Tomó las dos maletas y las puso encima de la cama; siempre habían estado allí, esperando el día en que todo llegaría al final. Imaginaba que las llenaría de regalos, vestidos nuevos, fotos en la nieve y en las grandes capitales europeas, recuerdos de un tiempo feliz en el que había conocido el país más seguro y generoso del mundo. Tenía algunos vestidos nuevos, era verdad, y algunas fotos en la nieve que había caído un día en Géneve, pero aparte de eso, nada más era como había imaginado.

Había llegado con el sueño de ganar mucho dinero, aprender sobre la vida y sobre quién era, comprar una hacienda para sus padres, encontrar un marido y traer a la familia a conocer el lugar en el que vivía. Volvía con el dinero justo para realizar un sueño, sin haber visitado las montañas y, lo que era peor, ahora era una extraña para sí misma. Pero estaba contenta, sabía que había llegado el momento de terminar con todo aquello.

Poca gente en el mundo lo sabe.

Había vivido sólo cuatro aventuras: ser bailarina en un cabaret, aprender francés, trabajar como prostituta y amar perdidamente a un hombre. ¿Cuánta gente puede vanagloriarse de tantas emociones en un año? Era feliz, a pesar de la tristeza, y esa tristeza tenía un nombre, no se llamaba prostitución, ni Suiza, ni dinero, sino Ralf Hart. Aunque jamás lo hubiera reconocido, en el fondo de su corazón le gustaría haberse casado con él, el hombre que ahora la esperaba en una iglesia, listo para llevarla a conocer a sus amigos, su pintura, su mundo.

Pensó en faltar a la cita y hospedarse en un hotel cerca del aeropuerto, ya que el vuelo salía a la mañana siguiente; a partir de entonces, cada minuto pasado a su lado sería un año de sufrimiento en el futuro, por todo aquello que ella podría haber dicho y no diría, por los recuerdos de su mano, de su voz, de su apoyo, de sus historias.

Abrió de nuevo la maleta, sacó el pequeño vagón eléctrico que él le había regalado la primera noche en su casa. Lo contempló durante algunos minutos y lo tiró a la basura; aquel tren no merecía conocer Brasil, había sido inútil e injusto con el niño que siempre lo había deseado.

No, no iría a la iglesia; tal vez él le preguntase algo, y si contestaba la verdad («me voy»), él le pediría que se quedase, se lo prometería todo para no perderla en aquel momento, le declararía su amor ya demostrado en todo el tiempo que habían pasado juntos. Pero habían aprendido a convivir en libertad, y ninguna otra relación saldría bien, tal vez ése fuese el único motivo por el cual se amaban, porque sabían que no se necesitaban el uno al otro. Los hombres siempre se asustan cuando una mujer dice «quiero depender de ti», y a María le gustaría llevarse consigo la imagen de un Ralf Hart apasionado, entregado, dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

Todavía tenía tiempo de decidir si iba o no a la cita; de momento tenía que concentrarse en cosas más prácticas. Miró todo lo que había dejado fuera de las maletas; no sabía dónde meterlo. Decidió que el dueño del inmueble tomaría la decisión cuando entrase en el departamento y encontrase los electrodomésticos en la cocina, los cuadros comprados en un mercado de segunda mano, las toallas y la ropa de cama. No podría llevarse nada de eso a Brasil, ni aunque sus padres lo necesitasen más que cualquier mendigo suizo; le recordarían siempre todo en lo que se había aventurado.

Salió, fue hasta el banco y solicitó retirar todo el dinero que tenía allí depositado. El director, que ya había frecuentado su cama, dijo que era una mala idea, que aquellos francos podrían seguir rindiendo y que ella recibiría los intereses en Brasil. Además, en caso de que le robasen, serían muchos meses de trabajo perdido. María dudó por un momento, creyendo, como siempre creía, que querían ayudarla de verdad. Pero, después de reflexionar un poco, concluyó que el objetivo de aquel dinero no era convertirse en más papel, sino en una hacienda, una casa para sus padres, algún ganado y mucho más trabajo.

Retiró cada centavo, lo metió en una pequeña bolsa que había comprado para la ocasión y se la ató a la cintura, por debajo de la ropa.

Fue hasta la agencia de viajes, rezando para tener el coraje de seguir adelante; cuando quiso cambiar su pasaje, le dijeron que el vuelo del día siguiente hacía escala en París, para hacer trasbordo. No tenía importancia, lo que necesitaba era estar lejos de allí antes de que pudiese pensarlo dos veces.

Fue hasta uno de los puentes, compró un helado, aunque ya empezaba a hacer frío de nuevo, y miró Géneve. Entonces todo le pareció diferente, como si hubiese acabado de llegar, y tuviese que ir a los museos, a los monumentos históricos, a los bares y restaurantes de moda. Es gracioso, cuando se vive en una ciudad, siempre se deja para después conocerla, y generalmente se termina por no conocerla nunca.

Pensó en ponerse contenta porque volvía a su tierra, pero no lo consiguió. Pensó en ponerse triste por dejar una ciudad que la había tratado tan bien, y tampoco lo consiguió. Lo único que pudo hacer fue derramar algunas lágrimas, con miedo de sí misma, una chica inteligente, que lo tenía todo para tener éxito, pero que generalmente tomaba decisiones equivocadas.

Deseó estar haciendo lo correcto esta vez.

La iglesia estaba completamente vacía cuando ella entró, y pudo contemplar en silencio los bonitos vitrales, iluminados por la luz del exterior, la luz de un día lavado por la tempestad de la noche anterior. Ante ella, un altar y una cruz vacía; no estaba ante un instrumento de tortura, con un hombre ensangrentado al borde de la muerte, sino ante un símbolo de resurrección, donde el instrumento de suplicio perdía todo su significado, su terror, su importancia. Se acordó del látigo la noche de las tormentas, era la misma cosa, «Dios mío, ¿en qué estoy pensando?».

También se puso contenta porque no vio ninguna imagen de santos sufriendo, con marcas de sangre y heridas abiertas; aquél era simplemente un lugar donde los hombres se reunían para adorar algo que no eran capaces de comprender.

Se detuvo delante del sagrario, donde se guardaba el cuerpo de un Jesús en el que ella todavía creía, aunque hiciese mucho tiempo que no pensaba en él. Se arrodilló y prometió a Dios, a la Virgen, a Jesús, y a todos los santos, que pasase lo que pasase durante aquel día, jamás cambiaría de idea, que se marcharía de cualquier manera. Hizo esta promesa porque conocía bien las trampas del amor y cómo son capaces de transformar la voluntad de una mujer.

Poco después, María sintió la mano que le tocaba el hombro e inclinó su rostro para tocar la mano.

—¿Cómo estás?

—Bien —dijo, la voz sin ninguna angustia—. Muy bien. Vamos a tomar nuestro café.

Salieron de la mano, como si fuesen dos enamorados que se encontraban después de mucho tiempo. Se besaron en público, algunas personas los miraban escandalizados, ambos sonreían por el malestar que estaban causando y por los deseos que despertaban con el escándalo, porque sabían que, en realidad, ellos querían hacer lo mismo. El escándalo era sólo eso.

Entraron en un café igual que todos los demás, pero que aquella tarde era diferente, porque ellos dos estaban allí, y se amaban. Hablaron sobre Géneve, las dificultades de la lengua francesa, los vitrales de la iglesia, los males del tabaco, ya que ambos fumaban, y no tenían la menor intención de dejar el vicio.

María quiso pagar el café, y él aceptó. Fueron a la exposición, ella conoció su mundo, artistas, ricos que parecían aún más ricos, millonarios que parecían pobres, gente que preguntaba cosas sobre las cuales jamás había oído hablar. Les gustó a todos, elogiaron su manera de hablar francés, le hicieron preguntas sobre el carnaval, el fútbol, la música de su país. Educados, amables, simpáticos, encantadores.

Al salir, él le dijo que iría a la discoteca aquella noche, a verla. Ella le pidió que no lo hiciese, que tenía la noche libre y que le gustaría invitarlo a cenar.

Él aceptó, se despidieron, quedaron en verse en casa de él, para cenar en un simpático restaurante en la pequeña plaza de Cologny, por donde siempre pasaban en taxi, pero ella jamás le había pedido que se detuviesen para conocer el sitio.

Entonces María se acordó de su única amiga, y decidió ir hasta la biblioteca para decirle que no volvería más.

Estuvo atrapada en el tráfico durante un rato que parecía una eternidad, hasta que los kurdos terminasen de manifestarse (¡otra vez!) y los coches pudiesen volver a circular normalmente. Pero ahora era de nuevo dueña de su tiempo, eso no tenía importancia.

Llegó cuando la biblioteca estaba a punto de cerrar.

—Puede que sea demasiado íntimo, pero no tengo ninguna amiga a quien confiar ciertas cosas —dijo la bibliotecaria, en cuanto María entró.

¿Aquella mujer no tenía amigas? Después de vivir toda su vida en el mismo lugar, estar con gente durante el día, ¿acaso no tenía a nadie con quien hablar? En fin, descubría a alguien como ella, o mejor dicho, a alguien como todo el mundo.

—He estado pensando en lo que leí sobre el clítoris… —¡No! ¿Acaso no podía pensar en otra cosa?—. Y vi que, aunque hubiese sentido siempre mucho placer durante las relaciones con mi marido, me costaba mucho tener un orgasmo. ¿Crees que eso es normal?

—¿Cree usted que es normal que los kurdos se manifiesten todos los días? ¿Que las mujeres enamoradas huyan de su príncipe encantado? ¿Que la gente sueñe con haciendas en vez de pensar en el amor? ¿Hombres y mujeres que venden su tiempo, sin poder volver a comprarlo? Y, sin embargo, todo eso sucede; así que no importa lo que yo crea o deje de creer, es siempre normal. Todo aquello que vaya contra la naturaleza, contra nuestros deseos más íntimos, todo eso es normal a nuestros ojos, aunque parezca una aberración a los ojos de Dios. Buscamos nuestro infierno, llevamos milenios construyéndolo, y después de mucho esfuerzo, ahora podemos vivir de la peor manera posible.

Miró a la mujer y, por primera vez en todo aquel tiempo, le preguntó su nombre (sólo conocía su nombre de casada). Se llamaba Heidi, estaba casada hacía treinta años, y jamás, ¡jamás!, se había cuestionado si era normal no tener un orgasmo durante la relación sexual con su marido.

—¡No sé si debería haber leído todo eso! Tal vez fuese mejor vivir en la ignorancia, creyendo que un marido fiel, un departamento con vista al lago, tres hijos y un empleo público era todo lo que una mujer podía soñar. Ahora, desde que tú llegaste aquí, y desde que leí el primer libro, estoy muy preocupada por aquello en lo que he convertido mi vida. ¿Será todo el mundo así?

—Le puedo garantizar que sí —y María se sintió una joven sabia ante aquella mujer que le pedía consejos.

—¿Te gustaría que entrase en detalles?

María asintió con la cabeza.

—Está claro que todavía eres muy joven para entender de estas cosas, pero justamente por eso me gustaría compartir un poco mi vida, para que no cometas los mismos errores que yo cometí.

»Pero el clítoris, ¿por qué será que mi marido nunca le prestó atención? Creía que el orgasmo tiene lugar en la vagina, y me costaba mucho, pero mucho, fingir algo que él imaginaba que yo debía sentir. Claro, yo sentía placer, pero un placer diferente. Sólo cuando la fricción era en la parte superior… ¿entiendes?

—Sí.

—Y ahora he descubierto por qué. Está allí —señaló un libro en su mesa, cuyo título María no conseguía ver—. Hay un grupo de nervios que van desde el clítoris hasta el punto G, y que es predominante. Pero los hombres piensan que no, que penetrar lo es todo. ¿Sabes qué es el punto G?

—Hablamos de eso el otro día —dijo María, esta vez como la Niña Ingenua—, justo al entrar, primer piso, ventana del fondo.

—¡Claro, claro! —los ojos de la bibliotecaria se iluminaron—. Comprueba por ti misma cuántos de tus amigos han oído hablar de eso: ¡ninguno! ¡Qué absurdo! ¡Pero así como el clítoris fue una invención de ese italiano, el punto G es una conquista de nuestro siglo! ¡Muy pronto ocupará todos los titulares, y ya nadie podrá ignorarlo! ¿Te imaginas qué momento revolucionario estamos viviendo?

María miró su reloj, y Heidi se dio cuenta de que tenía que hablar de prisa, enseñarle a aquella hermosa joven que las mujeres tenían todo el derecho de ser felices, de realizarse, de modo que la siguiente generación pudiese beneficiarse de todas esas extraordinarias conquistas científicas.

—El doctor Freud no estaba de acuerdo porque no era mujer, y como tenía el orgasmo en su pene, creía que todas estábamos obligadas a sentir el placer en la vagina. Tenemos que volver al origen, a aquello que siempre nos ha dado placer: ¡el clítoris y el punto G! Muy pocas mujeres consiguen tener una relación sexual satisfactoria, de modo que, si tienes dificultades para conseguir la alegría que mereces, voy a sugerirte algo: invierte la posición. Que se acueste tu pareja, y tú ponte siempre encima; tu clítoris golpeará con más fuerza en su cuerpo, y tú, no él, conseguirás el estímulo que necesitas. ¡Mejor dicho, el estímulo que mereces!

María, sin embargo, sólo fingía no estar prestando atención a la conversación. ¡Entonces no era sólo ella! ¡No tenía ningún problema sexual, era todo una cuestión de anatomía! Sintió ganas de besar a aquella mujer, mientras un peso inmenso, enorme, salía de su corazón. ¡Qué bien haberlo descubierto siendo joven todavía! ¡Qué magnífico día estaba viviendo!

Heidi sonrió con un aire cómplice.

—¡Ellos no lo saben, pero nosotras también tenemos una erección! ¡El clítoris se pone erecto!

«Ellos» debían de ser los hombres. María se armó de valor, ya que la conversación estaba tan íntima.

—¿Ha tenido alguna aventura fuera del matrimonio?

La bibliotecaria se sorprendió. Sus ojos emitieron una especie de fuego sagrado, su piel se puso roja, no sabía decir si de rabia o de vergüenza.

Después de un rato, la lucha entre contar o fingir terminó. Bastaba con cambiar de asunto.

—Volvamos a nuestra erección: ¡el clítoris! Se pone rígido, ¿lo sabías?

—Desde niña.

Heidi parecía desconcertada. Tal vez no hubiese prestado mucha atención a aquello. Aun así, decidió continuar:

—Y al parecer, si mueves el dedo en círculos alrededor de él, incluso sin tocar su punta, se puede sentir el placer de manera más intensa todavía. ¡Aprende! Los hombres que respetan el cuerpo de una mujer en seguida se ponen a tocar la cima del clítoris, sin saber que eso a veces puede ser doloroso, ¿no estás de acuerdo? Por eso, ya desde la primera o segunda cita, asume el control de la situación: ponte encima, decide cómo y dónde aplicar la presión, aumenta y disminuye el ritmo según tu criterio. Además de eso, una conversación franca es siempre necesaria, según el libro que estoy leyendo.

—¿Ha tenido usted una conversación franca con su marido? Una vez más Heidi huyó de la pregunta directa, diciendo que eran otros tiempos. Ahora estaba más interesada en compartir sus experiencias intelectuales.

—Procura ver tu clítoris como la aguja de un reloj, y pídele a tu compañero que lo mueva entre las once y la una, ¿comprendes? Sí, sabía de qué hablaba la mujer y no estaba muy de acuerdo, aunque el libro tampoco estuviese lejos de la verdad. Pero en cuanto dijo reloj, María miró el suyo, comentó que había ido sólo a despedirse, pues su estancia allí había terminado. La mujer pareció no escucharla.

—¿No quieres llevarte este libro sobre el clítoris?

—No, gracias. Tengo que pensar en otras cosas.

—¿Y no te vas a llevar nada nuevo?

—No. Vuelvo a mi país, pero quería agradecerle el haberme tratado siempre con respeto y comprensión. Hasta otro día.

Se dieron la mano y se desearon felicidad mutuamente.