Simon Adriansen envejecía. Se percataba de ello no tanto por el cansancio como por una especie de creciente serenidad. Podía comparársele a un piloto que se hubiera quedado un poco sordo, que sólo oyera confusamente el ruido de la tempestad, pero que continuara midiendo con la misma habilidad el poder de las corrientes, de las mareas y de los vientos. Durante toda su vida había ido de una riqueza menor a otra mayor: el oro afluía a sus manos. Había abandonado su hogar paterno de Middelburg para instalarse en una casa edificada bajo sus cuidados en un muelle recientemente construido en Amsterdam, en la época en que obtuvo de aquel puerto la concesión del comercio de especias. En su morada, apoyada en la Schreijerstoren, como en un cofre sólido, había recogido y ordenado los tesoros de ultramar. No obstante, Simon y su mujer, apartados de estos esplendores, vivían en el último piso, en una habitacioncita desnuda como la cabina de un barco, y todo aquel lujo sólo servía para consuelo de los pobres.
Para éstos, las puertas siempre estaban abiertas, el pan siempre recién salido del horno, las lámparas siempre encendidas. Aquellos andrajosos se componían no sólo de acreedores insolventes o de enfermos que los hospitales desbordados rechazaban, sino también de actores famélicos y de marineros embrutecidos por el aguardiente, carne de patíbulo salvada de la picota y que llevaba en sus espaldas las señales del látigo. Lo mismo que Dios, que desea que todos anden sobre Su tierra y gocen de Su sol, Simón Adriansen no escogía; o más bien, por rechazo a las leyes humanas, escogía a aquellos que pasan por ser los peores. Cubiertos con ropas calientes que el mismo dueño les ponía, aquellos miserables intimidados se sentaban a su mesa. Músicos escondidos detrás de la galería vertían en sus oídos una música que los hacía creerse en la antesala del Paraíso. Hilzonde, para recibir a sus huéspedes, se ponía atavíos magníficos que realzaban aún más el valor de sus limosnas, y servía los platos con un cucharón de plata.
Simon y su mujer, como Abraham y Sara, como Jacob y Raquel, habían vivido en paz durante doce años. Tenían sus penas, sin embargo. Habían tenido varios hijos, a los que habían cuidado tierna y amorosamente, y que habían ido muriendo uno tras otro. Cada vez que esto ocurría, Simón inclinaba la cabeza y decía:
—El Señor es padre también. Él sabe lo que conviene a sus hijos.
Y aquel hombre auténticamente devoto enseñaba a Hilzonde la dulzura de la resignación. Pero les quedaba un fondo de tristeza. Por fin nació una niña que vivió. Simón Adriansen cohabitó en lo sucesivo con Hilzonde dentro de un espíritu fraternal.
Sus naves singlaban de todas las riberas del mundo hacia el puerto de Amsterdam, pero Simón pensaba en el gran viaje que acaba inevitablemente para todos nosotros, ricos o pobres, con el naufragio en una playa desconocida. Los navegantes y geógrafos que se inclinaban con él sobre los portulanos y dibujaban mapas para su disfrute le eran menos queridos que todos aquellos aventureros de camino hacia otro mundo, predicadores harapientos, profetas burlados e insultados en la plaza pública, como un tal Jan Matthyjs, panadero alucinado, y un tal Hans Bockhold, saltimbanqui ambulante a quien Simón había encontrado medio helado a la puerta de una taberna y que ponía al servicio del Reino del Espíritu sus peroratas de feria. Entre todos ellos, más humilde que ninguno, ocultando su gran saber y voluntariamente embrutecido para dejar que la inspiración divina bajara a él más libremente, podía verse a Bernard Rottmann con su traje raído de pieles. Había sido antaño el más querido de los discípulos de Lutero y ahora vomitaba al hombre de Wittenberg, al falso justo que acariciaba con una mano la col del rico y con la otra la cabra del pobre, blandamente sentado entre la verdad y el error.
La arrogancia de los Santos, la impúdica manera de arrancar con la imaginación sus bienes a los burgueses y sus títulos a los nobles para redistribuirlos a su gusto, habían atraído sobre ellos la cólera pública; amenazados de muerte o de expulsión inmediata, los Buenos mantenían, en casa de Simón, conciliábulos de marinos en un barco que naufraga. Pero la esperanza apuntaba a lo lejos como la vela de un barco: era Münster, en donde Jan Matthyjs había conseguido establecerse tras haber echado de allí al obispo y a los regidores, que se había convertido en la ciudad de Dios en donde, por vez primera en la tierra, los corderos hallaban un asilo. En vano las tropas imperiales se proponían reducir aquella Jerusalén de los desheredados; todos los pobres del mundo se unirían en torno a sus hermanos: se formarían partidas que irían de ciudad en ciudad robando los vergonzosos tesoros de las iglesias y derribando los ídolos; sangrarían, como si de un cerdo se tratara, al gordo de Martín en su porquera de Turingia y al Papa en su Roma. Simón escuchaba estas palabras mientras alisaba su blanca barba: su temperamento de hombre acostumbrado al peligro lo llevaba a aceptar sin rechistar los riesgos enormes de aquella piadosa aventura; la tranquilidad de Rottmann, las bromas de Hans le quitaban sus últimas dudas; lo tranquilizaban, lo mismo que, cuando uno de sus barcos levaba el ancla en época de tempestades, conseguía tranquilizarlo la seriedad del capitán y la alegría del gaviero. Y con corazón confiado vio partir a sus calamitosos huéspedes, calado el gorro hasta las orejas o envolviéndose el cuello en una bufanda usada de lana, caminando uno al lado del otro entre el barro y la nieve, dispuestos a arrastrarse todos juntos hasta llegar a ese Münster de sus sueños.
Por fin un día, o más bien una noche, en una madrugada fría de febrero, subió a la habitación de Hilzonde, que reposaba recta e inmóvil en el lecho, iluminada por una débil lamparilla. La llamó en voz baja, se aseguró de que no estaba durmiendo y se sentó pesadamente al pie de la cama. Como un comerciante que repasa con su mujer las cuentas del día, le dio parte de los conciliábulos que habían celebrado en la salita del piso de abajo. ¿No estaba cansada ella también de vivir en una de esas ciudades en donde el oro y la plata, la carne y la vanidad, se pavonean grotescamente por la plaza pública, y en donde los trabajos de los hombres parecen haberse solidificado en piedras, en ladrillos, en vanos y enojosos objetos sobre los que ya no sopla el Espíritu? En cuanto a él, se proponía abandonar o más bien vender (pues ¿por qué desperdiciar sin fruto unos bienes que pertenecen a Dios?) su casa y sus propiedades de Amsterdam y dirigirse, mientras aún estaba a tiempo, al Arca de Münster para instalarse allí. Se hallaba ya repleta de gente, pero su amigo Rottmann sabría encontrarles un techo y unos víveres. Le dejaba quince días a Hilzonde para que reflexionara sobre este proyecto, que quizá los llevara a la miseria, al exilio, tal vez a la muerte, pero que también les permitiría hallarse entre los primeros que saludarían el Reino de los Cielos.
—Quince días, mujer —repitió—. Pero ni una hora más, pues el tiempo apremia.
Hilzonde se enderezó, apoyándose en el codo y fijando en él sus ojos muy abiertos:
—Ya han pasado los quince días, marido —dijo con una especie de tranquilo desdén por todo lo que dejaba tras de sí.
Simón la alabó de hallarse siempre un paso por delante de él en su marcha hacia Dios. Su veneración por su compañera había resistido al desgaste de la vida diaria. Aquel anciano olvidaba voluntariamente las imperfecciones, las sombras, los defectos visibles que salen a la superficie del alma, para no conservar, de los seres que él había elegido, sino lo más puro que en ellos había o lo que aspiraban a ser. Bajo la lamentable apariencia de los profetas a los que hospedaba, reconocía a unos santos. Desde su primer encuentro le habían conmovido los ojos claros de Hilzonde y no tenía en cuenta el pliegue casi solapado de su boca triste. Aquella mujer delgada y cansada seguía siendo para él un Ángel.
La venta de la casa y de los muebles fue el último buen negocio que hizo Simón. Como siempre, su indiferencia en materia de dinero favorecía a su fortuna, y le evitaba los errores debidos al temor de perder y, al mismo tiempo, los que resultan de la premura por ganar demasiado. Los exiliados voluntarios abandonaron Amsterdam rodeados del respeto de que gozan los ricos, pese a todo, incluso cuando abrazan de manera escandalosa el partido de los pobres. Una barcaza los trasladó a Deventer, en donde subieron a un carro que los llevó a través de las colinas de Güeldres, revestidas de hojas nuevas. Se detenían en las posadas westfalianas para probar el jamón ahumado. El camino hacia Münster se convertía, para aquellas gentes de ciudad, en una fiesta campestre. Una sirvienta llamada Johanna, a quien Simón veneraba por haber sido torturada en otros tiempos a causa de su fe anabaptista, acompañaba a Hilzonde y a la niña.
Bernard Rottmann los recibió a las puertas de Münster, en medio de un montón de carretas, de sacos y de barriles. Los preparativos para defender la ciudad recordaban la actividad desordenada de ciertas vísperas de fiesta. Mientras las dos mujeres bajaban del coche una cuna y ropa, Simón escuchaba las explicaciones del Gran Restituidor: Rottmann estaba tranquilo; lo mismo que la multitud por él adoctrinada, y que arrastraba por las calles las verduras y la leña de los campos contiguos, contaba con la ayuda de Dios. No obstante, Münster necesitaba dinero. Aún necesitaba más el apoyo de los humildes, de los descontentos, de los indignados que se hallaban diseminados por el mundo y que sólo esperaban, para sacudirse el yugo de todas las idolatrías, la victoria del nuevo Cristo. Simón seguía siendo rico; le debían dinero que podía recuperar en Lübeck, en Elbing y hasta en Jutlandia y en la lejana Noruega; era su deber recuperar aquellas sumas que sólo pertenecían al Señor. Por el camino, sabría transmitir a los corazones piadosos el mensaje de los Santos rebeldes. Su reputación de hombre con gran sentido común y con mucho dinero, sus vestiduras de buen paño y de cuero flexible harían que lo escucharan allí donde un predicador vestido de harapos no tendría acceso. Aquel rico convertido podía ser el mejor emisario del Consejo de los Pobres.
Simón lo comprendió. Había que darse prisa para escapar a las emboscadas de príncipes y sacerdotes. Besó apresuradamente a su hija y a su mujer y partió inmediatamente, montado en la más descansada de las mulas que lo habían llevado hasta las puertas del Arca. Pocos días después, las lanzas de hierro de los lansquenetes se vislumbraron en el horizonte; las tropas del príncipe-obispo rodearon la ciudad, aunque sin intentar el asalto, dispuestas a permanecer allí el tiempo que fuera necesario para reducir a aquellos andrajosos por hambre.
Bernard Rottmann instaló a Hilzonde y a su hija en la casa del burgomaestre Knipperdolling, que había sido, en Münster, el protector más antiguo de los Puros. Aquel hombre gordo, cordial y plácido la trataba como a una hermana. Bajo la influencia de Jan Matthyjs, que amasaba un mundo nuevo como antaño sus panes en el sótano de Haarlem, todas las cosas de la vida eran diferentes, fáciles y sencillas. Los frutos de la tierra pertenecían a todos, como el aire y la luz de Dios; los llevaban a la calle para repartirlos. Al amarse todos con riguroso amor, se ayudaban, se reprendían, se espiaban unos a otros para advertirse de sus pecados; al haberse abolido las leyes civiles, también se habían abolido los sacramentos; la soga castigaba las blasfemias y las faltas carnales; las mujeres, cubiertas con un velo, se deslizaban por doquier como grandes ángeles inquietos, y en la plaza se escuchaban los sollozos de las confesiones públicas.
La pequeña ciudadela de los Buenos, rodeada por las tropas católicas, vivía en la fiebre de Dios. Las predicaciones al aire libre reavivaban todas las noches el valor de los fieles; Bockhold, el Santo preferido, agradaba al pueblo por amenizar las sangrientas imágenes del Apocalipsis con sus chanzas de actor. Los enfermos y los primeros heridos del sitio, tendidos bajo los arcos de la plaza en la tibia noche de verano, mezclaban sus quejidos con las voces agudas de las mujeres que imploraban la ayuda del padre. Hilzonde era una de las más ardientes. De pie, alta y estirada como una llama, la madre de Zenón denunciaba las ignominias romanas. Horribles visiones llenaban sus ojos arrasados de lágrimas; doblándose sobre sí misma de repente, como si fuera un largo cirio demasiado delgado, Hilzonde lloraba de contrición, de ternura y de esperanzas de morir.
El primer duelo público fue la muerte de Jan Matthyjs, muerto en una salida que intentaron contra el ejército del obispo, al frente de treinta hombres y de un ejército de ángeles. Hans Bockhold, con la cabeza ceñida por una corona real y montado en un caballo enjaezado con una casulla, fue proclamado al instante Profeta Rey en el atrio de la iglesia; se montó un estrado en donde el nuevo David reinaba cada mañana, decidiendo sin apelación los asuntos de la tierra y del cielo. Unas cuantas salidas afortunadas, que arrollaron las cocinas del obispo, proporcionaron un botín compuesto de cochinillos y de gallinas. Se festejó en el estrado, al son de los pífanos. Hilzonde rio igual que las demás cuando los pinches de cocina del enemigo, a los que habían cogido prisioneros, tuvieron que preparar las viandas a la fuerza, para luego morir a manos de la muchedumbre que les propinaba puñetazos y patadas.
Poco a poco, un cambio se iba operando en el interior de las almas, como el que por la noche transforma insensiblemente un sueño en pesadilla. El éxtasis daba a los Santos un andar titubeante de borrachos. El nuevo Cristo-Rey ordenaba ayuno tras ayuno con objeto de economizar los víveres que se amontonaban por todas partes en las bodegas y graneros de la ciudad. A veces, sin embargo, si una barrica de arenques apestaba más de lo debido o bien aparecían unas manchas en la redondez de un jamón, la gente se atracaba. Bernard Rottmann, extenuado, enfermo, tenía que guardar cama y endosar sin rechistar las decisiones del nuevo Rey, contentándose con predicar al pueblo que se reunía bajo sus ventanas el Amor que consume todas las escorias terrestres y la espera del Reino de Dios. Knipperdolling habla ascendido solemnemente de la categoría abolida de burgomaestre a la de verdugo. Aquel hombre grueso, de cuello rojo, respiraba bienestar en el cumplimiento de sus nuevas funciones, como si siempre hubiera soñado en secreto con ser carnicero. Se mataba mucho; el Rey hacía desaparecer a los cobardes y a los tibios antes de que infectasen a los demás. Se hablaba de suplicios en la casa en donde se alojaba Hilzonde, como antaño en Brujas de la tasa de lanas.
Hans Bockhold consentía por humildad en que le llamaran Jean de Leyde, con el nombre de su ciudad natal, en las asambleas terrestres, pero ante sus fieles, adoptaba también otro nombre, inefable, sintiendo dentro de sí una fuerza y un ardor más que humanos. Diecisiete esposas daban testimonio del vigor inagotable de Dios. El miedo y el afán de gloria empujaron a los burgueses a entregar sus mujeres al Cristo viviente, lo mismo que le habían entregado sus monedas de oro. Unas cuantas rameras sacadas de los burdeles de baja estofa solicitaron el honor de servir a los placeres conyugales del Rey. Este se llegó a casa de Knipperdolling para conversar con Hilzonde. Ella palideció, al contacto de aquel hombrecillo de ojos vivos, cuyas manos indagadoras separaban, como las de un sastre, los ribetes de su corpiño. Rememoraba sin querer que, en los días de Amsterdam, cuando todavía se sentaba a su mesa y no era más que un bufón famélico, había aprovechado para tocarle el muslo el momento en que ella se inclinaba sobre él con un plato en la mano. Cedía con repugnancia a los besos de aquella boca húmeda, pero su asco terminaba por convertirse en éxtasis. Los últimos pudores caían como harapos, o como esas pieles muertas que uno frota al bañarse, envuelta en aquel aliento insípido y caliente. Hilzonde dejaba de existir, y con ella los temores, los escrúpulos, los sinsabores de Hilzonde. El Rey, apretándose contra ella, admiraba el cuerpo frágil cuya delgadez, según él decía, hacía resaltar más las formas benditas de la mujer, los senos flácidos y la curva del vientre. Aquel hombre acostumbrado a las rameras o a las matronas sin gracia, se maravillaba de los refinamientos de Hilzonde: sus manos frágiles tapando el suave vello del monte de Venus le recordaban las de una dama distraídamente colocadas sobre su manguito o su perrito de aguas. Se narraba su propia historia. Desde la edad de dieciséis años había sabido que él era Dios. Le dieron ataques de epilepsia en la tienda en donde trabajaba de aprendiz, y lo echaron. Entre gritos y babas había entrado en el cielo. Había vuelto a sentir aquel temblor que era Dios entre los bastidores de un teatro ambulante, en donde representaba el papel de un payaso apaleado. En la granja, donde poseyó por vez primera a una muchacha, había comprendido que Dios era la carne que se mueve, los cuerpos desnudos para los que deja de existir la pobreza o la riqueza, el gran chorro de vida que lleva también a la muerte y corre como la sangre de los ángeles. Decía estas palabras en una pretenciosa jerga de actor, esmaltada con faltas gramaticales propias de un hijo de campesinos.
Durante varias noches seguidas, se la llevó para sentarla entre las Mujeres de Cristo, a la mesa del banquete. La multitud se apretujaba en las mesas hasta el punto de hacerlas crujir; los hambrientos atrapaban los cuellos y las patas de pollo que el Rey se dignaba echarles, y le imploraban su bendición. Los puños de los jóvenes Profetas que hacían de guardia personal del Rey, mantenían a raya a toda aquella gente. Divara, la reina titular, que procedía de un lenocinio de Amsterdam, masticaba plácidamente, enseñando los dientes y la lengua a cada bocado. Parecía una vaca indolente y sana. De repente, el Rey alzaba las manos y oraba, y una palidez teatral embellecía su rostro de mejillas pintadas. O bien soplaba en las narices de un invitado para comunicarle el Espíritu Santo. Una noche, mandó entrar a Hilzonde en la sala de atrás y le levantó las faldas para exhibir ante los jóvenes Profetas la blanca desnudez de la Iglesia. Estalló la riña entre la nueva reina y Divara, que tenía la fuerza de sus veinte años y que la llamó vieja. Las dos mujeres rodaron por las baldosas, arrancándose puñados de cabello; el Rey las puso de acuerdo aquella noche calentándolas a ambas sobre su pecho.
Un arranque de actividad sacudía por momentos a aquellas almas idiotizadas y locas. Hans decretó la inmediata demolición de todas las torres, campanarios y hastiales de la ciudad, que sobresalieran orgullosamente de los demás, e insultaran así la igualdad que debe reinar entre todos ante Dios. Escuadras de hombres y mujeres, seguidas de chiquillos gritones, se adentraron por las escaleras que llevaban a las torres; nubes de tejas de pizarra y paletadas de ladrillos cayeron al suelo, maltratando las cabezas de los transeúntes y la techumbre de las casas bajas. Arrancaron a medias, del tejado de San Mauricio, unos santos de cobre, que se quedaron medio colgando entre la tierra y el cielo. También arrancaron vigas en las casas de los ricos, abriendo así unas brechas por donde penetraban la lluvia y la nieve. Una vieja, que se quejó de helarse viva en su habitación abierta a los cuatro vientos, fue expulsada de la ciudad. El obispo se negó a recibirla en su campo y se la oyó gritar durante unas cuantas noches por los fosos.
Al anochecer, los trabajadores se paraban y permanecían con las piernas colgando en el vacío, con el cuello erguido, acechando impacientes en el cielo las señales anunciadoras del final de los tiempos. Pero el color rojo del horizonte palidecía, un nuevo crepúsculo se hacía gris, luego negro, y los destructores, extenuados, se metían en sus tugurios para acostarse y dormir.
Una inquietud vecina a la alegría empujaba a las gentes a errar por las calles en ruinas. Desde lo alto de las murallas, echaban una ojeada curiosa al campo abierto, al que no tenían acceso, como unos pasajeros al peligroso mar que rodea su barca; las náuseas provocadas por el hambre se asemejaban a las que se sienten al aventurarse por alta mar. Hilzonde recorría incansablemente las mismas callejuelas, los mismos pasajes abovedados y las mismas escaleras que conducían a las torrecillas, tan pronto sola como arrastrando a su hija de la manita. Las campanas del hambre resonaban en su cabeza vacía. Se sentía ligera, viva como los pájaros, dando vueltas sin parar entre las agujas de los campanarios, desfallecida, como una mujer a punto de gozar del orgasmo. En ocasiones rompía un largo carámbano de hielo colgado de una viga, abría la boca y chupaba su frescor. La gente de su alrededor parecía sentir la misma peligrosa euforia; pese a las peleas que estallaban por un mendrugo de pan o por una col podrida, una especie de ternura, que se derramaba de los corazones, amalgamaba en una sola masa a todos aquellos miserables hambrientos. Desde hacía algún tiempo, sin embargo, los descontentos osaban levantar la voz. Ya no mataban a los tibios: eran demasiados.
Johanna traía noticias a su ama sobre los siniestros rumores que empezaban a circular sobre la carne que se distribuía al pueblo. Hilzonde comía como si no la oyese. Había algunos que se vanagloriaban de haber comido carne de erizo, de rata y cosas peores aún, al igual que ciertos burgueses, antes austeros, presumían de repente de sus fornicaciones, de las que parecían incapaces aquellos fantasmas esqueléticos. Ya nadie se ocultaba para aliviar las necesidades del cuerpo enfermo. Por cansancio, habían dejado de enterrar a los muertos, pero las heladas convertían a aquellos cadáveres amontonados en los patios en unas cosas limpias y que no olían mal. Nadie hablaba de los casos de peste, que sin duda se producirían en cuanto llegasen las primeras brisas tibias de abril; nadie esperaba durar hasta entonces. Tampoco se mencionaban los trabajos de aproximación del enemigo, metódicamente ocupado en cegar los fosos, ni el asalto que se sabía cercano. Las caras de los fieles adoptaban la expresión solapada de los perros de trineo, que fingen no oír el restallido del látigo tras sus orejas.
Por fin, un día, Hilzonde, que estaba de pie encima de la muralla, vio cómo un hombre que se hallaba a su lado señalaba algo. Una larga columna se ponía en marcha por entre los repliegues del llano; filas de caballos pisoteaban la tierra hecha barro del deshielo. Estalló un grito de alegría. Retazos de himnos se elevaban de los débiles pechos: ¿no serían aquellos los ejércitos anabaptistas reclutados en Holanda y en Güeldres, cuya venida tanto anunciaban Bernard Rottmann y Hans Bockhold, los hermanos que acudían a salvar a sus hermanos? Pero aquellos regimientos pronto fraternizaron con las tropas episcopales que rodeaban Münster; el viento de marzo jugaba con los estandartes, entre los cuales alguien reconoció el pendón del príncipe de Hesse. Aquel luterano se unía a los idólatras para aniquilar al pueblo de los Santos. Unos cuantos hombres consiguieron empujar, desde lo alto de las murallas, un bloque de piedra, aplastando de este modo a los zapadores que trabajaban al pie de un baluarte. El disparo de un vigilante derribó al correo de los Hesse. Los asaltantes replicaron con los arcabuces, produciendo varias bajas. Después, nadie volvió a intentar nada. Pero el asalto que todo el mundo esperaba no se produjo aquella noche, ni las siguientes. Pasaron cinco semanas en una inercia letárgica.
Bernard Rottmann había repartido desde hacía mucho sus últimas provisiones y el contenido de sus frascos de medicinas. El Rey, como de costumbre, echaba por la ventana puñados de trigo al pueblo, pero sin entregarle el resto de sus provisiones escondidas debajo del piso. Dormía mucho. Pasó treinta y seis horas sumido en un sueño cataléptico antes de ir, por última vez, a predicar en la plaza casi vacía. Hacía ya algún tiempo que había renunciado a sus visitas nocturnas a casa de Hilzonde. Sus diecisiete esposas, a las que había echado ignominiosamente, fueron sustituidas por una chiquilla apenas púber, un poco tartamuda, que poseía el don de la profecía y a quien él llamaba tiernamente su pájara blanca y su paloma del Arca. Hilzonde no sentía pena, ni descontento, ni sorpresa por el abandono del Rey. Se le borraba la frontera entre lo que había existido y lo que no. Parecía como si ya no recordara haber sido tratada por Hans como amante. Pero todo continuaba pareciéndole lícito: llegó incluso a quedarse esperando en plena noche el regreso de Knipperdolling, curiosa por saber si le sería posible conmover a aquella masa de carne. Él pasó sin mirarla, refunfuñando, preocupado por cosas más importantes que una mujer.
La noche en que las tropas del obispo entraron en la ciudad, Hilzonde se despertó a medianoche, al oír el aullido de un centinela al que degollaban. Doscientos lansquenetes, conducidos por un traidor, se habían introducido por una de las poternas. Bernard Rottmann, uno de los primeros en alarmarse, se tiró de la cama y salió a la calle, con los faldones de la camisa azotando grotescamente sus piernas flacas; un húngaro lo mató misericordiosamente, por no haber comprendido las órdenes del obispo, que quería coger vivos a los jefes de la rebelión. El Rey, sorprendido mientras dormía, combatió de aposento en aposento, de pasillo en pasillo, con un valor y una agilidad de gato perseguido por unos dogos; al apuntar el día, Hilzonde lo vio pasar por la plaza, despojado de sus oropeles de teatro, desnudo hasta la cintura y doblándose en dos bajo el látigo. Le hicieron entrar a patadas en la gran jaula en donde él acostumbraba encerrar a los descontentos y a los tibios antes de juzgarlos. Knipperdolling, derribado a golpes y medio muerto, fue abandonado en un banco. Durante todo el día, los pesados pasos de los soldados repercutieron en la ciudad; aquel ruido acompasado significaba que, en la plaza fuerte de los locos, el sentido común había recuperado su imperio en la figura de aquellos hombres, que venden su vida por una paga determinada, comen y beben a horas fijas, roban y violan de vez en cuando, pero que, en alguna parte, tienen a una anciana madre y a una mujer ahorradora, así como una pequeña alquería en donde vivirán cuando estén lisiados y viejos. Van a misa cuando les obligan, y creen moderadamente en Dios. Volvieron los suplicios, mas esta vez era la autoridad legítima la que los decretaba y eran aprobados igualmente por el Papa y por Lutero. Aquellas gentes cubiertas de harapos, macilentas, con las encías gangrenadas por el hambre, les parecían, a los reitres bien alimentados, unos asquerosos insectos a los que era fácil y justo aplastar.
Una vez pasado el primer desorden, la vindicta pública asentó sus reales en la plaza de la Catedral, en la parte baja del estrado en donde el Rey había celebrado sus sesiones. Los moribundos comprendían oscuramente que las promesas del Profeta se realizaban para ellos de manera distinta a lo que habían creído, como siempre sucede con las profecías: el mundo de sus tribulaciones acababa; por fin, iban a entrar de lleno en un cielo amplio y rojo. Muy pocos eran los que maldecían al hombre que los había arrastrado a aquella zarabanda de redención. Algunos, en lo más hondo de sí mismos, no ignoraban que deseaban la muerte desde hacía mucho tiempo, como la cuerda demasiado tensa desea probablemente romperse.
Hilzonde esperó su turno hasta llegar la noche. Se había puesto el traje más bonito que le quedaba; se había engalanado las trenzas con horquillas de plata. Cuatro soldados aparecieron por fin; eran unos honrados brutos que cumplían con su oficio. Cogió ella de la mano a la pequeña Martha, que se puso a gritar, y le dijo:
—Ven mi niña, vamos a la casa de Dios.
Uno de los hombres le arrancó a la inocente y se la tiró a Johanna, quien la recibió contra su corpiño negro. Hilzonde los siguió sin decir nada más. Andaba tan deprisa que sus verdugos tuvieron que acelerar el paso. Para no tropezar, se cogía con las dos manos las orlas de su vestido de seda verde y parecía andar sobre las olas. Una vez en el estrado, reconoció confusamente entre los muertos a varias personas que ella conocía, y a una de las antiguas reinas. Se dejó caer en el montón aún caliente y ofreció el cuello al verdugo.
El viaje de Simón se estaba convirtiendo en un viacrucis. Sus principales acreedores lo echaban sin pagar, por miedo a llenar el bolsillo o las alforjas anabaptistas. Llovían las amonestaciones en boca de los sinvergüenzas y de los avaros. Su cuñado, Juste Ligre, se declaró incapaz de resolver por el momento las importantes cantidades que Simón había invertido en su negocio de Amberes; además, se jactaba de mirar mucho más por los bienes de Hilzonde y de su hija que aquel pobre necio que se aliaba con los enemigos del Estado. Simón salió con la cabeza gacha, como un mendigo expulsado, por el pórtico esculpido y dorado como un relicario del comercio que él había contribuido a fundar. Fracasó igualmente en su misión de postulante: sólo unos cuantos pobretones consintieron en sangrar su bolsa en beneficio de sus Hermanos. Hostigado en dos ocasiones por la autoridad eclesiástica, tuvo que pagar para escapar de la cárcel. Seguía siendo hasta el final un hombre rico a quien protegen sus florines. Una parte de las escasas cantidades recolectadas se la robó un posadero de Lübeck, en cuya casa cayó enfermo de congestión cerebral.
Como su estado de salud le obligaba a caminar a pequeñas etapas, no llegó a Münster hasta la antevíspera del asalto. Fue vana su esperanza de introducirse en la ciudad sitiada. Mal recibido, aunque no importunado, en el campo del príncipe-obispo, a quien antaño había hecho algunos favores, consiguió alojarse en una granja, muy cerca de los fosos y de las grises murallas que le ocultaban a Hilzonde y a la niña. Comía en la mesa de madera de la mujer del granjero en compañía de un juez, convocado con vistas al proceso eclesiástico que habría de celebrarse en breve, de un oficial del obispo y de varios tránsfugas que habían logrado escapar de Münster. Estos últimos jamás se cansaban de denunciar las locuras de los fieles y los crímenes del Rey. Mas Simón sólo escuchaba a medias los chismes de aquellos traidores que vilipendiaban a los mártires. Tres días después de la caída de la ciudad, consiguió al fin permiso para entrar en Münster.
Caminaba con dificultad a lo largo de las calles por donde patrullaban las tropas, luchando contra el sol y el viento de aquella mañana de junio, buscando confusamente el camino en una ciudad que sólo conocía de oídas. Bajo un arco del Gran Mercado reconoció a Johanna, sentada en el escalón de una puerta y con la niña en sus rodillas. La chiquilla se puso a gritar cuando el extranjero se le acercó para darle un beso; sin decir una palabra, Johanna le hizo su reverencia de sirvienta. Simón empujó la puerta, cuya cerradura estaba rota, y recorrió las habitaciones vacías de la planta baja, luego pasó a las de los otros pisos.
Volvió a salir a la plaza y se dirigió hacia la explanada en donde se celebraban las ejecuciones. Una punta de brocado verde colgaba del estrado; reconoció a Hilzonde desde lejos gracias a aquel trozo de tela. Se hallaba atrapada bajo un montón de cadáveres. Sin detenerse por curiosidad cerca de aquel cuerpo, cuya alma se había liberado ya, fue a reunirse con la criada y con la niña.
Pasó un lechero por la calle, vendiendo leche, tirando de su animal y con un cubo y un taburete para ordeñar la vaca. Se abría de nuevo una taberna en la casa de enfrente. Johanna entregó las pocas monedas que le había dado Simón para que le llenaran de leche unos cubiletes de estaño. Crepitó el fuego en el hogar; pronto se oyó el tintineo de una cucharilla en manos de la pequeña. La vida doméstica se reanudaba lentamente a su alrededor, llenando poco a poco la casa asolada, como la marea alta cuando cubre una playa donde se hallan dispersos los restos de un naufragio, diversos tesoros y unos cuantos cangrejos de las profundidades marinas. La sirvienta preparó a su amo la cama de Knipperdolling para evitarle la molestia de subir otra vez las escaleras. Al principio sólo respondió con un agrio silencio a las preguntas del anciano que bebía lentamente su cerveza caliente. Cuando por fin habló, salió de su boca un torrente de obscenidades que olían a fregadero y a Biblia. El Rey, para la vieja husita, nunca fue más que un sinvergüenza, que hubiera debido comer en la cocina, y que se atrevía a acostarse con la mujer del amo. Cuando ya lo hubo soltado todo, se puso a fregar el suelo con gran ruido de cepillos y de aclarar de bayetas.
Él durmió poco aquella noche, pero, contra lo que creía su sirvienta, se sentía invadido por un sentimiento que no era de indignación ni de vergüenza, sino más bien de ese tierno mal que se llama compasión. Simón, ahogándose en la noche cálida, pensaba en Hilzonde como en una hija a quien hubiera perdido. Sentía rencor hacia sí mismo por haberla dejado sola en aquel trance, mas luego se decía que cada cual alcanza su parte, que es sólo suya, del pan de vida y de muerte, y que era justo que Hilzonde hubiera comido de ese pan a su manera y a su hora. También se le adelantaba ella esta vez; había pasado antes que él por las últimas congojas. Él continuaba dando la razón a los fieles contra la Iglesia y el Estado que los habían aplastado; Hans y Knipperdolling habían derramado sangre; ¿podía uno esperar otra cosa en un mundo de sangre? Ya hacía más de quince siglos que el Reino de Dios (que Juan, Pedro y Tomás hubieran debido ver con sus ojos de hombres vivos) había sido perezosamente relegado hasta el final de los tiempos por los cobardes, los indiferentes y los taimados. El Profeta había osado proclamar aquí mismo ese Reino del Cielo. Enseñaba el camino, aun cuando se hubiera equivocado. Hans, para Simón, seguía siendo un Cristo, en el sentido en que cada hombre puede ser un Cristo. Sus locuras le parecían menos viles que los prudentes pecados de los fariseos y de los sabios. El viudo no se indignaba de que Hilzonde hubiera buscado en brazos del Rey un goce que él, desde hacía mucho tiempo, no podía ya darle: los Santos entregados a sí mismos habían gozado hasta el abuso de la dicha que nace de la unión de los cuerpos, pero aquellos cuerpos liberados de las ataduras del mundo, ya muertos a todo, habían conocido sin duda en sus abrazos una forma más cálida de la unión de las almas. La cerveza, al descongestionar el pecho del anciano, le facilitaba aquella mansedumbre en donde se mezclaban el cansancio y una sensual y punzante bondad. Hilzonde, por lo menos, descansaba en paz. Veía volar, por encima de su lecho, a la luz de la vela que ardía a la cabecera, las abundantes moscas que en aquellos momentos invadían Münster. Tal vez se habían posado sobre su blanco rostro. Se hallaba de acuerdo con aquella podredumbre. De repente, la idea de que las carnes del nuevo Cristo eran víctimas cada mañana de las pinzas y el hierro al rojo vivo del tormento extraordinario se adueñó de él, removiéndole las entrañas. Encadenado al risible Hombre de los Dolores, caía en ese infierno de los cuerpos destinados a tan escasas alegrías y a tantos sufrimientos. Sufría con Hans igual que Hilzonde había gozado con él. Durante toda la noche, debajo de aquella sábana, en aquella habitación en donde reinaba una comodidad irrisoria, tropezó con la imagen del Rey enjaulado vivo en la plaza, lo mismo que un hombre con el pie gangrenado tropieza constantemente sin querer, dañándose el miembro enfermo. Sus oraciones ya no distinguían entre el sufrimiento que poco a poco le iba apretando el corazón, dándole tirones de las fibras del hombro bajando hasta la muñeca izquierda, y las tenazas que tiraban de la grasa del brazo y de las tetillas de Hans.
En cuanto hubo recuperado fuerzas suficientes para dar unos pasos, se arrastró hasta la jaula del Rey. Las gentes de Münster se habían cansado ya del espectáculo, pero los niños que se apretaban contra los barrotes persistían en arrojarle dentro de la jaula alfileres, boñigas, huesos puntiagudos, y el cautivo se veía obligado a andar por encima de todo aquello con los pies descalzos. Unos cuantos guardias, como en otros tiempos en la sala de fiestas, rechazaban blandamente a aquella chusma: Monseñor von Waldeck tenía interés en que el Rey durase con vida hasta su ejecución, prevista como muy pronto para mediados del verano.
Acababan de enjaular al prisionero tras una sesión de tortura; encogido en un rincón, todavía temblaba. Un olor fétido se desprendía de su casaca y de sus llagas, pero el hombrecillo conservaba aún sus ojos vivos y su voz seductora de actor.
—Coso, corto, hilvano… —canturreaba el torturado—. No soy más que un pobre aprendiz de sastre… Trajes de piel… El dobladillo de un vestido sin costura… No acuchilléis la obra de…
Se paró en seco, echando a su alrededor una mirada furtiva como un hombre que quiere a la vez salvaguardar su secreto y divulgarlo a medias. Simón Adriansen apartó a los guardias y consiguió meter el brazo por entre los barrotes.
—Dios te guarde, Hans —le dijo tendiéndole la mano.
Simón volvió a su casa tan extenuado como si hubiera hecho un largo viaje. Desde su última salida se habían producido grandes cambios, devolviendo poco a poco a Münster su insípido aspecto habitual. La catedral retumbaba de cantos litúrgicos. El obispo había vuelto a instalar, a dos pasos del palacio episcopal, a la bella Julia Alt, su amante, mas aquella discreta mujer no escandalizaba a nadie. Simón se tomaba todo aquello con la indiferencia de un hombre a punto de abandonar una ciudad y que ya no se preocupa por lo que en ella acaece. Pero su gran bondad de otros tiempos se había secado como una fuente. En cuanto entró en casa, estalló en denuestos contra Johanna, que se había olvidado de conseguir una pluma, un frasco de tinta y papel, como él le había ordenado. Cuando por fin reunió aquellos objetos, escribió a su hermana.
No se había comunicado con ella desde hacía casi quince años. La buena Salomé se había casado con el hijo menor de la poderosa casa de banqueros Fugger. Martin, aunque desfavorecido por los suyos, había conseguido hacerse por sí solo una fortuna; vivían en Colonia desde principios de siglo. Simón les pidió que se encargaran de la niña.
Salomé recibió esta carta en su casa de campo de Lunsdorf, en donde ella misma vigilaba cómo tendían su colada. Dejando a sus sirvientas el cuidado de las sábanas y de la ropa fina, pidió inmediatamente un carruaje —sin preguntarle siquiera su opinión— al banquero, que no pintaba gran cosa en su casa, amontonó provisiones y mantas y se puso en camino hacia Münster, atravesando una región asolada por los disturbios.
Encontró a Simón en la cama, apoyada la cabeza en un abrigo viejo doblado en cuatro, que ella reemplazó al momento por un cojín. Con la obtusa buena voluntad de las mujeres, que se empeñan en reducir la enfermedad y la muerte a una serie de pequeños males sin importancia creados para ser aliviados por sus cuidados maternales, la visitante y la sirvienta intercambiaron un montón de palabras sobre el régimen, la ropa de cama y el orinal del enfermo. La mirada fría del moribundo había reconocido a su hermana, mas Simón se aprovechaba de su enfermedad para retrasar por un instante el cansancio de las bienvenidas habituales. Por fin se incorporó, besando a Salomé como es costumbre entre hermanos. Seguidamente, recobró su claridad de hombre de negocios para enumerar los fondos que le correspondían a Martha y aquellos que era importante recuperar para ella lo antes posible. Los recibos estaban envueltos en una tela de hule, al alcance de la mano. Sus hijos mayores, que se hallaban instalados quién en Lisboa, quién en Londres, quién a la cabeza de una imprenta de Amsterdam, no necesitaban los pocos bienes terrestres que aún le quedaban, ni tampoco su bendición. Simón se lo dejaba todo a la hija de Hilzonde. El anciano parecía haber olvidado sus promesas al Gran Restituidor para someterse de nuevo a las costumbres del mundo que iba a abandonar y que ya no trataba de reformar. O acaso, al renunciar así a unos principios más amados por él que la vida misma, paladeaba hasta el final el amargo placer de desprenderse de todo.
Salomé acarició a la niña, enternecida al fijarse en sus piernas flacas. Era una mujer que no podía proferir tres frases seguidas sin llamar en su ayuda a la Virgen y a todos los Santos de Colonia: Martha iba a ser educada por idólatras Era muy duro, pero no más que el furor de los unos y la torpeza de los otros; no más duro que la vejez, que impide al esposo satisfacer a la esposa; no más duro que hallar muertos a los que había dejado vivos. Simón trató de pensar en el Rey metido en su jaula de agonía, pero los tormentos de Hans no significaban hoy lo que habían significado ayer; se hacían soportables, del mismo modo que aquel dolor en su pecho, que moriría con él. Oraba, pero algo le decía que el Eterno ya no le pedía oraciones. Hizo un esfuerzo por recordar a Hilzonde, mas el rostro de la muerta ya no se distinguía. Tuvo que remontarse más atrás, a la época de sus nupcias místicas en Brujas, del pan y del vino compartidos en secreto y del corpiño escotado, que dejaba adivinar un largo y puro seno. También esto acabó por borrarse. Volvió a ver a su primera mujer, alma de Dios, con quien tomaba el fresco en su jardín de Flesinga. Salomé y Johanna, asustadas por un gran suspiro, se precipitaron hacia él. Lo enterraron en la iglesia de San Lamberto, tras una misa cantada.