Los Fugger de Colonia

Los Fugger vivían en Colonia, en la plaza de San Gereón, en una casita sin lujos donde todo se hallaba dispuesto para la comodidad y la paz. Un olor a pasteles y a aguardiente de cerezas flotaba en el ambiente.

A Salomé le gustaba quedarse durante algún tiempo a la mesa, tras las largas comidas preparadas con arte, limpiándose los labios con una servilleta adamascada; también le gustaba rodear su ancha cintura y su cuello corto y rosa con una cadena de oro, y asimismo vestirse con buenas telas cuya lana, cardada y tejida con reverentes cuidados, conservaba algo del dulce calor de las ovejas vivas. Sus camisas discretamente subidas testimoniaban sin rigidez sobre su modestia de mujer honrada. Sus dedos fuertes tocaban el pequeño órgano portátil instalado en la sala; en su juventud, sabía lucir su hermosa y matizada voz en los madrigales y motetes de Iglesia. Le gustaban aquellos entrelazados de sonidos tanto como sus bordados. Pero la comida seguía siendo lo más importante: al año litúrgico, que guardaba escrupulosamente, venía a añadirse el año culinario: había una estación dedicada a los pepinillos o a las mermeladas, otra para el queso Manco o el arenque fresco. Martin era un desmedrado hombrecillo a quien la cocina de su mujer no hacía engordar. Temible en los negocios, aquel dogo se convertía en el hogar en un inofensivo perrito de aguas. Sus mayores audacias consistían en contar en la mesa historietas picantes destinadas a las criadas. La pareja tenía un hijo, Sigismond, que se había embarcado a los dieciséis años con Gonzalo Pizarro hacia el Perú, en donde el banquero había invertido importantes sumas. No tenían esperanzas de volverlo a ver, pues las cosas se habían puesto feas en Lima últimamente. Una hija, muy jovencita aún, atenuaba aquella pérdida. Salomé contaba riendo su embarazo tardío, debido en parte a las novenas y en parte a la salsa de alcaparras. Aquella niña y Martha eran poco más o menos de la misma edad; ambas primas compartieron la misma cama, los mismos juguetes, las mismas saludables azotainas y, más tarde, las mismas lecciones de canto y los mismos atavíos.

Tan pronto rivales como compadres, el grueso Juste Ligre y el flaquillo Martin, el jabato de Flandes y la comadreja del Rin, se habían vigilado, aconsejado desde lejos, ayudado o perjudicado desde hacía más de treinta años. Ambos se estimaban en su justo valor, lo que no hubieran podido hacer ni los papanatas deslumbrados por su fortuna, ni los príncipes a quienes servían y de quienes se servían. Martin sabía con aproximación de un centavo lo que representaban en dinero contante y sonante las fábricas, talleres, construcciones y propiedades casi señoriales en las que Henri-Juste había invertido su oro. El lujo ordinario del flamenco le proporcionaba materia para sus chistes, así como las dos o tres toscas argucias, siempre las mismas, que utilizaba el viejo Juste para salir de apuros en los casos difíciles. Por su parte, Henri-Juste, aquel buen servidor que proveía con reverencia a la Regente de los Países Bajos de las cantidades necesarias para comprar sus cuadros italianos y para sus funciones piadosas, se frotaba las manos al enterarse de que el Elector Palatino o el duque de Baviera empeñaban sus joyas en casa de Martin y le mendigaban un préstamo a un interés digno de los usureros judíos. Alababa, no sin una puntita de burlona compasión, a aquella rata que roía discretamente la sustancia del mundo, en lugar de morder en él con todos sus dientes, a aquel desmedrado melindroso que despreciaba las apariencias de la riqueza que se ve, se toca y se confisca, pero cuya firma, al pie de una hoja, valía tanto como la de Carlos V. Ambos personajes, tan respetuosos con los poderes de la época, se hubieran sorprendido mucho si les hubieran dicho que eran más peligrosos para el orden establecido que el Turco infiel o el campesino rebelde. Con esa capacidad de captación de lo inmediato y del detalle que caracteriza a su especie, no se percataban del poder perturbador de sus sacos de oro y de sus cuadernillos. Y, sin embargo, sentados detrás del mostrador, cuando miraban dibujarse a contraluz la rígida silueta de algún caballero, que disimulaba bajo sus aires de grandeza el temor a ser despedido, o el suave perfil de un obispo deseoso de acabar, sin dispendios excesivos, las torres de su catedral, a veces sonreían. Para otros el tintineo de las campanas y el ruido de las bombardas, los caballos fogosos, las mujeres desnudas o vestidas de brocado; para ellos la materia vergonzosa y sublime, infamada en voz alta, adorada y mimada por lo bajo, que se asemeja a las partes secretas del cuerpo, de las que se habla poco y en las que se piensa sin cesar, la amarilla sustancia sin la cual Madame Imperia no separaría sus piernas en el lecho del príncipe, ni Monseñor podría pagar las piedras preciosas de su mitra: el Oro, cuya carencia o abundancia decide si la Cruz declarará o no la guerra a la Media Luna. Aquellos proveedores de fondos se sentían maestros en realidades.

Lo mismo que Martin con Sigismond, el grueso Ligre sufrió una desilusión con su hijo mayor. No había tenido noticias de Henri-Maximilien en diez años, exceptuando algunas peticiones de dinero y un volumen de versos en francés, escrito probablemente en Italia entre dos campañas. Sólo problemas podían venirle de él. El hombre de negocios vigiló muy de cerca a su hijo menor para evitar nuevas decepciones. En cuanto el hijo de su corazón, Philibert, alcanzó la edad de poder mover como es debido las bolas de un ábaco, lo envió a casa de Martin el infalible, para que aprendiera las finezas de la banca. A los veinte años, Philibert era gordo; poseía una rusticidad natural que se transparentaba bajo sus modales cuidadosamente estudiados. Sus ojillos grises brillaban por entre la ranura de los párpados, siempre medio cerrados. Aquel hijo del Tesorero Mayor de la corte de Malinas hubiera podido dárselas de príncipe, pero destacaba, al contrario, por descubrir los errores en las cuentas de los empleados. Mañana y noche, en un cuarto trasero sin luz, donde los escribanos se estropeaban la vista, comprobaba las D, las M, las X y las C combinadas con las L y las I para formar cifras, ya que Martin despreciaba la numeración árabe, aunque no negaba su utilidad para las sumas largas. El banquero se iba acostumbrando a aquel muchacho taciturno. Cuando el asma o los tormentos de la gota le hacían pensar en su muerte, le oían decirle a su mujer:

—Este gordo memo me sustituirá.

Philibert parecía absorto en sus registros y raspadores, pero una puntita de ironía se vislumbraba bajo sus párpados; en ocasiones, al examinar el negocio del patrón, se decía que después de Henri-Juste y de Martin, más fino que el uno y más feroz que el otro, allí estaría algún día Philibert, el hombre listo. Y no iba a ser él tan tonto como para acceder a pagar contra un pequeño interés de dieciséis dineros por libra, amortizables en cuatro plazos por las cuatro grandes ferias, las deudas de Portugal.

Los domingos acudía a las reuniones que se celebraban bajo la parra en verano y en el salón en invierno. Un prelado soltaba citas en latín; Salomé, mientras jugaba al chaquete con una vecina, comentaba cada buena jugada con un refrán renano. Martin, que había querido que las dos muchachas hablaran francés, lengua tan conveniente para una mujer, lo utilizaba él mismo cuando quería expresar ideas más sutiles o más sabrosas que las de los días corrientes. Se hablaba de la guerra de Sajonia y de sus efectos sobre el descuento comercial, de los progresos que hacía la herejía y, según cual fuera la estación, de las vendimias o del carnaval. El brazo derecho del banquero, un ginebrino sentencioso llamado Zébédée Crêt, solía verse embromado por su horror a las pipas y al vino. El tal Zébédée, que no negaba del todo haber abandonado Ginebra tras un asunto de gerencia de garitos y de fabricación ilegal de cartas de baraja, endosaba sus infracciones en la cuenta de sus amigos libertinos, justamente castigados ahora, y no ocultaba sus deseos de entrar un día u otro en el redil de la Reforma. El prelado protestaba, agitando su dedo en el que lucía un anillo morado. Alguien, en broma, citaba las bribonadas en verso de Théodore de Bèze, el yerno mimado del irreprochable Calvino. Se enzarzaban en una discusión, para decidir si el Consistorio era o no favorable a los privilegios de la gente de negocios, pero nadie, en el fondo, se extrañaba de que un burgués aceptara los dogmas promulgados por los magistrados de su ciudad. Después de cenar, Martin se llevaba al rincón de la ventana a un consejero áulico o al enviado secreto del rey de Francia. El parisino, galante, proponía en seguida que se acercaran a las damas.

Philibert punteaba el laúd; Bénédicte y Martha se levantaban, cogidas de la mano. Los madrigales extraídos del Libro de los Amantes hablaban de corderillos, de flores y de la Dama Venus, pero aquellas tonadas de moda servían para acompañar la letra de los cánticos de la chusma anabaptista o luterana, contra la cual clamaba el eclesiástico. Bénédicte sustituía involuntariamente el versículo de un salmo por la estrofa de una canción de amor. Martha, inquieta, le hacía señas para que se callara. Las dos jóvenes se sentaban una al lado de otra y ya no volvía a oírse más cantinela que la de la campana de San Gereón tocando al ángelus de la noche. El grueso Philibert, que tenía talento para el baile, se ofrecía en ocasiones a enseñarle a Bénédicte nuevos pasos; ella se negaba al principio, pero luego disfrutaba bailando con una alegría de niña.

Las dos primas se amaban con un limpio amor de ángeles. Salomé no había tenido valor para separar a Martha de su nodriza Johanna, y la vieja husita había comunicado a la hija de Simón sus temblores y su austeridad. Johanna había sentido miedo; el temor había hecho de ella en lo externo una vieja parecida a todas las demás, que se persigna con agua bendita en la iglesia y que besa el agnusdéi. Mas, en el fondo, subsistía dentro de ella el odio a los Satanes con dalmática de brocado, a los becerros de oro y a los ídolos de carne. Aquella débil vieja, que el banquero ni siquiera se había preocupado de distinguir entre las demás desdentadas que lavaban abajo sus escudillas, gruñía contra todo un eterno No. Si se creían sus palabras, el mal se cobijaba en aquella morada tan repleta de comodidades y de bienestar. Se escondía en el baúl de la señora Salomé, y en la caja fuerte de Martin; en los toneles de la bodega y en las salsas que se cocían en los pucheros; en el ruido frívolo de los conciertos del domingo, en las pastillas del boticario y en la reliquia de Santa Apolonia, que cura el dolor de muelas. La vieja no se atrevía a meterse abiertamente con la Madre de Dios que había en el nicho de la escalera, pero se la oía murmurar a propósito del aceite que se quemaba en balde ante una muñeca de piedra.

Salomé se inquietaba viendo que Martha, a los dieciséis años, enseñaba a Bénédicte a despreciar las cajas de mercería, llenas de costosas chucherías traídas de París o de Florencia, o a desdeñar las fiestas de Navidad, con sus músicas, sus vestidos nuevos y su oca trufada. El cielo y la tierra, para la buena mujer, no presentaban problemas. La misa era una ocasión edificante, un espectáculo, un pretexto para lucir la capita de pieles en invierno y la chaquetilla de seda en verano. María y el Niño Jesús en la Cruz, Dios en su nube, reinaban en el Paraíso y en las paredes de las iglesias. La experiencia enseñaba cuál era la Virgen que, en un caso u otro, concedía mejor lo que se le pedía. En las crisis domésticas, consultaba siempre a la priora de las Ursulinas, que solía dar buenos consejos, lo que no impedía a Martin mofarse de las monjas. Las ventas de indulgencias, es verdad, habían llenado más de lo debido los sacos del Santo Padre, pero la operación consistente en aprovechar el crédito de Nuestra Señora y de los Santos para cubrir el déficit del pecador era tan lógica como las transacciones del banquero. Las rarezas de Martha eran atribuidas a una constitución enfermiza; hubiera sido monstruoso imaginar que una criatura tan bien y tan delicadamente alimentada pudiera pervertir a su tierna compañera, ponerse con ella del lado de los descreídos a quienes se mutila y se quema, y renunciar, para meterse en las querellas de la Iglesia, a ese modesto silencio que tan bien sienta a las doncellas.

Lo único que podía hacer Johanna era denunciar ante sus jóvenes amas, con su voz de loca, los caminos del error. Santa, pero ignorante, incapaz de recurrir a las Escrituras de las que sólo repetía, en su jerga neerlandesa, unos cuantos fragmentos aprendidos de memoria, no era cosa suya mostrar el buen camino. En cuanto la educación liberal que les había procurado Martin desarrolló su inteligencia, Martha devoró en secreto todos los libros en donde se hablaba de Dios.

Perdida por el bosque de las sectas, aterrorizada al verse sin guía, la hija de Simón tenía miedo de renunciar a los viejos errores en favor de otro error. Johanna no le había ocultado ni la infancia de su madre, ni la triste muerte de su padre burlado y traicionado. La huérfana sabía que sus padres, aun volviendo la espalda a las aberraciones romanas, no habían hecho más que adentrarse por un camino que no llevaba al cielo. Aquella virgen bien custodiada, que nunca bajaba a la calle a no ser escoltada por una sirvienta, temblaba ante la idea de ir a engrosar las filas de los quejosos exiliados y de los miserables extáticos que merodeaban de ciudad en ciudad, infamados por la gente de bien y que acababan en la paja, la paja de los calabozos y de la hoguera. La idolatría era Caribdis, mas la rebelión, la miseria, el peligro y la abyección eran Escila. Prudentemente, el piadoso Zébédée la sacó de aquel callejón sin salida: un escrito de Juan Calvino, que el circunspecto suizo le prestó so promesa de guardar el secreto, leído por la noche a la luz de una vela, con tantas precauciones como otras muchachas ponen en descifrar un mensaje de amor, aportó a la hija de Simón la imagen de una fe limpia de todo error, exenta de toda debilidad, estricta en su libertad misma, de una rebelión transformada en Ley. De creer al empleado, la pureza evangélica iba de par en Ginebra con la prudencia y templanza burguesas: los bailarines que brincaban como paganos detrás de las puertas cerradas, los glotones arrapiezos que chupaban imprudentemente azúcar y golosinas durante la predicación, eran azotados hasta hacerles sangrar; los disidentes, expulsados; los jugadores y los libertinos, castigados con la muerte; los ateos, destinados a la hoguera. Lejos de ceder a los impulsos lascivos de su sangre, como el grueso Lutero que contrajo nuevas nupcias con una monja nada más dejar el claustro, el laico Calvino había esperado mucho tiempo antes de contraer con una viuda el más casto de los matrimonios; en lugar de engordar a la mesa de los príncipes, Maese Juan sorprendía con su frugalidad a sus anfitriones de la calle de los Canónigos. Su comida habitual consistía, como en el Evangelio, en pan y peces tales como las truchas del lago que, por lo demás, también tenían su precio.

Martha adoctrinó a su compañera, que en todo la seguía en las cosas del espíritu, desquitándose en cambio en las cosas del alma. Bénédicte era toda luz; un siglo antes, hubiera disfrutado en el claustro de la dicha de no pertenecer más que a Dios; al ser los tiempos lo que eran, aquella corderilla halló en la fe evangélica la hierba verde, la sal y el agua pura. Por la noche, en su habitación sin fuego, desdeñando la invitación del edredón y de la almohada, Martha y Bénédicte, sentadas una al lado de la otra, releían la Biblia en voz baja. Sus mejillas apoyadas una contra otra parecían no ser más que la superficie por donde se tocan dos almas. Para dar la vuelta a la hoja, Martha esperaba a que Bénédicte llegara al final de la página y si, por casualidad, la pequeña se dormía con la sagrada lectura, le tiraba suavemente del pelo. La casa de Martin, entumecida de bienestar, dormía con pesado sueño. Sólo, como la lámpara de las vírgenes prudentes, el frío ardor de la Reforma velaba en la habitación de arriba, en el corazón de las dos muchachas silenciosas.

No obstante, ni siquiera Martha osaba abjurar en voz alta de las ignominias papistas. Encontraba pretextos para evitar ir a misa los domingos y su falta de valor le pesaba como el peor de los pecados. Zébédée aprobaba su circunspección: el maestro Juan era el primero en poner a sus discípulos en guardia contra todo escándalo inútil, y hubiera censurado a Johanna por apagar soplando la lamparilla a los pies de la Virgen que había en la escalera. Por delicadeza de sentimientos, Bénédicte no quería apenar ni inquietar a los suyos, pero Martha se negó una noche de Todos los Santos a rezar por el alma de su padre que, dondequiera que estuviese, no necesitaba ya de sus avemarías. Tanta dureza consternó a Salomé, que no comprendía cómo podía negársele al pobre muerto el óbolo de una oración.

De muy antiguo, Martin y su mujer se proponían unir a su hija con el heredero de los Ligre. Charlaban de ello en la cama, acostados tranquilamente entre sábanas bordadas. Salomé contaba con los dedos las piezas que se necesitarían para el ajuar, las pieles de marta y los edredones bordados. O bien, temiendo que el pudor de Bénédicte le impidiera gozar de las alegrías del matrimonio, buscaba en su memoria la receta de un bálsamo afrodisíaco que empleaban las familias para ungir a las jóvenes esposas en la noche de bodas. En cuanto a Martha, ya le buscarían algún mercader acomodado, bien visto en Colonia, o incluso a un caballero con deudas, a quien Martin perdonaría generosamente las hipotecas que gravasen sus tierras.

Philibert sabía componer para la heredera del banquero los cumplidos al uso. Pero las primas llevaban los mismos gorros y los mismos atavíos y él solía confundirse. Bénédicte parecía disfrutar provocando con picardía aquellas confusiones. Él acababa por lanzar exabruptos en voz alta: la hija valía su peso en oro y la sobrina, todo lo más, un puñado de florines.

Cuando se hubo formalizado casi del todo el contrato, Martin llamó a su hija a su despacho para fijar la fecha de la boda. Ni alegre ni triste, Bénédicte cortó en seco los abrazos y efusiones de su madre, subió a su cuarto y se puso a coser con Martha. La huérfana habló de huir: puede que algún barquero consintiera en llevarlas hasta Basilea, en donde los buenos cristianos las ayudarían sin duda a franquear la etapa siguiente. Bénédicte volcó, encima de la mesa, la arena de la escribanía y empezó a dibujar en ella pensativamente con el dedo el surco de un río. Amanecía; pasó la mano por encima del mapa que acababa de dibujar; cuando la arena estuvo de nuevo lisa sobre la superficie, la prometida de Philibert se levantó suspirando.

—No tengo fuerzas para eso —dijo.

Entonces Martha ya no le propuso que huyeran, limitándose a mostrarle con la punta del dedo el versículo en donde se hablaba de abandonar a los suyos para seguir al Señor.

El frío de la madrugada las obligó a buscar refugio en la cama. Castamente tumbadas, una en brazos de la otra, se consolaban mezclando sus lágrimas. Después, como su juventud era más fuerte que su dolor, se burlaron de los ojillos y de las gruesas mejillas del novio. Los pretendientes que ofrecían a Martha no valían mucho más: Bénédicte la hizo reír describiendo al mercader un poco calvo, al terrateniente que, en los días de torneo, se parapetaba dentro de su ruidosa chatarra y al hijo del burgomaestre, un necio acicalado como uno de esos maniquíes que mandan desde Francia a los sastres, con su gorro de plumas y su bragueta rayada. Martha soñó aquella noche con Philibert: aquel saduceo, aquel amalecita de corazón incircunciso se llevaba a Bénédicte dentro de una caja que bogaba sola por el Rin.

El año 1549 se inició con unas lluvias que asolaron los sembrados de los hortelanos; la crecida del Rin inundó los sótanos, en donde manzanas y barriles medio vacíos flotaban en el agua gris. En mayo, las fresas aún verdes se pudrieron en el bosque y las cerezas en los huertos. Martin mandó distribuir sopa a los pobres bajo los soportales de San Gereón; la caridad cristiana y el miedo a los motines inspiraron esa especie de limosnas a los burgueses. Pero estos males no fueron más que los precursores de otras calamidades mucho más terribles. La peste, procedente de Oriente, entró en Alemania por Bohemia. Viajaba sin apresurarse, al toque de las campanas, como una emperatriz. Inclinada sobre el vaso del bebedor, apagando la vela del sabio sentado entre sus libros, ayudando a misa junto al sacerdote, escondida como una pulga en la camisa de las mujeres de vida alegre, la peste aportaba a la vida de todos un elemento de insólita igualdad, un áspero y peligroso fermento de aventura. Las campanas que tocaban a muerto difundían por el aire un insistente rumor de fiesta negra: los papanatas que se reunían en torno a los campanarios no se cansaban de mirar, allá en lo alto, la silueta del hombre que las hacía sonar, tan pronto en cuclillas como colgado con todo su peso del enorme badajo. Las iglesias no paraban de trabajar; las tabernas, tampoco.

Martin se atrincheró en su despacho como lo hubiera hecho ante la visita de unos ladrones. Afirmaba que el mejor profiláctico consistía en beber moderadamente un johannisberg de buena cosecha, evitar el contacto de las rameras y de los compañeros de taberna, no respirar el olor de las calles y, sobre todo, procurar no informarse del número de víctimas. Johanna continuaba yendo al mercado o bajando a tirar la basura; su cara surcada de cicatrices y su jerga extranjera le habían atraído desde siempre la antipatía de las vecinas. En aquellos días nefastos, la desconfianza se convertía en franco odio y, cuando ella pasaba, las gentes hablaban de sembradoras de peste y de brujas. Lo confesara o no, la vieja criada se alegraba en secreto de la llegada del azote de Dios; su terrible alegría se le leía en la cara; pese a encargarse a la cabecera de Salomé, que estaba muy grave, de las tareas más peligrosas y a las que se negaban las demás sirvientas, su ama la rechazaba gimiendo, como si la criada, en vez de un jarro, llevara en la mano una guadaña y un reloj de arena.

Al tercer día, Johanna no reapareció a la cabecera de la enferma y fue Bénédicte quien se encargó de darle las medicinas y de poner entre sus manos el rosario que se le caía continuamente. Bénédicte quería a su madre o más bien ignoraba que pudiera no amarla. Pero había sufrido con su beatería tonta y ramplona, con sus cacareos de cuarto de recién parida, con sus alegrías de nodriza que se complace en recordar a sus niños ya crecidos la época de los balbuceos, del orinal y de los pañales. Sentía vergüenza por la irritación inconfesable que tantas veces había sentido, y ello aumentó su celo de enfermera. Martha llevaba las bandejas y los montones de ropa limpia, pero se las arreglaba para no entrar nunca en la habitación. No habían logrado que viniera ningún médico.

La noche que siguió a la muerte de Salomé, Bénédicte, que estaba acostada al lado de su prima, sintió a su vez los primeros síntomas del mal. Una sed ardiente la quemaba por dentro y ella trató de distraerse imaginando al ciervo bíblico que bebía en la fuente de agua viva. Una tosecilla convulsiva le rascaba la garganta; se contuvo lo más posible para dejar dormir a Martha. Flotaba ya, con las manos juntas, dispuesta a escaparse de la cama con dosel para subir al gran Paraíso claro en donde se hallaba Dios. Los cánticos evangélicos estaban olvidados; el rostro amigo de las santas reaparecía por entre las cortinas; María, en lo alto del cielo, tendía los brazos entre pliegues de color azul, ademán que imitaba el hermoso Niño mofletudo, de deditos de color de rosa. En silencio, Bénédicte deploraba sus pecados: una pelea con Johanna por una cofia rota; alguna que otra sonrisa en respuesta a las ojeadas que le echaban los muchachos al pasar por debajo de su ventana; unas ganas de morir, en que entraba la pereza; impaciencia por ir al cielo y deseos de no verse obligada a elegir entre Martha y los suyos, entre dos maneras de hablar a Dios. Al llegar las primeras luces del alba, Martha lanzó un grito al ver el rostro desfigurado de su prima.

Bénédicte dormía desnuda, según era costumbre en la época. Pidió que le prepararan una camisa fina, recién plisada, e hizo vanos esfuerzos por alisarse el pelo. Martha la servía, con un pañuelo tapándole la nariz, consternada por el horror que le producía aquel cuerpo infectado. Una solapada humedad invadía la estancia; la enferma tenía frío y Martha encendió la estufa a pesar de no ser la estación fría. Con una voz ronca, igual que había hecho su buena madre el día anterior, la pequeña pidió un rosario que Martha le tendió con la punta de los dedos. Súbitamente, al darse cuenta de los ojos aterrados de su compañera por encima del trapo empapado en vinagre, le habló con malicia infantil:

—No tengas miedo, prima —dijo cariñosamente—. Tú serás quien se lleve al gordo galán que baila el paspié.

Se volvió cara a la pared, como tenía por costumbre cuando quería dormir.

El banquero no salía de su habitación; Philibert había vuelto a Flandes para pasar el mes de agosto con su padre. Martha, abandonada por las sirvientas, que no se atrevían a subir al piso, les gritó que por lo menos llamaran a Zébédée, quien había retrasado el regreso a su ciudad natal unos días, con el fin de hacer frente a lo más urgente de los negocios. Consintió éste en aventurarse hasta el rellano y mostró una discreta solicitud. Los médicos del lugar se hallaban desbordados o enfermos también, y algunos se negaban a ir a casa de los apestados por no contaminar a sus enfermos habituales, pero había oído hablar de un hombre que practicaba el arte de la medicina y que precisamente acababa de llegar a Colonia con el propósito de estudiar allí mismo los efectos de la enfermedad. Haría lo que pudiese para persuadirlo de que socorriera a Bénédicte.

Este socorro tardó en llegar. Entretanto, la niña se derrumbaba. Martha, apoyada en el quicio de la puerta, la velaba a distancia. No obstante, en varias ocasiones se le acercó para darle de beber con mano temblorosa. La enferma apenas podía ya tragar; el contenido del vaso se derramaba en la cama. De cuando en cuando, se oía su tosecilla seca y cortada, semejante al ladrido de un perro pequeño; cada vez que esto ocurría, Martha no podía evitar mirar al suelo y buscar alrededor de sus faldas al perrillo de la casa, negándose a creer que aquel sonido animal pudiera salir de tan dulce boca. Acabó por sentarse en el rellano para no oírlo. Durante unas cuantas horas, luchó contra el terror de la muerte, que hacía sus preparativos ante sus ojos, y jamás aún contra el pavor de verse infectada ella también por la peste, como quien se infecta con el pecado. Bénédicte ya no era Bénédicte, sino una enemiga, un animal, un objeto peligroso que no debía tocarse. Al atardecer, no pudiendo soportarlo más, bajó al umbral para vigilar la llegada del médico.

Preguntó éste si aquélla era la casa de los Fugger y entró sin más ceremonias. Era un hombre delgado y alto, con los ojos hundidos, y llevaba puesta la hopalanda roja de los médicos que habían accedido a cuidar de los apestados y renunciado por ello a visitar a los enfermos corrientes. Su tez tostada le hacía parecer extranjero. Subió rápidamente las escaleras; Martha, al contrario, aminoraba el paso a pesar suyo. De pie en el pasillo entre la cama y la pared, levantó él la sábana y descubrió el delgado cuerpo sacudido por los espasmos sobre el colchón mojado.

—Todas las criadas me han abandonado —dijo Martha tratando de explicar por qué estaban mojadas las sábanas.

Él respondió con un vago asentimiento, ocupado en palpar delicadamente los ganglios de la ingle y los que había debajo del brazo. La pequeña hablaba o canturreaba entre dos ataques de tos ronca: Martha creyó reconocer una cancioncilla frívola, mezclada con una cantinela que hablaba de la visita del buen Jesús.

—Dice disparates —profirió como con despecho.

—¡Oh! Es natural… —repuso él distraídamente.

El hombre vestido de rojo tapó a Bénédicte con la sábana y le tomó el pulso en la muñeca y en el cuello, como si cumpliera una obligación. Contó seguidamente unas gotas de elixir e introdujo con destreza una cuchara en la boca, por las comisuras de los labios.

—No os esforcéis por tener valor —amonestó él al darse cuenta de que Martha sostenía con repugnancia la nuca de la enferma—. No es necesario que en estos momentos le sostengáis la cabeza o las manos.

Le limpió de los labios un poco de sanies rojizo con unas hilas que después arrojó a la estufa. La cuchara y los guantes que había utilizado para la visita siguieron el mismo camino.

—¿No vais a pincharle los bultos? —inquirió Martha temiendo que el médico omitiera, por prisa, los cuidados necesarios y tratando sobre todo de retenerlo junto a la cama.

—No —contestó él a media voz—. Los vasos linfáticos apenas están hinchados y ella morirá antes de que se inflamen más. Non est medicamentum… La fuerza vital de vuestra hermana está en su punto más bajo. No podemos hacer más que aliviarle sus dolores.

—Yo no soy su hermana —protestó Martha de repente, como si aquella aclaración la disculpara del miedo que sentía por sí misma—. Me llamo Martha Adriansen y no Martha Fugger. Soy su prima.

Apenas le echó una mirada y quedó absorto observando los efectos de la pócima. La enferma, menos inquieta, parecía sonreír. Midió una segunda dosis de elixir para la noche. La presencia de aquel hombre que, sin embargo, nada prometía, transformaba en una habitación ordinaria lo que para Martha había sido, desde el amanecer, un lugar de espanto. Una vez en la escalera, el médico se quitó la mascarilla que había utilizado para ver a la enferma, como era obligatorio. Martha lo siguió hasta el pie de la escalera.

—¿Decís que os llamáis Martha Adriansen? —dijo él de repente—. En mis años jóvenes conocí a un hombre ya de edad que llevaba ese apellido. Su mujer se llamaba Hilzonde.

—Eran mi padre y mi madre —dijo Martha como de mala gana.

—¿Aún viven?

—No —contestó ella bajando la voz—. Estaban en Münster cuando el obispo tomó la ciudad.

El médico manipuló los cerrojos de la puerta, tan complicados como los de una caja fuerte, para poder salir. Un poco de aire penetró en el rico y oprimente vestíbulo. Fuera, el crepúsculo estaba lluvioso y gris.

—Podéis volver a subir —dijo por fin con una suerte de fría bondad—. Vuestro temperamento parece robusto y la peste ya casi no se cobra nuevas víctimas. Os aconsejo que os tapéis la nariz con un trapo mojado en espíritu de vino (tengo poca confianza en vuestros vinagres) y que veléis hasta el final a la moribunda. Vuestros temores son naturales y razonables, pero la vergüenza y el remordimiento son malos también.

Ella se volvió, con las mejillas encendidas, y buscó en la bolsa que llevaba atada a la cintura, escogiendo en ella una moneda de oro. El ademán de pagar restablecía las distancias y la elevaba muy por encima de aquel vagabundo que iba de pueblo en pueblo, ganándose la pitanza a la cabecera de los apestados. Él metió la moneda en el bolsillo de su hopalanda sin mirarla siquiera y salió.

Una vez sola, Martha fue a la cocina a coger un frasquito de espíritu de vino. La estancia estaba vacía; las sirvientas se hallaban seguramente en la iglesia mascullando letanías. Encima de la mesa encontró un pedazo de pastel de carne, que masticó despacio, aplicándose deliberadamente en recuperar fuerzas. Por precaución, masticó asimismo un poco de ajo. Cuando por fin se decidió a subir al piso, Bénédicte parecía dormitar, pero las cuentas de boj se movían de cuando en cuando entre sus dedos. Tras la segunda dosis de elixir se puso mejor. Un recrudecimiento de la enfermedad se la llevó de madrugada.

Martha la vio enterrar aquel mismo día al lado de Salomé, en el claustro de las Ursulinas, como si pusieran sobre ella la losa de una mentira. Nadie sabría jamás que Bénédicte estuvo a punto de seguir el camino estrecho por donde la empujaba su prima y avanzar con ella hacia la Ciudad de Dios. Martha se sentía despojada, traicionada. Los casos de peste eran cada vez más escasos, pero, al andar a lo largo de las calles casi desiertas, continuaba apretando contra sí por precaución los pliegues de su manto. La muerte de la pequeña no había hecho más que aumentar su deseo furioso de continuar viviendo, de no renunciar a lo que ella era y a lo que poseía para convertirse en uno de esos paquetes fríos que se depositan bajo la losa de una iglesia. Bénédicte había muerto segura de su salvación gracias a los padrenuestros y avemarías. Martha no estaba en condiciones de pensar lo mismo respecto a ella; en ocasiones le parecía ser de aquellos a quienes el designio divino condena antes de nacer, y cuya misma virtud no es más que una especie de testarudez que desagrada a Dios. Además, ¿qué clase de virtud era la suya? En presencia del azote de Dios había sido pusilánime; no era seguro que en presencia de los verdugos fuera a mostrarse más fiel al Eterno de lo que, en tiempos de peste, había sido a la inocente a quien creía amar tanto. Razón de más para retrasar todo lo posible el veredicto sin apelación de Dios.

Se cuidó de contratar aquella misma noche a otras criadas, pues las que habían huido no volvieron a aparecer o bien fueron despedidas al regresar. Lo lavaron todo con abundante agua; llenaron el suelo de hierbas aromáticas mezcladas con agujas de pino. Fue al hacer esta limpieza cuando se dieron cuenta de que Johanna había muerto, olvidada por todos, en su buhardilla de criada; Martha no tuvo tiempo de llorarla. El banquero reapareció, afligido por todos aquellos duelos, pero muy decidido a organizar plácidamente su existencia de viudo en una casa regida por una buena mujer elegida por él, que no fuera ni habladora ni ruidosa, que no fuera muy joven, pero tampoco desagradable. Nadie, ni siquiera él mismo, se había dado cuenta de que su esposa lo había estado tiranizando toda su vida. En lo sucesivo sería él quien decidiera a qué hora tenía que levantarse o comer, los días en que debía tomar su medicina, y además nadie volvería a interrumpirle cuando se entretuviera un poco más de lo debido contando la historia de la muchacha y el ruiseñor a alguna de las criadas.

Estaba impaciente por quitarse de encima a la sobrina, su única heredera tras el paso de la peste, pero a la que no tenía ninguna gana de ver frente a él, presidiendo la mesa. Consiguió una dispensa con vistas a un matrimonio entre primos hermanos y el nombre de Martha reemplazó en el contrato el de Bénédicte.

Enterada de los proyectos de su tío, Martha bajó al comercio en donde trabajaba Zébédée. El suizo había hecho fortuna; la guerra con Francia no podía tardar y el empleado, una vez instalado en Ginebra, le servía a Martin de tapadera en sus transacciones con sus reales deudores franceses. Zébédée había realizado durante la peste unos cuantos negocios por cuenta propia que le habían reportado pingües beneficios y así podría reaparecer en su tierra como un burgués considerado cuyos pecadillos de juventud se olvidan rápidamente. Martha lo halló hablando con un judío, que hacía préstamos a la semana, y que compraba discretamente para Martin los créditos y bienes muebles de los difuntos, y sobre el que recaería, si era preciso, el oprobio de aquel comercio lucrativo. Lo despidió al ver a la heredera.

—Tomadme por mujer —le dijo Martha bruscamente.

—Un momento… —dijo el empleado buscando una mentira.

Estaba casado, pues había contraído matrimonio en su juventud con una muchacha insignificante, panadera de Pâquis, intimidado por los llantos de la niña y los gritos de la familia, tras la única indiscreción amorosa de su vida. Una convulsión se había llevado, hacía ya mucho tiempo, al único hijo de ambos; le pasaba una parca renta a su mujer y se las arreglaba para mantener a distancia a aquella ama de casa con ojos ribeteados de rojo. Pero el crimen de bigamia no es de los que se cometen con el corazón tranquilo.

—Si aceptáis seguir mis consejos —dijo él—, dejaréis en paz a vuestro servidor y no compraréis a tan alto precio vuestro arrepentimiento… ¿Tanto os gustaría ver que el dinero de Martin pasa a manos de la Iglesia?

—¿Voy a vivir hasta el fin de mis días en la tierra de Caná? —respondió amargamente la huérfana.

—La mujer fuerte, cuando entra en la morada del impío, puede hacer reinar en ella la justicia —arguyó el empleado, tan acostumbrado como ella al lenguaje de las Escrituras.

Se traslucía claramente que no deseaba indisponerse con los poderosos Fugger. Martha inclinó la cabeza; la prudencia de aquel hombre le proporcionaba los buenos motivos para someterse que ella iba buscando sin saberlo. Aquella muchacha austera tenía un vicio de viejo: le gustaba el dinero por la seguridad que proporciona y la consideración que aporta. El mismo Dios la había señalado con el dedo para que viviese entre los poderosos de este mundo; no ignoraba que una dote como la suya duplicaría su autoridad de esposa y la unión de dos fortunas es un deber al que una muchacha sensata no puede sustraerse.

No obstante, tenía interés en evitar toda mentira. En su primer encuentro con el flamenco, le dijo:

—Acaso ignoráis que he abrazado la santa fe evangélica.

Probablemente, esperaba algún reproche. Su robusto prometido se contentó con responder, moviendo la cabeza:

—Disculpadme, tengo mucho que hacer. Las cuestiones teológicas son muy arduas.

Y nunca más volvió a hablarle de aquella confesión. Era difícil saber si era un hombre singularmente avispado o tan sólo muy lento en comprender.