El regreso a Brujas

En Senlis consiguió un asiento en el coche del prior de los Franciscanos de Brujas, que volvía de París, en donde había asistido al capítulo general de su orden. Aquel prior era más instruido de lo que su hábito hacía suponer, sentía curiosidad por la gente y por las cosas, y no se hallaba desprovisto de un cierto conocimiento del mundo. Los dos viajeros charlaron libremente mientras los caballos luchaban contra el agrio viento de los llanos picardos. Zenón no ocultó a su compañero más que su verdadero nombre y las persecuciones de que era objeto su libro. La finura del prior era tal que uno podía preguntarse si no adivinaba más cosas sobre el doctor Sébastien Théus de lo que hubiera sido cortés dejar ver. Atravesar Tournai les llevó algún tiempo, debido a la presencia de la multitud que llenaba sus calles; tras informarse del motivo, lograron enterarse de que toda aquella gente se dirigía hacia la plaza Mayor, con objeto de ver cómo ahorcaban a un sastre llamado Adrián, convicto de calvinismo. Su mujer también era culpable, pero como es indecente que una criatura del sexo débil se columpie en el aire, con las faldas flotando por encima de las cabezas de los transeúntes, iban a enterrarla viva, siguiendo una antigua costumbre. Aquella brutal estupidez horrorizó a Zenón, aunque disimuló su indignación tras un rostro impasible, pues se había impuesto no dar a conocer jamás sus sentimientos en todo lo relativo a las querellas entre el Misal y la Biblia. Aun detestando convenientemente la herejía, el prior juzgó aquel castigo algo duro y su prudente observación hizo que Zenón sintiese hacia su compañero de viaje ese impulso casi excesivo de simpatía que causa la menor opinión moderada en boca de un hombre cuya posición y hábitos no permiten suponer tal moderación.

El coche circulaba de nuevo por el campo y el prior hablaba ya de otra cosa cuando todavía Zenón se sentía asfixiar bajo el peso de paletadas de tierra. Recordó de repente que ya había pasado un cuarto de hora y que aquella mujer cuyas angustias le hacían sufrir, habría dejado ya de experimentarlas.

Bordeaban las rejas y balaustradas asaz descuidadas de la propiedad de Dranouter; el prior mencionó al pasar a Philibert Ligre, quien, de creer sus palabras, hacía y deshacía a su antojo en el Consejo de la nueva Regente o Gobernadora que ostentaba el mando en los Países Bajos. Ya hacía tiempo que la opulenta familia Ligre no vivía en Brujas. Philibert y su mujer habitaban casi continuamente en su propiedad de Pradelles, en Brabante, donde les era más fácil hacer de criados cerca de los amos extranjeros. Aquel desprecio de patriota por el español y su séquito hizo aguzar el oído a Zenón. Un poco más lejos, unos guardias valones tocados de hierro y vestidos con calzas de cuero reclamaron arrogantemente los salvoconductos a los viajeros. El prior se los entregó con un glacial desdén. Decididamente, algo había cambiado en Flandes. Al llegar a la plaza Mayor de Brujas, los dos hombres se separaron por fin con grandes cortesías y ofrecimientos de ayuda recíprocos para el porvenir. El prior alquiló un coche para ir a su convento y Zenón, contento de poder estirar las piernas tras su larga inmovilidad durante el viaje, cargó sus paquetes debajo del brazo. Le sorprendió percatarse de que recordaba sin dificultad las calles de aquella ciudad que no había vuelto a ver desde hacía treinta años.

Había prevenido de su llegada a Jean Myers, su antiguo maestro y colega, quien le había propuesto varias veces compartir con él su hermosa casa del Muelle Viejo de la Leña. Una sirvienta con un farol lo recibió en el umbral de la puerta. Al cruzar este umbral, Zenón rozó rudamente a aquella mujer alta y malhumorada que no se apartaba para dejarle paso.

Jean Myers estaba sentado en su sillón, con las piernas enfermas de gota estiradas a una distancia prudente de la lumbre. El dueño de la casa y el visitante reprimieron hábilmente, cada cual por su lado, un movimiento de sorpresa: Jean Myers, que en su juventud era bastante flaco, se había convertido en un viejecito regordete, de ojos vivos y sonrisa burlona, que se perdían por entre los pliegues de carne rosada; el brillante Zenón de otros tiempos era ahora un hombre huraño, de pelo gris. Cuarenta años de trabajo habían permitido al médico de Brujas ahorrar lo preciso para vivir desahogadamente; su mesa y su bodega se hallaban bien provistas, hasta demasiado bien, para el régimen de un gotoso. Su criada Catherine, a la que antaño había metido mano, era muy limitada, pero diligente, fiel, nada charlatana, y no metía en su cocina a ningún galán aficionado a los buenos manjares y al vino añejo. Jean Myers soltó en la mesa unas cuantas de sus chanzas favoritas sobre el clero y los dogmas; Zenón recordaba haber reído en tiempos oyéndolas: ahora le parecían bastante insulsas. No obstante, recordando al sastre Adrián de Tournai, a Dolet de Lyon y a Servet de Ginebra, se dijo para sí que en una época en la que la fe conducía a la violencia, el burdo escepticismo de aquel hombre tenía su mérito. En cuanto a él, más avanzado en la vía que consiste en negarlo todo para ver si después se puede reafirmar algo, en deshacerlo todo para mirar después cómo todo se rehace en un plano distinto o de otra manera, ya no se sentía capaz de aquellas risas facilonas. La superstición se mezclaba extrañamente en Jean Myers con aquel pirronismo de cirujano-barbero. Se vanagloriaba de ser aficionado a las curiosidades herméticas, pero sus trabajos eran juegos de niños. A Zenón le costó mucho evitar que lo arrastrara a explicarle la Tríada inefable o el Mercurio lunar, explicaciones un poco largas para ser el primer día de su llegada. En medicina, el viejo Jean se hallaba hambriento de novedades, aun habiendo practicado por prudencia los métodos recibidos; esperaba que Zenón le diera algún específico contra su gota. En cuanto a los escritos sospechosos de su visitante, el anciano no tenía mucho miedo —en caso de que la verdadera identidad del doctor Théus llegara a descubrirse— de que los rumores que circulaban en torno suyo llegaran a ser preocupantes para su autor en Brujas; en aquella ciudad obsesionada con sus querellas de medianerías y sufriendo al ver su puerto comido por la arena, como un enfermo por sus cálculos, nadie se había molestado, en realidad, en hojear sus libros.

Zenón se tendió en la cama que habían preparado para él con sábanas limpias, en el piso de arriba. La noche de octubre era fría. Catherine entró con un ladrillo caliente y envuelto en trapos de lana. Arrodillada en el pasillo que quedaba entre la cama y la pared, introdujo el paquete ardiendo debajo de las mantas, tocó los pies del viajero, luego sus tobillos, les dio masaje lentamente y de súbito, sin decir ni una palabra, cubrió aquel cuerpo desnudo de ávidas caricias. A la luz del cabo de vela que sobre el cofre había, el rostro de la mujer no tenía edad, no era muy diferente del que, hacía más de cuarenta años, le había enseñado a hacer el amor. No impidió que ella se acostara pesadamente a su lado, bajo el edredón. Aquella mujer grandona era como el pan o la cerveza, de los que uno se sirve con indiferencia, sin ascos y sin deleites. Cuando se despertó, ella ya estaba abajo, dedicada a sus tareas de sirvienta.

No levantó los ojos hacia él en todo el día, pero le servía abundantemente en las comidas, con una especie de tosca solicitud. Zenón echó el cerrojo a su puerta al llegar la noche, y oyó los pesados pasos de la criada alejándose tras haber tratado de levantar la falleba. Al día siguiente, se comportó de la misma manera que el anterior; parecía haberlo instalado definitivamente entre los objetos que poblaban su existencia, como los muebles y utensilios de la casa del médico. Por un descuido, más de una semana después, se olvidó de echar el cerrojo a la puerta: ella entró con una sonrisa de idiota, levantándose las enaguas para mostrar sus opulentos atractivos. Lo grotesco de aquella tentación pudo con sus sentidos. Jamás había experimentado así el poder bruto de la carne, independientemente de la persona, del rostro, de las líneas del cuerpo y hasta de sus propias preferencias carnales. Aquella mujer que jadeaba sobre su almohada era un lémur, una lamia, una de esas hembras de pesadilla que pueden verse en los capiteles de las iglesias, apenas apta, al parecer, para emplear el lenguaje humano. No obstante, en pleno orgasmo, se escapaba de su abultada boca una retahíla de palabras obscenas en flamenco, como si fueran pompas de jabón; palabras que él no había vuelto a oír ni a emplear desde que iba al colegio. Él le tapaba entonces la boca con la mano.

A la mañana siguiente, venció la repulsión; sentía rencor hacía sí mismo por haber gozado con aquella criatura, lo mismo que uno se reprocha por haber consentido dormir en la cama sucia de una posada. No volvió a olvidar correr el cerrojo todas las noches.

Sólo pensaba quedarse en casa de Jean Myers el tiempo necesario para que pasara la tormenta provocada por el secuestro y la destrucción de su libro. Sin embargo, le parecía en ocasiones que iba a quedarse siempre allí, en Brujas, hasta el final de sus días, sea porque aquella ciudad fuera como una trampa para él al cabo de sus viajes, sea porque una especie de inercia le impedía marcharse. El impotente Jean Myers le confió a algunos de sus pacientes a los que seguía tratando; aquella escasa clientela no era bastante para dar envidia a los demás médicos de la ciudad, como había ocurrido en Basilea, en donde Zenón consiguió que la irritación de sus colegas llegara el colmo profesando su arte públicamente ante un círculo elegido de estudiantes. Aquella vez, las relaciones con sus colegas se limitaban a escasas consultas durante las cuales el señor Théus difería cortésmente de las opiniones de los más ancianos o notorios, o a intercambiar breves frases tocantes al viento o la lluvia, o a cualquier incidente local. Las conversaciones con los enfermos versaban, como es natural, sobre los enfermos mismos. Muchos de ellos no habían oído hablar nunca de un tal Zenón; para otros no había más que un «se dice» muy vago entre los rumores sobre su pasado. El filósofo, que antaño había dedicado un opúsculo a la sustancia y propiedades del tiempo, pudo verificar que su arena pronto se tragaba la memoria de los hombres. Aquellos treinta y cinco años parecían medio siglo. De los usos y reglas que habían sido novedad en sus tiempos de escuela, hoy se decía que siempre habían existido. De los hechos que por entonces sacudieron al mundo, ya nada se sabía. Los muertos de hacía veinte años se confundían con los de una generación anterior. La opulencia del viejo Ligre había dejado algunos recuerdos; se discutía, sin embargo, si había tenido uno o dos hijos. También se hablaba de un sobrino, o bastardo de Henri-Juste, que había seguido un mal camino. El padre del banquero había sido Tesorero de Flandes, como su hijo, o informador en el Consejo de la Regente, como el Philibert de hoy. En la casa Ligre, deshabitada desde hacía tiempo, la planta baja se hallaba alquilada a unos artesanos. Zenón volvió a visitar la fábrica que, en otros tiempos, era morada de Colas Gheel; habían establecido allí una cordelería. Ninguno de los artesanos recordaba ya a aquel hombre, al que pronto abotargó la cerveza, pero que, antes de los motines de Audenhove y de que colgaran a su amigo, había sido a su modo un dirigente y un príncipe. El canónigo Bartholommé Campanus aún vivía, aunque salía poco, abrumado por los achaques que van apareciendo con la edad y, por suerte, nunca había recurrido a Jean Myers para que lo cuidase. No obstante, Zenón evitaba prudentemente la iglesia de San Donaciano, en donde su antiguo maestro seguía asistiendo a los oficios, sentado en un sitial del coro.

Por prudencia también, había escondido en una arqueta de Jean Myers su diploma de Montpellier, en el que figuraba su nombre verdadero, y sólo llevaba consigo un pergamino que compró, por si acaso, a la viuda de un medicastro alemán llamado Gott, nombre que él había grecolatinizado inmediatamente, para despistar mejor, convirtiéndolo en el de Théus. Con ayuda de Jean Myers, se había inventado, en torno a aquel desconocido, una de esas biografías confusas y banales que se parecen a esas moradas cuyo principal mérito consiste en que se puede entrar y salir de ellas por diversas puertas. Le añadía, para darle mayor verosimilitud, incidentes de su propia vida cuidadosamente elegidos de manera que no extrañasen ni interesaran a nadie y cuya investigación, en caso de producirse, no podía llevar muy lejos. El doctor Sébastien Théus había nacido en Zutphen, del obispado de Utrecht; era hijo natural de una mujer de la comarca y de un médico de Bresse adscrito a la casa de Margarita de Austria. Educado en Cléveris, a expensas de un protector que quiso mantener su anonimato, primero había pensado meterse en el convento de Agustinos de aquella ciudad, pero la afición al oficio de su padre había conseguido ganar la partida. Había estudiado en la Universidad de Ingolstadt, luego en Estrasburgo, ejerciendo algún tiempo en esta ciudad. Un embajador de Saboya lo había llevado a París y a Lyon, así que conocía un poco Francia y su corte. De regreso a tierras del Imperio, se había propuesto instalarse en Zutphen, en donde su buena madre vivía todavía, pero, aunque no lo dijera, había sufrido mucho sin duda por causa de las gentes que profesan la religión supuestamente reformada y que tanto abundaban ahora por allí. Fue entonces cuando aceptó, para poder vivir, aquel puesto de sustituto que le proponía Jean Myers, quien antaño conoció a su padre en Malinas. Reconocía también haber sido cirujano de los ejércitos del católico rey de Polonia, aunque retrotraía aquel empleo en más de diez años. Finalmente, era viudo de la hija de un médico de Estrasburgo. Aquellas patrañas, a las que sólo recurría en caso de preguntas indiscretas, divertían mucho al viejo Jean. Pero el filósofo sentía en ocasiones pegársele a la cara la máscara insignificante del doctor Théus. Aquella vida imaginaria hubiera podido ser la suya. Alguien le preguntó un día si no había tropezado con un tal Zenón durante sus viajes. Casi no mentía al responder que no.

Poco a poco, del color gris de aquellos días monótonos empezaron a sobresalir algunos relieves en donde destacaban unos puntos de referencia. Todas las noches, a la hora de la cena, Jean Myers narraba minuciosamente la historia de los interiores que Zenón había visitado aquella mañana; relataba una anécdota cómica o trágica, en sí misma banal, pero que mostraba cómo en aquella ciudad adormecida existían tantas intrigas como en el Gran Serrallo y tantos libertinajes como en un burdel de Venecia. Unos temperamentos, unos caracteres emergían de aquellas vidas tan iguales de los burgueses o mayordomos de iglesia; se establecían grupos, formados como en todas partes por el mismo apetito de lucro o de intriga, por la misma devoción al mismo santo, por los mismos males y los mismos vicios. Las sospechas de los padres, las picardías de los hijos, la acritud entre viejos esposos no eran diferentes de las que pueden verse en la familia Vasa o en Italia en las casas principescas, pero la ruindad de las apuestas daba por contraste a las pasiones una dimensión enorme. Aquellas vidas encadenadas hacían que el filósofo valorase una existencia sin ataduras como la suya. Acaecía con las opiniones como con las personas: pronto entraban a formar parte de una categoría establecida de antemano. Se adivinaban aquellos que atribuirían todos los males del siglo a los libertinos o a los reformados, y para quienes «Madame la Gouvernante» siempre tenía razón. Hubiera podido terminar por ellos sus frases, inventar en su lugar la mentira referente al mal italiano contraído en su juventud, el subterfugio o el aspaviento ofendido cuando reclamaba, de parte de Jean Myers, unos honorarios olvidados. Podía apostar con toda seguridad, sin equivocarse nunca, lo que iba a salir de la alforja.

El único lugar en la ciudad en donde le pareció que anidaba un pensamiento libre era, paradójicamente, la celda del prior de los Franciscanos. Había seguido tratándole como amigo y luego como médico. Sus visitas eran escasas, ya que ni uno ni otro podían dedicarles mucho tiempo. Zenón escogió al prior por confesor cuando le pareció necesario tener uno. Aquel religioso era parco en homilías devotas. Su exquisito francés descansaba el oído de la jerga flamenca. La conversación solía versar sobre toda clase de temas, salvo en lo referente a materias de fe; pero, sobre todo, aquel hombre de oración se interesaba por los asuntos públicos. Muy unido a algunos señores que luchaban contra la tiranía del extranjero, aprobaba su actuación, aunque temía que la nación belga se viera envuelta en un charco de sangre. Cuando Zenón contaba estos pronósticos al viejo Jean, éste se encogía de hombros: siempre se había visto cómo esquilaban a los pequeños y cómo los poderosos se adueñaban de la lana. No obstante, resultaba fastidioso que el Español hablara de poner nuevos impuestos sobre las vituallas, y a cada cual una tasa del uno por ciento.

Sébastien Théus regresaba tarde a la casa del Muelle Viejo de la Leña, pues prefería el aire húmedo de las calles y las largas caminatas fuera de las murallas de la ciudad, bordeando el campo gris, a la sala sobrecalentada. Una tarde en que regresaba, en esa época del año en que la noche se echa pronto encima, vio al atravesar el recibidor que Catherine se hallaba ocupada revisando unas sábanas que había en el baúl, debajo de la escalera. No se interrumpió para traerle la luz, como solía hacerlo, aprovechando siempre el recodo del pasillo para rozar furtivamente el faldón de su capa. En la cocina, la lumbre estaba apagada. El cuerpo aún tibio del anciano Jean Myers yacía limpiamente tendido en la mesa de la estancia contigua. Catherine entró con una sábana que había escogido para amortajarlo.

—El amo ha muerto de una congestión —dijo.

Parecía una de esas mujeres que lavan a los muertos, cubiertas con velos negros, a las que había visto actuar en las casas de Constantinopla, en los tiempos en que servía al Sultán. La muerte del anciano médico no le sorprendía. El mismo Jean Myers sabía que la gota le llegaría algún día al corazón. Unas semanas antes, delante del notario de la parroquia, había hecho un testamento elaborado con todas las piadosas fórmulas habituales, en el que dejaba sus bienes a Sébastien Théus, y una habitación abuhardillada, hasta que acabara sus días, a Catherine. El filósofo se acercó a mirar aquel rostro convulsionado e hinchado por la muerte. Un olor extraño, una mancha pardusca en la comisura de los labios despertaron sus sospechas; subió a su habitación y se puso a registrar el baúl. El contenido de un frasquito de cristal que en él guardaba había disminuido por lo menos un dedo. Zenón recordó que había enseñado al anciano aquella mixtura de venenos vegetales conseguida en una botica de Venecia. Un tenue ruido le hizo volver la cabeza: Catherine lo estaba observando de pie, en el umbral de la puerta, igual que lo había espiado, probablemente, a través del ventanuco de la cocina, cuando él enseñaba a su amo los objetos curiosos que había traído de sus viajes. La cogió por el brazo; ella cayó de rodillas soltando un torrente confuso de palabras y de lágrimas:

Voor u heb ik het geddan! ¡Hice esto por vos! —repetía entre dos hipos.

La apartó brutalmente y bajó a velar al muerto. A su manera, el viejo Jean había sabido saborear la vida; sus males no eran tan violentos como para no permitirle gozar un poco más durante unos meses de su cómoda existencia: un año quizá, o dos todo lo más. Aquel estúpido crimen lo frustraba sin razón del modesto placer de hallarse en el mundo. El anciano siempre fue bueno con él: Zenón sentía una amarga y atroz compasión. Le invadía una impotente rabia contra la envenenadora, que ni el muerto, sin duda, hubiera sentido en tal grado. Jean Myers siempre utilizó su agudo ingenio para ridiculizar las inepcias del mundo; aquella criada libertina, que se apresuraba a enriquecer a un hombre que no se preocupaba de ella para nada, le hubiera proporcionado materia para una de sus historias, en caso de haber vivido. Tal como se hallaba, tendido tranquilamente encima de la mesa, parecía estar a cien leguas de su propio infortunio. Al menos, el antiguo cirujano-barbero siempre se rio de los que imaginan que se sigue pensando y sufriendo cuando ya no se puede ni andar ni digerir.

Enterraron al anciano en la parroquia de Santiago. Al volver de las exequias, Zenón se percató de que Catherine había llevado su ropa y su maletín de médico a la habitación del amo; había encendido el fuego y preparado cuidadosamente la cama grande. Volvió a llevar sus cosas, sin decir nada, al cuartucho que ocupaba desde que llegó. Una vez en posesión de sus bienes, renunció a ellos en acta notarial a favor del antiguo hospicio de San Cosme, situado en la calle Larga y lindante con el convento de Franciscanos. En aquella ciudad, en donde ya no abundaban las grandes fortunas de antaño, las donaciones piadosas eran cada vez más escasas; la generosidad del señor Théus fue muy admirada, cosa con la que ya contaba él. La morada de Jean Myers sería, en lo sucesivo, un asilo de ancianos imposibilitados. Catherine continuaría viviendo allí como sirvienta. El dinero contante se emplearía en reparar parte de los edificios del vetusto hospicio de San Cosme; en las salas aún habitables, el prior de los Franciscanos, de quien dependía la institución, encargó a Zenón que llevara el dispensario para los pobres del barrio y los campesinos que afluían a la ciudad en días de mercado. Delegaron a dos frailes para que le ayudaran en la botica. Aquel nuevo cargo no era muy brillante, así que no atrajo la envidia de sus colegas sobre el doctor Théus. Instalaron a la vieja mula de Jean Myers en el establo de San Cosme, y el jardinero del convento se encargó de cuidarla. Colocaron una cama para Zenón en un cuarto del piso, adonde trasladó parte de los libros del antiguo cirujano-barbero. Las comidas se las llevaban del refectorio.

Pasó el invierno con todos estos cambios de barrio y todos estos arreglos. Zenón convenció al prior para que le dejara instalar unos baños calientes a la moda alemana, y le entregó unas notas sobre el tratamiento de los reumáticos y sifilíticos mediante el vapor caliente. Sus conocimientos mecánicos le sirvieron para idear cañerías y agenciarse económicamente una estufa. En la calle de la Lana se había instalado un herrero en los antiguos establos de los Ligre; Zenón se llegaba allí por las tardes y limaba, remachaba, soldaba y golpeaba con el martillo, consultando continuamente al herrero y a sus ayudantes. Los muchachos del barrio, que se reunían allí para pasar el tiempo, se maravillaban de la habilidad de sus delgadas manos.

Fue durante aquel período sin incidentes cuando lo reconocieron por primera vez. Se hallaba solo en la botica, como de costumbre tras la partida de los frailes. Era día de mercado y el desfile habitual de los pobres había durado hasta la hora nona. Alguien llamó a la puerta: era una anciana que venía todos los sábados a vender su mantequilla en la ciudad y que quería que el médico le diera alguna pócima contra su ciática. Zenón buscó en la estantería un tarro de gres, lleno de un poderoso revulsivo. Se acercó a ella para explicarle su empleo. De repente vio en sus ojos azules y desvaídos una expresión de alegre sorpresa que le hizo reconocerla a su vez. Aquella mujer había trabajado en las cocinas de la casa Ligre, cuando él era niño. Greete (se acordó de su nombre de repente) estaba casada con un criado que lo volvió a llevar a casa cuando su primera fuga. Él recordaba que lo había tratado con bondad cuando se deslizaba por entre sus pucheros y sus escudillas. Le había dejado coger de la mesa el pan caliente y la pasta cruda preparada para ser metida en el horno. Iba a lanzar una exclamación cuando él se llevó un dedo a los labios. La vieja Greete tenía un hijo carretero que, en algunas ocasiones, hacía contrabando con Francia. Su pobre anciano marido, ya casi paralítico, tuvo que vérselas con el señor del lugar por unos cuantos sacos de manzanas robadas en el huerto lindante con su granja. Ella sabía que a veces es oportuno esconderse, aun siendo rico y noble, categorías humanas en que aún colocaba a Zenón. Se calló, pero, al retirarse, le besó la mano.

Aquel incidente hubiera debido inquietarlo, al probarle que existía el riesgo de que otros le reconocieran también; al revés, experimentó un placer que a él mismo le sorprendió. Probablemente, se decía, cerca de allí, por Saint-Pierre-sur-la-Digue, existía una granjita donde podría pasar la noche en caso de peligro, y un carretero cuyos caballo y carro podrían serle muy útiles. Pero sólo eran pretextos que a sí mismo se daba. Del niño que ya él no recordaba, de aquella criatura pueril, que era a la vez razonable y, en un sentido, absurdo asimilar el Zenón de hoy, alguien se acordaba lo suficiente para haberlo reconocido en él, y el sentimiento de su propia existencia se veía como fortalecido. Entre él y una criatura humana se habían formado unos lazos, por muy débiles que fueran, que no tenían nada que ver con el espíritu, como en el caso de sus relaciones con el prior, ni con la carne, como ocurría en los escasos contactos sensuales que aún se permitía. Greete volvió casi todas las semanas para que él le curase sus achaques de anciana. Siempre le llevaba algún regalito: mantequilla envuelta en una hoja de col, un trozo de torta que ella había hecho, azúcar candi o un puñado de castañas. Lo contemplaba mientras comía con sus ojillos cansados y risueños. Existía entre ambos la intimidad de un secreto bien guardado.