La carrera de Henri-Maximilien

Se había destacado en Cerisoles, defendiendo unos cuantos inseguros fortines milaneses, mostrando en ello tanta genialidad —tal se complacía en decir— como el difunto César al imponerse como dueño del mundo. Blaise de Montluc agradecía sus bromas, que daban ánimo a los hombres. Su vida había transcurrido sirviendo alternativamente al Rey Cristianísimo y al Rey Católico, pero la alegría francesa concordaba más con su buen humor. Era poeta y excusaba la mediocridad de sus rimas con las preocupaciones de las campañas; también era capitán y explicaba sus errores de táctica por su afición a la poesía que le excitaba el cerebro; por lo demás, todos le estimaban, en uno y otro oficio, cuya convivencia no aporta la fortuna. Sus vagabundeos por la Península lo habían desengañado de la Ausonia de sus sueños. Había aprendido a desconfiar de las cortesanas romanas, tras haberles pagado su salario, y a escoger con discernimiento los melones en los puestos del Trastévere, arrojando descuidadamente al Tíber sus verdes cortezas. No ignoraba que el cardenal Maurizio Caraffa lo consideraba sólo un soldado espabilado, a quien, en tiempos de paz, se da la limosna de un puesto mal pagado de capitán de guardias; su amante Vanina, en Nápoles, le había sacado una buena cantidad por un hijo que tal vez no fuera suyo; poco importaba. Madame Renée de France, cuyo palacio era el hospital de los desheredados, le hubiera ofrecido de buen grado una sinecura en su Ducado de Ferrara; pero acogía allí a cualquier andrajoso que se presentaba, con tal de que se embriagasen en su compañía con el vinillo agrio de los Salmos. El capitán no quería tener nada que ver con aquella gente. Convivía cada día más con la soldadesca y, como ella, volvía a ponerse cada mañana la casaca remendada con el mismo placer con que tropezamos con un viejo amigo, confesando alegremente que no se lavaba más que cuando llovía y repartiendo con su pandilla de aventureros picardos, mercenarios albaneses y proscritos florentinos, el tocino rancio, la paja enmohecida y las caricias del perro canelo que seguía a la tropa. No obstante, su vida ruda no se hallaba desprovista de deleites. Le quedaba el amor por los bellos nombres antiguos que en cualquier pared de Italia ponen el polvo de oro o el jirón de púrpura de un gran recuerdo, el placer de deambular por las calles, tan pronto a la sombra como al sol, de interpelar en toscano a una hermosa muchacha en espera de un beso o de un torrente de injurias, de beber en las fuentes sacudiendo las gotitas de sus gruesos dedos sobre el polvo de las losas, así como el de descifrar con el rabillo del ojo un trozo de inscripción latina, mientras meaba despreocupadamente sobre un mojón.

De la opulencia paterna no había heredado más que una parte de la refinería de Maastricht, cuyas rentas rara vez hallaban el camino de su bolsillo, y una de las peores tierras pertenecientes a la familia, un lugar llamado Lombardía en Flandes, nombre que hacía reír a quien había tenido la ocasión de recorrer en todas direcciones la auténtica Lombardía. Los capones y la leña de aquel señorío iban a parar a los hornillos y a la leñera de su hermano, y estaba bien que así fuera. Él había renunciado alegremente, el día en que cumplió dieciséis años, a sus derechos de primogenitura por el plato de lentejas del soldado. Las breves y ceremoniosas cartas que en ocasiones recibía de su hermano, cuando había alguna muerte o casamiento en la familia, siempre terminaban, es verdad, con ofrecimientos de ayuda en caso de necesidad, pero Henri-Maximilien sabía muy bien que, al formularlos, su hermano no ignoraba que él no los aprovecharía. Además, Philibert Ligre nunca dejaba de referirse a las enormes obligaciones y grandes desembolsos que acarreaba su puesto de miembro del Consejo de los Países Bajos, de manera que, en definitiva, quien parecía asumir la figura de hombre rico era siempre el capitán libre de toda preocupación, y el hombre cargado de oro, la de menesteroso, en cuyas arcas hubiera sido vergonzoso entrar a saco.

Tan sólo una vez regresó el improvisado guerrero a casa de los suyos. Lo exhibieron mucho, como si fuera preciso que todo el mundo se enterara de que, después de todo, aquel pródigo era presentable. El hecho mismo de que aquel confidente del mariscal de Estrosse se hallara casi sin empleo preciso y sin graduación le confería una especie de lustre, como si se transformara en importante a fuerza de oscuridad. Los pocos años que le llevaba a su hermano menor habían hecho de él —se percataba de ello— una reliquia de otros tiempos. Se encontraba ingenuo al lado de aquel hombre joven, prudente y glacial. Poco antes de su partida, Philibert le apuntó que el Emperador, a quien los blasones no costaban caros, otorgaría de buen grado un título a las tierras de Lombardía, en caso de que los talentos guerreros y diplomáticos del capitán se pusieran, en lo sucesivo, enteramente a su servicio, al servicio del Sacro Imperio. Su negativa ofendió: aun cuando Henri-Maximilien desdeñara arrastrar tras de sí esa coletilla del título, éste hubiera añadido brillo a la notabilidad de la familia. Henri-Maximilien contestó aconsejando a su hermano que se metiera la notabilidad de la familia allí donde él pensaba. Pronto se hartó de los magníficos artesonados de la propiedad de Steenberg, que su hermano prefería a los de Dranouter, más anticuados, pero cuyas pinturas con temas de leyenda parecían toscas al hombre acostumbrado a lo más refinado del arte italiano. Estaba harto de ver a su desagradable cuñada con sus arreos de joyas, y a la pandilla de hermanos y cuñados instalados en las casas solariegas de la vecindad con sus granujas de hijos a cargo de temblorosos preceptores. Las pequeñas querellas, las intrigas, los insulsos compromisos que se leían en la frente de aquellas personas le hacían apreciar más que nunca la compañía de los soldados y vivanderas, con los que, al menos, se puede blasfemar y eructar a gusto, y que son todo lo más una espuma, no unas heces ocultas.

Desde el ducado de Mondène, donde su compañero Lanza del Vasto le había encontrado un empleo, al resultar la paz demasiado larga para su peculio, Henri-Maximilien observaba de reojo el resultado de sus negociaciones sobre los asuntos toscanos. Agentes de Strozzi habían logrado por fin que los sieneses se rebelaran contra los Imperiales por amor a la libertad, y estos patriotas se habían buscado inmediatamente una guarnición francesa para que los defendiera contra Su Majestad Germánica. Henri volvió a entrar al servicio del Señor de Montluc: el asedio a una ciudad era una oportunidad que no había que dejar escapar. El invierno era duro; los cañones que había en las murallas aparecían cubiertos de una ligera capa de hielo por las mañanas; las aceitunas y las salazones correosas que constituían la mezquina ración repellan a los estómagos franceses. El Señor de Montluc no se mostraba a los habitantes sin haberse frotado antes con vino las mejillas hundidas, como un actor que se maquilla antes de salir a escena, y disimulaba con sus manos enguantadas los bostezos del hambre. Henri-Maximilien hablaba en versos burlescos de asar en el espetón a la mismísima Águila Imperial. La verdad era que todo aquello no eran sino artificios y salidas teatrales, como las que pueden hallarse en Plauto o en los tablados de los comediantes de Bérgamo. El Águila devoraría una vez más a los gansos italianos, tras propinar unos cuantos golpes al presuntuoso gallo francés. Habría algunas buenas gentes que morirían, pues tal era su oficio; el Emperador mandaría cantar un Te Deum por la victoria de Siena, y unos nuevos empréstitos, negociados con tanta sabiduría como si fueran un tratado entre dos príncipes soberanos, obligarían a Su Majestad a someterse aún más a la Casa Ligre —que además hacía ya unos años llevaba discretamente otro nombre—, o a alguna otra Casa rival de Amberes o de Alemania. Veinticinco años de guerra y de paz armada habían enseñado al capitán cómo era el reverso de la medalla.

Pero aquel flamenco mal alimentado se hallaba encantado con los juegos, las risas, las procesiones galantes de las nobles damas de Siena que se lucían en la plaza disfrazadas de Ninfas o de Amazonas con unas mallas de color de rosa. Aquellos lazos, aquellas cintas pintadas, aquellas faldas que el cierzo remangaba agradablemente al introducirse por las callejuelas sombrías, parecidas a zapas, revigorizaban a las tropas y, aunque en menor grado, a los burgueses desconcertados con el marasmo de los negocios y la carestía de los víveres. El cardenal de Ferrari ponía por las nubes a la Signora Fausta, aun cuando la tramontana pusiera carne de gallina en sus atrevidos escotes; el Señor de Ternes concedía el premio a la Signora Fortinguerra, quien desde lo alto de las murallas exhibía galanamente al enemigo sus largas piernas de Diana; Henri-Maximilien prefería las trenzas rubias de la Signora Piccolomini, beldad orgullosa, aunque gozaba sin trabas de su dulce estado de viuda. Sentía por aquella diosa una agotadora pasión de hombre maduro. A la hora de los comentarios y de las confidencias, el soldado no se privaba de adoptar, entre los hombres, el aire discretamente glorioso de un amante satisfecho, esas torpes muecas cuyo valor todo el mundo conoce, pero que se suelen aceptar entre compañeros, con objeto de que a uno lo escuchen también caritativamente el día en que quisiera vanagloriarse a su vez de éxitos ilusorios. Pero él sabía que la hermosa se mofaba de él en compañía de sus galanes. Se conformaba, pues también sabía que nunca fue apuesto y ya no era joven. El viento y el sol ponían en su piel los tonos recocidos de un ladrillo sienés. Sentado a los pies de su dama, como enamorado transido de pasión, pensaba en ocasiones que todas aquellas maniobras de adorador y de coqueta no eran menos necias que las de dos ejércitos uno frente a otro y que, pensándolo bien, él hubiera preferido verla desnuda abrazando a un joven Adonis desnudo, o entregándose a dulces juegos con una de sus sirvientas, antes que obligar a aquel hermoso cuerpo a soportar el repelente peso del suyo. Sin embargo, al llegar la noche, tapado con su delgada manta, recordaba bruscamente un ademán de aquella mano larga y ensortijada, la manera tan suya que su adorada tenía de alisarse el pelo, y encendía entonces una vela para escribir, sumido en un ataque de celos, unos retorcidos versos.

Un día en que las despensas de Siena se hallaban aún más vacías que de costumbre, cosa que no parecía posible, osó presentar a su rubia ninfa dos lonchas de jamón, no muy honradamente adquirido. La joven viuda estaba tumbada en un diván protegida del frío por un cubrecama y jugando distraídamente con la borla de oro de un cojín. Se incorporó, con los párpados temblorosos de repente, y rápida, con un ademán casi furtivo, se inclinó y le besó la mano. Henri-Maximilien experimentó tal felicidad que ni el mayor abandono de la hermosa le hubiera satisfecho tanto. Se retiró quedamente para dejarla comer.

A menudo se había preguntado cuáles serían el modo y circunstancias de su muerte: acaso fuera el disparo de un arcabuz que lo dejase roto y sangrando; en ese caso, sería transportado noblemente sobre los pomposos restos de las lanzas españolas, los príncipes lo echarían de menos y sus hermanos de armas le llorarían. Lo enterrarían por fin debajo de alguna elocuente inscripción en latín al pie del muro de una iglesia. Tal vez acabara con él una herida de espada, en un duelo por el honor de una dama; o un cuchillo, en la calle sombría; acaso una recrudescencia de su antigua sífilis, o bien, una vez pasados los sesenta años, un ataque de apoplejía en algún castillo en donde hubiera encontrado un puesto de escudero para acabar sus días. En otros tiempos, cuando se hallaba enfermo de malaria y tiritando sobre el jergón de una posada en Roma, a dos pasos del Panteón, se había consolado de verse obligado a reventar en aquel país de fiebres pensando que, a fin de cuentas, los muertos se hallan allí en mejor compañía que en otros sitios; aquellos arranques de bóvedas que desde su buhardilla divisaba, él los había poblado de águilas, de pabellones invertidos, de veteranos llorando, de antorchas iluminando los funerales de un emperador que no era él, sino una especie de gran hombre eterno que se le parecía. A través del doblar de campanas de las fiebres tercianas, había creído oír los pífanos desgarradores y las sonoras trompetas que anunciaban al mundo la muerte del príncipe; había experimentado en su propio cuerpo el fuego que devora al héroe y lo lleva al cielo. Aquellas muertes, aquellos funerales imaginarios fueron su verdadera muerte, su entierro verdadero. Sucumbió en una expedición destinada a forrajear, cuando sus hombres trataban de ocupar un granero mal guardado, a dos pasos de las murallas. El caballo de Henri-Maximilien resoplaba alegremente en el suelo tapizado de hierba seca; el aire fresco de febrero resultaba agradable en las laderas soleadas de la colina, tras las oscuras y ventosas callejuelas de Siena. Un ataque imprevisto de los Imperiales dispersó a la tropa, que dio media vuelta en dirección a las murallas. Henri-Maximilien corrió detrás de sus hombres aullando exabruptos. Una bala lo alcanzó en el hombro; cayó, y dio con la cabeza en una piedra. Tuvo tiempo de sentir el golpe, mas no la muerte. Su montura, aligerada de su peso, caracoleó por los campos hasta que la capturó un español, que se la llevó después, caminando a paso lento, hasta el campo del César. Dos o tres reitres se repartieron la ropa y las armas del difunto. En el bolsillo de la casaca se hallaba el manuscrito de su Blasón del cuerpo femenino; este compendio de versos alegres y tiernos, del que esperaba sacar un poco de gloria o, al menos, algún éxito entre las bellas, acabó en el fondo de un foso, enterrado con él bajo unas paletadas de tierra. Una divisa que él había grabado como pudo en honor de la Signora Piccolomini permaneció visible durante mucho tiempo en el brocal de Fontebranda.