Era una de esas épocas en que la razón humana se halla presa dentro de un círculo en llamas. Tras haber escapado de Innsbruck, Zenón vivió durante algún tiempo retirado en Würzburg, en casa de un discípulo suyo, Bonifacius Kastel, quien practicaba el arte hermético en una casita a orillas del Main, cuyo reflejo glauco invadía los cristales. Pero le pesaban la inacción y la inmovilidad, y Bonifacius no era ciertamente un hombre capaz de arriesgarse durante mucho tiempo por un amigo en peligro; así que Zenón pasó a Turingia, se llegó después hasta Polonia y allí se alistó en calidad de cirujano en los ejércitos del rey Segismundo, que se disponía a expulsar a los moscovitas de Curlandia con ayuda de los suecos. Tras el segundo invierno de campaña, la curiosidad que sentía por las plantas y los climas nuevos lo impulsó a embarcarse para Suecia, con un tal capitán Güldenstarr que le presentó a Gustavo Vasa. El Rey buscaba a un hombre versado en medicina y capaz de aliviar los dolores que en su viejo cuerpo habían dejado la humedad de los campos y el frío de las noches pasadas entre hielos, durante los aventurados tiempos de su juventud, así como los estragos de sus antiguas heridas y del mal francés. Zenón obtuvo sus favores componiendo una poción reconstituyente para el monarca, cansado por haber festejado la Navidad con su joven y tercera esposa, en su blanco castillo de Vadstena. Durante todo el invierno, acodado a una alta ventana entre el cielo frío y las llanuras heladas del lago, se ocupó en calcular la posición de las estrellas susceptibles de aportar felicidad o desgracia a la casa de los Vasa, ayudado en esta tarea por el joven príncipe Erik, que sentía por estas peligrosas ciencias un apetito enfermizo. En vano le recordaba Zenón que los astros influyen en nuestros destinos, pero no los deciden, y que tan fuerte, tan misterioso como ellos, regulando nuestra vida, obedeciendo a unas leyes más complicadas que las nuestras, es ese astro rojo que palpita en la noche del cuerpo, suspendido en su jaula de huesos y de carne. Pero Erik era de los que prefieren recibir su destino de fuera, bien por orgullo —porque le parecía hermoso que el mismo cielo se preocupara por su suerte—, bien por indolencia, para no tener que responder ni del bien ni del mal que en sí mismo llevaba. Creía en los astros y rezaba a los santos y a los ángeles, pese a la fe reformada que de su padre había recibido. Tentado de ejercer una influencia en un alma regia, el filósofo ensayaba los efectos de una enseñanza, de un consejo; mas los pensamientos ajenos se encenagaban como en un pantano en el joven cerebro que dormía tras los pálidos ojos grises. Cuando el frío era excesivo, el alumno y el filósofo se acercaban a la abundante lumbre cautiva bajo la campana de la chimenea, y Zenón se sentía fascinado, como siempre, de que aquel calor benéfico, aquel demonio domesticado que calentaba dócilmente una jarra de cerveza colocada sobre las cenizas, fuera el mismo dios encendido que por el cielo circula. Otras noches, el príncipe no acudía, entretenido bebiendo en las tabernas con sus hermanos en compañía de alegres mujeres, y el filósofo, si los pronósticos de aquella noche se revelaban nefastos, los rectificaba encogiéndose de hombros.
Unas semanas antes de que llegara el día de San Juan, ya cerca del verano, pidió permiso para viajar hacia el Norte, con objeto de observar por sí mismo los efectos del día polar. Tan pronto a pie como a caballo o en barca, vagabundeó de parroquia en parroquia, entendiéndose gracias al latín de Iglesia, que aún sobrevivía en algunos pastores protestantes; recogiendo en ocasiones eficaces recetas de las curanderas de pueblo que conocen las virtudes de las plantas y de los musgos del bosque, o de los nómadas que curan a sus enfermos con baños, fumigaciones e interpretando los sueños. Cuando regresó a la corte, a Uppsala, en donde Su Majestad el Rey de Suecia inauguraba la asamblea de otoño, se percató de que los celos de un colega alemán habían influido en contra suya en el ánimo del Rey. El viejo monarca temía que sus hijos utilizaran los cálculos de Zenón para saber con demasiada exactitud lo que duraría la vida de su padre. Zenón contaba con el apoyo del heredero del trono, del que había hecho un amigo y casi un discípulo; pero cuando se cruzó con Erik por los pasillos de palacio, el joven príncipe pasó sin verlo, como si de repente el filósofo hubiera adquirido la facultad de hacerse invisible. Zenón se embarcó en secreto en un barco de pesca del lago Mälar, con el que llegó a Estocolmo, y allí adquirió un pasaje para Kalmar, desde donde continuó hasta Alemania.
Por primera vez en su vida, sentía la extraña necesidad de volver a poner los pies sobre la huella de sus pasos, como si su existencia se moviese a lo largo de una órbita preestablecida, a la manera de las estrellas errantes. Lübeck, en donde ejerció con gran éxito, lo retuvo apenas unos meses. Sentía deseos de que se imprimieran en Francia sus Proteorías, en las que había trabajado de manera intermitente durante toda su vida. No le preocupaba exponer en ellas una doctrina, sino restablecer una nomenclatura de las opiniones humanas, indicando sus casualidades, sus coincidencias y sus secretas tangentes o latentes relaciones. En Lovaina, en donde hizo un alto en el camino, nadie lo reconoció bajo el nombre de Sébastien Théus que se había puesto. Como los átomos de un cuerpo, que sin cesar se renueva, pero conserva hasta el fin los mismos lineamentos y las mismas verrugas, los profesores y los estudiantes habían cambiado más de una vez, pero lo que él oyó al aventurarse en un aula no le pareció muy diferente de lo que había escuchado antaño con impaciencia o, al contrario, con embeleso. Ni siquiera se tomó la molestia de visitar una fábrica recientemente instalada en los alrededores de Oudenaarde, en la que funcionaban —para entera satisfacción de los interesados— unas máquinas muy parecidas a las que él había construido en su juventud con ayuda de Colas Gheel. Pero escuchó con curiosidad la descripción detallada que de ellas le hizo un algebrista de la Facultad. Aquel profesor que, excepcionalmente, no desdeñaba los problemas prácticos, invitó a comer al sabio extranjero y lo retuvo toda la noche en su casa.
Al llegar a París, Ruggieri, a quien Zenón en otro tiempo había visto en Bolonia, lo recibió con los brazos abiertos; el «factótum» de la reina Catherine buscaba un ayudante leal, lo bastante comprometido como para poder dominarlo en caso de peligro y que lo ayudara a medicinar a los jóvenes príncipes y a predecir su futuro. El italiano llevó a Zenón al Louvre para presentarlo a su dueña, con la que hablaba rápidamente en la lengua de su país, no sin hacerle un montón de reverencias y prodigarle sus sonrisas. La Reina examinó al extranjero con sus ojos resplandecientes, que con tanta habilidad utilizaba, del mismo modo que, en sus ademanes, jugaba a sacar destellos a los diamantes de sus sortijas. Sus manos untadas de crema, un tanto regordetas, se agitaban como si fueran marionetas sobre su regazo de seda negra. Puso en su rostro lo equivalente a un velo de gasa de luto para hablar del fatal accidente que había causado tres años antes la muerte del difunto monarca.
—¡Por qué no habré escuchado yo mejor vuestros Pronósticos, en donde antaño vi unos cálculos sobre la duración de la vida que comúnmente se concede a los príncipes! Acaso hubiéramos logrado evitar la lanzada que dio muerte al difunto rey y que me dejó viuda… Pues imagino —añadió con amabilidad— que algo tenéis que ver con esa obra, que tiene fama de peligrosa para cerebros débiles y que se atribuye a un tal Zenón.
—Hablemos como si yo fuera ese Zenón —dijo el alquimista—. Speluncam exploravimus… Vuestra Majestad sabe lo mismo que yo que el porvenir está lleno de más sucesos de los que puede traer al mundo. Y no es imposible oír cómo se mueven algunos de ellos en el fondo de la matriz de los tiempos. Pero sólo el acontecimiento decide cuál de esas larvas es viable y llega a su término. Jamás vendí en el mercado catástrofes ni dichas paridas por anticipado.
—¿Despreciabais de esta suerte vuestro arte ante Su Majestad el Rey de Suecia?
—No encuentro razones para mentirle a la mujer más inteligente de Francia.
La Reina sonrió.
—Parla per divertimento —protestó el italiano, inquieto al ver a un colega despreciar su propia ciencia—. Questo honorato viatore ha studiato anche altro che cose celesti; sa le virtudi di veleni e piante benefiche di altre parti che possano sanare gli accessi auricolari del Suo Santissimo Figlio.
—Puedo curar un flemón, pero no al joven Rey —dijo lacónicamente Zenón—. Vi desde lejos a Su Majestad en la galería, a la hora de las audiencias. No hace falta poseer mucha ciencia para reconocer la tos y el sudor de un enfermo del pulmón. Por suerte, el cielo os dio más de un hijo.
—¡Qué Dios nos lo conserve! —dijo la Reina haciendo la señal de la cruz maquinalmente—. Ruggieri os instalará al lado del Rey y contamos con vos para aliviar, por lo menos, parte de sus males.
—¿Y quién aliviará los míos? —dijo amargamente el filósofo—. La Sorbona amenaza incautarme mis Proteorías, que en estos momentos me está imprimiendo un librero de la calle Saint-Jacques. ¿Podrá la Reina impedir que el humo de mis manuscritos quemados en la plaza pública venga a incomodarme en mi buhardilla del Louvre?
—A los señores de la Sorbona les parecería muy mal que yo me metiera en sus asuntos —dijo evasivamente la italiana.
Antes de despedirlo, inquirió largamente sobre el estado de la sangre y entrañas del Rey de Suecia. Pensaba en ocasiones casar a uno de sus hijos con una princesa del Norte.
Inmediatamente después de visitar al pequeño Rey enfermo, los dos hombres salieron juntos del Louvre y siguieron por las orillas del río. De labios del italiano fluían oleadas de anécdotas sobre la corte. Zenón, preocupado, lo interrumpió:
—Cuidaréis de que esos emplastos le sean aplicados durante cinco días seguidos a ese pobre niño.
—¿No pensáis volver vos mismo? —dijo el charlatán con sorpresa.
—¡Claro está que no! ¿No os dais cuenta de que ella no levantará ni un dedo para sacarme del peligro en que me han puesto mis obras? No ambiciono el honor de ser apresado en el séquito de los príncipes.
—Peccato! —exclamó el italiano—. Vuestra aspereza le había gustado.
Y de repente, deteniéndose entre el gentío, cogiendo a su compañero por el codo y bajando la voz, le dijo:
—E questi veleni? Sarà vero che ne abbia tanto e quanto?
—No me hagáis creer que tienen razón los rumores populares cuando se os acusa de suprimir a los enemigos de la Reina.
—Exageran —se burló Ruggieri—. Mas ¿por qué no va a tener Su Majestad su arsenal de venenos, del mismo modo que posee arcabuces y bombardas? Pensad que es viuda, extranjera en Francia, que los luteranos la llaman Jezabel y los católicos Herodías, y que lleva la carga de sus cinco hijos.
—¡Qué Dios la guarde! —respondió el ateo—. Pero si alguna vez se me ocurre utilizar venenos, será en mi propio provecho y no en el de la Reina.
Se alojó, no obstante, en casa de Ruggieri, cuya facundia parecía distraerlo. Desde que Étienne Dolet, su primer impresor, había sido estrangulado y arrojado al fuego por sus opiniones subversivas, Zenón no había vuelto a publicar nada en Francia. Vigilaba él mismo con gran cuidado la impresión de su libro en la tienda de la calle Saint-Jacques, corrigiendo aquí y allá alguna palabra, o una noción detrás de un vocablo, eliminando un concepto oscuro o, al contrario, añadiendo alguno más con pesar. Una noche, a la hora de la cena, que solía tomar él solo en casa de Ruggieri, mientras el italiano se hallaba atareado en el Louvre, Maese Langelier, su actual impresor, acudió muy asustado para informarle de que había sido dada orden de incautar las Proteorías, para destruirlas por mano del verdugo. El comerciante deploraba la pérdida de su trabajo, en el que apenas se había secado la tinta. Tal vez una epístola dedicatoria a la Reina Madre pudiera arreglarlo todo a última hora. Zenón pasó toda la noche escribiéndola, corrigiendo, volviendo a escribir y tachando de nuevo. Al llegar la madrugada se levantó de la silla, se desperezó, bostezó y arrojó las hojas que había escrito al fuego, así como la pluma que había utilizado.
No le costó mucho reunir algo de ropa y coger su estuche de médico, pues había dejado por prudencia el resto de su equipaje en Senlis, en el granero de una posada. Ruggieri roncaba en el entresuelo en brazos de una moza. Zenón metió una nota por debajo de la puerta en la que le anunciaba su partida para el Languedoc. En realidad, lo que pensaba hacer era regresar a Brujas, para que lo olvidaran.
Un objeto procedente de Italia colgaba de la pared de la estrecha antesala. Era un espejo florentino con marco de concha, formado por un ensamblaje de espejillos abombados, como las células hexagonales de los panales de abejas, encerrado cada uno de ellos en su delgado filo que antaño fue caparazón de un animal vivo. A la luz gris de un alba parisina, Zenón se miró en él. Percibió veinte rostros apiñados y achatados a causa de las leyes ópticas, veinte imágenes de un hombre con gorro de piel, de tez macilenta y amarilla, con los ojos brillantes como si también fueran espejos. Este hombre que huía, encerrado en un mundo muy suyo, separado de sus semejantes que huían también en mundos paralelos, le recordó la hipótesis del griego Demócrito: una serie infinita de universos idénticos en donde viven y mueren una serie de filósofos prisioneros. Aquella fantasía le hizo sonreír amargamente. Los veinte personajillos del espejo sonrieron también, cada uno para sí. Los vio seguidamente volver la cabeza a medias y dirigirse hacia la puerta.