Henri-Maximilien miraba llover sobre Innsbruck.
El Emperador se había instalado allí para vigilar los debates del Concilio de Trento que, como todas las asambleas encargadas de resolver algún asunto, amenazaba con terminar sin obtener ningún resultado. No se hablaba en la corte más que de Teología y de Derecho Canónico; ir a cazar por las laderas llenas de barro de las montañas no era muy tentador para un hombre acostumbrado a cazar el ciervo en las ricas campiñas lombardas; y el capitán, contemplando cómo resbalaba por los cristales la eterna y estúpida lluvia, se daba el gustazo, en lo más escondido de su corazón, de lanzar exabruptos a la italiana.
Se pasaba bostezando las veinticuatro horas del día. El glorioso César Carlos le parecía al flamenco una especie de loco triste, y la pompa española le hacía el efecto de una de esas armaduras molestas y brillantes en las que uno suda los días de parada y a las que todo viejo soldado prefiere una piel de búfalo. Al iniciar la carrera de las armas, Henri-Maximilien no había contado con el aburrimiento de los períodos inactivos y esperaba refunfuñando que aquella carcomida paz diera lugar a una guerra. Por suerte, los banquetes imperiales incluían muchas pulardas, asados de corzo y pasteles de anguila; comía enormemente para distraerse.
Una noche en que, sentado en una taberna, trataba de dar forma de soneto a unos versos dedicados a los senos de blanco y terso raso de Vanina Cami, su amiguita napolitana, se creyó rozado por el sable de un húngaro que pasaba por allí y le buscó querella sin motivo. Aquellas pendencias que acababan con la espada formaban parte de su personaje; eran tan necesarias a su temperamento como a un artesano o a un rústico una riña a puñetazos o a patadas. Mas esta vez, el duelo que empezó por unas injurias en latín macarrónico acabó muy pronto; el húngaro, que era un cobarde, se refugió detrás de la rolliza posadera. Todo terminó con llantos de mujer y ruido de vajilla rota y el capitán, asqueado, volvió a sentarse para tratar de perfilar sus cuartetos y sus tercetos.
Pero su afán de rimas había pasado ya. Una cuchillada que en la mejilla tenía le estaba doliendo, aun cuando él no quisiera reconocerlo, y el pañuelo, rápidamente enrojecido, que se había atado alrededor de la cabeza a modo de vendaje le daba el aspecto ridículo de un hombre con dolor de muelas. Sentado a la mesa ante un estofado de carne con pimienta, no sentía el estómago como para comer.
—Deberíais ir a ver al cirujano —le dijo el tabernero.
Henri-Maximilien le contestó que todos los cirujanos merecen llevar albardas.
—Conozco a uno que es muy listo —repuso el hospedero—, pero es muy raro y no quiere atender a nadie.
—¡Pues vaya suerte la mía! —dijo el capitán.
Seguía lloviendo. El tabernero, de pie en el umbral de la puerta, contemplaba el agua que escupían los canalillos. De repente, dijo:
—Hablando del rey de Roma…
Un hombre que parecía tener mucho frío, vestido con una hopalanda y algo encorvado bajo su capucha parda, caminaba deprisa a lo largo del arroyo. Henri-Maximilien exclamó:
—¡Zenón!
El hombre se volvió. Se miraron con insistencia por encima del escaparate en donde se amontonaban los pasteles y los pollos preparados. Henri-Maximilien creyó leer, en las facciones de Zenón, una inquietud que se asemejaba al miedo. Al reconocer al capitán, el alquimista se tranquilizó. Puso un pie en el umbral:
—¿Estáis herido? —preguntó.
—Ya lo veis —dijo el otro—. Puesto que aún no estáis en el cielo de los alquimistas, hacedme el favor de darme unas hilas y unas gotas de agua vulneraria, a falta del agua de la juventud.
Bromeaba con amargura. Le era singularmente penoso constatar cuánto había envejecido Zenón.
—Ya no ejerzo la medicina —dijo el médico.
Pero su desconfianza se había disipado. Entró en la sala, sosteniendo tras él con la mano la puerta que el viento empujaba.
—Perdonadme, hermano Henri —dijo—. La verdad es que me alegro de volver a ver vuestra simpática cara. Pero me veo obligado a guardarme de los importunos.
—¿Y quién no tiene los suyos? —dijo el capitán pensando en sus acreedores.
—Venid a mi casa —repuso tras un ligero titubeo el alquimista—. Estaremos más cómodos que en esta taberna.
Salieron juntos. La lluvia seguía cayendo a ráfagas. Hacía tan mal tiempo que el aire y el agua amotinados parecían transformar el mundo en un caos grande y triste. El capitán pensaba que el alquimista parecía preocupado y cansado. Zenón empujó con el hombro la puerta de una construcción de tejado bajo.
—Vuestro posadero me ha alquilado a un alto precio esta herrería abandonada en donde vivo más o menos resguardado de los curiosos —dijo—. Él es quien obtiene realmente oro.
La estancia se hallaba débilmente iluminaba por la luz rojiza de un parco fuego, sobre el que colgaba un puchero de barro en donde hervía una preparación. El yunque y las tenazas de un herrero que había ocupado anteriormente el chamizo, daban un aspecto de cámara de tortura al sombrío interior. Una escalera llevaba al piso en donde, sin duda, dormía Zenón. Un criado joven, de pelo rojizo y nariz roma, simulaba atarearse en un rincón. Zenón le dio permiso para todo el día tras haberle pedido que trajese antes algo de beber. Luego, se puso a buscar vendas limpias. Tras haber vendado a Henri-Maximilien, el alquimista le preguntó:
—¿Qué hacéis en esta ciudad?
—Hago de espía —respondió lisa y llanamente el capitán—. El señor de Estrosse me ha encargado de una misión secreta relativa a unos asuntos en Toscana; el hecho es que se le van los ojos detrás de Siena, no se consuela de estar exiliado de Florencia y espera recuperar algún día el terreno perdido. Se supone que yo estoy en Alemania para tomar unos baños, ventosas y sinapismos, y estoy cortejando al Nuncio, que ama demasiado a los Farnesio para amar a los Médicis y que, a su vez, corteja al César sin convicción. Da lo mismo jugar a esto que al tarot de Bohemia.
—Conozco al Nuncio —dijo Zenón—; soy en parte su médico y en parte su apuntador. En mis manos estaría derretir su dinero en mi brasero. ¿Os habéis percatado de que estos hombres de cabeza caprina tienen algo de macho cabrío y algo de antigua Quimera? Su Ilustrísima fabrica unos versitos intrascendentes y aprecia exageradamente sus páginas. Si yo fuese listo, podría ganar mucho haciéndome su alcahuete.
—¿Y qué estoy haciendo yo aquí si no es de alcahuete? —dijo el capitán—. Y es lo que hacen todos; unos proporcionan mujeres y otros otra cosa; unos proporcionan Justicia y otros a Dios. El más honrado puede decirse que es el que vende carne y no humos. Pero yo no me tomo muy en serio los objetos de mi pequeño negocio: esas ciudades ya vendidas diez veces, esas lealtades sifilíticas, esas ocasiones podridas. Allí donde un aficionado a las intrigas llenaría sus bolsillos, yo recojo apenas el dinero necesario para cubrir mis gastos de alquiler de caballos y de alojamiento. Moriremos pobres.
—Amen —dijo Zenón—. Sentaos.
Henri-Maximilien permaneció de pie junto al fuego; se desprendía vaho de sus vestiduras. Zenón, sentado encima del yunque, con las manos colgando entre las rodillas, contemplaba cómo se quemaban las brasas.
—Continuáis siendo el compañero del fuego, Zenón —le dijo Henri-Maximilien.
El joven criado pelirrojo les trajo el vino y volvió a salir silbando. El capitán prosiguió, sirviéndose de beber:
—¿Os acordáis de las aprensiones del canónigo de San Donaciano? Vuestros Pronósticos de las cosas futuras han debido confirmar sus más negros temores. Vuestro opúsculo sobre la naturaleza de la sangre, que yo no he leído, ha debido parecerle más digno de un barbero que de un filósofo; y vuestro Tratado del mundo físico sin duda le ha hecho llorar. Os exorcizaría, en caso de que la desgracia os llevara de nuevo a Brujas.
—Haría más aún —dijo Zenón con una mueca—. Sin embargo, yo puse gran cuidado en envolver mi pensamiento con todas las circunlocuciones convenientes. Puse aquí una mayúscula, allá un Nombre; incluso consentí en cargar mis frases con todo un pesado aparato de Atributos y Sustancias. Acaece con toda esta verborrea lo que con nuestras camisas y calzas: protegen al que las lleva, sin impedir por ello que nos hallemos tranquilamente desnudos por debajo.
—Sí que lo impiden —dijo el improvisado soldado—. Jamás contemplé a un Apolo en los jardines del Papa sin envidiarlo por ofrecerse a las miradas tal y como su madre Latona lo hizo. Sólo se está a gusto cuando se es libre, y disimular nuestras opiniones es aún más molesto que cubrirnos la piel.
—¡Ardides de guerra, capitán! —dijo Zenón—. Nosotros vivimos aquí dentro lo mismo que vosotros en vuestras zanjas y trincheras. Se acaba por extraer vanidad de un supuesto que lo cambia todo, como un signo negativo discretamente colocado delante de una suma. Nos las ingeniamos para hacer, gracias a una palabra más atrevida, lo equivalente a un guiño, o del alzar de la hoja de parra o del dejar caer la máscara, y reanudamos inmediatamente nuestro fingimiento, como si no hubiera ocurrido nada. De este modo, nuestros lectores escogen: los necios nos creen; otros necios, creyéndonos a nosotros más tontos todavía que ellos, nos abandonan; los que quedan se las apañan en este laberinto, aprenden a saltar y a esquivar el obstáculo de la mentira. Mucho me sorprendería de no hallar, hasta en los textos más santos, los mismos subterfugios. Leído de esta manera, todo libro se convierte en grimorio.
—Exageráis la hipocresía de los hombres —dijo el capitán encogiéndose de hombros—. La mayoría de ellos piensa demasiado poco para pensar con doblez.
Añadió meditativamente, llenando su vaso:
—Por muy extraño que parezca, el victorioso César Carlos cree en estos momentos que desea la paz, y Su Cristianísima Majestad, también.
—¿Y qué es el error, y su sucedáneo, la mentira —prosiguió Zenón—, sino una especie de Caput Mortuum, una materia inerte sin la cual la verdad, harto volátil, no podría triturarse en los morteros humanos…? Esos anodinos razonadores ponen a los que son como ellos por las nubes y gritan indignados pidiendo justicia cuando los contradicen; mas si nuestros pensamientos son, de verdad, diferentes, se les escapan; ya no los ven, lo mismo que un animal rabioso deja de ver, en el suelo de su jaula, el objeto insólito que no puede ni desgarrar ni comer. Uno podría de esa suerte hacerse invisible.
—Aegri somnia —dijo el capitán—. Ya no os entiendo.
—¿Acaso soy yo como ese asno de Servet —repuso salvajemente Zenón— para exponerme a que me quemen a fuego lento en una plaza pública, en honor de la interpretación de un dogma, cuando llevo entre manos mis trabajos sobre los movimientos diastólicos y sistólicos del corazón, que me importan mucho más? Si yo digo que tres hacen uno y que el mundo fue salvado en Palestina ¿no puedo inscribir en esas palabras un sentido oculto dentro del sentido externo y librarme así hasta de la molestia de haber mentido? Hay cardenales (yo conozco a algunos) que se las arreglan de este modo, y eso es lo que hicieron también algunos doctores que ahora pasan por llevar corona en el cielo. Trazo igual que los demás las cuatro letras del Nombre augusto, pero ¿qué pondré en ellas? ¿Todo, o su Ordenador? ¿Lo que Es, o lo que No es, o lo que Es No Siendo, como el vacío y la oscuridad de la noche? Entre el Sí y el No, entre el Pro y el Contra existen inmensos espacios subterráneos en donde el más amenazado de los hombres podría vivir en paz.
—Vuestros censores no son tan tontos —dijo Henri-Maximilien—. Esos señores de Basilea y del Santo Oficio os entienden lo bastante bien como para condenaros. A sus ojos no sois más que un ateo.
—Lo que no va, como ellos creen, contra ellos —dijo amargamente Zenón.
Y llenando un cubilete bebió ávidamente a su vez el agrio vino alemán.
—¡Doy gracias a Dios —dijo el capitán—, de que ningún santurrón venga a meter sus narices en mis humildes poemas de amor! Nunca me expuse a peligros que no fueran sencillos: las heridas de la guerra, las fiebres de Italia, la sífilis de los burdeles, los piojos de las posadas y los prestamistas de todas partes. No me comprometo con la chusma con bonete, ni con birrete, con tonsura o sin ella, de la misma manera que no cazo al puerco espín. Ni siquiera refuté al mentecato de Robortello d’Udina, que cree encontrar errores en mi versión de Anacreonte, y que no es más que un zopenco en griego y en todas las demás lenguas. Me gusta la ciencia tanto como a cualquiera; pero poco me importa que la sangre suba o baje por la vena cava. Me basta con saber que se enfría, cuando uno muere. Y si la Tierra da vueltas…
—Las da —afirmó Zenón.
—Y si la Tierra da vueltas, a mí me da igual, en estos momentos en que ando por encima de ella, y aún me importará menos cuando me halle enterrado debajo. En materia de fe, creeré lo que diga el Concilio, si es que dice algo, del mismo modo que pienso comerme el guiso que está haciendo el tabernero esta noche. Acepto a mi Dios y a mi tiempo tal como se me presentan, aunque hubiese preferido vivir en la época en que adoraban a Venus. No quisiera tampoco privarme de volverme hacia Nuestro Señor Jesucristo, si el corazón me lo pide así, en mi lecho de muerte.
—Sois como un hombre que consiente de buena gana en creer que, en el cuchitril de al lado, existen una mesa y dos bancos porque, en realidad, poco le importa.
—Hermano Zenón —dijo el capitán—, os encuentro flaco, extenuado, de mal humor y ataviado con un blusón que ni mi criado querría ponerse. ¿Vale la pena afanarse durante veinte años para llegar a la duda, que crece por sí misma en todas las cabezas inteligentes?
—Sin discusión —contestó Zenón—. Vuestras dudas y vuestra fe son como pompas de jabón en la superficie, pero la verdad que se deposita en nosotros como la sal en la retorta, cuando hacemos una destilación arriesgada, se halla de este lado de la explicación y de la forma, demasiado caliente o demasiado fría para la boca humana, demasiado sutil para la letra escrita y más valiosa que ella.
—¿Más valiosa que la Augusta Sílaba?
—Sí —afirmó Zenón.
Bajaba la voz sin querer. En aquel momento, un fraile mendigo llamó a la puerta y se fue llevándose unas monedas gracias a la generosidad del capitán. Henri-Maximilien volvió a sentarse al lado del fuego; él también hablaba en voz baja.
—Contadme vuestros viajes —susurró.
—¿Para qué? —dijo el filósofo—. No os hablaré de los misterios de Oriente: no existen, y vos no sois de esos bobalicones a quienes divierten las descripciones del Serrallo del Gran Señor. En seguida me percaté de que esas diferencias de clima, a las que tanta importancia se da, son poca cosa al lado del hecho de que el hombre posee en todas partes dos pies y dos manos, un miembro viril, un vientre, una boca y dos ojos. Me atribuyen unos viajes que no he hecho; yo mismo me presté a ello por subterfugio y para estar con tranquilidad en otra parte, que no era la que la gente creía. Cuando me suponían en Tartaria, yo experimentaba en paz en Pont-Saint-Esprit, en el Languedoc. Pero remontémonos más en el tiempo: poco después de mi llegada a León, el prior fue expulsado de su abadía por los propios frailes, que lo acusaban de judío. Y es verdad que su cabeza senil se hallaba repleta de extrañas fórmulas extraídas del Zohar, concernientes a las correspondencias entre metales, a las jerarquías celestes y a los astros. Yo había aprendido en Lovaina a despreciar la alegoría, harto como me hallaba de los ejercicios mediante los cuales se simbolizan los hechos, a reservas de edificar después sobre estos símbolos como si hechos fueran. Pero no hay nadie tan loco que no tenga algo de cuerdo. A fuerza de cocer y recocer a fuego lento el contenido de sus retortas, mi prior había descubierto algunos secretos prácticos, que yo heredé. La escuela de Montpellier no me enseñó gran cosa después: Galeno había pasado a la categoría de ídolo para aquellas gentes, de un ídolo a quien se sacrifica la naturaleza. Cuando yo ataqué algunas nociones galénicas, que ya el barbero Jean Myers sabía fundadas sobre la anatomía del mono y no sobre la del hombre, mis doctos prefirieron creer que la espina dorsal había cambiado desde los tiempos de Cristo, antes que tachar a su oráculo de ligereza o error.
Había allí, no obstante, algunos cerebros audaces… Nos hallábamos escasos de cadáveres, por ser los prejuicios públicos lo que son. Un tal Rondelet, mediquillo rechoncho tan ridículo como su nombre, perdió a su hijo el día anterior, a consecuencia de unas fiebres púrpuras; era un alumno con el que yo herborizaba en el Grau-du-Roi. En la estancia impregnada de vinagre en donde hacíamos la disección de aquel muerto, que ya no era ni el hijo ni el amigo, sino tan sólo un bello ejemplar de la máquina humana, sentí por primera vez la impresión de que la mecánica, por una parte, y el Gran Arte, por otra, no hacen más que aplicar al estudio del universo las verdades que nos enseñan nuestros cuerpos, en los que se repite la estructura del Todo. No era excesivo emplear toda una vida para confrontar uno con otro ese mundo en el que estamos y ese mundo que está en nosotros. Los pulmones eran el soplillo que reanimaba las brasas; la verga, un arma de tiro; la sangre de los meandros del cuerpo, el agua de los canalillos en un jardín de Oriente; el corazón, según se adopte una u otra teoría, la bomba o el brasero; el cerebro, el alambique en donde se destila el alma…
—Volvemos a la alegoría —dijo el capitán—. Si por ello entendéis que el cuerpo es la más sólida de las realidades, decidlo.
—No del todo —dijo Zenón—. Este cuerpo, nuestro reino, me parece en ocasiones estar compuesto de un tejido tan flojo y tan fugitivo como una sombra. No me extrañaría más volver a ver a mi madre, que está muerta, que encontrarme al volver una esquina con vuestro rostro envejecido, cuya boca aún conoce mi nombre, pero cuya sustancia se ha rehecho más de una vez en el curso de veinte años, y en la que el tiempo alteró el color y retocó la forma. ¡Cuánto trigo creció, cuántos animales han vivido y han muerto para sustentar a ese Henri que ya no es el mismo que yo conocí hace veinte años! Pero volvamos a los viajes… Pont-Saint-Esprit, en donde las gentes espiaban detrás de las contraventanas los actos y andanzas del médico nuevo, no siempre fue un lecho de rosas, y la Eminencia con la que yo contaba abandonó Avignon para irse a Roma… Mi fortuna revistió la forma de un renegado que reponía, desde Argel, los caballos del rey de Francia: aquel honrado bandido se rompió una pierna a dos pasos de mi puerta, y me ofreció, en pago a mis cuidados, un sitio en su tartana. Todavía hoy se lo agradezco. Mis trabajos balísticos me valieron en Berbería la amistad de Su Alteza y asimismo la ocasión de estudiar las propiedades de la nafta y sus combinaciones con la cal viva, con vistas a la construcción de cohetes eyectables para los barcos de su flota. Ubicumque idem: los príncipes quieren aparatos para aumentar o salvaguardar su poder; los ricos, oro, y corren con los gastos de nuestros hornillos durante algún tiempo; los cobardes y los ambiciosos desean saber el porvenir. Yo me las arreglé como pude con todos ellos. La mejor ganga que me podía tocar en suerte era un dux cacoquimio o un sultán enfermo: el dinero afluía; surgía de la tierra una casa en Génova, cerca de San Lorenzo, o en Pera, en el barrio cristiano. Me suministraban las herramientas para mi arte y, entre ellas, la más escasa y preciada de todas, la licencia para pensar y actuar como yo quisiera. Después venían los embates de los envidiosos, las murmuraciones de los imbéciles, acusándome de blasfemar de su Corán o de su Evangelio; luego surgía alguna conspiración en la corte en la que corría el riesgo de verme implicado y, finalmente, llegaba el día en que más valía gastarse el último cequí en comprar un caballo o alquilar una barca. He pasado veinte años en estas pequeñas peripecias que, en algunos libros, llaman aventuras. Maté a algunos de mis enfermos por un exceso de audacia que, en cambio, curó a otros. Pero su recaída o su mejoría me importaban sobre todo como confirmación de un pronóstico, o como prueba de la eficacia de un método. Ciencia y contemplación no bastan, hermano Henri, si no se transmutan en poder: el pueblo tiene razón al ver en nosotros a los adeptos de una magia negra o blanca. Hacer que dure lo perecedero, adelantar o atrasar la hora prescrita, adueñarse de los secretos de la muerte para luchar contra ella, utilizar las recetas naturales para ayudar o para burlar a la naturaleza, dominar al mundo y al hombre, rehacerlos, crearlos, tal vez…
—Hay días en que, al releer a mi Plutarco, me digo a mí mismo que ya es demasiado tarde y que el hombre y el mundo han sido —dijo el capitán.
—Espejismos —repuso Zenón—. Ocurre con vuestras edades de oro como con Damasco y con Constantinopla, que son bellas a distancia; hay que andar por sus calles para ver a sus leprosos y a sus perros reventados. Vuestro Plutarco me informa de que Hefesto se empeñaba en comer los días de dieta como un obseso cualquiera y que Alejandro bebía como un soldado alemán. Hay pocos bípedos, después de Adán, que hayan merecido el apelativo de hombres.
—Vos sois médico —dijo el capitán.
—Sí —contestó Zenón—, entre otras cosas.
—Sois médico —repitió el capitán, testarudo—. Me imagino que uno debe cansarse de coser y recoser a los hombres. ¿No estáis cansado de levantaros por las noches para cuidar a esta pobre ralea?
—Sutor, ne ultra… —repitió Zenón—. Yo tomaba el pulso, examinaba la lengua y estudiaba la orina, no las almas… No soy yo quien debe decidir si ese avaro que tiene cólico merece o no durar diez años más, ni si es bueno que el tirano muera. El peor o el más estúpido de nuestros pacientes nos enseña muchas cosas, y sus sanies no son más repugnantes que las de un hombre hábil o las de un justo. Cada noche que pasaba a la cabecera de un hombre enfermo me situaba frente a unas preguntas sin respuesta: el dolor y sus fines, la benignidad de la naturaleza o su indiferencia, y la de si el alma sobrevive al naufragio del cuerpo. Las explicaciones analógicas que antaño me habían parecido dilucidar los secretos del universo, me parecían plagadas de nuevas posibilidades de error, ya que tienden a prestar a esa misteriosa naturaleza el plan preestablecido que otros atribuyen a Dios. Yo no digo que dudara: la duda es otra cosa. Proseguía la investigación hasta el punto de que cada una de las nociones se doblaba en mis manos como un tornillo de mala calidad; en cuanto trepaba a la escalera de una hipótesis, sentía romperse bajo mi peso el indispensable SI… Paracelso y su sistema de signos me parecían abrir a nuestro arte un camino triunfal; en la práctica, nos hacían volver a las supersticiones de pueblo. El estudio de los horóscopos ya no me parecía tan útil como antes para escoger las pócimas y predecir los accidentes mortales; consiento en creer que estamos hechos de la misma materia que los astros, pero de ello no se deduce que nos determinen o que puedan influirnos. Cuanto más pensaba en ello, más me parecía que nuestras ideas, nuestros ídolos, nuestras costumbres llamadas santas y esas visiones nuestras que pasan por inefables se hallaban engendradas, sin más, por las agitaciones de la máquina humana, lo mismo que el aire que expulsan los orificios de la nariz o nuestras partes bajas, el sudor y el agua salada de las lágrimas, la sangre blanca del amor, los barros y excrementos del cuerpo. Me irritaba que el hombre desperdiciara así su sustancia propia en edificaciones casi siempre nefastas, que hablara de castidad sin haber desmontado la máquina del sexo, que disputara sobre el libre albedrío en vez de sopesar las mil oscuras razones que nos hacen pestañear cuando acercan un palo bruscamente a nuestros ojos, que hablara del infierno antes de haber interrogado de más cerca a la muerte.
—Yo conozco a la muerte —dijo bostezando el capitán—. Entre el disparo de arcabuz que me derribó en Cerisoles y el trago de aguardiente que me hizo resucitar, hay un agujero negro. Sin la cantimplora del sargento, aún estaría yo metido en aquel agujero.
—Puede ser —dijo el alquimista—, aunque hay tanto que decir en favor de la noción de inmortalidad como en contra de ella. Lo que primero abandona a los muertos es el movimiento, luego el calor y seguidamente, con más o menos premura, según los agentes a que se vean sometidos, la forma. ¿Serán acaso el movimiento y la forma del alma también, pero no su sustancia, los que se aniquilan con la muerte…? Yo estaba en Basilea, cuando la peste negra…
Henri-Maximilien lo interrumpió para decir que él vivía por entonces en Roma, y que la peste lo había pillado en casa de una cortesana.
—Yo estaba en Basilea —prosiguió Zenón—. Habéis de saber que llegué un poco tarde para conocer en Pera a Monseñor Lorenzo de Médicis, el Asesino, a quien el pueblo llama burlonamente Lorenzaccio. Aquel desprovisto príncipe hacía lo mismo que vos, hermano Henri, hacía de alcahuete, y Francia le había encargado una misión secreta para la Puerta otomana. Me hubiera gustado conocer a ese hombre de gran corazón. Cuatro años más tarde, al pasar por Lyon para entregar mi Tratado del mundo físico al desdichado Dolet, mi librero, lo hallé melancólicamente sentado a la mesa en el cuarto de atrás de una posada. La casualidad hizo que fuera atacado, por aquellos días, por un sicario florentino; lo cuidé lo mejor que pude; pudimos discutir a gusto sobre las locuras del Turco y sobre las nuestras. Aquel hombre hostigado se proponía regresar, pese a todo, a su Italia natal. Antes de separarnos, me regaló a un paje caucasiano —que Su Alteza en persona le había dado— a cambio de un veneno con el que contaba para morir —en caso de caer en manos de sus enemigos— sin degradar el estilo que había sido el de toda su vida. No tuvo la ocasión de probar mi píldora, ya que el mismo espadachín que falló el golpe en Francia acabó con él en Venecia, en una oscura callejuela. Su criado se quedó conmigo… Vosotros, poetas, habéis hecho del amor una inmensa impostura: el que nos toca en suerte siempre nos parece menos hermoso que esas rimas emparejadas como dos bocas una sobre otra. Y, sin embargo, ¿qué otro nombre le podemos dar a esa llama que resucita, como el Fénix, de su propia combustión, a esa necesidad de hallar de nuevo por la noche el rostro y el cuerpo que por la mañana hemos dejado? Pues algunos cuerpos, hermano Henri, son refrescantes como el agua, y sería bueno preguntarse por qué los más ardientes son los que más refrescan. Aley procedía de Oriente, como mis ungüentos y mis electuarios; jamás, por los caminos embarrados y los albergues llenos de humo de Alemania, me injurió echando de menos los jardines del Gran Señor y sus fuentes manando al sol… Yo amaba sobre todo el silencio al que nos reducía la dificultad de las lenguas. Conozco el árabe de los libros, pero sólo sé del turco lo preciso para preguntar el camino. Aley hablaba turco y un poco de italiano; de su idioma natal, sólo algunas palabras le volvían en sueños… Después de haber topado con tantos bribones vocingleros e impudentes, contratados por mi mala suerte, por fin había hallado al fuego fatuo, al duende que el pueblo nos atribuye como ayudante…
Ahora bien, una horrible noche en Basilea, durante el año de la peste negra, hallé en el cuarto a mi criado postrado por la enfermedad. ¿Apreciáis la belleza, hermano Henri?
—Sí —dijo el flamenco—. La belleza femenina. Anacreonte es un buen poeta y Sócrates un gran hombre, pero yo no comprendo cómo se puede renunciar a esos orbes de carne tierna y rosada, a esos cuerpos tan agradablemente distintos del nuestro, en donde se penetra como conquistadores en una ciudad engalanada de flores para ellos. Y si esa alegría miente y esas galas engañan, ¿qué más da? Esas pomadas, esos rizos, esos perfumes cuyo empleo al hombre deshonra, yo gozo de ellos gracias a las mujeres. ¿Por qué iba yo a buscar disimuladas callejuelas cuando tengo ante mí un camino al sol por el que puedo andar con honor? ¡Lejos de mí esas mejillas que pronto dejan de ser lisas y se ofrecen menos al amante que al barbero!
—En cuanto a mí —dijo Zenón— prefiero ese placer un poco más oculto que otro, ese cuerpo semejante al mío que refleja mi deleite, esa agradable ausencia de todo lo que al goce añaden las carantoñas de las cortesanas y la jerga de los petrarquistas, las camisas bordadas de la Signora Livia y las tocas de Laura, ese acoplamiento que no trata de justificarse hipócritamente con la perpetuación de la sociedad humana, sino que nace de un deseo y con él muere, y si en el mismo se mezcla algo de amor, no es por haberme dispuesto a ello por anticipado las cantinelas de moda… Yo ocupaba, durante aquella primavera, un cuarto en la posada que hay a orillas del Rin, llena del tumulto de las aguas en plena crecida; tenía que gritar para que me oyesen; apenas si se percibía el sonido de una larga viola que yo ordenaba tocar a mi servidor cuando estaba cansado, pues la música siempre me ha parecido a la vez un específico y una fiesta. Pero Aley no me estaba esperando aquella noche, con un farol en la mano, cerca de la cuadra en donde dejaba la mula. Hermano Henri, supongo que alguna vez habéis deplorado la suerte de las estatuas heridas por el pico y roídas por la tierra; que habréis maldecido el Tiempo que maltrata a la belleza. Y, sin embargo, yo puedo imaginar que el mármol, harto de conservar durante tanto tiempo apariencia humana, se regocije al ser de nuevo piedra… La criatura, en cambio, teme retornar a la sustancia informe… En cuanto pisé el umbral, me advirtió la fetidez, y aquellos esfuerzos que hacía su boca sorbiendo y vomitando después el agua que la garganta se negaba a tragar, así como la sangre que eyaculan los pulmones enfermos. Pero lo que llamamos alma subsistía, y los ojos de perro confiado que no duda de que su dueño podrá ayudarle… Bien es verdad que no era aquella la primera vez que mis pociones se revelaban inútiles, pero cada una de las muertes acaecidas sólo significaba hasta entonces para mí un peón perdido en mi partida de médico. Más aún, a fuerza de combatir a Su Majestad Negra llega a formarse entre ella y nosotros una especie de oscura complicidad; un capitán acaba por conocer y admirar la táctica del enemigo. Llega siempre un momento en que nuestros enfermos perciben que la conocemos demasiado bien como para no resignarnos en su nombre a lo inevitable; mientras suplican y todavía forcejean, leen en nuestros ojos un veredicto que no quieren ver. Hay que querer a alguien para percatarse de cuan escandaloso es que la criatura muera… Mi valor me abandonó, o al menos esa impasibilidad que nos es tan necesaria. Mi oficio me pareció inútil, lo que es casi tan absurdo como creerlo sublime. No es que yo sufriera: sabía al contrario que era muy incapaz de representarme el dolor de aquel cuerpo que se retorcía ante mis ojos. Mi criado moría como en el fondo de otro reino. Llamé, pero el hostelero se guardó muy mucho de acudir en mi ayuda. Tuve que levantar el cadáver para ponerlo en el suelo mientras esperaba la llegada de los sepultureros que yo iría a buscar en cuanto llegase la madrugada. Quemé puñado a puñado el jergón de paja en la estufa de la habitación. El mundo de dentro y el mundo de fuera seguían siendo los mismos que en los tiempos en que yo hacía disecciones en Montpellier, pero aquellas grandes ruedas, engarzándose unas en otras, daban vueltas en pleno vacío. Aquellas frágiles máquinas ya no me maravillaban… Me avergüenza confesar que la muerte de un criado bastara para producir en mí tan negra revolución, pero uno se cansa, hermano Henri, y ya no soy joven: tengo más de cuarenta años. Estaba harto de mi oficio como remendón de cuerpos; sentí asco al recordar que tenía que ir por la mañana a tomarle el pulso al señor Regidor, tranquilizar a la mujer del Juez y mirar al trasluz el orinal del señor Pastor. Me prometí aquella noche que no volvería a cuidar a nadie.
—El tabernero del Agneau d’Or me puso al corriente de esta fantasía —dijo muy serio el capitán—. Pero estáis tratando al Nuncio de su gota y heme aquí con vuestras hilas y emplastes en la mejilla.
—Han pasado seis meses —prosiguió Zenón, que dibujaba unas figuras en la ceniza con la punta de un tizón—. La curiosidad renace, así como las ganas de emplear el talento que poseemos y las de ayudar, si ello es posible, a los compañeros que con nosotros comparten esta extraña aventura. La visión de la noche negra está detrás de mí. A fuerza de no hablar con nadie de estas cosas, termina uno por olvidarlas.
Henri-Maximilien, al levantarse, se aproximó a la ventana y observó:
—Sigue lloviendo.
Continuaba lloviendo. El capitán tamborileó en los cristales. De repente, volviéndose hacia su huésped, dijo:
—¿Sabíais que Sigismond Fugger, mi pariente de Colonia, fue mortalmente herido en el país de los Incas? Este hombre, según cuentan, poseía cien cautivas, cien cuerpos de cobre rojo con diversas incrustaciones de coral y cabellos aceitados que olían a especias. Cuando vio que iba a morir, Sigismond mandó cortar las cien cabelleras de las prisioneras; ordenó que las extendieran sobre una cama y que lo acostaran allí, para expirar encima de aquel manto que olía a canela, a sudor y a mujer.
—Me cuesta creer que aquellas trenzas tan bellas estuvieran limpias de piojos —soltó con acritud el filósofo.
Y previendo un movimiento de irritación en el capitán:
—Ya sé lo que estáis pensando; sí, en ocasiones despiojé con ternura unos bucles negros.
El flamenco continuaba paseando de un lado para otro, menos al parecer para desentumecer las piernas que para ahuyentar los pensamientos.
—Vuestro humor es contagioso —dijo volviendo a instalarse por fin delante de la chimenea—. El relato que antes me habéis hecho me dispone a contaros mi vida. No me quejo, pero todo es diferente de como yo había creído. Sé que no tengo madera de gran capitán, pero he visto de cerca a los que pasan por serlo: me han sorprendido mucho. He dejado, por gusto, que transcurrieran un buen tercio de mis días en la Península; hace mejor tiempo que en Flandes, pero se come peor. Mis poemas no merecen sobrevivir al papel en que los imprime mi librero a mi costa, cuando por casualidad hallo los medios de ofrecerme esa impresión igual que otros lo hacen con un frontispicio y un título falso. Los laureles de Hipocrene no se han hecho para mí; no atravesaré los siglos encuadernado en piel. Pero cuando veo cuan pocas son las gentes que leen la Ilíada de Homero, me resigno más fácilmente a no ser leído. Hubo damas que me amaron, pero pocas veces fueron aquellas por cuyo amor hubiera dado yo la vida… (Me detengo a mirarme: ¡qué arrogancia esta mía de creer que las bellas por quienes suspiro deseen mi piel!) La Vanina de Nápoles, que es casi mi esposa, es una buena muchacha, pero su olor no es el del ámbar, y sus rojizas trenzas de pelo no son todas suyas. Volví por algún tiempo a mi país natal: mi madre ha muerto. ¡Dios la tenga en su gloria! La buena mujer deseaba vuestro bien. Mi padre está en el Infierno, supongo, en compañía de sus sacos de oro. Mi hermano me recibió bien, pero al cabo de ocho días comprendí que había llegado el tiempo en que tenía que marcharme de nuevo. A veces siento no haber engendrado unos hijos legítimos, pero no quisiera tener a mis sobrinos por hijos. Tengo ambición, como cualquier otro, pero si un poderoso de hoy nos niega un título o una pensión, ¡qué alegría poder dejar la antesala sin tener que dar las gracias a Monseñor, y andar a gusto por las calles, con las manos metidas en los bolsillos vacíos…! He disfrutado mucho: le doy gracias al Eterno de que cada año traiga consigo su cupo de muchachas núbiles y de que el vino se haga cada otoño; en ocasiones me digo que he gozado la buena vida de un perro al sol, con no pocas riñas y un hueso que roer. Y, sin embargo, pocas veces sucede que yo deje a una amante sin ese suspiro de alivio del colegial que sale de la escuela, y creo que será un suspiro igual a ese el que se me escape a la hora de la muerte. Habláis de estatuas: conozco pocos placeres más exquisitos que el de contemplar la Venus de mármol que mi buen amigo, el cardenal Caraffa, conserva en su galería napolitana: sus blancas formas son tan bellas que limpian el corazón de todo deseo profano y dan ganas de llorar. Pero basta con que me esfuerce por mirarla la mitad de un cuarto de hora seguido y ni mis ojos ni mi espíritu la perciben ya. Hermano, en todas las cosas terrestres hay un limo o resabio que acaba por asquearnos y los escasos objetos que, por casualidad, poseen la perfección son mortalmente tristes. La filosofía no es lo mío, pero en ocasiones me digo que Platón tiene razón y el canónigo Campanus también. Tiene que existir en alguna parte algo más perfecto que nosotros, un Bien cuya presencia nos confunde y cuya ausencia no podemos soportar.
—Sempiterna Temptatio —dijo Zenón—. A menudo me digo que nada en el mundo, salvo un orden eterno o una extraña veleidad de la materia por superarse, me explica el porqué de mi esfuerzo por pensar cada día con un poco más de claridad que el anterior.
Permanecía sentado, con la barbilla agachada, en el cuarto invadido por el húmedo crepúsculo. El color rojo del fuego teñía sus manos manchadas de ácidos, marcadas en varios sitios con pálidas cicatrices de quemaduras, y se veía que consideraba con atención aquellas extrañas prolongaciones del alma, aquellas grandes herramientas de carne que sirven para tomar contacto con todas las cosas.
—¡Alabado sea yo! —dijo por fin con una especie de exaltación en la que Henri-Maximilien hubiese podido reconocer al Zenón ebrio de sueños mecánicos compartidos con Colas Gheel—. Nunca podré dejar de maravillarme de que esta carne sostenida por sus vértebras, este tronco unido a la cabeza por el istmo del cuello y que dispone simétricamente sus miembros en torno a él, contengan y quizá produzcan un espíritu que saca partido de mis ojos para ver y de mis movimientos para palpar… Conozco sus límites y sé que le faltará tiempo para llegar más allá, y asimismo fuerza, si por casualidad le fuera concedido el tiempo. Pero existe y, en estos momentos, él es Aquel que Es. Sé que se equivoca y yerra, que a menudo interpreta torcidamente las lecciones que el mundo le dispensa, pero también sé que hay en él algo que le permite conocer y en ocasiones rectificar sus propios errores. He recorrido al menos una parte de la bola del mundo en que nos hallamos; estudié el punto de fusión de los metales y la generación de las plantas; he observado los astros y examiné el interior de los cuerpos. Soy capaz de extraer de este tizón que ahora levanto la noción de peso, y de esas llamas la noción de calor. Sé que no sé lo que no sé; envidio a aquellos que sabrán más que yo, pero también sé que tendrán que medir, pesar, deducir y desconfiar de sus deducciones exactamente igual que yo, y ver en lo falso parte de lo verdadero, y tener en cuenta en lo verdadero la eterna mixtión de lo falso. Jamás me agarré a una idea por temor al desamparo en que caería sin ella. Nunca aliñé un hecho verdadero con la salsa de la mentira, para hacerme su digestión más fácil. Nunca deformé el parecer del adversario para llevar la razón más fácilmente, ni siquiera, durante el debate sobre el antimonio, el de Bombast, que no me lo agradeció. O más bien sí: me sorprendí haciéndolo y cada vez que esto ocurrió, me reñí a mí mismo como se riñe a un criado poco honrado, y no me devolví mi confianza hasta obtener de mí mismo la promesa de hacer las cosas mejor. He soñado mis sueños; no pretendo que sean más que sueños. Me guardé muy bien de hacer de la verdad un ídolo, prefiriendo dejarle su nombre más humilde de exactitud. Mis triunfos y mis riesgos no son los que se cree; existen glorias distintas de la gloria y hogueras distintas de la hoguera. He llegado casi a desconfiar de las palabras. Moriré un poco menos necio de lo que nací.
—Eso está bien —dijo bostezando el guerrero—. Pero públicos rumores os atribuyen logros más sólidos. Fabricáis oro.
—No —dijo el alquimista—, pero otros sí lo lograrán. Es cuestión de tiempo y de herramientas adecuadas para llevar la experiencia a buen término. ¿Y qué significan unos cuantos siglos?
—Mucho tiempo, si hay que pagar la cuenta del Agneau d’Or —dijo bromeando el capitán.
—Hacer oro será algún día tan fácil como soplar el vidrio —continuó Zenón—. A fuerza de horadar con nuestros dientes la corteza de las cosas, acabaremos por encontrar la razón oculta de las afinidades y desacuerdos… Una brocha mecánica o una bobina que se devana sola no significan mucho y, sin embargo, esa cadena de pequeños descubrimientos podría llevarnos más lejos de lo que fueron Magallanes y Américo Vespuccio en sus viajes. Siento rabia cuando pienso que la invención humana se detuvo tras haber inventado la primera rueda, la primera torre, la primera fragua; apenas si nos hemos preocupado de diversificar las aplicaciones del fuego que robamos al cielo. Y, sin embargo, bastaría aplicarse para deducir de algunos sencillos principios toda una serie de ingeniosas máquinas que aumentarían la sabiduría y el poder de los hombres: aparatos que con sus movimientos produjesen calor, conductos que propagaran el fuego como otros propagan el agua y que dieran vueltas en beneficio de destilaciones y fundiciones como el dispositivo de los antiguos hipocaustos y estufas orientales… Riemer, en Ratisbona, cree que el estudio de las leyes del equilibrio permitiría construir, para la guerra y la paz, unos carros que volaran por el aire y nadasen bajo el agua. Vuestra pólvora de cañón, que relega las hazañas de Alejandro a la categoría de juegos infantiles, nació así de las cogitaciones de un cerebro…
—¡Alto ahí! —dijo Henri-Maximilien—. Cuando nuestros padres prendieron fuego a la mecha por primera vez, se hubiera podido creer que ese ruidoso hallazgo revolucionaría el arte de la guerra y abreviaría los combates por falta de combatientes. No fue así, ¡a Dios gracias! Se mata aún más (y aún eso lo dudo) y la única diferencia consiste en que mis soldados manejan el arcabuz, en lugar de la ballesta. Pero el viejo valor, la vieja cobardía, la vieja astucia, la vieja disciplina y la vieja insubordinación son lo mismo que eran y junto a ellos el arte de avanzar, de retroceder o de permanecer en el sitio, de infundir miedo y de fingir no tenerlo. Nuestros guerreros siguen plagiando a Aníbal y compulsando a Vegecio. Continuamos igual que antaño, colgados del culo de los maestros.
—Sé hace mucho tiempo que una onza de inercia pesa más que un celemín de sabiduría —dijo Zenón con despecho—. No ignoro que la ciencia es, para vuestros príncipes, un arsenal de expedientes menos serios que sus carruseles, sus penachos y sus títulos. Y a pesar de todo, hermano Henri, conozco a cinco o seis pordioseros más locos, más indigentes y más sospechosos que yo, diseminados por varios rincones de la Tierra y que sueñan en secreto con un poder más terrible que el del César Carlos, más terrible del que jamás podrá ostentar éste. Si Arquímedes hubiera tenido un punto de apoyo, hubiera podido no sólo levantar el mundo, sino dejarlo caer de nuevo en el abismo como una cáscara de huevo rota… Y, francamente, estando en Argel, en presencia de las bestiales ferocidades turcas, o también ante el espectáculo de las locuras y furores que imperan por doquier en nuestros cristianos reinos, me he dicho a mí mismo algunas veces que ordenar, instruir, enriquecer y proveer de instrumentos a nuestra especie tal vez no sea más que empeorar las cosas en nuestro universal desorden y que sería con plena voluntad y no por equivocación si un Faetón prendiera algún día fuego a la Tierra… ¿Quién sabe si no acabará por salir algún cometa de nuestras cucúrbitas? Cuando veo hasta dónde nos conducen nuestras especulaciones, hermano Henri, me sorprendo menos de que nos lleven a la hoguera.
Y levantándose de repente:
—Han llegado rumores a mis oídos de que las persecuciones causadas por mis Pronósticos vuelven a empezar con mayor fuerza aún. Nada se ha decidido contra mí, pero los días venideros prometen disgustos. Rara vez duermo en esta herrería. Prefiero buscar, para pasar la noche, algún albergue más escondido. Salgamos juntos, mas si teméis la mirada de los curiosos, haríais bien en separaros de mí en el umbral de esta puerta.
—¿Por quién me tomáis? —dijo el capitán mostrando quizá mayor despreocupación de la que en realidad sentía.
Se abrochó la casaca soltando exabruptos contra los soplones que meten sus narices en asuntos ajenos. Zenón volvió a ponerse la hopalanda, que ya estaba casi seca. Ambos compartieron, antes de salir, el poco vino que en la jarra quedaba. El alquimista cerró la puerta y colgó la enorme llave de una viga, de donde podría cogerla su criado. Ya no llovía. Estaba anocheciendo, pero la luz débil del sol poniente seguía reflejándose en la nieve reciente de las laderas de la montaña, por encima de la pizarra, de los tejados grises. Zenón, al andar, escrutaba los rincones oscuros.
—Ando escaso de dinero —dijo el capitán—. No obstante, y teniendo en cuenta vuestras presentes dificultades…
—No, hermano —dijo el alquimista—. En caso de peligro, el Nuncio me facilitará el dinero necesario para hacer el equipaje. Guardaos vuestros conquibus para paliar vuestros propios males.
Un carruaje escoltado por guardias y que llevaba seguramente a algún importante personaje camino del palacio imperial de Ambras se introdujo al galope por la callejuela. Se echaron a un lado para dejarle paso. Una vez pasado el estruendo, Henri prosiguió meditativamente:
—Nostradamus, en París, predice el porvenir y lo dejan en paz. ¿Qué es lo que os reprochan a vos?
—Él confiesa hacerlo con ayuda de arriba o de abajo —dijo el filósofo limpiándose las salpicaduras de barro con el borde de la manga—. A esos señores les parece seguramente aún más impía la hipótesis desnuda, y la ausencia de todo ese aparato de ángeles o demonios en calderos que cantan… Y, además, los cuartetos de Michel de Nôtre-Dame, que yo no desprecio, mantienen anhelante la curiosidad de las multitudes con el anuncio de calamidades públicas y de muertes reales. En cuanto a mí, los presentes problemas del rey Enrique II me importan tan poco que no trato de averiguar su futura solución… Se me ocurrió una idea durante mis viajes: a fuerza de rodar por los caminos del espacio, de saber Aquí que el Allá me esperaba, aunque no estuviera todavía allí, quise a mi manera aventurarme por los caminos del tiempo. Colmar el foso entre la predicción categórica del calculador de eclipses y el pronóstico más fluctuante del médico, arriesgarme con precaución a apoyar la premonición con la conjetura, dibujar en ese continente en donde aún no estamos el mapa de los océanos y de las tierras ya emergidas… Me cansé con esta tentativa.
—Vais a correr la misma suerte que ese Doctor Fausto de las marionetas de feria —dijo en broma el capitán.
—¡Nada de eso! —repuso el alquimista—. Dejad para mujeres viejas ese necio cuento de pacto y perdición del docto doctor. Un Fausto auténtico tendría otras miras sobre el alma y el infierno.
En adelante, sólo se preocuparon de evitar los charcos. Bordeaban los muelles, pues Henri-Maximilien se hospedaba cerca del puente. De repente, le preguntó a Zenón:
—¿Dónde pasaréis la noche?
Zenón lanzó una mirada solapada a su compañero:
—Todavía no lo sé —dijo con circunspección.
Volvieron a guardar silencio: ambos habían agotado su saco de palabras. Bruscamente, Henri-Maximilien se detuvo, sacó del bolsillo un cuadernillo y, a la luz de una vela colocada detrás de un globo grande lleno de agua, en el escaparate de un orfebre que trabajaba hasta muy tarde aquella noche, leyó lo siguiente:
…Stultissimi, inquit Eumolpus, tum Encolpii, tum Gitonis aerumnae, et precipue blanditiarum Gitonis non immemor, certe estis vos qui felices esse potestis, vitam tamen aerumnosam degitis et singulis diebus vos ultro novis torquetis cruciatibus. Ego sic semper et ubique vixi, ut ultimam quamque lucem tanquam non redituram consumarem, id est in summa tranquillitate…
—Dejadme traduciros esto al francés —dijo el capitán—, pues pienso que, en vuestro caso, el latín de farmacia ha sustituido al otro. Eumolpio, el viejo verde, dirige unas palabras a los dos favoritos Encolpio y Gitón que me parecen dignas de ser inscritas en mi breviario: «Necios —dice Eumolpio recordando los sinsabores de Encolpio, los de Gitón y, sobre todo, las gentilezas de este último—. Podríais ser felices y sin embargo lleváis una vida miserable, sometidos cada día a unos sinsabores peores que los del anterior. En cuanto a mí, he vivido cada uno de mis días como si hubiera de ser el último, es decir, con toda serenidad.» Petronio —explicó—, es uno de mis santos intercesores.
—Lo bonito de la cosa —aprobó Zenón— es que vuestro autor ni siquiera imagina que el último día de un sabio pueda ser vivido de otra manera que no sea con paz. Haremos de suerte que podamos recordar esto cuando nos llegue nuestra hora.
Al volver una esquina, desembocaron ante una capilla iluminada en donde se celebraba una novena. Zenón se dispuso a entrar en ella.
—¿Qué vais a hacer entre esos beatos? —dijo el capitán.
—¿Acaso no os lo he explicado ya? —contestó Zenón—. Hacerme invisible.
Se deslizó por detrás de la cortina de cuero colgada de la puerta. Henri-Maximilien se paró un instante, se fue, volvió sobre sus pasos y finalmente se alejó silbando su antigua cantinela:
Éramos dos compañeros
Que íbamos más allá de los montes.
Pensábamos darnos buena vida…
De nuevo en su habitación, halló un mensaje del Señor Strozzi que ponía fin a las conversaciones secretas concernientes a los asuntos sieneses. Henri-Maximilien pensó que soplaban vientos de guerra o que tal vez lo habían desacreditado ante el mariscal florentino, persuadiendo de algún modo a Su Excelencia para que empleara a otro agente. Durante la noche, volvió de nuevo la lluvia, que acabó convirtiéndose en nieve. Al día siguiente, una vez hechos sus paquetes, el capitán salió en busca de Zenón.
Las casas vestidas de blanco recordaban las caras que esconden su secreto bajo la uniformidad de una caperuza. Henri-Maximilien volvió gustoso al Agneau d’Or, en donde servían un buen vino. El posadero, al traerle de beber, le habló del criado de Zenón, que había ido muy de mañana a devolver la llave y a pagar el alquiler de la herrería. Hacia el mediodía, un oficial de la Inquisición encargado de arrestar a Zenón le había pedido al tabernero que le echara una mano, pero sin duda algún demonio previno al alquimista. No se había encontrado nada insólito en su casa, aparte de un montón de frascos de cristal cuidadosamente rotos.
Henri-Maximilien se levantó precipitadamente dejando sobre la mesa la vuelta de su moneda. Unos días más tarde, regresaba a Italia por el valle del Brenner.