Un lunes de mayo, festividad de la Santísima Sangre, Zenón despachaba su comida, como de costumbre, en la posada del Grand Cerf. Estaba sentado solo en un rincón oscuro. Las mesas y los bancos situados cerca de las ventanas que daban a la calle se hallaban, al contrario, especialmente llenos de gente, pues se podía ver la procesión desde allí. La patrona de una casa de trato, que dirigía en Brujas un conocido burdel, y a la que por su corpulencia apodaban La Calabaza, ocupaba una de aquellas mesas en compañía de un hombrecillo pálido que pasaba por ser su hijo y de dos mozas de su establecimiento. Zenón sabía quién era la Calabaza por las recriminaciones de una muchacha tímida que a veces iba a pedirle una receta contra su tos. Aquella criatura no paraba de hablar de las villanías que le hacía la patrona, que la explotaba y, además, le robaba su ropa fina.
Un grupito de guardias valones, que acababan de rendir honores a la puerta de la iglesia, entró allí para comer. La mesa de La Calabaza le gustó al oficial, quién ordenó a aquellas gentes que se largaran. El presunto hijo y las furcias no se lo hicieron repetir dos veces, pero La Calabaza tenía el corazón lleno de orgullo y se negó a moverse de su sitio. Empujada por un guardia, que trataba de hacerla levantar, se agarró a la mesa y volcó los platos que en ella había; una bofetada del oficial dejó una huella lívida en la gruesa mejilla amarillenta. Chillando, mordiendo y agarrándose a los bancos y al montante de la puerta, tuvieron que arrastrarla los guardias para sacarla fuera. Uno de ellos, con el propósito de hacer reír a la gente, la pinchaba en broma con la punta del estoque. El oficial, instalado en el sitio conquistado, daba órdenes desdeñosamente a la sirvienta que estaba limpiando el suelo.
Nadie hizo ademán de levantarse. Algunos soltaron unas cuantas risotadas por cobarde complacencia, aunque la mayoría, al contrario, volvía la vista o refunfuñaba, metiendo las narices en el plato. Zenón presenció la escena con una mueca de repugnancia: La Calabaza era despreciada por todos; suponiendo que hubiese podido luchar contra la brutalidad soldadesca, la ocasión era desfavorable y el defensor de la opulenta mujer no hubiera recolectado más que rechiflas. Más tarde se supo que la alcahueta había sido azotada por atentar contra la paz ciudadana y llevada de nuevo a su casa. Ocho días después, atendía su burdel como de costumbre, enseñando, a quien quisiera verlas, sus cicatrices.
Cuando Zenón fue a cumplir con su deber cerca del prior, que guardaba cama, cansado de haber seguido la procesión a pie, lo halló al tanto del incidente. Zenón le contó lo que había visto con sus propios ojos. El religioso suspiró, dejó la taza de hierbas y dijo:
—Esa mujer es un desecho de su sexo, y no os desapruebo por haber mantenido cerrada la boca. Mas ¿acaso hubiera protestado alguien si se hubiera tratado de una santa? Esa Calabaza es lo que es y, no obstante, hoy tenía la justicia a su favor, o sea a Dios y a sus ángeles.
—Dios y sus ángeles no intervinieron en su favor —dijo evasivamente el médico.
—Lejos de mi intención poner en duda los santos prodigios de la Escritura —dijo el religioso calurosamente—, pero, en nuestros días, amigo mío (y ya he pasado de los sesenta años) jamás vi que Dios interviniera directamente en nuestros asuntos terrenales. Dios delega en nosotros y sólo actúa a través de nosotros, pobres hombres.
Buscó en el cajón de un bargueño dos hojas cubiertas de una escritura apretada y se las entregó al doctor Théus.
—Ved —le dijo—. Mi ahijado, el Señor de Withen, es un patriota y me tiene al corriente de las atrocidades que sólo sabemos cuando ya es demasiado tarde y la emoción ha muerto, o bien las sabemos en seguida, pero edulcoradas con mentiras. Nuestra imaginación es débil, querido médico. Nos inquietamos, y con razón, por una alcahueta maltratada, porque esas sevicias se cometen ante nuestros ojos, pero hay monstruosidades que se están cometiendo a diez leguas de aquí y que no me impiden acabar tranquilamente esta infusión de malvavisco.
—La imaginación de Vuestra Reverencia es lo bastante poderosa como para hacer temblar sus manos y derramar ese poco de tisana —observó Sébastien Théus.
El prior limpió con el pañuelo su hábito de lana gris.
—Cerca de trescientos hombres y mujeres, declarados rebeldes a Dios y al príncipe, han sido ejecutados en Armentières —murmuró como de mala gana—. Empezad a leer, amigo mío.
—Las pobres gentes a quienes cuido saben ya las consecuencias de Armentières —dijo Zenón, y devolvió la carta al prior—. En cuanto a los demás abusos de que se habla en esta carta, constituyen el tema de conversación en el mercado y en las tabernas. Las noticias vuelan a ras de tierra. Vuestros burgueses y hombres importantes, metidos dentro de sus casas, oyen todo lo más algún rumor.
—Sí que oyen —dijo el prior con una cólera triste—. Ayer, después de la misa, cuando me hallaba en compañía de mis colegas eclesiásticos en el atrio de la iglesia de Nuestra Señora, me atreví a decir unas palabras sobre los asuntos públicos. Nadie había, entre aquellas gentes, que no aprobara los fines, ya que no los medios, de los tribunales de excepción o que, a lo más, protestara blandamente contra sus excesos sangrientos. Dejo aparte al cura de San Gil: éste manifiesta que somos muy capaces de quemar nuestros propios herejes sin que los extranjeros nos vengan a enseñar cómo debemos hacerlo.
—Se halla dentro de las buenas tradiciones —dijo Sébastien Théus con una sonrisa.
—¿Acaso soy yo menos ferviente católico que él y menos piadoso? —exclamó el prior—. No hay nadie que navegue durante toda la vida sin odiar a las ratas que roen las obras vivas del barco. Pero el fuego, el infierno y la fosa común no hacen más que endurecer a quienes los infligen, a quienes asisten a ellos como si de teatro se tratara y a quienes los sufren. De este modo, los contumaces se convierten en mártires. Es una burla, señor médico. El tirano se las arregla para diezmar a nuestros patriotas con el pretexto de vengar a Dios.
—¿Vuestra Reverencia aprobaría estas ejecuciones si las juzgara eficaces para restablecer la unidad de la Iglesia?
—No me tentéis, amigo mío. Tan sólo sé que nuestro padre Francisco, que murió tratando de apaciguar las discordias civiles, hubiera aprobado a nuestros gentileshombres flamencos por trabajar en un convenio.
—Esos mismos señores han creído poder pedirle al Rey que se arrancaran los carteles que publicaban el anatema contra el hereje en el Concilio de Trento —dijo dubitativamente el médico.
—¿Y por qué no? —exclamó el prior—. Esos carteles, protegidos por la tropa, insultan nuestras libertades cívicas. A todo el que está descontento le colocan la etiqueta de protestante. ¡Que Dios me perdone! Tal vez hayan sospechado que la alcahueta de quien antes hablábamos siente inclinaciones evangélicas… En cuanto al Concilio, sabéis muy bien, igual que yo, lo que pesaron en sus deliberaciones las discretas voluntades de nuestros príncipes. Al emperador Carlos le inquietaba sobre todo la unidad del Imperio, lo que es natural. El rey Felipe piensa en la supremacía de las Españas. ¡Ay! De no haberme percatado yo muy pronto de que toda política de corte no es más que astucia y contraastucia, abuso de palabras y abuso de poderes, tal vez no hubiera hallado en mí la fortaleza suficiente para dejar el mundo y entregarme al servicio de Nuestro Señor.
—Vuestra Reverencia habrá sufrido grandes reveses, sin duda —dijo el doctor Théus.
—¡Nada de eso! —repuso el prior—. He sido un cortesano bien considerado por su señor, negociante más afortunado de lo que mis pobres talentos merecían, marido dichoso de una piadosa y buena mujer. He sido un privilegiado en este mundo tan lleno de males.
Su frente se humedecía de sudor, lo que le pareció al médico sintomático de debilidad. Volvió hacia el doctor Théus su rostro preocupado.
—¿Decíais que las pobres gentes de quienes os ocupáis siguen con simpatía los movimientos de la supuesta Reforma?
—Ni he dicho ni he observado nada semejante —dijo precavido Sébastien—. Vuestra Reverencia no ignora que quienes sustentan opiniones comprometedoras saben guardar silencio de ordinario —añadió con un ligero tono de ironía—. Bien es verdad que la frugalidad evangélica tiene a veces su atractivo para algunos de esos pobres, pero la mayoría son buenos católicos, aunque sólo sea por costumbre.
—Por costumbre —repitió con dolor el religioso.
—En cuanto a mí —dijo con tono frío el doctor Théus, optando por extender su charla con objeto de dejar al prior tiempo suficiente para que se calmaran sus emociones—, lo que yo veo en todo esto es la eterna confusión de los asuntos humanos. El tirano produce horror a los corazones bien nacidos, mas nadie niega que Su Majestad reina legítimamente en los Países Bajos, heredados de una antepasada que fue la heredera y el ídolo de Flandes. No me detengo a examinar si es justo que se pueda legar un pueblo como si fuera un aparador. Nuestras leyes son así. Los gentileshombres que, por demagogia, adoptan el nombre de «mendigos» son unos Janos, traidores al rey del que son vasallos, y héroes y patriotas para las multitudes. Por otra parte, las intrigas entre príncipes y las disensiones entre ciudades son tales que muchas mentes circunspectas prefieren las exacciones de los extranjeros al desorden que seguiría a su derrota. El español persigue salvajemente a los presuntos reformados, pero la mayoría de los patriotas son buenos católicos. Estos reformados se enorgullecen de la austeridad de sus costumbres, pero su jefe en Flandes, el Señor de Brederode, es un bribón libertino. La gobernadora, que tiene interés en conservar su puesto, promete la supresión de los Tribunales de la Inquisición y anuncia al mismo tiempo la instalación de otras cámaras de justicia que enviarán a los herejes a la hoguera. La Iglesia insiste caritativamente para que aquellos que se confiesen in extremis sólo se vean sometidos a una muerte sencilla, empujando de la suerte a estos desgraciados al perjurio y al mal uso de los sacramentos. Los evangelistas, por su parte, degüellan en cuanto pueden a los pocos y miserables anabaptistas que quedan. El estado eclesiástico de Lieja, que, por definición, se halla a favor de la Santa Iglesia, se enriquece proporcionando abiertamente armas a las tropas reales, y subrepticiamente a los «mendigos». Todos odian a los soldados a sueldo del extranjero, tanto más cuanto que, al ser escasa la paga, se resarcen sobre los hombros del ciudadano, pero las pandillas de bandidos que recorren los campos debido a los disturbios obligan a los burgueses a reclamar la protección de picas y alabardas. Estos burgueses, preocupados por sus franquicias, ponen mala cara por principio a la monarquía y asimismo a la nobleza, pero los herejes se producen, en su mayor parte, entre el pueblo llano y todo burgués aborrece a los pobres. Entre ese derroche de palabras, algarabía de armas y, en ocasiones, buen ruido de escudos, lo que menos se oye son los gritos de aquellos a quienes rompen los huesos o torturan con las tenazas. Así es el mundo, señor prior.
—Durante la misa mayor —dijo melancólicamente el superior— he rezado, conforme al uso, por la prosperidad de la Gobernadora y de Su Majestad. En lo que concierne a la Gobernadora, aún pase: Madame es una mujer bastante buena, que trata de hallar un acomodo entre el hacha y el tajo. Pero ¿por qué he de rezar por Herodes? ¿Hay que pedir a Dios la prosperidad del cardenal de Granvelle en su refugio que, por lo demás, es simulado, y desde el cual continúa hostigándonos? La religión nos obliga a respetar a las autoridades establecidas y yo no la contradigo. Mas la autoridad también se delega y, cuanto más abajo llegamos, más grosero es el rostro que adopta y en el que casi se marca grotescamente la huella de nuestros crímenes. ¿Tengo que llegar en mi oración hasta pedir por la salvación de los guardias valones?
—Vuestra Reverencia puede rezar a Dios para que ilumine a los que nos gobiernan —dijo el médico.
—Necesito, sobre todo, que me ilumine a mí —dijo el franciscano compungido.
Zenón desvió la conversación hacia las necesidades y desembolsos del hospicio, ya que aquella charla sobre los sucesos políticos agitaba demasiado al religioso. En el momento de despedirse, sin embargo, el prior lo retuvo, haciéndole una seña para que cerrara por prudencia la puerta de la celda.
—No necesito recomendaros que tengáis circunspección —dijo—. Ya veis que nadie se halla situado ni tan alto ni tan bajo como para evitar las sospechas y ultrajes. Que nadie se entere de nuestra conversación.
—A menos de que me ponga a hablar con mi sombra… —dijo el doctor Théus.
—Estáis estrechamente asociado a este convento —recordó el religioso—. Repetíos bien que hay mucha gente en esta ciudad, e incluso dentro de estos muros, a quienes no disgustaría acusar al prior de los Franciscanos de rebelión y herejía.
Aquellas conversaciones se renovaron con harta frecuencia. El prior parecía estar ávido de ellas. Aquel hombre que tan respetado creía Zenón parecía estar más solo y amenazado que él mismo. En cada una de sus visitas, el médico leía con mayor claridad en el rostro del religioso los estragos de un mal indefinible que socavaba sus fuerzas. La angustia y la compasión que en el prior provocaba la miseria de aquellos tiempos podían ser la única causa de aquel declive inexplicable. Puede que, al contrario, fueran efecto y marca de una constitución demasiado quebrantada para soportar las crueldades de este mundo con la robusta indiferencia con que las soportan la mayoría de los hombres. Zenón persuadió a Su Reverencia de que tomara todos los días unos reconstituyentes mezclándolos con el vino. El prior los tomaba por complacerle.
También el médico apreciaba aquellos intercambios de frases corteses y, sin embargo, casi exentas de mentira. No obstante, salía de allí con la impresión de una vaga impostura. Una vez más, del mismo modo que uno se obliga a hablar latín en la Sorbona, había tenido que adoptar, para que lo escucharan, un lenguaje ajeno que desnaturalizaba su pensamiento, aunque adoptase todos sus giros e inflexiones. En este caso, su lenguaje era el de un cristiano deferente, si no devoto, y el de un súbdito leal pero inquieto por el presente estado del mundo. Una vez más, y teniendo en cuenta las opiniones del prior por respeto, aún más que por prudencia, aceptaba partir de unas premisas sobre las que él, en su interior, se hubiera negado a construir nada. Relegando sus propias preocupaciones, se obligaba a mostrar una sola faceta de su espíritu, siempre la misma, la que reflejaba a su amigo. Esta falsedad inherente a las relaciones humanas y que se había convertido en una segunda naturaleza para él, le molestaba en ese libre trato que se había establecido entre dos hombres desinteresados. Al prior le hubiera sorprendido mucho comprobar cuan poco lugar ocupaban ciertos temas ampliamente debatidos en su celda en las cogitaciones solitarias del doctor Théus. No es que la crueldad dejara indiferente a Zenón, pero había vivido demasiado tiempo en un mundo de fuego y de sangre como para experimentar, ante esas nuevas pruebas del furor humano, el sobrecogimiento de dolor que sentía el prior de los Franciscanos.
En cuanto a sus propios peligros, le parecía que por el momento habían disminuido, en lugar de aumentar, con las perturbaciones públicas. Nadie se acordaba del insignificante Sébastien Théus. Aquella clandestinidad que los adeptos a la magia juraban guardar en interés de su ciencia lo envolvía por el peso de las circunstancias. Él era en verdad invisible.
Una noche de aquel mismo verano, a la hora del toque de queda, subió otra vez al desván, tras haber cerrado la puerta con llave como de costumbre. El hospicio cerraba al tocar el ángelus: tan sólo una vez, en ocasión de una epidemia durante la cual el hospicio de San Juan rebosaba de enfermos, asumió el médico la responsabilidad de instalar unos jergones en el hospicio y de dejar a los que tuvieran fiebre en la sala de abajo. El hermano Luc, encargado de lavar los suelos, se había marchado ya con sus cubos y bayetas. De repente, Zenón oyó el ruidito de un puñado de piedrecillas que daba en los cristales; aquello le recordó tiempos lejanos, cuando él corría a reunirse con Colas Gheel después de haber oído la última campanada de la noche. Se vistió y bajó.
El que llamaba era el hijo del herrero de la calle de la Lana. El tal Josse Cassel le explicó que uno de sus primos, nacido en Saint-Pierre-lez-Bruges, tenía rota la pierna a consecuencia de las coces de un caballo que llevaba a herrar a casa de su tío; yacía en muy mal estado, en un cuartucho situado detrás de la herrería. Zenón cogió lo que necesitaba y siguió a Josse por las calles. Al llegar a un cruce, toparon con la ronda, que los dejó pasar en cuanto Josse hubo explicado que había ido a buscar al médico para su padre, pues éste acababa de machacarse los dedos de un martillazo. Aquella mentira dio que pensar al médico.
El herido se hallaba tendido en una cama improvisada. Era un rústico de unos veinte años, una suerte de lobo rubio, con los cabellos pegados a las mejillas por el sudor, medio desvanecido por el sufrimiento y por la pérdida de sangre. Zenón le administró un tónico y examinó la pierna; los huesos sobresalían de la carne por dos puntos, y la carne a su vez colgaba hecha jirones. Nada en aquel accidente recordaba los efectos de una coz; las marcas de las herraduras no se veían por ninguna parte. La prudencia, en un caso semejante, exigía la amputación, pero el herido, al ver que el médico estaba pasando por el fuego la hoja de la sierra, se reanimó lo suficiente para ponerse a aullar. El herrero y su hijo estaban apenas menos inquietos, pues tenían miedo de que, si la operación terminaba mal, iban a encontrarse con un cadáver entre las manos. Cambiando de plan, Zenón decidió tratar de reducir primero la fractura.
El muchacho apenas ganaba con ello: el esfuerzo de estirar la pierna para colocar los huesos en su sitio le arrancó unos gritos como si lo estuvieran torturando. El médico tuvo que abrir más la llaga con la navaja de afeitar y meter en ella la mano para buscar las esquirlas. Después, lavó la superficie con un vino fuerte que, por suerte, tenía el herrero en una jarra. El padre y el hijo se afanaban preparando vendas y tablillas. Hacía un calor horrible en aquel cuchitril, pues los dos hombres hablan tapado cuidadosamente todas las rendijas que en el cuarto había para que no oyesen gritar al herido.
Zenón dejó la calle de la Lana muy incierto del resultado. El muchacho estaba muy mal y sólo el vigor de la juventud permitía albergar esperanzas. El médico volvió después todos los días, tan pronto muy de mañana como, al contrario, tras el cierre del hospicio, para regar las llagas con un vinagre que desinfectaba las sanies. Más tarde las ungió con agua de rosas para evitar el exceso de sequedad y la inflamación de los labios. Evitaba cuanto podía las horas nocturnas en que sus idas y venidas hubieran podido llamar la atención. Aunque el padre y el hijo siguieran afirmando que era cierta la historia de las coces, se daba por supuesto que más valía guardar silencio sobre el asunto.
Al llegar el décimo día se formó un absceso; la carne se hizo esponjosa y la fiebre, que nunca había dejado al enfermo, subió como una llama. Zenón lo tenía a dieta estricta. Han deliraba pidiendo de comer. Una noche, sus músculos se contrajeron con tal violencia que la pierna rompió sus tablillas. Zenón se dijo que, por compasión cobarde, no había apretado tanto como era preciso las tablillas. Hubo que tumbar de nuevo al herido y reducir. El dolor podía ser más agudo que la primera vez, pero Zenón envolvió al enfermo en una nube de opio y así pudo soportarlo mejor. Al cabo de siete días los tubos de drenaje habían vaciado el absceso y la fiebre acabó entre abundantes sudores. Zenón salió de la herrería con el corazón contento, con la impresión de que le había ayudado la fortuna, sin la cual cualquier pericia resulta vana. Durante aquellas tres semanas, le parecía haber puesto continuamente todas sus fuerzas al servicio de esta curación, pese a sus otras preocupaciones y trabajos. Aquella perpetua atención se parecía mucho a lo que el prior llamaba estado de oración.
Pero ciertas confesiones habían escapado de labios del herido cuando deliraba. Josse y el herrero acabaron por confirmar y completar de buen grado la comprometedora historia. Han procedía de una pobre aldea, cerca de Zevekote, a tres leguas de Brujas, donde recientemente habían ocurrido los sangrientos sucesos que todo el mundo conocía. Todo había empezado con los sermones de un predicador, que había soliviantado al pueblo. Aquellos rústicos, descontentos del cura, que no se andaba con bromas en lo tocante a impuestos, habían invadido la iglesia martillo en mano, rompiendo las estatuas del altar y la Virgen que se sacaba en procesión, apoderándose de los faldones bordados, el manto y la aureola de latón de Nuestra Señora, así como de los pobres tesoros de la sacristía. Una escuadra, al mando de un capitán llamado Julián Vargas, acudió inmediatamente para reprimir aquellos desórdenes. La madre de Han, en cuya casa hallaron un pedazo de raso bordado de perlas, fue asesinada a golpes, tras las acostumbradas violencias, pese a que la buena mujer ya no tuviese edad para ello. Echaron a las demás mujeres y niños, que se dispersaron por el campo. Mientras colgaban a unos cuantos hombres de la aldea, el capitán Vargas cayó al suelo, soltando los estribos, herido en la frente por una bala de arcabuz. Alguien había disparado por el ventanillo de un granero; los soldados buscaron por todas partes y clavaron las lanzas en los almiares, sin encontrar a nadie; finalmente, prendieron fuego al granero. Seguros de haber achicharrado al asesino, se retiraron después llevándose el cadáver de su capitán atravesado en la silla de su caballo, así como unas cuantas cabezas de ganado confiscado.
Han había saltado del tejado, rompiéndose la pierna al caer. Apretando los dientes, se había acercado a rastras hasta un montón de paja e inmundicias a orillas del estanque, y allí se había quedado escondido, hasta que se fueron los soldados, temiendo que el fuego se propagara a su miserable refugio. Al llegar la noche, unos campesinos de una granja cercana acudieron para ver lo que podían sacar del pueblo desierto, y lo descubrieron allí, al oír sus quejas que ya no podía contener. Aquellos merodeadores tenían buen corazón, decidieron meter a Han bajo la lona de una carreta y lo enviaron a la ciudad, a casa de su tío. Llegó allí sin conocimiento. Pieter y su hijo se preciaban de que nadie había visto entrar el carro en el patio de la calle de la Lana.
Como lo creían muerto en el granero incendiado, Han se hallaba a cubierto de persecuciones, pero esa seguridad dependía del silencio de los campesinos que, de un momento a otro, podían hablar de grado y, sobre todo, por fuerza. Peter y Josse arriesgaban su vida albergando a un rebelde profanador de imágenes, y el peligro que el médico corría no era menor. Seis semanas más tarde, el convaleciente andaba a saltitos ayudándose con una muleta, aunque las adherencias de la cicatriz aún le dolían mucho. El padre y el hijo suplicaron al médico que les librara del muchacho, que, además, no era de esos a quienes se les toma cariño: su larga reclusión lo había tornado quejica y huraño. Estaban hartos de oírle contar su única proeza, y el herrero, que le guardaba rencor por haberle soplado su preciado vino y su cerveza, se puso rabioso al oír que aquel sinvergüenza le había pedido a Josse que le proporcionara una muchacha. Zenón comprendió que Han estaría mejor escondido en una gran ciudad como Amberes, en donde quizá pudiera, una vez curado del todo, alcanzar en la otra orilla del Escalda a las pequeñas bandas de rebeldes del capitán Hendrik Thomaszoon y del capitán Sonnoy, quienes emboscados en sus edificios, a lo largo de las costas de Zelanda, hostigaban lo mejor que podían a las tropas reales.
Pensó en el hijo de la vieja Greete, quien, como carretero, hacía todas las semanas un viaje con sus fardos y sus sacos. Éste, una vez al tanto de la confidencia, consintió en llevar consigo al muchacho y dejarlo en lugar seguro. Aun así, hacía falta algún dinero para el viaje. Pieter Cassel, a pesar de la prisa que tenía por quitarse de encima al sobrino, dijo que no tenía ni un cuarto más para gastarse en él. Zenón no poseía nada. Tras algunas vacilaciones, se encaminó a ver al prior.
El santo varón terminaba de decir misa en el capilla contigua a su celda. Tras el Ite, missa est y las oraciones de acción de gracias, Zenón le pidió una entrevista y le contó, sin ocultarle nada, la aventura.
—Os habéis expuesto a grandes peligros esta vez —le dijo el prior.
—En este mundo tan confuso, existen unas prescripciones bastante claras —dijo el filósofo—. Mi oficio es curar.
El prior se mostró conforme.
—Nadie llora a Vargas —continuó—. ¿Os acordáis, señor, de los insolentes soldados que llenaban las calles en la época en que vos llegasteis a Flandes? Con diversos pretextos, dos años después de haber concluido la guerra con Francia, el rey seguía imponiéndonos la presencia de ese ejército. ¡Dos años! Ese Vargas se había quedado sirviendo aquí para continuar ejerciendo sobre nosotros su brutalidad, que tan odioso lo había hecho a ojos de los franceses. No podemos alabar al joven David de las Escrituras sin aplaudir a ese muchacho a quien habéis curado.
—Hay que confesar que es un buen tirador —dijo el médico.
—Me gustaría creer que Dios guio su mano. Pero un sacrilegio es un sacrilegio. ¿Reconoce ese Han haber participado en la destrucción de las imágenes?
—Él asegura que sí, mas yo veo, sobre todo, en sus jactancias la expresión disimulada del remordimiento —dijo prudentemente Sébastien Théus—. Interpreto del mismo modo ciertas palabras que dejó escapar cuando deliraba. Unas cuantas predicaciones no han podido borrar en el muchacho todo recuerdo de sus antiguas Avemarías.
—¿Os parecen mal fundados esos remordimientos?
—¿Vuestra Reverencia hace de mí un luterano? —preguntó el filósofo con débil sonrisa.
—No, amigo mío, temo que no tengáis bastante fe para ser un hereje.
—Hay quien sospecha de las autoridades, acusándolas de implantar en los pueblos a esos predicadores, verdaderos o falsos —prosiguió inmediatamente el médico desviando prudentemente la conversación hacia otros derroteros que no fueran la ortodoxia de Sébastien Théus—. Nuestros gobernantes provocan estos excesos para extremar después el rigor con mayor facilidad.
—Conozco muy bien, es cierto, las astucias del Consejo de España —dijo el religioso con cierta impaciencia—. Mas ¿debo explicaros mis escrúpulos? Soy el último en desear que a un pobre desgraciado lo quemen vivo por unas sutilezas teológicas que no entiende, pero hay en esos actos contra Nuestra Señora un tufillo de Infierno. Si al menos se tratara de uno de esos santos, como Jorge o Catalina, cuya existencia es puesta en duda por nuestros doctos y que tanto encantan a la piedad inocente del pueblo… Será porque nuestra Orden exalta especialmente a esa alta Diosa (así la llama un poeta que leí en mi juventud) y asegura que se halla indemne del pecado de Adán, o porque me emociona más de lo que yo quisiera el recuerdo de mi pobre mujer, que llevaba con gracia y humildad tan hermoso nombre… Ningún crimen contra la fe me ofende tanto como un ultraje a esa María que llevó en su seno a la Esperanza del mundo, a esa criatura anunciada desde el alba de los tiempos y que es nuestra abogada en el cielo…
—Creo comprender vuestro razonamiento —dijo Sébastien Théus al ver que afluían las lágrimas a los ojos del prior—. Sufrís porque un hombre brutal ose levantar su mano contra la forma más pura que ha adoptado, según vos, la bondad divina. Los judíos (traté a algunos médicos pertenecientes a ese pueblo) me hablaron así de la shejiná, que significa la presencia de Dios… Bien es verdad que sigue siendo para ellos un rostro invisible… Pero puestos a darle a lo Inefable una apariencia humana, no veo por qué no íbamos a prestarle unos rasgos de mujer, sin lo cual reducimos a la mitad la naturaleza de las cosas. Si los animales del bosque poseen algún sentido de los sagrados misterios (¿y quién sabe lo que pasa por dentro de esas criaturas?) imaginan seguramente, al lado del Ciervo divino, una Cierva inmaculada. ¿Esta idea ofusca al prior?
—No más que la imagen del cordero sin mancha. Y María ¿no es asimismo una Purísima Paloma?
—Tales emblemas tienen, no obstante, sus peligros —prosiguió meditativamente Sébastien Théus—. Mis hermanos alquimistas emplean imágenes como la Leche de la Virgen, el Cuervo Negro, el León Universal y la Copulación Metálica para indicar algunas de las operaciones de su arte, allí donde la virulencia y la sutileza de éstas sobrepasa a las palabras humanas. El resultado es que los espíritus toscos se encariñan con estos simulacros y que otros más juiciosos desprecian, al contrario, un saber que, sin embargo, puede llevar muy lejos, pero que les parece hundido en una ciénaga de sueños… No apuraré más la comparación.
—La dificultad es insoluble, amigo mío —dijo el prior—. Si yo digo a unos desgraciados ignorantes que la cofia de oro de Nuestra Señora y su manto azul no son más que un torpe símbolo de los esplendores del cielo, y el cielo a su vez un pobre retrato del Bien invisible, su conclusión será que no creo en Nuestra Señora, ni en el cielo. ¿No sería eso una mentira aún mayor? La cosa significada hace auténtico al signo.
—Volvamos de nuevo a hablar del muchacho que he curado —insistió el médico—. ¿No supondrá Vuestra Reverencia que ese Han creyó derrocar a la abogada en quien delega la Misericordia Divina? Él ha roto un trozo de madera vestido de terciopelo y que un predicador le ha presentado como un ídolo; y me atrevo a decir que esa impiedad, que con razón indigna al prior, le habrá parecido conforme al anodino sentido común que él ha recibido del cielo. Este rústico no ha insultado al instrumento de salvación del mundo, del mismo modo que, al matar a Vargas, tampoco ha pensado en vengar a su patria belga.
—Pero ha hecho ambas cosas.
—Me pregunto si es así —dijo el filósofo—. Somos vos y yo quienes tratamos de dar un sentido a las acciones violentas de un aldeano de veinte años.
—¿Tenéis mucho interés en que ese muchacho escape a las persecuciones, señor médico? —preguntó bruscamente el prior.
—Aparte de hallarse interesada en ello mi propia seguridad, prefiero que no arrojen al fuego mi obra de arte —replicó con tono de chanza Sébastien Théus—. Pero no es lo que el prior está pensando.
—Tanto mejor —dijo el religioso—. Así esperaréis su desenlace con más calma. Tampoco yo quiero estropear vuestra obra, amigo Sébastien. Hallaréis en ese cajón lo que os hace falta.
Zenón sacó una bolsa escondida debajo de la ropa y escogió parsimoniosamente unas cuantas monedas de plata. Al colocarla de nuevo en su sitio, se enganchó con un pedazo de tela barata y trató de desengancharla lo mejor que pudo. Era un cilicio, del que colgaban aquí y allá unos grumos negruzcos. El prior volvió la cabeza, con embarazo.
—La salud de Su Reverencia no es tan buena como permitirle prácticas tan duras.
—Me gustaría hacer mucho más, al contrario —protestó religioso—. Vuestras ocupaciones, Sébastien —prosiguió—, no os habrán dejado tiempo para reflexionar sobre las desgracia públicas. Todo lo que se rumorea es, por desgracia, exacto. El rey acaba de reunir en Piamonte un ejército a las ordenes del duque de Alba, el vencedor de Mühlberg, que en Italia pasa por ser un hombre de hierro. Esos veinte mil hombres con sus bestias de carga y sus equipajes franquean en estos momentos los Alpes para precipitarse después sobre nuestras desdichadas provincias… Quizás echemos pronto de menos al capitán Vargas…
—Se dan prisa, antes de que los caminos se vean bloqueados por el invierno —dijo el hombre que antaño huyó de Innsbruck por los caminos de la montaña.
—Mi hijo es teniente del rey, y será un milagro si no se encuentra en compañía del duque —dijo el prior con el tono de quien se obliga a una penosa confesión—. Todos tenemos algo que ver con el mal.
La tos que ya le había dado más de una vez lo atacó de nuevo. Sébastien Théus le tomó el pulso, cumpliendo con sus funciones del médico.
—Las preocupaciones tal vez expliquen la mala cara del prior —dijo tras un momento de silencio—. Pero esta tos persiste desde hace unos días y ese enflaquecimiento creciente tiene causas que es mi deber descubrir. ¿Consentirá mañana Su Reverencia en dejarme examinar su garganta con un instrumento inventado por mí?
—Todo lo que queráis, amigo mío —repuso el prior—. Este verano tan lluvioso es seguramente la causa de mis anginas. Y ya veis vos mismo que no tengo fiebre.
Han partió aquella misma noche con el carretero, haciendo de mozo encargado de los caballos. Una leve cojera no cuadraba mal a su papel. Su guía lo dejó en Amberes, en casa de un factor de los Fugger, que era secretamente favorable a las nuevas ideas y que vivía en el puerto. Le dio un empleo, que consistía en clavar y desclavar cajas de especias. Hacia Navidad, se supo que el muchacho, con las piernas ya firmes, se había embarcado de carpintero en un buque negrero, que aparejaba para Guinea. En esta clase de barcos siempre se necesitaba a un carpintero que supiera, no sólo reparar las averías, sino también construir y desplazar tabiques, o fabricar argollas y trabas, y que al mismo tiempo supiese disparar en caso de motín. La paga era buena y Han había preferido aquel empleo al inseguro sueldo que hubiese hallado al lado del capitán Hendrik Thomaszoon y de sus «mendigos del mar».
Volvió el invierno. Debido a su ronquera crónica, el prior había renunciado por su propia voluntad a predicar los sermones de Adviento. Sébastien Théus consiguió que su paciente reposara una media hora después de las comidas, para recuperar fuerzas, al menos en el sillón que pocos días antes habían consentido que metieran en su celda. Como esta no tenía, por seguir la regla, ni chimenea ni estufa, Zenón lo convenció, no sin trabajo, para que mandara colocar en ella un brasero.
Lo encontró aquella tarde con los lentes sobre la nariz, revisando unas cifras. El administrador del convento, Pierre de Hamaere, escuchaba de pie las observaciones de su superior. Zenón sentía hacia aquel religioso, a quien no había hablado más de diez veces en su vida, una antipatía que sabía recíproca. Pierre de Hamaere salió tras haber besado la mano de Su Reverencia con una de sus genuflexiones a un tiempo altivas y serviles. Las noticias del día eran particularmente sombrías. El conde de Egmont y su asociado, el conde de Hornes, encarcelados en Gante desde hacía casi tres meses inculpados de alta traición, acababan de enterarse de que se les negaba el ser juzgados por sus pares, cosa que probablemente les hubiera salvado la vida. La ciudad murmuraba ante aquella injusticia. Zenón no quiso ser el primero en hablar de esta iniquidad, al no saber si el prior se hallaba ya advertido. Le relató, en cambio, el grotesco final de la historia de Han.
—El gran Pío II condenó hace mucho tiempo el trabajo de los negreros; pero ¿quién le ha hecho caso? —dijo el religioso con aire cansado—. Bien es verdad que entre nosotros podemos ver injusticias aún más acuciantes… ¿Se sabe lo que en la ciudad piensan de la indignidad que le han hecho al conde?
—Se le compadece más que nunca por haber creído en las promesas del Rey.
—Lamoral tiene un gran corazón, pero poco entendimiento —dijo el prior con más calma de la que Zenón esperaba—. Un buen negociador nunca confía.
Tomó con docilidad las gotas astringentes que le daba el médico. Éste lo contemplaba, mientras bebía, con secreta tristeza: no creía en las virtudes de aquella medicina, pero buscaba en vano un específico más fuerte. La ausencia de fiebre le había hecho renunciar a la hipótesis de una enfermedad del pecho. Un pólipo en la garganta podría explicar la ronquera, la tos persistente y las crecientes molestias al respirar y al comer.
—Gracias —dijo el prior devolviéndole el vaso vacío—. No me abandonéis hoy con demasiada premura, amigo Sébastien.
Charlaron primero de varias cosas. Zenón se había sentado muy cerca del religioso para evitar que éste forzara la voz. El prior volvió de repente a su principal preocupación.
—Una iniquidad tan manifiesta como la que acaba de soportar Lamoral arrastra consigo toda una secuela de injusticias igualmente negras, pero que pasan inadvertidas —prosiguió tratando de fatigarse lo menos posible—. El portero del conde fue arrestado poco después que su amo, y le rompieron todos los huesos con barras de hierro en la esperanza de obtener de él alguna confesión. He dicho la misa esta mañana por los condes y, con toda probabilidad, no hay ni una sola casa en Flandes ent donde no recen por su salvación en este mundo o en el otro. Pero ¿quién piensa en rezar por el alma de ese pobre hombre que, además, no ha podido confesar nada puesto que no conocía los secretos de su amo? Ya no le quedan ni un hueso, ni una vena intactos…
—Ya veo de qué se trata —dijo Sébastien Théus—. Vuestra Reverencia elogia la humilde fidelidad.
—No es eso exactamente —contestó el prior—. Ese portero era un prevaricador enriquecido a expensas de su amo, según dicen. Parece también que detentaba un cuadro que el duque tenía orden de adquirir para Su Majestad, uno de nuestros cuadros flamencos de diablos, en donde se ve a unos grotescos demonios dando tormento a unos condenados. A nuestro rey le gusta la pintura… El que ese hombre haya o no hablado carece de importancia. La causa del conde ya estaba juzgada. Pero yo me digo que ese mismo conde morirá limpiamente de un hachazo, en un cadalso revestido de negro, consolado por el duelo del populacho que ve en él, y con razón, a un enamorado de la patria belga. Recibirá las excusas del verdugo que lo golpee y le acompañarán las oraciones de su capellán, que lo mandará derechito al cielo…
—Creo que entiendo, esta vez… —dijo el médico—. Vuestra Reverencia se dice que, pese a todo, el rango y el título proporcionan a sus poseedores ciertas sólidas ventajas. Es importante ser Grande de España.
—Me explico mal —murmuró el prior—. Porque ese hombre carece de importancia y es insignificante, vil sin duda, provisto tan sólo de un cuerpo accesible al dolor y de un alma por la que Dios derramó su sangre es por lo que me detengo a contemplar su agonía. Me dijeron que, al cabo de tres horas, aún se le oía gritar.
—Tened cuidado, señor prior —dijo Sébastien apretando con su mano la del religioso—. Ese miserable ha sufrido tres horas, pero ¿cuántos días y cuántas noches revivirá Vuestra Reverencia esa muerte? Os atormentáis más que los verdugos de ese infortunado.
—No digáis eso —repuso el prior moviendo la cabeza—. El dolor de ese portero y el furor de sus esbirros llenan el mundo y desbordan el tiempo. Nada puede evitar que haya sido por un momento la mirada eterna de Dios. Cada pena y cada sufrimiento es infinito en su sustancia, amigo mío, y ambas cosas son también infinitas en número.
—Lo que Vuestra Reverencia dice del dolor, también podría decirlo de la alegría.
—Ya lo sé… He tenido mis alegrías… Cada alegría inocente es un regosto del Edén… Pero la alegría no necesita de nosotros, Sébastien; tan sólo el dolor requiere nuestra caridad. El día en que por fin se nos revele el dolor de las criaturas, la alegría será para nosotros tan imposible como al Buen Samaritano un alto en la posada con vino y mujeres, mientras a su lado sangra un herido. Ya ni siquiera comprendo la serenidad de los santos en la tierra ni su beatitud en el cielo…
—Si entiendo algo del lenguaje de la devoción, el prior atraviesa su noche oscura…
—Os conjuro, amigo mío, a que no reduzcáis este desamparo a una piadosa prueba en el camino de la perfección por el que, además, no creo haberme adentrado… Contemplemos más bien la noche oscura de los hombres. ¡Ay! Creemos equivocarnos cuando nos quejamos del orden de las cosas. Y, sin embargo, Señor ¿cómo nos atrevemos a enviar a Dios unas almas a cuyas culpas añadimos la desesperación y la blasfemia, con los tormentos que hacemos sufrir a los cuerpos? ¿Por qué habremos dejado que la testarudez, la impudicia y el rencor se inmiscuyan en unas disputas de doctrina que, como la del Santísimo Sacramento pintado por Sanzio en los aposentos del Santo Padre, hubieran debido suceder en el cielo…? Ya que, en fin, si el año pasado el Rey se hubiera dignado oír las protestas de nuestros gentileshombres; si en tiempos de nuestra infancia el Papa León hubiese recibido con benevolencia a un ignorante fraile agustino… ¿Qué es lo que pedía aquel fraile, sino algo que nuestras instituciones necesitan, es decir, reformas…? Aquel patán se ofendía por unos abusos que a mí mismo me chocaban cuando visité la corte de Julio III. Tenía razón al reprochar a nuestras Órdenes una opulencia que nos estorba y que no está del todo al servicio de Dios…
—El prior no nos deslumbra con sus lujos —interrumpió con una sonrisa Sébastien Théus.
—Poseo todo cuanto necesito —dijo el religioso extendiendo la mano hacia los grises carbones.
—Que Vuestra Reverencia no conceda, por grandeza de alma, demasiadas ventajas al adversario —dijo tras reflexionar el filósofo—. Odi hominem unius libri: Lutero ha propagado una idolatría del Libro mucho peor que muchas de las prácticas que él juzgaba supersticiosas, y la doctrina de la salvación por la fe rebaja la dignidad del hombre.
—Convengo con ello —dijo el prior sorprendido—, pero, a fin de cuentas, todos reverenciamos, igual que él, las Escrituras y ponemos nuestros pobres méritos a los pies del Salvador.
—Cierto es, Reverencia, y tal vez sea eso lo que hace que estos agrios debates resulten incomprensibles para un ateo.
—No insinuéis lo que yo no quiero oír —murmuró el prior.
—Me callo —contestó el filósofo—. Tan sólo señalo cómo los señores reformados de Alemania, que juegan a los bolos con las cabezas de los campesinos rebeldes, no difieren mucho de los lansquenetes del duque, y pienso que Lutero bailó el agua a los príncipes tanto como el cardenal de Granvelle.
—Ha optado por el orden, como todos nosotros —dijo el prior con fatiga.
Afuera caían ráfagas de nieve. Al levantarse el médico para acudir al dispensario, el superior le hizo notar que pocos enfermos se aventurarían a salir con aquel tiempo tan inclemente, y que el hermano enfermero bastaría para atenderlos.
—Dejadme confesaros lo que yo ocultaría a un eclesiástico, de la misma manera que vos me daríais parte a mí, antes que a un colega, de una conjetura anatómica atrevida —continuó penosamente el prior—. Ya no puedo más, amigo mío… Sébastien, pronto habrán pasado mil seiscientos años desde que Cristo se encarnó, y nos dormimos en la Cruz como si fuera una almohada… Casi podría decirse que al haber acaecido la Redención de una vez por todas, ya no nos queda más que acomodarnos al mundo tal como va o, todo lo más, buscar cada cual su propia salvación. Exaltamos, bien es verdad, la Fe. La paseamos por las calles y presumimos de ella. Le sacrificamos, si es necesario, mil vidas, incluso la nuestra. Festejamos asimismo la Esperanza. La hemos vendido con harta frecuencia a los devotos a precio de oro. Pero ¿quién se preocupa de la Caridad, salvo algunos santos? Y aun así tiemblo pensando en los estrechos límites en que la ejercen… Incluso a mi edad, y bajo estos hábitos, mi compasión excesivamente tierna me ha parecido en ocasiones una tara de mi naturaleza contra la que era conveniente luchar… Y me digo que si alguno de nosotros corriera al martirio, no por la Fe, que tiene ya muchos mártires, sino únicamente por la Caridad, o si trepara al patíbulo o al montón de leña que ponen en la plaza o, al menos, hiciera compañía a la más horrenda víctima, acaso nos halláramos en otra tierra y bajo un nuevo cielo… El peor de los bribones o el más pernicioso hereje no estará nunca más lejos de mí de lo que yo estoy de Jesucristo.
—Lo que sueña el prior se parece mucho a lo que nuestros alquimistas llaman la vía seca, o la vía rápida —dijo gravemente Sébastien Théus—. Se trata en suma de transformarlo todo de golpe, y con nuestras débiles fuerzas… Es un sendero peligroso, señor prior.
—No temáis nada —dijo el enfermo con una sonrisa avergonzada—. No soy más que un pobre hombre y me cuido lo mejor que puedo de mis sesenta frailes… ¿Iba yo a arrastrarlos con pleno conocimiento a la desventura? No abre quien quiere las puertas del cielo con un sacrificio. La oblación, si es que debe hacerse, se hará de otra manera.
—Se produce por sí misma cuando la hostia está preparada —pensó en voz alta Sébastien Théus, recordando las secretas advertencias de los filósofos herméticos.
El prior lo miró con asombro:
—La hostia… —dijo piadosamente, saboreando la hermosa palabra—. Aseguran que vuestros alquimistas hacen de Jesucristo la piedra filosofal y del sacrificio de la misa lo equivalente a la Gran Obra.
—Algunos lo dicen —repuso Zenón tapando las rodillas del prior con una manta que había resbalado al suelo—. Pero ¿qué podemos deducir de estas equivalencias sino que el espíritu humano siente una cierta inclinación?
—Dudamos —dijo el prior con su voz súbitamente temblorosa—, hemos dudado… Durante cuántas noches habré rechazado la idea de que Dios no es más que un tirano o un monarca incapaz, y de que el ateo que niega su existencia es el único hombre que no blasfema… Luego, me llegó una luz: la enfermedad es una apertura. ¿Y si nos equivocamos al postular su inmenso poder y al ver en nuestros males un efecto de su voluntad? ¿Y si fuera tarea nuestra el obtener que llegue su Reino? Antes dije que Dios delega en nosotros; aún voy más allá, Sébastien. Puede que no sea Él en nuestras manos más que una llamita que nosotros tenemos que alimentar, sin dejar que se apague. Acaso seamos nosotros el cabo más avanzado hasta donde Él llega… ¿Cuántos desgraciados, a los que indigna la idea de su Omnipotencia, acudirían a Él desde el fondo de su desamparo, si les pidieran que socorriesen a la debilidad de Dios?
—Eso es algo que concuerda muy mal con los dogmas de la Santa Iglesia.
—No, amigo mío, abjuro de todo aquello que pueda desgarrar aún un poco más esta túnica sin costuras. Dios reina omnipotente, lo admito, en el mundo del espíritu, pero aquí nos hallamos en el mundo de los cuerpos. Y en esta tierra por donde él anduvo ¿cómo se presentó ante nosotros si no es como un inocente acostado en la paja, semejante a los pequeñuelos que yacen en la nieve en estos pueblos nuestros de Kempen asolados por las tropas del rey, como un vagabundo que no tiene ni siquiera una piedra donde reposar su cabeza, como un ajusticiado colgado en una encrucijada y que se preguntaba también por qué lo abandonó Dios? Todos somos débiles, pero es un consuelo pensar que Él es más impotente y está aún más desesperanzado que nosotros, y que a nosotros nos toca engendrarlo y salvarlo en sus criaturas… Disculpadme —dijo tosiendo—. Acabo de soltaros el sermón que no puedo decir en el púlpito.
Había apoyado, en el respaldo del sillón, su cabeza maciza y como vacía repentinamente de todo pensamiento. Sébastien Théus se inclinó con afecto sobre él, para abrocharle la hopalanda.
—Reflexionaré sobre las ideas que tan amablemente me ha expuesto el prior —dijo—. Antes de despedirme ¿puedo a cambio emitir una hipótesis? Los filósofos de esta época postulan, en su mayoría, la existencia de un Anima Mundi, sensible y más o menos consciente, en la que participan todas las cosas. Yo mismo soñé con sordas cogitaciones de piedras… Y, sin embargo, los únicos hechos que hasta ahora se conocen parecen indicar que el sufrimiento y, por consiguiente, la alegría, y por ello mismo el bien y lo que llamamos mal, la justicia y la injusticia y, en suma, en una u otra forma, el entendimiento, que sirve para distinguir a los contrarios, son patrimonio del mundo de la sangre y puede que del de la savia, del mundo de la carne surcada por una red de nervios como si fuera una red de rayos, y (¿quién sabe?) tal vez del tallo que crece hacia la luz, su Soberano Bien, padece por falta de agua y se retrae ante el frío o resiste como puede a los inicuos atropellos de otras plantas. Todo lo demás, y me refiero al reino mineral y al de los espíritus, si es que existe, tal vez sea insensible y tranquilo, más allá de nuestras alegrías y de nuestras penas, o más acá de donde ellas se encuentran. Nuestras tribulaciones, señor prior, posiblemente no son más que una ínfima excepción en la fábrica universal, lo que podía explicarnos la indiferencia de esa sustancia inmutable que devotamente llamamos Dios.
El prior reprimió un escalofrío.
—Lo que decís me espanta —contestó—. Pero en el caso de que así sea, henos metidos más que nunca en el mundo del trigo que trituran y del Cordero al que sangran. Id en paz, Sébastien.
Zenón volvió a atravesar el arco que unía el convento con el hospicio de San Cosme. La nieve barrida por el viento se amontonaba a uno y otro lado formando grandes cúmulos blancos. De regreso al hogar, fue derecho al cuartito en donde había colocado, en unas estanterías, los libros heredados de Jean Myers. El viejo poseía un tratado de anatomía publicado veinte años atrás por Andreas Vesalio, quien, como Zenón, había luchado contra la rutina galénica en favor de un conocimiento más completo del cuerpo humano. Zenón sólo vio una vez al famoso médico, que después hizo una brillante carrera en la corte antes de morir de la peste en Oriente; confinado en su especialidad médica, Vesalio sólo temía las persecuciones de los pedantes, que, por lo demás, no le faltaron. Él también había robado cadáveres y se había hecho del interior del hombre una idea basada en los huesos recogidos en la horca y en las hogueras. Otras veces, de manera más descarada todavía, al embalsamar a un alto personaje, le quitaba a escondidas un riñón o el contenido de un testículo, reemplazándolo con unas hilas, sin que nada después indicara que aquellas preparaciones procedían de sus altezas.
Colocando el infolio bajo la lámpara, Zenón buscó la lámina en donde figuraba el corte del esófago y de la laringe, con la arteria cortada: el dibujo le pareció uno de los más imperfectos del gran sabio, pero no ignoraba que Vesalio, lo mismo que él, a menudo tuvo que trabajar de manera apresurada, con unas carnes ya putrefactas. Puso el dedo donde él sospechaba que el prior tenía un pólipo que, un día u otro, acabaría por ahogar al enfermo. Una vez, en Alemania, había tenido ocasión de hacer la disección de un vagabundo que murió del mismo mal. Aquel recuerdo y el examen realizado con ayuda del speculum oris lo llevaban a diagnosticar, por los oscuros síntomas de la enfermedad del prior, la acción nefasta de una parcela de carne que iba devorando poco a poco las estructuras cercanas. Hubiérase dicho que la ambición y la violencia, tan ajenas a la naturaleza del religioso, se habían apostado en aquel rincón de su cuerpo desde el que, finalmente, destruirían a aquel hombre todo bondad. Si no se equivocaba, Jean-Louis de Berlaimont, prior de los Franciscanos de Brujas, antiguo montero mayor de la reina viuda de Hungría, plenipotenciario en el Tratado de Crespy, moriría dentro de unos meses, estrangulado por el nudo que se le formaba en el fondo de la garganta, a no ser que el pólipo rompiera una vena de las que se encontraban en su camino y ahogase al infortunado en su propia sangre. Exceptuando la posibilidad, nunca desdeñable, de una muerte por accidente que ganara en rapidez a la misma enfermedad, la suerte del santo varón se hallaba tan echada como si ya hubiera vivido.
El mal se hallaba demasiado profundo para ser accesible al escalpelo o a la cauterización. Las únicas probabilidades de prolongar la vida de aquel amigo radicaban en sostener sus fuerzas con un prudente régimen; habría que pensar en conseguir alimentos semilíquidos, a un tiempo nutritivos y ligeros, que él pudiera tragar sin excesivo esfuerzo cuando la angustia creciente le impidiera tomar la comida corriente del convento. Convendría asimismo evitar las sangrías y purgas que se practicaban habitualmente y que, en las tres cuartas partes de los casos, no hacían más que agotar bárbaramente la sustancia humana. Cuando llegara el momento en que fuera preciso adormecer los sufrimientos excesivos, los derivados del opio podrían serle eficaces y, mientras tanto, sería conveniente administrarle de cuando en cuando algún medicamento anodino, que le evitara la angustia de sentirse abandonado a su mal. El arte del médico, por el momento no podía hacer más.
Apagó la vela. Había dejado de nevar, pero la blancura de la nieve llenaba la habitación con su frío mortal. Los tejados inclinados del convento brillaban como si fueran de cristal. Un único y amarillo planeta relucía al Sur con un esplendor mate, en la constelación de Tauro, no lejos del espléndido Aldebarán y de las líquidas Pléyades. Hacía ya tiempo que Zenón había renunciado a elucubrar sobre temas astrológicos, referentes a nuestras relaciones con aquellas lejanas esferas, demasiado confusas para obtener de ellas cálculos certeros, incluso si en ocasiones se obtenían extraños resultados que acababan por imponérsenos. Acodado en la ventana, se dejaba llevar por sus sombrías ensoñaciones. No ignoraba que, según la fecha del nacimiento de ambos, tanto el prior como él tenían mucho que temer de aquella posición de Saturno.