El abismo

Poco a poco, del mismo modo que un hombre, al consumir todos los días un determinado alimento, acaba por ver modificarse su sustancia e incluso su forma —pues engorda o adelgaza, saca de dicho alimento su fuerza o contrae, al ingerirlo, unos males que no conocía—, se iban operando en él unos cambios casi imperceptibles, fruto de la adquisición de nuevas costumbres. Pero la diferencia entre el ayer y el hoy se anulaba en cuanto se detenía a contemplarla: ejercía la medicina como siempre lo había hecho y apenas importaba que sus pacientes fueran príncipes o mendigos. Sébastien Théus era un nombre imaginario, pero sus derechos a ostentar el de Zenón tampoco estaban muy claros. Non habet nomen proprium: era de esos hombres que no cesan hasta el final de asombrarse de poseer un nombre, lo mismo que uno se sorprende, cuando pasa por delante de un espejo, de poseer un rostro y de que ese rostro sea precisamente el suyo. Su existencia clandestina se hallaba sujeta a determinadas coacciones: siempre lo había estado. Callaba los pensamientos que más importancia tenían para él, pero sabía desde hacía tiempo que quien se expone por sus palabras no es más que un necio, cuando tan fácil es dejar que los demás utilicen su garganta y su lengua para emitir sonidos. Sus escasos ataques de palabras no habían sido más que lo equivalente a los libertinajes de un hombre casto. Vivía casi enclaustrado en su hospicio de San Cosme, prisionero de una ciudad, y en esa ciudad de un barrio, y en ese barrio de media docena de habitaciones que daban, por un lado, a un huerto y a las dependencias de un convento, y por el otro, al muro desnudo. Sus escasas peregrinaciones en busca de especímenes botánicos pasaban y repasaban por los mismos campos cultivados y por los mismos caminos de sirga, por los mismos bosquecillos y por el lindero de las mismas dunas, y sonreía, no sin amargura, de sus idas y venidas de insecto que circula incomprensiblemente por un palmo de tierra. Pero aquellos límites de espacio, aquellas repeticiones casi mecánicas de los mismos gestos se producían cada vez que uno empleaba sus facultades en realizar una única tarea delimitada y útil. Su vida sedentaria lo agobiaba como una sentencia de encarcelamiento que él hubiese dictado por prudencia contra sí mismo, pero la sentencia era irrevocable. Muchas otras veces y bajo otros cielos se había instalado así, momentáneamente o —según creía él— para siempre, como un hombre que tiene, en todas partes y en ninguna, derecho de ciudadanía. Nada probaba que no fuera a emprender mañana la existencia errante que había sido su parte y su opción. Y, sin embargo, su destino cambiaba: un deslizamiento se iba operando sin él saberlo. Como un hombre que nada a contracorriente en una noche oscura, le faltaba percibir alguna señal para calcular exactamente la deriva.

No hacía mucho, al encontrar su rumbo en el laberinto de callejuelas de Brujas, había creído que aquel alto en su camino, al apartarse de las anchas calzadas de la ambición y del saber, le procuraría algún reposo, tras las agitaciones de treinta y cinco años. Contaba con sentir la impresión de seguridad inquieta de un animal que se tranquiliza con la estrechez y oscuridad de la guarida en que ha escogido vivir. Se equivocaba. Aquella existencia inmóvil hervía por dentro; el sentimiento de una actividad casi terrible rugía como un río subterráneo. La angustia que lo atenazaba era diferente de la de un filósofo perseguido a causa de sus libros. El tiempo, que —según había imaginado— debería pesar en sus manos tanto como un lingote de plomo, huía y se subdividía como las bolitas de mercurio. Las horas, los días y los meses habían dejado de concertarse con los signos de los relojes y basta con los movimientos de los astros. En ocasiones le parecía que siempre había vivido en Brujas, y en otras, que acababa de llegar el día anterior. También los lugares se movían: se abolían las distancias al igual que los días. Aquel carnicero o aquel hombre que pasaba por allí pregonando sus mercancías hubieran podido estar en Avignon o en Vadstena; a aquel caballo apaleado lo había visto él caer en las calles de Andrinópolis; aquel borracho hubiera podido empezar su blasfemia y su vomitona en Montpellier; el niño que lloraba en brazos de una nodriza era igual al que había nacido en Bolonia veinticinco años antes; la misa del domingo, a la que nunca dejaba de asistir, tenía un Introito que él ya había escuchado cinco inviernos antes en una iglesia de Cracovia. Pensaba poco en los incidentes de su vida pasada, disueltos ya como si fueran sueños. En algunas ocasiones sin razón aparente, veía de nuevo a la mujer embarazada a quien ayudó a abortar, pese al juramento hipocrático, para evitarle una muerte ignominiosa a manos de un marido celoso, en una aldea del Languedoc; o asimismo la mueca de Su Majestad el Rey de Suecia tragándose una pócima, o a su criado Aley ayudando a una mula para cruzar el río, entre Ulm y Constanza, o al primo Henri-Maximilien, que tal vez hubiera muerto. Un camino encajonado, en donde nunca se secaban los charcos, ni siquiera en pleno verano, le recordó a cierto Perrotin, que lo estuvo espiando un día bajo la lluvia, a orillas de un camino solitario, después de una pelea cuyos motivos se le habían olvidado. Recreaba en su imaginación los dos cuerpos enzarzados en el barro, la hoja brillante de un cuchillo en el suelo, y a Perrotin ensartado por su propio cuchillo, soltando su presa y convirtiéndose él mismo en barro y tierra. Aquella vieja historia carecía ahora de importancia, y tampoco hubiera importado mucho si aquel cadáver blando y caliente hubiera sido el de un clérigo de veinte años. El Zenón que caminaba con paso apresurado por las anchas losas de Brujas sentía pasar, a través de él, como a través de su usado traje, el viento del mar, una oleada de millares de seres que habían vivido en aquel punto de la esfera, o que allí vivirían hasta esa catástrofe final que llamamos fin del mundo; todos aquellos fantasmas atravesaban sin verlo el cuerpo del hombre que, cuando ellos vivían, no existía aún o que, cuando ellos fueran, ya no existiría. Las personas con quienes se había tropezado un instante antes en la calle, a las que había percibido de una ojeada y que inmediatamente había relegado a la masa informe de lo ya pasado, engrosaban sin cesar aquella banda de larvas. El tiempo, el lugar, la sustancia, perdían esos atributos que son para nosotros sus fronteras; la forma ya no era sino la corteza desmenuzada de la sustancia; la sustancia se escurría en un vacío que no era su contrario; el tiempo y la eternidad eran una sola y misma cosa, como un agua negra que corre por dentro de un inmutable charco negro. Zenón se sumergía en estas visiones como un cristiano se sumerge en una meditación sobre Dios.

Las ideas también se escapaban. El acto de pensar le interesaba ahora más que los dudosos productos del pensamiento mismo. Se examinaba cuando estaba pensando, del mismo modo que hubiera podido contar con el dedo en la muñeca las pulsaciones de la arteria radial o, bajo sus costillas, el vaivén de su respiración. Durante toda la vida se había asombrado de esa facultad que tienen las ideas de aglomerarse fríamente, como los cristales de nieve, formando extrañas y vanas figuras, de crecer como tumores que devoran la carne que los concibió, o asimismo de asumir monstruosamente ciertos lineamentos de la persona humana, como esas masas inertes que traen al mundo algunas mujeres y que, en suma, no son más que materia que sueña. Un gran número de productos del espíritu tampoco son más que deformes monstruos. Otras nociones, más limpias y nítidas, forjadas como por un maestro artesano, eran como esos objetos que nos deslumbran a distancia; no se cansa uno de admirar sus ángulos y sus paralelas y, sin embargo, no son más que los barrotes en donde se encierra el entendimiento a sí mismo y el orín de lo falso devora ya esas abstractas chatarras. En algunos instantes, temblaba como a punto de una transmutación: un poco de oro parecía nacer en el crisol del cerebro humano; no llegaba, sin embargo, a obtener más que una equivalencia; como en esos experimentos poco honrados en que los alquimistas cortesanos tratan de demostrar a sus clientes principescos que han hallado algo: el oro que hay en el fondo de la retorta no es más que un banal ducado que ha pasado por todas las manos y que, antes de la cocción, fue puesto allí por el que manejaba el soplillo. Las nociones morían, igual que los hombres: en el transcurso de medio siglo, él había visto derrumbarse, convertidas en polvo, varias generaciones de ideas.

En él se iba insinuando una metáfora más fluida, producto de sus antiguas travesías marinas. El filósofo, que intentaba considerar en su conjunto el entendimiento humano, veía por debajo de él una masa sometida a curvas calculables, estriada por corrientes cuyo mapa hubiera podido dibujarse, horadada de profundos pliegues por el empuje del aire y la pesada inercia de las aguas. Sucedía con las figuras asumidas por el espíritu lo mismo que con esas grandes formas que nacen del agua indiferenciada y se asaltan y sustituyen en la superficie del abismo: cada uno de los conceptos terminaba fundiéndose en su propio contrario, como dos olas que chocan y se aniquilan en una sola y misma espuma blanca. Zenón miraba cómo huían aquellas olas desordenadas, llevándose como restos de un naufragio las pocas verdades sensibles de las que podemos estar seguros. En ocasiones le parecía entrever bajo el fluido una sustancia inmóvil, que sería a las ideas lo que las ideas son a la palabra. Mas nada probaba que aquel sustrato fuera la última capa, ni que aquella fijeza no escondiera un movimiento demasiado rápido para el intelecto humano. Desde que había renunciado a confiar su pensamiento de viva voz o a exponerlo por escrito en los escaparates de las librerías, esta privación lo había inducido a descender más profundamente que nunca a la búsqueda de puros conceptos. Ahora, en pro de un examen más profundo, renunciaba temporalmente a los mismos conceptos; contenía su espíritu igual que se contiene la respiración, para mejor oír ese ruido de ruedas dando vueltas tan deprisa que uno no se percata de que las dan.

Del mundo de las ideas pasaba al mundo más opaco de la sustancia contenida y delimitada por la forma. Encerrado en su habitación, ya no empleaba sus veladas en el intento de adquirir opiniones más justas de las relaciones entre las cosas, sino en una meditación no formulada sobre la naturaleza de las cosas. Corregía de este modo ese vicio del entendimiento que consiste en aprehender los objetos con el fin de utilizarlos o, al contrario, de rechazarlos, sin profundizar en la sustancia específica de que están hechos. De ahí que el agua hubiera sido para él una bebida que sacia la sed y un liquido que lava, una parte constituyente de un universo creado por el Demiurgo cristiano, de quien le hablaba el canónigo Bartholommé Campanus al contarle lo del Espíritu flotando sobre las aguas, el elemento esencial de la hidráulica de Arquímedes o de la física de Tales, o asimismo el signo alquímico de una de las fuerzas que van hacia abajo. Había calculado desplazamientos, medido dosis, esperado a que las gotitas se volvieran a formar en el tubo de las cucúrbitas. Ahora, después de renunciar durante algún tiempo a la observación que, desde fuera, distingue y singulariza, en beneficio de la visión interna del filósofo hermético, dejaba que el agua presente en todas partes invadiera la estancia como la marea del diluvio. El baúl y el taburete flotaban; las paredes reventaban bajo la presión del agua. Cedía ante ese flujo que adopta todas las formas y se niega a dejarse comprimir por ellas; experimentaba el cambio de estado de la capa de agua que se convierte en vaho, y el de la lluvia que se hace nieve; hacía suyos la inmovilidad temporal del hielo o el resbalar de la gota clara que forma inexplicablemente una línea oblicua en el cristal, desafío fluido a los calculadores. Renunciaba a las sensaciones de tibieza o de frío que van unidas al cuerpo; el agua lo arrastraba, ya cadáver, con la misma indiferencia que a un puñado de algas. Metido dentro de su carne, encontraba allí el elemento acuoso: la orina en la vejiga, la saliva en los labios, el agua presente en el líquido de la sangre. Luego, volviendo al elemento del que siempre se había sentido parcela, dirigía su meditación al fuego, sentía dentro de sí ese calor moderado y beatífico que compartimos con los animales que andan y con los pájaros que surcan los cielos. Pensó en el fuego devorador de la fiebre, que en tantas ocasiones trató en vano de apagar. Percibía el ávido salto de la llama que nace, la roja alegría de las brasas y su muerte, una vez convertidas en negra ceniza. Osaba ir aún más allá, se fundía con el implacable ardor que destruye lo que toca; recordaba las hogueras, tales como él las vio en ocasión de un auto de fe celebrado en una pequeña ciudad de León, en el que perecieron cuatro judíos acusados de haber abrazado hipócritamente la fe cristiana, sin dejar por ello de celebrar los ritos heredados de sus padres, así como también un hereje que negaba la eficacia de los sacramentos. Imaginaba aquel dolor, demasiado agudo para expresarlo con un lenguaje humano; se convertía en el hombre que olfatea el olor de su propia carne quemándose; tosía, rodeado por una humareda que no se disiparía hasta que él muriese. Veía una pierna ennegrecida, alzándose recta, con las articulaciones lamidas por la llama, como una rama que se retuerce bajo la campana de la chimenea; al mismo tiempo, se sentía penetrado por la idea de que el fuego y la madera son inocentes. Recordaba cómo, al día siguiente del auto de fe celebrado en Astorga, había caminado junto al viejo fraile alquimista don Blas de Vela sobre aquella superficie calcinada que le recordaba la de los carboneros; el sabio dominico se había agachado a recoger cuidadosamente, de entre los tizones apagados, unos huesecillos ligeros y blanquecinos, buscando entre ellos el luz de la tradición hebraica, que resiste a las llamas y sirve de simiente a la resurrección. En otros tiempos, él había sonreído ante estas supersticiones de cabalista. Sudando de angustia, levantaba la cabeza y, si la noche era lo bastante clara, consideraba a través del cristal, con una especie de frío amor, el fuego inaccesible de los astros.

Por más que hiciera, siempre su meditación volvía al cuerpo, principal objeto de estudio para él. Sabía que su bagaje de médico se componía, por partes iguales, de habilidad manual y de recetas empíricas, a las que venían a añadirse algunos hallazgos, también experimentales, y que a su vez conducían a conclusiones teóricas provisionales siempre: una onza de observación razonada valía en aquellas materias más que una tonelada de sueños. Y, sin embargo, después de tantos años pasados en estudiar la anatomía de la máquina humana, sentía remordimiento por no haberse atrevido con mayor audacia a profundizar en la exploración de ese reino, cuya frontera es la piel, del que nos creemos príncipes y del que somos prisioneros. En Eyub, su amigo el derviche Darazi le había revelado sus métodos adquiridos en Persia en un convento herético, pues Mahoma tiene sus disidentes, al igual que Cristo. Reanudaba, en su buhardilla de Brujas, unas investigaciones que comenzó antaño al fondo de un patio en donde susurraba una fuente. Lo llevaban más lejos que ningún otro de los experimentos que había hecho llamados in anima vili. Tumbado de espaldas, contrayendo los músculos del vientre, dilatando la caja torácica en donde va y viene ese animal asustadizo que llamamos corazón, llenaba cuidadosamente de aire sus pulmones, se limitaba concienzudamente a no ser más que un saco de aire equilibrándose con las fuerzas del cielo. Darazi le había aconsejado que respirara así, hasta las mismas raíces del ser. También había realizado, con ayuda del derviche, la experiencia contraria, la de los primeros efectos de la estrangulación lenta. Levantaba el brazo, asombrándose de que la orden fuera dada y recibida, sin saber exactamente cuál era aquel amo, mejor servido que él mismo, que refrendaba aquella orden. Mil veces, en efecto, había comprobado que la voluntad simplemente pensada, aunque lo fuese con todo el poder mental que en él había, no era capaz de hacerlo pestañear o fruncir el entrecejo, del mismo modo que las reprobaciones de un niño no consiguen que las piedras se muevan. Era precisa la conformidad tácita de una parte de sí mismo, ya más cercana al abismo que al cuerpo. Meticulosamente, igual que se separan las fibras de un tallo, él separaba unas de otras aquellas diversas formas de voluntad.

Regulaba del mejor modo posible los movimientos de su cerebro en acción, pero al modo de un obrero cuando toca con precaución los engranajes de una máquina que no ha montado él mismo y cuyas averías no sabe reparar. Colas Gheel estaba más al tanto de sus telares que él, bajo su cráneo, de los delicados movimientos de su máquina de pesar las cosas. Su pulso, cuyos latidos había estudiado tan asiduamente, ignoraba lo referente a las órdenes que emanaban de su facultad de pensar, pero se inquietaba bajo el efecto de unos temores o dolores a los que no se rebajaba su intelecto. El aparato del sexo obedecía a su masturbación, mas aquellos desmanes deliberados lo arrojaban por unos momentos a un estado que su voluntad no controlaba. Del mismo modo, una o dos veces en su vida, había brotado escandalosamente a pesar suyo la fuente de las lágrimas. Mejores alquimistas de lo que él había sido nunca eran sus entrañas, que operaban la transmutación de cadáveres de animales o de plantas en materia viva, separando sin su ayuda lo útil de lo inútil. Ignis inferioris Naturae: aquellas espirales de barro oscuro sabiamente enrolladas, humeando aún debido a la cocción experimentada en su molde, aquel orinal de arcilla lleno de un fluido amoniacal y nitrado constituían la prueba visible y maloliente del trabajo ultimado en una botica en donde el hombre no interviene para nada. A Zenón le parecía que la repugnancia de los refinados y la sucia risa de los ignorantes eran debidas no a la ofuscación de los sentidos que nos producen estos objetos, sino más bien a nuestro horror ante la ineluctable y oculta rutina del cuerpo. Bajando más al fondo de aquella opaca noche interior, dirigía su atención al estable armazón de los huesos escondidos bajo la carne, que habían de durar más que ésta y que, dentro de algunos siglos, serían los únicos testigos que dieran fe de que él existió. Se reabsorbía en el interior de su materia mineral, refractaria a sus pasiones o a sus emociones de hombre. Tapándose seguidamente con su carne provisional como si fuera una cortina, se consideraba a sí mismo, tendido encima de la tosca sábana, tan pronto dilatando voluntariamente la imagen que él se hacía de esta isla de vida que era su terreno, ese continente mal explorado del que sus pies eran las antípodas, como al contrario, reduciéndose a no ser más que un punto en el inmenso Todo. Utilizando las recetas de Darazi, trataba de que su conciencia resbalara desde el cerebro a otras regiones de su cuerpo, como cuando uno se desplaza hacia una provincia alejada de la capital del reino. Intentaba proyectar algunas luces en aquellas galerías oscuras.

En otros tiempos, en compañía de Jean Myers, se había mofado de los beatos que ven en la máquina humana la prueba patente de un Dios artesano, mas el respeto de los ateos por esa fortuita obra maestra de la naturaleza que es el hombre le parecía ahora igualmente risible. Aquel cuerpo tan rico en oscuros poderes misteriosos era imperfecto; él mismo, en sus horas de atrevimiento, había soñado en construir un autómata menos rudimentario que nosotros. Dando vueltas y vueltas con su mirada interior al pentágono de los sentidos, se habla atrevido a postular otras construcciones más elaboradas, en las que se refractaría más completamente el universo. La lista de las nueve puertas de la percepción abiertas en la opacidad del cuerpo, que Darazi le había recitado antaño, doblando una tras otra las últimas falanges de sus dedos amarillentos, le había parecido en un principio una tosca tentativa de clasificación de anatomista semibárbaro; no obstante, consiguió atraer su atención sobre lo precario de los canales de los que dependemos para conocer y para vivir. Nuestra insuficiencia es tal que basta con tapar dos de nuestros agujeros para que se nos cierre el mundo de los sonidos, y con tapar dos vías de acceso para que en nosotros se instale la noche. Basta con que una mordaza tape tres de esas aberturas, tan cerca una de la otra que pueden abarcarse sin dificultad con la palma de la mano, para acabar con ese animal cuya vida depende de un soplo. La molesta envoltura que él se veía obligado a lavar, a llenar, a calentar ante el fuego o con la piel de un animal muerto, a la que tenía que acostar por las noches como a un niño o a un anciano imbécil, servía contra él de rehén a la naturaleza entera y, peor aún, a la sociedad de los hombres. Tal vez llegara él a sufrir, por culpa de esa carne y de ese cuero, los horrores de la tortura. El debilitamiento de aquellos resortes sería lo que algún día le impidiera acabar congruentemente la idea esbozada. Si en ocasiones le parecían sospechosas las operaciones de su espíritu, que él aislaba por comodidad del resto de la materia, era sobre todo porque aquel inútil dependía de los servicios del cuerpo. Estaba harto de aquella mezcla de fuego inestable y de densa arcilla. Exitus rationalis: una tentación se le ofrecía, tan imperiosa como el prurito carnal; una repugnancia, una vanidad quizá, lo empujaban a realizar el gesto que todo lo concluye. Sacudía la cabeza, gravemente, como ante un enfermo que reclamase con demasiada premura una medicina o un alimento. Siempre estaría a tiempo para perecer con aquel pesado soporte, o para continuar sin él una vida insustancial e imprevisible, no necesariamente mejor que la que llevamos en compañía de nuestra carne.

Rigurosamente, casi de mala gana, aquel viajero, tras una etapa de más de cincuenta años, se esforzaba por primera vez en su vida en recorrer con la mente los caminos andados, distinguiendo lo fortuito de lo deliberado o de lo necesario, tratando de elegir entre lo poco que parecía venir de él y lo perteneciente a lo indivisible de su condición de hombre. Nada era del todo igual, ni tampoco del todo distinto de lo que en un principio él había deseado o pensado. El error nacía unas veces de la acción de un elemento insospechado y otras de un error en el cálculo del tiempo, que había resultado más retráctil o más extensible que en los relojes. A los veinte años, se había creído liberado de las rutinas y prejuicios que paralizan nuestros actos y ponen anteojeras al entendimiento, mas su vida había transcurrido después tratando de adquirir palmo a palmo una libertad cuya totalidad creía poseer. No se es libre mientras se desea, se quiere, se teme, tal vez no sea uno libre mientras vive. Médico, alquimista, pirotécnico, astrólogo, llevó puesta, de buen o de mal grado, la librea de su tiempo; había dejado que su época impusiera a su intelecto ciertas curvas. Por odio a lo falso, pero también a causa de una fastidiosa acritud de humor, había participado en discusiones de opiniones en que un Sí inane responde a un No imbécil. Aquel hombre tan lúcido se había sorprendido a sí mismo al hallar más odiosos los crímenes, más necias las supersticiones de las repúblicas o de los príncipes que amenazaban su vida o quemaban sus libros; inversamente, había llegado a exagerar los méritos de un asno mitrado, coronado o «tiarado» cuyos favores le hubieran permitido pasar de las ideas a los actos. Las ganas de ordenar, de modificar o de regentar al menos un segmento de la naturaleza de las cosas lo habían arrastrado a remolque de los grandes de este mundo, edificando castillos de naipes o cabalgando sobre humo. Hacía el recuento de sus quimeras. En el Gran Serrallo, la amistad del poderoso y desgraciado Ibrahim, visir de Su Alteza, le había dado esperanzas de llevar a cabo su plan de saneamiento de los pantanos, en los alrededores de Andrinópolis; había puesto gran interés en una reforma del hospital de los jenízaros; gracias a sus cuidados, se habían rescatado, aquí y allá, los valiosos manuscritos de los médicos y astrónomos griegos, antaño adquiridos por los sabios árabes y que contienen, entre un fárrago de cosas inútiles, alguna que otra verdad por redescubrir. Hubo sobre todo cierto Dioscórides que contenía unos fragmentos, más antiguos, de Crateuas, y que pertenecía al judío Hamón, colega suyo cerca del Sultán… Mas la sangrienta caída de Ibrahim había arrastrado consigo todo aquello, y el hastío que esta vicisitud le había causado, después de tantas otras, le había hecho perder hasta el recuerdo de aquellos malhadados inicios de realización. Se había encogido de hombros cuando los pusilánimes burgueses de Basilea se negaron finalmente a concederle una cátedra, asustados por los rumores que sobre él corrían, convirtiéndolo en un brujo y en un sodomita. (Él había sido lo uno y lo otro, pero los nombres no correspondían a las cosas; tan sólo traducen la opinión que de ella se hace el rebaño.) Un sabor como de hiel le había quedado, sin embargo, durante mucho tiempo en la boca cuando nombraban a aquellas gentes. En Augsburgo, sintió amargamente llegar tarde para obtener de los Fugger un puesto de médico de las minas que le hubiese permitido observar las enfermedades de los obreros que trabajan bajo tierra, expuestos a las poderosas influencias metálicas de Saturno y de Mercurio. Había entrevisto allí posibilidades de curaciones y combinaciones inauditas. Y bien es cierto que él se daba cuenta de que sus ambiciones le habían sido útiles al trasladar su espíritu de un lado para otro, por decirlo así: más vale no acercarse demasiado pronto a las inmovilidades eternas Con el tiempo, aquellas inquietudes le hacían ahora el efecto de una tempestad de arena.

Lo mismo sucedía en el complicado campo de los placeres carnales. Los que él había preferido eran los más secretos y peligrosos, al menos en tierras cristianas y en la época en que la casualidad le había hecho nacer. Acaso sólo los buscó porque aquel secreto y aquellas prohibiciones rompían salvajemente las costumbres y se zambullían en el mundo que hierve subyacente a lo visible y a lo permitido. O tal vez su elección dependiese de apetencias tan simples e inexplicables como las que se sienten por una fruta y no por otra; poco le importaba. Lo esencial era que sus desenfrenos, al igual que sus ambiciones, habían sido escasos y breves en realidad, como si estuviera en su naturaleza el agotar rápidamente lo que las pasiones podían enseñar o dar. Ese extraño magma que los predicadores indican con la palabra —bastante bien escogida— de lujuria (puesto que, al parecer, se trata de un lujo de la carne que prodiga sus fuerzas) se resistía al análisis por la variedad de las sustancias que lo componen y que, a su vez, se deshacen en otros componentes no muy sencillos. El amor formaba parte de él, quizá menos de lo que se decía, pero el amor mismo no era una noción pura. Ese mundo que llaman inferior se comunicaba con lo más selecto y fino de la naturaleza humana. De la misma manera que la más crasa ambición es también un sueño del espíritu que se esfuerza por ordenar o modificar las cosas, la carne en su audacia hace suyas las curiosidades del espíritu y fantasea del mismo modo que éste se complace en hacerlo; el vino de la lujuria sacaba su fuerza de los jugos del alma tanto como de los del cuerpo. Él había asociado con frecuencia el deseo de una carne joven con el vano proyecto de formar algún día al perfecto discípulo. Luego, habíanse mezclado otros sentimientos, sentimientos que expresan todos los hombres. Fray Juan de León y François Rondelet en Montpellier fueron como hermanos a los que perdió muy jóvenes; había tenido con su criado Aley y más tarde con Gerhart, en Lübeck, la solicitud de un padre para con sus hijos. Aquellas pasiones tan obsesivas le habían parecido una parte inalienable de su libertad de hombre: se sentía libre sin ellas, en la actualidad.

Las mismas reflexiones podían aplicarse a las pocas mujeres con quienes había mantenido trato carnal. No se preocupaba por remontarse a la causa de aquellos afectos que tan poco habían durado, quizá más sobresalientes que los demás por haberse formado de manera menos espontánea. ¿Acaso se trataba de un repentino deseo en presencia de las líneas particulares de un cuerpo, de la necesidad de ese profundo reposo que en ocasiones dispensa la criatura hembra, de la conformidad con los usos establecidos? ¿O antes bien de la oscura preocupación —más oculta que un afecto o un vicio— por probar los efectos de las enseñanzas herméticas sobre la pareja perfecta que reconstituye en sí al antiguo andrógino? Más valía decir llanamente que el azar, en aquellos días, había adoptado forma de mujer. Treinta años antes, en Argel, y por compasión ante su afligida juventud, había comprado a una muchacha de buena raza que los piratas habían raptado recientemente en una playa, en los alrededores de Valencia; contaba con mandarla a España en cuanto pudiese. Pero en la reducida casa de la costa berberisca se inició entre ellos una intimidad que se parecía mucho a la del matrimonio. Era la única vez que había poseído a una virgen: conservaba de sus primeros contactos el recuerdo, no de una victoria, sino de una criatura a la que había sido preciso tranquilizar y curar. Por espacio de unas cuantas semanas, tuvo en el lecho y en la mesa a la hermosa un tanto huraña que sentía por él la gratitud que se siente por los santos en la iglesia. Se la confió sin gran pesar a un sacerdote francés, a punto de embarcarse para Portvendres con un grupito de cautivos de ambos sexos, que regresaban a su país con sus familiares. La módica cantidad de dinero que él entregó a la muchacha le permitiría probablemente regresar fácilmente a su Gandía natal… Más tarde, al pie de las murallas de Buda, le habían asignado, como parte de su botín, a una joven y tosca húngara; él la había aceptado, con objeto de no singularizarse más en un terreno en que su nombre y su aspecto lo señalaban ya y en donde, a pesar de no importarle nada los dogmas de la Iglesia, tenía que soportar la inferioridad de ser cristiano. Él no hubiera abusado del derecho de la guerra si ella no hubiera estado tan ávida por representar su papel de presa. Le parecía que nunca había disfrutado tanto con la fruta de Eva… Una mañana, entró en la ciudad con el séquito de oficiales del Sultán. Poco tiempo después de su retorno al campamento, se enteró de que, en su ausencia, habían ordenado librarse de las esclavas y de los bienes muebles que abundaban en el ejército; unos cuantos cadáveres y unos fardos de telas flotaban aún en la superficie del río… La imagen de aquel cuerpo ardiente y tan pronto frío lo había asqueado durante mucho tiempo de todo contacto carnal. Más tarde, había vuelto a las llanuras ardientes pobladas de estatuas de sal y de ángeles de largos bucles…

En el Norte, la dama de Fröso lo había acogido noblemente cuando regresó de sus peregrinaciones por los confines de las regiones polares. Todo en ella era hermoso: su alta estatura, su tez clara, sus manos hábiles vendando llagas y enjugando el sudor de las fiebres, la soltura con que caminaba por la tierra reblandecida del bosque, levantándose tranquilamente las faldas de tela gruesa al pasar los riachuelos, y enseñando sus piernas desnudas. Ducha en el arte de las brujas laponas, lo llevó a las chozas que orlan las marismas, en donde se practicaban fumigaciones y baños mágicos, acompañándolos con cánticos… Por la noche, en su pequeña mansión de Fröso, le había ofrecido el pan de centeno, la sal, bayas y la mojama dispuestos sobre un mantel de tela blanca; se había reunido con él en la cama grande de la habitación de arriba, con un sereno impudor de esposa. Era viuda y pensaba tomar por marido, cuando llegaran las fiestas de San Martín, a un granjero soltero de la vecindad, con el fin de evitar que sus propiedades fueran a parar a sus hermanos mayores. En sus manos estaba ejercer su arte en aquella provincia tan grande como un reino, escribir sus tratados al lado de la estufa, subir por las noches a la torrecilla para observar los astros… No obstante, tras ocho o diez días de verano que allí no son más que un solo y único día sin sombra, se había puesto en camino otra vez en dirección a Uppsala, adonde se había trasladado la corte para pasar una temporada, ya que esperaba quedarse al lado del monarca y hacer del joven Erik su discípulo-rey, lo que constituye para los filósofos la última quimera.

Pero el mismo esfuerzo de evocar a aquellas personas exageraba su importancia y sobrevaloraba la de la aventura carnal. El rostro de Aley no reaparecía más a menudo que el de los soldados desconocidos que se helaban por los caminos de Polonia y que, por falta de tiempo y de medios, él no había podido salvar. La burguesita adúltera de Pont-Saint-Esprit le había repugnado, con la redondez de su vientre disimulado bajo los frunces de encaje, con los rizosos cabellos flotando en torno a sus facciones cansadas y amarillentas, con sus lamentables y burdas mentiras. Le irritaban las miradas que le lanzaba desde el fondo de su angustia, al no conocer otros medios para subyugar a un hombre. Y, sin embargo, arriesgó por ella su reputación de médico; la premura por actuar con rapidez antes de que regresara el marido celoso, el miserable resto de la conjunción humana que hubo que enterrar al pie de un olivo del jardín, la compra a precio de oro del silencio de las criadas que habían velado a Madame y lavado las sábanas manchadas de sangre, todo ello creó entre él y aquella desgraciada una intimidad de cómplices y él la conoció mejor de lo que cualquier amante conoce a su amiga. La dama de Fröso había sido enteramente benéfica, aunque no más que la panadera de rostro picado de viruelas que lo socorrió una noche, en Salzburgo, cuando él se había sentado bajo el alero de su panadería. Fue después de su huida de Innsbruck; se hallaba extenuado y tiritando, tras haber forzado las etapas por los caminos áridos bajo la nieve. Ella había contemplado, tras las contraventanas del escaparate, al hombre acurrucado allí fuera, en el banquito de piedra y, tomándolo sin duda por un mendigo, le había tendido una hogaza de pan aún caliente. Luego, prudentemente, había reforzado el gancho que sujetaba las contraventanas. Él no ignoraba que aquella desconfianza, que le había sido benéfica, lo mismo hubiera podido arrojarle un ladrillo o una pala. No por eso dejaba de ser uno de los rostros de la benignidad. La amistad y la aversión importaban tan poco, en suma, como los encantos carnales. Los seres que lo habían acompañado o que habían pasado por su vida, sin perder por ello nada de sus particularidades bien distintas, se confundían en el anonimato de la distancia como los árboles del bosque, que vistos desde lejos parecen meterse unos dentro de otros. El canónigo Campanus se mezclaba con Riener el alquimista, cuyas doctrinas, sin embargo, aborrecía, e incluso con el difunto Jean Myers, quien, si aún viviese, tendría también ochenta años. El primo Henri envuelto en su piel de búfalo e Ibrahim con el caftán, el príncipe Erik y Lorenzo el Asesino, con quien antaño pasó en Lyon unas veladas memorables, no eran más que las diferentes caras de un mismo cuerpo sólido, que era el hombre. Los atributos del sexo tenían menos importancia de lo que dejaba suponer la razón o sin razón del deseo: la dama hubiera podido ser un compañero; Gerhart tenía delicadezas de mujer. Acaecía con las criaturas con que uno tropieza y después deja, en el curso de la existencia, como con esas figuras espectrales, que jamás se repiten dos veces, pero que tienen una especificidad y un relieve casi terribles, que se desprenden bajo la noche de los párpados en la hora que precede al dormir y al soñar, y que tan pronto pasan y huyen a la velocidad de un meteoro como se reabsorben en sí mismas bajo la firmeza de la mirada interna. Leyes matemáticas más complejas y desconocidas aún que las del espíritu o de los sentidos presiden este vaivén de fantasmas.

Pero también era verdad lo contrario. Los sucesos eran en realidad unos puntos fijos, pese a haber dejado tras de sí los del pasado, y aunque un recodo ocultase los del porvenir; y lo mismo ocurría con las personas. El recuerdo no era más que una mirada posada de cuando en cuando sobre unos seres que se habían interiorizado, pero que no dependían de la memoria para continuar existiendo. En León, en donde don Blas de Vela le había hecho adoptar temporalmente el hábito de novicio jacobita, para que de este modo le fuera más fácil ayudarle en sus trabajos de alquimia, un fraile de su edad, fray Juan, había sido su compañero de jergón en aquel convento lleno de obstáculos en donde los recién llegados se repartían entre dos o tres el montón de paja y la manta. Zenón había llegado allí, sacudido por una tos rabiosa, entre aquellos muros por donde se introducían el viento y la nieve. Fray Juan lo cuidó lo mejor que pudo, robando para él tazas de caldo al hermano cocinero. Un amor perfectissimus existió durante algún tiempo entre ambos jóvenes, pero las blasfemias y negaciones de Zenón no hacían mella en aquel corazón tierno empapado de una especial devoción al Apóstol Bienamado. Cuando los frailes echaron a don Blas, viendo en él a un peligroso brujo cabalista, y éste huyó por la cuesta del monasterio aullando maldiciones, fray Juan eligió acompañar en su desgracia al anciano, pese a no ser de su familia ni tampoco adepto suyo. Para Zenón, aquel golpe de estado monástico había sido, al contrario, la buena ocasión que le permitió romper para siempre con una profesión repugnante y marcharse, en traje seglar, a instruirse a otra parte en ciencias menos enviscadas en la materia de los sueños. El que su maestro hubiera o no practicado unos ritos judaicos dejaba frío al joven clérigo para quien, según la atrevida fórmula transmitida bajo cuerda por varias generaciones de alumnos, la Ley cristiana, la Ley judía y la Ley mahometana no eran más que tres imposturas. Don Blas moriría probablemente en el camino, o en los calabozos de algún provisorato; su antiguo alumno había necesitado ver pasar treinta y cinco años para reconocer en su locura una inexplicable sabiduría. En cuanto a fray Juan, si es que aún existía en alguna parte, pronto cumpliría los sesenta años. La imagen de ambos había quedado voluntariamente borrada junto con la de aquellos pocos meses pasados bajo el sayal y la cogulla. Y, sin embargo, fray Juan y don Blas sufrían todavía por los caminos pedregosos, soportando el agrio vientecillo de abril, y no era necesario que él los recordara para que existiesen. François Rondelet, caminando por el breñal, elaborando con su condiscípulo proyectos para el porvenir, coexistía con el François tendido desnudo en la mesa de mármol del aula universitaria, y el doctor Rondelet, al explicar la articulación del brazo, parecía dirigirse, más que a sus alumnos, al mismo muerto, y argumentar a través de los tiempos con un Zenón envejecido. Unus ego et multi in me. Nada modificaba a aquellas estatuas fijas en sus puestos, sitas para siempre en una superficie estacionaria que quizá fuera la eternidad. El tiempo no era más que una pista que las unía entre sí. Un lazo existía: los favores que no se habían hecho al uno, se le habían hecho al otro: no se había socorrido a don Blas, pero sí, en Genova, a Joseph Ha-Cohen, quien no por ello dejó de considerarnos como un perro cristiano. Nada acababa: los maestros o los condiscípulos de los que había recibido alguna idea o gracias a los cuales se había formado él otra contraria, proseguían calladamente su inacomodable controversia, asentado cada uno de ellos en su concepción del mundo como un mago en el interior de su círculo mágico. Darazi, que buscaba un Dios más próximo a sí que su vena yugular, discutiría hasta el final con don Blas, para quien Dios era el Uno-no manifestado, y Jean Myers se reiría por dentro de la palabra Dios.

Desde hacía casi medio siglo, él se valía de su entendimiento como de una cuña, para ensanchar lo mejor que podía los intersticios del muro que nos confina por todas partes. Aumentaban las resquebrajaduras o más bien, al parecer, el muro iba perdiendo su solidez sin dejar de ser opaco, como si se tratase de una muralla de humo, en lugar de una muralla de piedra. Los objetos dejaban de representar el papel de accesorios útiles. Lo mismo que un colchón deja escapar su lana, los objetos dejaban escapar su sustancia. Un bosque llenaba la habitación. Aquel taburete, medido por la distancia que separa del suelo las posaderas de un hombre sentado, la mesa que sirve para escribir y para comer, la puerta que abre un cubo de aire rodeado de tabiques a un cubo de aire lindante, perdían las razones de ser que un artesano les había dado, para no ser más que troncos, o ramas despellejadas como San Bartolomé en los cuadros de las iglesias, cargadas de hojas espectrales o de pájaros invisibles, rechinando aún de tempestades ya en calma desde mucho tiempo atrás, y en donde el cepillo de carpintero había dejado, en algunos sitios, el grumo de la savia. La manta y el pingajo que colgaban de un clavo olían a sebo, a leche y a sangre. Los zapatos con la suela desclavada que al pie de la cama había se habían movido en tiempos con el aliento de un buey tumbado en la hierba, y un cerdo sangrado hasta quedar exangüe gritaba en la grasa con que el zapatero los había untado. La muerte violenta se hallaba por todas partes, igual que en una carnicería o en un matadero. Una oca degollada gritaba en la pluma que él utilizaría para trazar, en lo que fueron trapos viejos, ideas que él creía dignas de durar eternamente. Todo era distinto de lo que había sido: la camisa que le lavaban las hermanas Bernardinas era un campo de lino más azul que el mismo cielo, y también un montón de fibras mojadas al fondo de un canal. Los florines que llevaba en el bolsillo, con la efigie del difunto emperador Carlos, habían sido entregados, intercambiados y robados, pesados y roídos mil veces antes de que, por un momento, él los creyera suyos, pero aquellos escarceos entre manos avaras o pródigas eran breves, si se los comparaba con la inerte duración del mismo metal, instilado en las venas de la Tierra antes de que Adán viviese. Las paredes de ladrillo se resolvían en barro, en el que se convertirían algún día. La casa lindante con el convento de los Franciscanos, en donde él se hallaba abrigado y razonablemente caliente, dejaba de ser una casa, lugar geométrico del hombre, sólido refugio para el espíritu aún más que para el cuerpo: era todo lo más una choza en el bosque, una tienda a la orilla del camino, un jirón de tela arrojado entre la infinidad y nosotros. Las tejas dejaban pasar la bruma y los incomprensibles astros. La habitaban muertos por centenares y también vivos, más perdidos que los muertos: docenas de manos habían colocado aquellos cristales, moldeado ladrillos y serrado tablones, habían clavado, cosido o pegado: hubiera sido tan difícil encontrar al obrero aún vivo que había tejido aquel pedazo de estameña como evocar a un difunto. Había gentes que se alojaron allí antes que él, como un gusano en su capullo, y que se alojarían después de que él ya no existiera. Muy bien escondidos, por no decir invisibles, había una rata detrás de un tabique, un insecto que atarazaba desde dentro la enferma viga maestra y que veía, de manera distinta a la suya, los espacios llenos y vacíos de la habitación… Alzaba los ojos: en el techo, una viga aprovechada de algún otro edificio llevaba grabada una cifra: 1491. En la época en que había sido grabado para fijar una fecha que ya no importaba a nadie, él, Zenón, no existía aún, ni tampoco la mujer que lo trajo al mundo. Daba vueltas a esas cifras como si de un juego se tratase: año de 1491 después de Cristo. Intentaba imaginar cómo fue aquel año sin relacionarlo con su propia existencia, de la que no se sabía más que una cosa y es que existía. Caminaba sobre su propio polvo. Pero sucedía con el tiempo como con la rugosidad de un roble: no sentía aquellas fechas grabadas por mano del hombre. La Tierra daba vueltas ignorante del calendario juliano o de la era Cristina, formando su círculo sin principio ni fin, como un anillo liso. Zenón recordó que los turcos se hallaban en el año 973 de la Hégira, mas Darazi había contado en secreto según la era de Cosroes. Pasando del año al día, pensó que en aquel momento el sol nacía sobre los tejados de Pera. El cuarto se escoraba; las cinchas chirriaban como si fueran amarras; la cama resbalaba de occidente a oriente, a la inversa del movimiento aparente del cielo. La sensación de seguridad que le daba el reposar de manera estable en un rincón del suelo belga era otro error; el punto del espacio en el que se encontraba contendría una hora después el mar y sus olas, algo más tarde las Américas y el continente de Asia. Aquellas regiones adonde él no iría nunca se superponían en el abismo, en el hospicio de San Cosme. El mismo Zenón se disipaba como las cenizas al viento.

SOLVE ET COAGULA… Él sabía lo que significaba aquella ruptura de las ideas, aquella resquebrajadura en el seno de las cosas. Siendo un joven clérigo, había leído en Nicolás Flamel la descripción del Opus Nigrum, la experiencia de la disolución y calcinación de las formas, que es la parte más difícil de la Gran Obra. Don Blas de Vela le había afirmado a menudo, solemnemente, que la operación tendría lugar por sí misma, se quisiera o no, cuando se dieran las condiciones para ello necesarias. El clérigo había meditado con avidez aquellos adagios que le parecían extraídos de no se sabe qué siniestro grimorio. Aquella separación alquímica, tan peligrosa que los filósofos herméticos no hablaban de ella sino a medias palabras, tan ardua que muchas vidas se habían consumido en vano para obtenerla, él la había confundido antaño con una fácil rebelión. Luego, tras rechazar todo aquel cúmulo de ensoñaciones tan antiguas como la ilusión humana, sin conservar de sus maestros alquímicos más que unas cuantas recetas pragmáticas, había optado por disolver y coagular la materia en el sentido de una experimentación realizada con el cuerpo de las cosas. Ahora, las dos ramas de la parábola se unían: la mors philosophica se había realizado: el operador quemado por los ácidos de la búsqueda era a la vez sujeto y objeto, frágil alambique y, en el fondo del receptáculo, precipitado negro. La experiencia que habían creído poder confinar en la rebotica se había extendido a todo. ¿Quería ello decir que las frases subsiguientes de la aventura alquímica fueran algo distinto de los sueños y que algún día él podría conocer la pureza ascética de la piedra blanca, y luego el triunfo del espíritu y los sentidos, que caracteriza a la piedra roja? Del fondo de la resquebrajadura nacía una quimera. Él decía Sí, por audacia, del mismo modo que antaño había dicho No, también por lo mismo. Se paraba de repente, tirando violentamente de sus propias riendas. La primera fase de la Obra le había llevado toda su vida. El tiempo y las fuerzas le faltaban para ir más lejos, suponiendo que hubiera un camino y que por ese camino pudiera pasar un hombre. O bien esa putrefacción de las ideas, esa muerte de los instintos, esa trituración de las formas que casi se le hacían insoportables a la naturaleza humana serían rápidamente seguidas de la muerte auténtica y sería curioso ver por qué camino el espíritu, tras su regreso de los campos del vértigo, emprendería sus habituales rutinas, provisto tan sólo de facultades más libres y como limpias. Sería muy hermoso ver sus efectos.

Empezaba a verlos ya. No le cansaban los trabajos del dispensario y su mano y su mirada nunca fueron más seguros. Los harapientos que aguardaban pacientemente cada mañana a que abrieran el hospicio eran atendidos con la misma pericia con que antaño lo fueron los grandes de este mundo. La completa carencia de miedo o de ambición le permitía aplicar sus métodos más libremente, y casi siempre obtenía buenos resultados: aquella dedicación total excluía hasta la compasión. Su constitución, de por sí seca y nerviosa, parecía fortalecerse al acercarse la vejez; sufría menos del frío; parecía insensible a las heladas del invierno y a la humedad del verano; el reuma que había contraído en Polonia ya no lo atormentaba. Había dejado de notar las consecuencias de unas fiebres tercianas que se trajo de Oriente en otros tiempos. Comía con indiferencia lo que le traía del refectorio uno de los hermanos que el prior había adscrito al hospicio, o bien escogía en la posada los platos más baratos. La carne, la sangre, las entrañas, todo lo que había palpitado y vivido le repugnaban en aquella época de su existencia, pues el animal muere con dolor, lo mismo que el hombre, y no le gustaba digerir agonías. Desde que él mismo había degollado un cerdo en casa de un carnicero de Montpellier, para comprobar si había o no coincidencia entre la pulsación de la arteria y la sístole del corazón, le había dejado de parecer útil emplear dos términos distintos para el animal al que sacrifican y el hombre que muere. Sus preferencias a la hora de alimentarse iban hacia el pan, la cerveza, las papillas de cereales que conservan algo del sabor denso de la tierra, las acuosas verduras, las frutas refrescantes, las subterráneas y sabrosas raíces. El posadero y el hermano cocinero se asombraban de sus abstinencias, que ellos creían de intención piadosa. En algunas ocasiones, sin embargo, se obligaba a sí mismo a masticar pensativamente un pedazo de tripa o de hígado echando sangre, para probarse que su rechazo procedía del espíritu y no de un capricho del gusto. Nunca se preocupó mucho por sus atavíos: por distracción o desprecio, ni siquiera renovaba su ropa. En materia erótica, seguía siendo el médico que antes recomendaba a sus enfermos los consuelos del amor, de la misma manera que también les aconsejaba beber vino. Aquellos ardientes misterios le parecía que aún eran, para muchos de nosotros, el único acceso al reino ígneo, del que tal vez seamos ínfimas pavesas, pero esta sublime ascensión era breve y le hacía dudar de que un acto tan sujeto a las rutinas de la materia, tan dependiente de los instrumentos de la generación carnal, no fuera para el filósofo una de esas experiencias que deben hacerse para seguidamente renunciar a ellas. La castidad, en la que antaño veía una superstición que debía combatirse, le parecía ahora una de las caras de la serenidad: saboreaba ese frío conocimiento que uno tiene de los seres cuando ya no los desea. No obstante, una vez que se dejó seducir por un encuentro y se entregó de nuevo a aquellos juegos, él mismo se extrañó de sus propias fuerzas. Se enfadó un día con un fraile sinvergüenza que vendía en la ciudad los ungüentos del dispensario, pero su cólera era más deliberada que instintiva. Se permitía incluso alguna bocanada de vanidad tras una operación bien hecha, lo mismo que se le permite a un perro que retoce en la hierba.

Una mañana, durante uno de sus paseos de herborista, una circunstancia insignificante y casi grotesca lo indujo a reflexionar. Tuvo sobre él un efecto comparable al de una revelación que ilumina para un devoto algún santo misterio. Salió de la ciudad al clarear el día, para llegarse hasta el lindero de las dunas, llevando consigo una lupa que había mandado construir según sus instrucciones a un fabricante de lentes de Brujas, y que le servía para examinar de cerca las raicillas y las semillas de las plantas que cogía. Al llegar el mediodía, se durmió acostado boca abajo en un hueco formado en la arena, con la cabeza apoyada en el brazo y la lupa, que había resbalado de su mano, reposando debajo de él sobre una mata seca. Al despertar, creyó percibir contra su rostro a un bicho extraordinariamente inmóvil, insecto o molusco, que se movía en la sombra. Su forma era esférica; la parte central, de un negro húmedo y brillante, se hallaba rodeada de una zona de color blanco rosáceo o apagado; unos pelos como flecos cruzaban la periferia, nacidos de una especie de caparazón pardo estriado de grietas y abollado. Una vida casi pavorosa habitaba en aquella cosa frágil. En menos de un instante, antes incluso de que su visión pudiera formularse con el pensamiento, reconoció que lo que estaba viendo no era más que su propio ojo reflejado y aumentado por la lupa, detrás de la cual la arena y la hierba formaban una especie de azogue como el de un espejo. Se levantó pensativo. Se había visto viendo. Escapando a las rutinas de las perspectivas habituales, había contemplado muy de cerca el órgano pequeño y enorme, próximo pero extraño, vivo pero vulnerable, provisto de imperfecto aunque prodigioso poder, del que él dependía para contemplar el universo. No había nada teórico que sacar de aquella visión, que acrecentó extrañamente el conocimiento que tenía de sí mismo, y al mismo tiempo su noción de los múltiples objetos que componen ese sí. Como el ojo de Dios en determinadas estampas, aquel ojo humano se convertía en un símbolo. Lo importante era recoger lo que este ojo filtraría del mundo antes de que se hiciera de noche, controlar su testimonio y, en caso de ser posible, rectificar sus errores. En cierto sentido, el ojo contrarrestaba al abismo.

Salía del negro desfiladero. La verdad era que ya había salido de él más de una vez. Y seguiría saliendo. Los tratados dedicados a la aventura del espíritu se equivocaban al asignarle a ésta unas fases sucesivas: todas, al contrario, se entremezclaban. Todo se hallaba sujeto a infinitas repeticiones. La búsqueda del espíritu daba vueltas en círculo. Antaño en Basilea, lo mismo que en otros lugares, había pasado por la misma noche. Las mismas verdades habían sido reaprendidas varias veces. Pero la experiencia era acumulativa: el paso, a la larga, se iba haciendo más seguro; el ojo veía más allá en ciertas tinieblas; el espíritu comprobaba al menos ciertas leyes. De la misma manera que un hombre sube o baja la ladera de una montaña, él se elevaba y se hundía sin moverse del sitio; todo lo más, a cada revuelta, el mismo abismo se abría tan pronto a la derecha como a la izquierda. La subida sólo podía medirse por el aire, que se iba haciendo más escaso, y por las nuevas cimas que apuntaban en el horizonte. Pero las nociones de ascensión o de descenso eran falsas: los astros brillaban igual abajo que arriba; no estaba ni en el fondo del abismo, ni tampoco en el centro. El abismo se hallaba al mismo tiempo más allá de la esfera celeste y en el interior de la bóveda ósea. Todo parecía realizarse en el fondo de una serie infinita de curvas cerradas.

Había vuelto a escribir, pero sin la intención de publicar sus trabajos. De entre todos los tratados antiguos de medicina, siempre admiró el libro III de las Epidémicas de Hipócrates, por la exacta descripción de los casos clínicos y sus síntomas, sus progresos día a día y su resolución. Él llevaba un registro análogo en lo concerniente a los enfermos tratados en el hospicio de San Cosme. Puede que algún médico que viviera después de él sacara algún fruto del diario redactado por un practicante que ejerció en Flandes, en tiempos de Su Católica Majestad Felipe II. Un proyecto más atrevido le llevó cierto tiempo: el de un Liber Singularis, en donde anotó todo cuanto sabía sobre el hombre, basándose en sí mismo, su complexión, su comportamiento, sus actos confesados o secretos, fortuitos o voluntarios, sus pensamientos y también sus sueños. Redujo su plan, por considerarlo demasiado amplio, y se limitó a un año vivido por aquel hombre, y luego a un solo día. Seguía escapándosele la inmensa materia y pronto se percató de que, de todos sus pasatiempos, aquel era el más peligroso. Renunció a él. En ocasiones, para distraerse, ponía por escrito pretendidas profecías que satirizaban en realidad los errores y las monstruosidades de su tiempo, dándoles el aspecto inusitado de una novedad o de un prodigio. Algunas veces, a modo de diversión, comunicaba al organista de San Donaciano —amigo suyo desde que operó a su buena mujer de un tumor benigno— algunos de aquellos extraños enigmas. El organista y su media naranja se quebraban la cabeza tratando de dilucidar su sentido, como en las adivinanzas, tras lo cual reían de todo ello sin malicia.

Un objeto que lo entretuvo durante unos años fue una planta de tomate, rareza botánica nacida de un esqueje que obtuvo a duras penas de un espécimen único traído del Nuevo Mundo. Esta valiosa planta, que guardaba en su laboratorio, le infundió ganas de volver a sus antiguos estudios sobre los movimientos de la savia: con ayuda de una tapadera, que impedía la evaporación del agua vertida en el tiesto, y comprobando el peso todas las mañanas, consiguió medir cuántas onzas líquidas eran absorbidas por el poder de imbibición de la planta; más tarde, intentó medir por álgebra hasta qué altura podía elevar esta facultad los fluidos en el interior de un tronco o de un tallo. Con este motivo, mantuvo correspondencia con el sabio matemático que le había ofrecido su casa, en Lovaina, unos seis años antes. Intercambiaban fórmulas. Zenón esperaba con impaciencia sus respuestas. Empezaba a pensar en nuevos viajes.