había enflaquecido mucho, lo que aún se notaba más en un hombre que fue de complexión robusta. Al aumentar la dificultad para tragar, Sébastien Théus mandó preparar a la vieja Greete alimentos ligeros, jugos y jarabes, sacados de las antiguas recetas que fueron en otros tiempos honor de la casa Ligre. Aunque el enfermo se esforzaba por tomarlos con gusto, apenas los rozaba con los labios y Zenón sospechaba que sufría sin cesar de hambre. La extinción de la voz era casi total; el prior reservaba sus palabras para las comunicaciones más necesarias con sus subordinados y su médico. El resto del tiempo, escribía sus deseos o sus órdenes en trocitos de papel colocados encima de la cama, pero —como hizo observar una vez a Sébastien Théus— ya no tenía gran cosa que decir o escribir.
El médico había rogado que hablaran al enfermo lo menos posible de los sucesos de fuera, interesado en evitarle la narración de las barbaridades cometidas por el Tribunal de Disturbios que causaba estragos en Bruselas. Pero las noticias parecían filtrarse para llegar hasta él. Hacia mediados de junio, el novicio encargado del cuidado corporal del prior discutía con Sébastien Théus sobre la fecha en que le habían dado, por última vez, un baño de salvado que le refrescaba la piel y parecía proporcionarle por algún tiempo un cierto bienestar. El prior volvió hacia ellos su rostro grisáceo y murmuró con esfuerzo:
—Fue el lunes seis, el día en que ejecutaron a los dos condes.
Unas lágrimas rodaron silenciosamente por sus demacradas mejillas. Más tarde, Zenón se enteró de que Jean-Louis de Berlaimont se hallaba emparentado con Lamoral por parte de su difunta mujer. Pocos días después, el prior confió a su médico unas palabras de consuelo para la viuda del conde, Sabine de Baviera, a quien la inquietud y el dolor, según decían, habían llevado a un paso de la tumba. Sébastien Théus había cogido el papel para entregárselo a un mensajero cuando Pierre de Hamaere, que merodeaba por el pasillo, se interpuso, pues temía que su superior cometiese una imprudencia que pusiera en peligro al convento. Zenón le tendió la carta con desdén. El administrador se la devolvió tras haberla leído: no había nada peligroso en dar el pésame a la ilustre viuda y prometerle oraciones por el difunto. Madame Sabine era tratada con deferencia incluso por los mismos oficiales del rey.
A fuerza de pensar en el asunto que le preocupaba, Zenón se persuadió de que bastaría, para evitar lo peor, con enviar al hermano Florián a restaurar capillas a otra parte. Una vez solos, Cyprien y los novicios no se atreverían a celebrar sus asambleas nocturnas y, además, era posible recomendar a las Bernardinas que vigilaran mejor a las dos mujeres. El traslado de Florián dependía del prior, así que el filósofo acabó por decidirse a confiarle lo preciso para que actuase con premura. Esperó al día en que el enfermo se encontrara un poco mejor.
Ocurrió una tarde, a principios de julio, un día en que el obispo había acudido en persona para saber noticias del prior. Monseñor acababa de marcharse; Jean-Louis de Berlaimont, vestido con su sayal, se hallaba acostado y el esfuerzo que había hecho para recibir cortésmente a su ilustre visitante parecía haberle devuelto momentáneamente el ánimo y las fuerzas. Sébastien vio la bandeja de la comida casi intacta encima de la mesa.
—Le daréis las gracias de mi parte a esa buena mujer —dijo el religioso con voz menos débil que de costumbre—. He comido poco, es verdad —añadió casi alegremente—, pero no es malo que un fraile se vea obligado a ayunar.
—El obispo os habrá concedido una dispensa, supongo —dijo el médico con el mismo tono de broma.
El prior sonrió.
—Su Ilustrísima es un hombre muy culto, y yo creo que tiene también un gran corazón, pese a que yo fui de los que se opusieron a su real nombramiento, que se saltaba nuestras tradicionales costumbres. He tenido el gusto de recomendarle a mi médico.
—No busco otro empleo —respondió Sébastien Théus jovial.
El rostro del enfermo expresaba ya cansancio.
—No quiero quejarme, Sébastien —dijo pacientemente, molesto como siempre que hablaba de sus propios males—. Mis sufrimientos son muy tolerables… Pero tienen consecuencias penosas. Por ejemplo, dudo en si debo recibir o no la Santa Comunión… Podría darme tos, o hipo… Si algún paliativo consiguiera reducir un poco estas anginas…
—Las anginas se curan, señor prior —mintió el médico—. Contamos con este hermoso verano…
—Sin duda —repuso distraídamente el prior—. Sin duda…
Tendió su delgada muñeca. El fraile de guardia se había eclipsado momentáneamente y Sébastien Théus aprovechó la ocasión para decir que acababa de tropezarse con el hermano Florián por casualidad.
—Sí —dijo el prior, tal vez con interés de demostrar que aún conservaba memoria de los nombres—. Nos va a restaurar los frescos del coro. Carecemos de fondos para comprar pinturas nuevas…
Parecía como si creyese que el fraile de los pinceles y pinturas había llegado la víspera. Contrariamente a los rumores que circulaban por los pasillos del convento, Zenón pensaba que Jean-Louis de Berlaimont estaba en plena posesión de sus facultades, pero que éstas se hallaban, por decirlo así, interiorizadas. De repente, el prior le hizo seña de que se inclinara, como si quisiera confiarle un secreto, pero ya no era nada referente al hermano pintor.
—…La oblación de la que un día hablamos, amigo Sébastien… Pero no hay nada que sacrificar… Que más da que un hombre de mi edad viva o muera…
—A mí me importa que el prior viva —respondió el médico con firmeza.
Había renunciado a pedir ayuda. Cualquier recurso podía transformarse en delación. Los secretos podían escaparse por inadvertencia de unos labios cansados; incluso era posible que aquel hombre ya sin fuerzas diera pruebas de un rigor que, en circunstancias normales, no formaba parte de su naturaleza. Además, el incidente ocurrido con la esquela de pésame demostraba que el prior ya no era el dueño en el convento.
Zenón intentó de nuevo asustar a Cyprien. Le habló del desastre ocurrido a los agustinos de Gante, sobre el cual el fraile enfermero debía saber algo. El resultado no fue lo que él esperaba:
—Los agustinos son unos necios —dijo lacónicamente el joven franciscano.
Pero tres días más tarde, se acercó al médico con aspecto inquieto:
—El hermano Florián ha perdido un talismán que le había dado una gitana —dijo muy turbado—. Parece que ello puede acarrearnos grandes males. Si Mynheer, con los poderes que tiene…
—Yo no soy vendedor de amuletos —replicó Sébastien dando media vuelta.
Al día siguiente, en la noche del viernes al sábado, el filósofo trabajaba rodeado de sus libros cuando un objeto ligero cayó por la ventana abierta. Era una varita de avellano. Zenón se acercó a la ventana. Una sombra gris, de la que apenas distinguía el rostro, las manos y los pies descalzos, se mantenía allí abajo en actitud de llamada. Al cabo de un momento, Cyprien se fue y desapareció bajo el arco.
Zenón volvió a sentarse a la mesa temblando. Se había apoderado de él un violento deseo, al que sabía que no iba a ceder como en otros casos en que, a pesar de una resistencia incluso más fuerte, se sabe de antemano que uno va a abandonarse. No se trataba de seguir a aquel insensato hacia una vana orgía o una sesión nocturna de magia. Pero en su vida sin descanso, en presencia del lento trabajo de ruina que iba realizándose en las carnes del prior, y acaso en su alma, sentía ganas de olvidar, cerca de un cuerpo joven y cálido, los poderes del frío, de la perdición y de la noche. ¿Había que ver, en la testarudez de Cyprien, el deseo de atraerse a un hombre que podía serle útil y al que se suponía dotado de poderes ocultos? ¿Era un ejemplo más de la eterna seducción intentada por Alcibíades sobre Sócrates? Una idea más demente le vino a la imaginación. ¿No era posible que sus propios deseos, dominados en pro de unas investigaciones más eruditas que las de la carne, hubieran adoptado fuera de él aquella forma infantil y nociva? Extinctis luminibus: sopló la vela. Vanamente, como un anatomista y no como un amante, trató de imaginar con desprecio los juegos carnales de aquellos chiquillos. Se repitió que la boca, donde se destilan los besos, no es más que la caverna de las masticaciones, y que la huella de unos labios que acabamos de morder repugna en el borde de un vaso. Inútilmente imaginó a unos blancos gusanos apretados uno contra otro o a unas pobres moscas pegadas en la miel. Hiciera lo que hiciese, Idelette y Cyprien, François de Bure y Matthieu Aerts eran hermosos. El baño abandonado era de verdad un cuarto mágico; la alta llama sensual lo transmutaba todo, como la del atanor alquímico, y valía la pena arriesgarse a ser quemado en la hoguera. La blancura de los cuerpos desnudos relucía como esas fosforescencias que atestiguan las virtudes ocultas de las piedras.
Por la mañana, llegó la revulsión. El peor de los desenfrenos en un lenocinio valía más que aquellas tonterías de los Ángeles. Abajo, en la sala gris, en presencia de una anciana que venía todos los sábados a curarse las llagas de sus varices, riñó con crueldad a Cyprien por haber dejado caer la caja de las vendas. Nada insólito se leía en el rostro de párpados un poco hinchados. La invitación nocturna podía no haber sido más que un sueño.
Pero las señales que emanaban del grupito se impregnaban ahora de hostilidad e ironía. Una mañana, al entrar en la botica, el filósofo encontró en su mesa, bien a la vista, un dibujo demasiado hábil para provenir de Cyprien, quien apenas sabía coger una pluma para escribir su nombre. El espíritu fantástico de Florián se hallaba presente en aquel amasijo de figuras. Representaba uno de esos jardines de las delicias que pintan de cuando en cuando los pintores, en los que las buenas gentes ven la sátira del pecado y otros, más maliciosos, la fiesta de las audacias carnales. Una hermosa doncella se metía en una fuente en compañía de sus enamorados para bañarse en ella. Dos amantes se abrazaban detrás de una cortina, delatados tan sólo por la postura de sus pies descalzos. Un joven separaba con mano tierna las rodillas de un ser amado que se le parecía como un hermano. De la boca y del orificio secreto de un muchacho prosternado se elevaban hacia el cielo delicadas florescencias. Una mulata paseaba una frambuesa gigante en una bandeja. El placer hecho alegoría se convertía en un juego hechicero, en un escarnio peligroso. El filósofo rompió pensativamente la hoja.
Unos días más tarde le esperaba otra broma lasciva: habían sacado de un armario algunos zapatos viejos que se utilizaban para atravesar el jardín cuando había barro o nieve; aquellos zapatos, bien a la vista, cabalgaban unos encima de otros en un desorden obsceno. Zenón los dispersó de una patada; la burla era grosera. Más inquietante fue el objeto que halló una noche en su propia habitación. Era una piedra en la que habían dibujado toscamente una cara y unos atributos femeninos o tal vez hermafroditas; la piedra se hallaba rodeada de un mechón rubio. El filósofo quemó el mechón de pelo y tiró con desdén a un cajón aquella especie de muñeca mágica. Cesaron las persecuciones; él nunca se había rebajado a hablar de ellas a Cyprien. Empezaba a creer que las locuras de los Ángeles pasarían por sí solas, por la sencilla razón de que todo pasa.
Las calamidades públicas surtían de clientela al hospicio de Cosme. A los habituales pacientes venían a añadirse visitantes a los que pocas veces se veía en dos ocasiones seguidas: lugareños que arrastraban tras de sí un montón heteróclito de objetos recogidos a toda prisa la víspera de su huida, o sacados de alguna casa en llamas; mantas quemadas, edredones que dejaban escapar sus plumas, baterías de cocina, pucheros desportillados. Algunas mujeres llevaban sus niños envueltos en trapos sucios. Casi todos aquellos aldeanos, a los que la tropa había echado metódicamente de las aldeas rebeldes, mostraban cardenales y heridas, pero herida principal era simplemente el hambre. Algunos de ellos atravesaban la ciudad como un rebaño de trashumantes, sin saber en qué consistiría la etapa siguiente. Otros se dirigían a casa de algún pariente de aquella región, menos malparada que la suya, que aún poseía un techo y algún animal. Con la ayuda del hermano Luc, Zenón se las arregló para distribuir pan a los más hambrientos. Menos quejumbrosos, pero más inquietos, viajando generalmente solos o en grupitos de dos o tres, veíanse hombres de profesión u oficio, procedentes de las ciudades del interior y a los que probablemente perseguía el Tribunal de la Sangre. Aquellos fugitivos ostentaban buenos trajes burgueses, pero sus zapatos hechos trizas, sus pies hinchados y cubiertos de ampollas, delataban las largas caminatas a las que no estaban acostumbrados; ocultaban éstos su destino, pero Zenón sabía por la vieja Greete que casi todos los días salía algún barco de ciertos puntos aislados de la costa, con dirección a Inglaterra o a Zelanda, según lo permitiesen sus medios o el estado del viento. En el hospicio los curaban sin hacerles preguntas.
Sébastien Théus apenas dejaba solo al prior, pero podía confiar en los dos frailes, que habían acabado por aprender al menos los rudimentos del arte de curar. El hermano Luc era un hombre seco, cumplidor de su deber, y cuyo talento no iba más allá del trabajo inmediato que había que realizar. Cyprien no carecía de una especie de amable bondad.
Hubo que renunciar a adormecer los dolores del prior con derivados del opio. Éste rechazó un día su poción calmante.
—Comprendedme, Sébastien —murmuró inquieto, temiendo sin duda que el médico se resistiera—. No quisiera hallarme adormilado en el momento en que… Et invenit dormientes…
El filósofo aprobó con una seña. Su papel al lado del moribundo consistió en lo sucesivo en hacerle tragar unas cuantas cucharadas de caldo o en ayudar al hermano enfermero a levantar aquel cuerpo grande y descarnado que ya olía a cementerio. Regresaba tarde a San Cosme y se acostaba vestido, esperando de un momento a otro que una crisis de la enfermedad terminara por ahogar al prior, crisis de la que ya no saldría.
Una noche, creyó oír unos pasos rápidos que se acercaban a su celda a lo largo de las baldosas del pasillo. Se levantó precipitadamente y abrió la puerta. No había nadie. Corrió, sin embargo, al cuarto del prior.
Jean-Louis de Berlaimont se había incorporado en la cama, sostenido por la almohada y el cuadrante. Tenía los ojos muy abiertos y se volvió hacia el médico con lo que a éste le pareció una solicitud sin límites.
—¡Marchaos, Zenón! —articuló—. Después de que yo muera…
Un ataque de tos lo interrumpió. Trastornado, Zenón se volvió instintivamente para ver si el enfermero, que estaba sentado en su taburete, había oído algo. Mas el viejo dormitaba, bamboleando la cabeza. El prior, exhausto, cayó de medio lado sobre los cojines, presa de una especie de agitado letargo. Zenón se inclinó sobre él, latiéndole el corazón, tentado de despertarlo para obtener una palabra o una mirada más. Dudaba del testimonio de sus sentidos e incluso de su razón. Al cabo de un instante, se sentó junto a la cama. Después de todo, no era imposible que el prior hubiera sabido siempre su nombre.
El enfermo se movía con débiles sacudidas. Zenón le dio un masaje en las piernas, tal y como en otros tiempos le había enseñado la dama de Fröso. Aquel tratamiento era tan bueno como cualquier derivado del opio. Acabó por dormirse él también al borde del lecho, con la cabeza entre las manos.
Por la mañana bajó al refectorio para tomar un tazón de sopa tibia. Pierre de Hamaere estaba allí. La exclamación del prior había despertado casi supersticiosamente todas las inquietudes del alquimista. Llamó aparte a Pierre de Hamaere y le dijo a quemarropa:
—Espero que habréis puesto coto a las locuras de vuestros amigos.
Iba a hablar del honor y de la seguridad del convento. El administrador le ahorró aquel ridículo.
—No sé nada de toda esa historia —dijo violentamente.
Y se alejó con gran ruido de sandalias.
El prior recibió aquella noche la extremaunción por tercera vez. La pequeña estancia y la capilla contigua se hallaban llenas de frailes que sostenían cada uno una vela. Algunos lloraban. Otros se contentaban con asistir con decoro a la ceremonia. El enfermo, aletargado, trataba de respirar lo menos penosamente posible y miraba como sin verlas las llamitas amarillas. Cuando finalizaron las letanías de los agonizantes, los asistentes salieron en fila, dejando allí tan sólo a dos frailes con su rosario. Zenón, que se había mantenido apartado, volvió a ocupar su puesto habitual.
El tiempo de las comunicaciones verbales, incluso las más breves, había pasado ya; el prior se limitaba a pedir por señas un poco de agua, o el orinal que estaba colgado en una esquina de la cama. En el interior de aquel mundo en ruinas, como un tesoro bajo un montón de escombros, le parecía a Zenón que aún subsistía un espíritu, con el que quizá fuera posible permanecer en contacto más allá de las palabras. Continuaba cogiendo la muñeca del enfermo, y aquel débil contacto parecía suficiente para pasarle al prior un poco de fuerza, y para recibir a cambio un poco de serenidad. De cuando en cuando, el médico, recordando la tradición según la cual el alma de un hombre que se va flota por encima de él como una pavesa envuelta en niebla, miraba a la penumbra, mas lo que en ella veía no era probablemente otra cosa que el reflejo en el cristal de una vela encendida. Al llegar la madrugada, Zenón retiró su mano; había llegado el momento de dejar que el prior avanzara solo hacia las últimas puertas, o acaso acompañado por las figuras invisibles a las que había debido conjurar en su agonía. Un poco más tarde, el enfermo pareció agitarse como si estuviera a punto de despertar; los dedos de su mano izquierda parecían buscar vagamente algo sobre su pecho, en el lugar en donde, en otro tiempo, Jean-Louis de Berlaimont había llevado seguramente el toisón de oro. Zenón advirtió en la almohada un escapulario con el hilo desatado. Lo volvió a colocar en su sitio; el moribundo apoyó en él dos dedos con aire de contento. Sus labios se movían sin hacer ruido. A fuerza de aguzar el oído, Zenón acabó, empero, por oír, repetida sin duda mil veces, el final de una oración:
—…nunc et in hora mortis nostrae.
Pasó una media hora; el médico pidió a los dos frailes que se ocuparan de los cuidados que habían de darse al cuerpo.
Asistió a los funerales del prior desde una de las naves laterales de la iglesia. La ceremonia atrajo a mucha gente. Reconoció, en primera fila, al obispo y, muy cerca de éste, apoyado en un bastón, a un anciano medio impedido aunque robusto y que no era sino el canónigo Bartholommé Campanus, quien había adquirido prestancia y aplomo con la vejez. Los frailes, con sus capuchas, se parecían todos. François de Bure manejaba un incensario; tenía verdaderamente un rostro de ángel. La aureola o la mancha de color vivo del manto de una santa brillaba por entre los frescos restaurados del coro.
El nuevo superior era un personaje bastante apagado, pero de una gran piedad, y pasaba por ser un hábil administrador. Se rumoreaba que, siguiendo los consejos de Pierre de Hamaere, que había influido en su elección, probablemente mandaría cerrar en breve el hospicio de San Cosme, por juzgarlo en exceso dispendioso. Puede que también se hubiera enterado de los favores prestados a los fugitivos del Tribunal de Disturbios. No obstante, todavía no le habían hecho ninguna observación al médico. Poco importaba: Zenón se hallaba decidido a desaparecer en cuanto acabaran las exequias del prior.
Esta vez, no se llevaba nada. Dejaría tras de sí sus libros, que por lo demás ya casi no consultaba. Sus manuscritos no eran tan valiosos, ni tan comprometedores como para que tuviese que llevarlos consigo en lugar de permitir que acabaran, un día u otro, en la estufa del refectorio. Como corría la estación cálida, decidió dejar también su hopalanda y su ropa de invierno. Una simple casaca encima de su mejor traje bastaría. Metería en una bolsa sus instrumentos de médico envueltos en ropa y unos cuantos medicamentos costosos y difíciles de encontrar. En el último momento, metió asimismo sus dos viejas pistolas de arzón. Cada detalle de aquella reducción a lo esencial había sido objeto de largas deliberaciones. No le faltaba dinero: aparte del poco que había ahorrado Zenón para el viaje de los parcos emolumentos que le pagaba el convento, el viejo fraile enfermero le había entregado de parte del prior, unos días antes de su muerte, un paquete que contenía la bolsa de donde, en otro tiempo, había sacado el dinero para Han. El prior no parecía haberla vuelto a tocar desde entonces.
Su primera intención había sido pedir prestada la carreta al hijo de Greete, para llegar a Amberes y pasar de allí a Zelanda o a Güeldres, que se habían rebelado abiertamente contra la autoridad real. Pero si las sospechas caían sobre él tras su partida, más valía que aquella anciana y su hijo el carretero no se vieran comprometidos en nada. Tomó la decisión de ir a pie hasta la costa y hacerse allí con una barca.
La víspera de su partida, intercambió por última vez unas palabras con Cyprien, a quien halló canturreando en la botica. El muchacho tenía un aspecto de apacible contento que lo exasperó.
—Me gustaría creer que habéis renunciado a vuestros placeres en este período de luto —le dijo el médico sin más preámbulos.
—A Cyprien ya no le importan las asambleas nocturnas —dijo el joven fraile con un mohín infantil que solía poner cuando hablaba de sí mismo, como si se tratara de otra persona—. Se ve él solo con la Bella, y a pleno sol.
No se hizo mucho de rogar para explicar cómo había descubierto, a las orillas del canal, un jardín abandonado, cómo había forzado la verja y cómo acudía allí Idelette algunas veces para reunirse con él. La mulata vigilaba, oculta detrás de una tapia.
—¿Habéis pensado en tener cuidado de no dejar embarazada a la Bella? Vuestra vida puede depender de una indiscreción de recién parida.
—Los Ángeles no conciben ni dan a luz —dijo Cyprien con el tono falsamente seguro del que recita unas fórmulas aprendidas.
—¡Ah! ¡Dejad, os lo ruego, ese lenguaje de bigardo! —dijo el médico ya harto.
La noche que precedió a su salida de la ciudad cenó, como a menudo hacía, con el organista y su buena mujer. Después de la cena, el organista lo llevó, como tenía por costumbre, a escuchar los fragmentos que pensaba tocar el domingo siguiente en el órgano de San Donaciano. El aire encerrado en los tubos sonoros se dilataba por la nave, más armonioso y potente que ninguna voz humana. Durante toda la noche, tendido por última vez en el lecho de su celda de San Cosme, Zenón entonó una y otra vez cierto motete de Roland de Lassus, mezclado con sus proyectos para el futuro. Era inútil salir demasiado temprano, pues las puertas de la ciudad no se abrían hasta la salida del sol. Escribió una esquela explicando que uno de sus amigos se había puesto enfermo en una localidad vecina y lo había llamado con urgencia; que sin duda se hallaría de vuelta en menos de una semana. Siempre hay que reservarse las probabilidades de regresar. Cuando se deslizó fuera del hospicio con precaución, la calle estaba ya llena de una luz gris, de alba de verano. El pastelero, que abría las puertas de su tienda, fue el único que lo vio salir.