El día de 29 de mayo de 2002, horas antes de ponerle el punto final a este libro, fui hasta la gruta de Lourdes, en Francia, para llenar algunas botellas de agua milagrosa en la fuente que hay allí. Ya dentro del recinto de la catedral, un señor de aproximadamente setenta años me dijo: «¿Sabe que se parece usted a Paulo Coelho?». Le respondí que era yo. Me abrazó, me presentó a su esposa y a su nieta. Me habló de la importancia de mis libros en su vida, y concluyó: «Me hacen soñar». Ya había oído esta frase varias veces antes, y siempre me alegraba. En aquel momento, sin embargo, me asusté mucho, porque sabía que Once minutos hablaba de un asunto delicado, contundente, conflictivo. Caminé hasta la fuente, llené las botellas, volví, le pregunté dónde vivía (en el norte de Francia, cerca de Bélgica) y anoté su nombre.
Este libro está dedicado a usted, Maurice Gravelines. Tengo una obligación para con usted, con su mujer, con su nieta, y para conmigo: hablar de aquello que me preocupa, y no de lo que a todos les gustaría escuchar. Algunos libros nos hacen soñar, otros nos acercan a la realidad, pero ninguno puede huir de aquello que es más importante para un autor: la honestidad para con lo que escribe.