Empezó el día haciendo algo que había ensayado durante todos aquellos meses: entrando en una agencia de viajes, y comprando un pasaje para Brasil, en la fecha marcada en su calendario.

Ahora ya sólo le quedaban otras dos semanas en Europa. A partir de aquel momento, Géneve sería el rostro de un hombre que amó, y que la había amado. La rue de Berne sería un nombre, homenaje a la capital de Suiza. Recordaría su habitación, el lago, la lengua francesa, las locuras que una chica de veintitrés años (su cumpleaños había sido la víspera) es capaz de hacer hasta que entiende que hay un límite.

No enjaularía al pájaro, ni le pediría que la acompañase a Brasil; él era lo único verdaderamente puro que le había sucedido. Un pájaro como ése tiene que ser libre, alimentarse de la nostalgia del tiempo en que voló junto a alguien. Y ella también era un pájaro; tener a Ralf Hart a su lado sería recordar para siempre los días del Copacabana. Y eso era su pasado, no su futuro.

Decidió que diría «adiós» sólo una vez, cuando llegase el momento de partir; no iba a sufrir cada vez que recordase «pronto ya no estaré aquí». Por tanto, engañó a su corazón y caminó por Géneve aquella mañana como si siempre hubiese paseado por aquellas calles, la colina, el Camino de Santiago, el puente de Montblanc, los bares que acostumbraba a frecuentar. Observó el vuelo de las gaviotas en el río, a los comerciantes que recogían los puestos, a la gente que salía de su oficina para comer, el color y el gusto de la manzana que estaba comiendo, los aviones que aterrizaban a distancia, el arco iris en la columna de agua que surgía en mitad del lago, la alegría tímida y escondida de todos los que pasaban por ella, las miradas de deseo, las miradas sin expresión, las miradas. Había vivido casi un año en una ciudad pequeña, como otras tantas ciudades pequeñas del mundo pero que, de no ser por la arquitectura peculiar y por el exceso de anuncios de bancos, podría estar ubicada en el interior de Brasil. Había feria. Había mercado. Había amas de casa que regateaban el precio. Había estudiantes que habían dejado las clases antes de la hora, quizá con la disculpa de algún padre o madre enfermos, y ahora paseaban y se besaban a orillas del río. Había gente que se sentía en casa, y gente que se sentía extranjera. Había periódicos que hablaban de escándalos y respetables revistas para hombres de negocios a los que, por cierto, sólo se los veía leyendo periódicos sobre escándalos.

Fue hasta la biblioteca a devolver el manual sobre administración de haciendas. No había entendido nada, pero ese libro le había recordado, en momentos en los que pensaba haber perdido el control de sí misma y de su destino, cuál era el objetivo de su vida. Había sido un compañero silencioso, con su tapa amarilla sin dibujos, una serie de gráficos, pero, sobre todo, un faro en las oscuras noches de las semanas más recientes.

Siempre haciendo planes para el futuro. Y viéndose siempre sorprendida por el presente, se decía a sí misma. Pensaba en cómo se había descubierto a sí misma a través de la independencia, de la desesperación, del amor, del dolor, para luego encontrarse de nuevo con el amor (y le gustaría que las cosas se detuviesen allí).

Lo más curioso de todo es que, mientras algunas de sus compañeras de trabajo hablaban de las virtudes y del éxtasis al estar con ciertos hombres en la cama, ella jamás se había descubierto mejor o peor a través del sexo. No había resuelto su problema, era incapaz de tener un orgasmo con la penetración, y había vulgarizado tanto el acto sexual que tal vez ya nunca llegaría a encontrar en ese «abrazo del reencuentro», como Ralf lo llamaba, el fuego y la alegría que buscaba.

O tal vez (como acostumbraba a pensar de vez en cuando) sin amor era imposible obtener placer en la cama, como decían las madres, los padres, los libros románticos.

La bibliotecaria, normalmente seria —y su única amiga, aunque jamás se lo hubiese dicho—, estaba de buen humor. La atendió a la hora de la comida y la invitó a compartir un sándwich con ella. María se lo agradeció pero dijo que acababa de comer.

—Has tardado mucho en leerlo.

—No he entendido nada.

—¿Recuerdas lo que me pediste una vez?

No, no lo recordaba, pero después de ver la sonrisa maliciosa de la bibliotecaria, imaginó de qué se trataba: sexo.

—¿Sabes?, desde que viniste aquí buscando ese tipo de cosas, decidí hacer un inventario de lo que teníamos. No era mucho, y como tenemos que educar a nuestra juventud, encargué algunos. Así, no tienen que aprender de la peor manera posible, con prostitutas, por ejemplo.

La bibliotecaria señaló una pila de libros en una esquina, todos cuidadosamente forrados con un papel pardo.

—Todavía no he tenido tiempo de clasificarlos, pero les he echado un vistazo y me ha horrorizado lo que he descubierto.

Bien, ya se imaginaba lo que ella iba a decir: posturas incómodas, sadomasoquismo, y cosas de ese tipo. Mejor decirle que tenía que volver al trabajo (no sabía si le había dicho que trabajaba en un banco o en una tienda, las mentiras daban mucho trabajo, ella siempre se olvidaba).

Le dio las gracias e hizo ademán de salir, pero ella comentó:

—Tú también te ibas a horrorizar. Por ejemplo: ¿sabías que el clítoris es una invención reciente?

¿Invención? ¿Reciente? Esa misma semana alguien había tocado el suyo, como si siempre hubiese estado allí, y como si aquellas manos conociesen bien el terreno que estaban explorando, a pesar de la completa oscuridad.

—Fue oficialmente aceptado en 1559, después de que un médico, Realdo Columbo, publicase un libro llamado De re anatomica. Durante mil quinientos años de la era cristiana fue oficialmente ignorado. Columbo lo describe, en su libro, como «algo bonito y útil», ¿te lo puedes creer?

Las dos rieron.

—Dos años después, en 1561, otro médico, Gabrielle Fallopio, dijo que el «descubrimiento» había sido suyo. ¡Tú fíjate! ¡Dos hombres, italianos, claro, que entienden del asunto, discutiendo sobre quién había introducido oficialmente el clítoris en la historia del mundo!

Aquella conversación era interesante, pero María no quería pensar en el asunto, sobre todo porque sentía de nuevo el líquido escurriendo, y el sexo poniéndose húmedo, sólo con acordarse de las caricias, de las vendas, de las manos que paseaban por su cuerpo. No, no estaba muerta para el sexo, aquel hombre la había rescatado de alguna manera. Qué bueno era seguir viva.

La bibliotecaria, sin embargo, estaba entusiasmada:

—Incluso después de «descubierto», siguió sin ser respetado —dijo ella, dando la impresión de que se había vuelto una experta en clitoriología, o como se llame esa ciencia—. Las mutilaciones que leemos hoy en los periódicos, donde ciertas tribus de África todavía le niegan a la mujer el derecho al placer, no son ninguna novedad. Aquí mismo, en Europa, en el siglo XIX, todavía se hacían operaciones para eliminarlo, creyendo que en aquella pequeña e insignificante parte de la anatomía femenina estaban todas las fuentes de la histeria, la epilepsia, la tendencia al adulterio y la incapacidad de tener hijos.

María le tendió la mano para despedirse, pero la bibliotecaria no daba señales de cansancio.

—Peor todavía, nuestro querido Freud, el descubridor del psicoanálisis, decía que el orgasmo femenino, en una mujer normal, debe pasar del clítoris a la vagina. Sus más fieles seguidores, desarrollando esta tesis, pasaron a afirmar que el hecho de mantener el placer sexual concentrado en el clítoris era una señal de infantilismo, o, lo que es peor, de bisexualidad.

»Y, sin embargo, como todas nosotras sabemos, es muy difícil tener un orgasmo sólo con la penetración. Está bien ser poseída por un hombre, pero el placer está en ese garbancito, ¡descubierto por un italiano!

Distraída, María reconoció que tenía el problema diagnosticado por Freud: todavía era infantil, su orgasmo no había pasado a su vagina. ¿O estaba equivocado Freud?

—¿Y el punto G, qué crees?

—¿Sabe usted dónde está?

La mujer se puso colorada, tosió, pero tuvo valor para responder:

—Al entrar, en el primer piso, ventana del fondo.

¡Genial! ¡Había descrito la vagina como un edificio! Tal vez hubiese leído aquella explicación en un libro para chicas: al llamar a la puerta y entrar, descubrirás todo un universo dentro del propio cuerpo. Siempre que se masturbaba, prefería más el punto G que el clítoris, ya que éste le daba una cierta aflicción, un placer mezclado con agonía, algo angustioso.

¡Iba siempre al primer piso, ventana del fondo!

Viendo que la mujer no iba a parar de hablar —tal vez acabase de descubrir en ella una cómplice de su propia sexualidad perdida—, dijo adiós con la mano, salió e intentó seguir concentrándose en cualquier tontería, porque no era el día adecuado para pensar en despedidas, clítoris, virginidad recuperada, ni en el punto G. Prestó atención a los ruidos: campanas que sonaban, perros ladrando, el tranvía chirriando en las vías, los pasos, la respiración, los letreros que ofrecían de todo.

Ya no tenía más ganas de volver al Copacabana pero, aun así, sentía la obligación de llevar su trabajo hasta el final, aunque desconociese la verdadera razón; al fin y al cabo, ya había conseguido ahorrar lo suficiente. Durante aquella tarde, podía hacer algunas compras, hablar con un director de banco que era cliente suyo pero que había prometido ayudarla con su economía, tomar un café y mandar por correo alguna ropa que no iba a caber en su equipaje. Extraño, estaba un poco triste, no conseguía entenderlo; tal vez porque aún faltaban dos semanas, tenía que pasar el tiempo, mirar la ciudad con otros ojos, alegrarse por haber vivido todo aquello.

Llegó a un cruce que ya había atravesado cientos de veces, desde allí podía ver el lago, la columna de agua y, en medio del jardín que se extendía desde el otro lado de la calzada, el hermoso reloj de flores, uno de los símbolos de la ciudad, y él no la dejaba mentir, porque…

De repente, el tiempo, el mundo se quedó inmóvil.

¿Qué historia era aquélla de la virginidad recién recuperada, en la que pensaba desde que se había levantado?

El mundo parecía congelado, aquel segundo no pasaba nunca, ella estaba ante algo muy serio y muy importante en su vida, no podía olvidarlo, no podía hacer como con sus sueños nocturnos, siempre prometía anotarlo y nunca se acordaba…

«No pienses en nada. El mundo se ha detenido. ¿Qué está sucediendo?»

¡BASTA!

El pájaro, la bella historia del pájaro que acababa de escribir, ¿era sobre Ralf Hart?

¡No, era sobre ella misma! ¡PUNTO FINAL!

Eran las 11.11 horas de la mañana, y ella paraba en aquel momento. Era una extranjera en su propio cuerpo, estaba redescubriendo la virginidad recién recuperada, pero su renacer era tan frágil que si seguía allí estaría perdida para siempre. Había probado el cielo tal vez, el infierno, seguro, pero la Aventura llegaba al final. No podía esperar dos semanas, diez días, una semana, tenía que marcharse corriendo, porque, al ver aquel reloj lleno de flores, con turistas sacando fotografías y niños jugando alrededor, acababa de descubrir el motivo de su tristeza.

Y el motivo era el siguiente: no quería volver.

Y la razón no era Ralf Hart, ni Suiza, ni la Aventura. La verdadera razón era demasiado simple: dinero.

¡Dinero! Un trozo de papel especial, pintado con colores sobrios, que todo el mundo decía que valía algo (y ella lo creía, todos lo creían) hasta el momento en que fuese con una montaña de aquel papel a un banco, un respetable, tradicional, discretísimo banco suizo, y pidiese: «¿Puedo comprar algunas horas de vida?». «No, señora, no vendemos de eso; sólo compramos.» María despertó de su delirio por el frenazo de un coche, la queja de un conductor, y un viejecito sonriente que hablaba inglés y que le pedía que retrocediese (el semáforo estaba rojo para los peatones).

«Bien, creo que he descubierto algo que todo el mundo debe saber.»

Pero no lo sabían: miró a su alrededor, gente andando cabizbaja, corriendo para ir al trabajo, a clase, a una agencia de trabajo, a la rue de Berne, diciendo continuamente: «Puedo esperar un poco más. Tengo un sueño, pero no tiene que ser vivido hoy, porque tengo que ganar dinero». Claro, su empleo estaba mal visto, pero en el fondo sólo se trataba de vender su tiempo, como todo el mundo. Hacer cosas que no le gustaban, como todo el mundo. Aguantar a gente insoportable, como todo el mundo. Entregar su precioso cuerpo y su preciosa alma en nombre de un futuro que nunca llegaba, como todo el mundo. Decir que todavía no tenía lo suficiente, como todo el mundo. Aguardar sólo un poquito más, como todo el mundo. Esperar un poco más, ganar algo más, posponer sus sueños, de momento estaba muy ocupada, tenía una oportunidad ante sí, clientes que la esperaban, que eran fieles, que podían llegar a pagar desde trescientos cincuenta hasta mil francos por noche.

Y por primera vez en su vida, a pesar de todas las cosas buenas que podía comprar con el dinero que ganase (quién sabe, ¿sólo un año más?), ella decidió consciente, lúcida, y a propósito, dejar pasar una oportunidad.

María esperó a que el semáforo se pusiese en verde, cruzó la calle, se detuvo delante del reloj de flores, pensó en Ralf, sintió de nuevo su mirada de deseo en la noche en la que ella había bajado parte de su vestido, sintió sus manos tocándole los senos, el sexo, la cara, se sintió húmeda; miró la inmensa columna de agua a distancia y, sin tener que tocar ni una sola parte de su cuerpo, tuvo un orgasmo allí, delante de todo el mundo. Nadie lo notó; todos estaban muy, muy ocupados.

Nyah, la única de sus colegas con la que tenía una relación parecida a lo que se podría llamar amistad, la llamó en cuanto entró. Estaba sentada con un oriental, y los dos se reían.

—Mira esto —le dijo a María—. ¡Mira lo que quiere que haga con él!

El oriental, poniendo una mirada cómplice y manteniendo la sonrisa en los labios, abrió la tapa de una especie de caja de puros. Desde lejos, Milan alargó el ojo para ver que no se trataba de jeringas ni de drogas. No, era simplemente aquella cosa que ni él entendía bien cómo funcionaba, pero no era nada especial.

—¡Parece del siglo pasado! —dijo María.

—¡Es del siglo pasado! —afirmó el oriental, indignado con la ignorancia del comentario—. Esto tiene más de cien años, y me ha costado una fortuna.

Lo que María veía era una serie de válvulas, una manivela, circuitos eléctricos, pequeños contactos de metal, pilas. Parecía el interior de un antiguo aparato de radio del que salían dos hilos, en cuyos extremos había unos pequeños bastoncillos de cristal, del tamaño de un dedo. Nada que pudiese costar una fortuna.

—¿Cómo funciona?

A Nyah no le gustó la pregunta de María. Aunque confiaba en la brasileña, la gente cambia de un momento a otro, y podía estar echándole el ojo a su cliente.

—Ya me lo ha explicado. Es la Varita Violeta.

Y volviéndose hacia el oriental, le sugirió que saliesen, porque había decidido aceptar la invitación. Pero él parecía entusiasmado con el interés que despertaba su jueguecito.

—Hacia el año 1900, cuando las primeras pilas empezaron a circular por el mercado, la medicina tradicional comenzó a hacer experimentos con electricidad, para ver si curaba enfermedades mentales o la histeria. También se utilizó para combatir las espinillas, y para estimular la vitalidad de la piel. ¿Ves estos dos extremos? Se ponían aquí —señaló sus sienes— y la batería provocaba la misma descarga estática que cuando el aire está muy seco.

Aquello era algo que jamás sucedía en Brasil, pero en Suiza era muy común, María lo descubrió un día cuando, al abrir la puerta de un taxi, oyó un chasquido y recibió una descarga. Pensó que era un problema del coche, se quejó, dijo que no iba a pagar el viaje, y el chofer casi la agredió, llamándola ignorante. Él tenía razón; no era el coche, sino el aire seco. Después de varias descargas, empezó a tener miedo de tocar cualquier cosa metálica, hasta que descubrió en un supermercado una pulsera que descargaba la electricidad acumulada en el cuerpo.

María se volvió hacia el oriental:

—¡Pero eso es extremadamente desagradable!

Nyah se impacientaba cada vez más con los comentarios de María. Para evitar futuros conflictos con su única posible amiga, mantenía el brazo en torno al hombro del hombre, de modo que no hubiese la menor duda de a quién pertenecía.

—Depende de dónde lo apliques —el oriental rió alto.

Giró la pequeña manivela y los dos bastoncillos se pusieron de color violeta. Con un movimiento rápido, él los apoyó sobre las dos mujeres; hubo un chasquido, pero la descarga parecía más una especie de picor que de dolor.

Milan se acercó.

—Por favor, no use eso aquí.

El hombre volvió a colocar los bastoncillos en la caja. La filipina aprovechó la oportunidad y sugirió que fuesen ya al hotel. El oriental pareció un poco decepcionado, la recién llegada estaba mucho más interesada en la Varita Violeta que la mujer que ahora lo invitaba a salir. Se puso el abrigo y guardó la caja en un maletín de cuero, al tiempo que comentaba:

—Hoy en día se fabrican de nuevo, se ha puesto de moda entre las personas que buscan placeres especiales. Pero éste que acabas de ver sólo se puede encontrar en raras colecciones médicas, museos o anticuarios.

Milan y María se quedaron callados, sin saber qué decir.

—¿Habías visto eso antes?

—De este tipo, no. Debe de costar una fortuna, pero ese hombre es un alto ejecutivo de una compañía petrolera. He visto otros, modernos.

—¿Y qué hacen?

—Lo ponen en el cuerpo… y le piden a ella que gire la manivela. Reciben la descarga dentro.

—¿Y no pueden hacerlo solos?

—Cualquier cosa que tenga que ver con el sexo puedes hacerla solo. Pero es mejor que sigan creyendo que tiene más gracia cuando están con otra persona, o mi bar iría a la ruina y tú tendrías que trabajar en una tienda de verduras. Hablando de eso, tu cliente especial ha dicho que vendrá esta noche; por favor, rechaza cualquier invitación.

—La rechazaré. Incluso la suya. Porque sólo he venido a despedirme, me marcho.

Milan pareció no acusar el golpe.

—¿Es por el pintor?

—No. Por el Copacabana. Hay un límite, y llegué a él esta mañana, mientras miraba aquel reloj de flores cerca del lago.

—¿Cuál es el límite?

—El precio de una hacienda en el interior del Brasil. Sé que puedo ganar más, trabajar un año más, qué más da, ¿no?

»Pues yo sé la diferencia: estaría para siempre en esta trampa, como estás tú, y como están los clientes, los ejecutivos, los auxiliares de vuelo, los cazatalentos, los ejecutivos de discográficas, los muchos hombres que he conocido, a quienes vendí mi tiempo, que no me pueden revender. Si me quedo un día más, me quedo un año más, y si me quedo un año más, no saldré nunca.

Milan hizo un discreto gesto afirmativo, como si entendiese y estuviese de acuerdo con todo, aunque no pudiese decir nada, porque podía contagiar a todas las chicas que trabajaban para él. Pero era un buen hombre, y aunque no le hubiese dado su bendición, tampoco intentó convencer a la brasileña de que estaba actuando equivocadamente.

Le dio las gracias, pidió algo, una copa de champán, no soportaba más el cóctel de frutas. Ahora podía beber, no estaba de servicio. Milan le dijo que lo llamase si necesitaba algo; que siempre sería bienvenida.

Quiso pagar la copa, él dijo que corría por cuenta de la casa. Ella aceptó: le había dado a aquella casa mucho más que una copa.

Del diario de María, al volver a casa:

Ya no me acuerdo de cuándo fue, pero uno de estos domingos decidí entrar en una iglesia para asistir a misa. Después de mucho tiempo esperando, me di cuenta de que estaba en el lugar equivocado: era un templo protestante.

Iba a salir, pero el pastor comenzó el sermón, creí que no sería delicado levantarme, y eso fue una bendición, porque aquel día habló de cosas que necesitaba mucho oír. El pastor dijo algo como: «En todas las lenguas del mundo hay un mismo dicho: ojos que no ven, corazón que no siente. Pues yo afirmo que no hay nada más falso que eso; cuanto más lejos, más cerca del corazón están los sentimientos que intentamos sofocar y olvidar. Si estamos en el exilio, queremos guardar cada pequeño recuerdo de nuestras raíces, si estamos lejos de la persona amada, cada persona que pasa por la calle nos hace recordarla.

»Los evangelios y todos los textos sagrados de todas las religiones fueron escritos en el exilio, en busca de la comprensión de Dios, de la fe que movía los pueblos adelante, de la peregrinación de las almas errantes por la faz de la tierra. No lo sabían nuestros antepasados, y tampoco nosotros sabemos lo que la Divinidad espera de nuestras vidas, y es en ese momento cuando se escriben los libros, se pintan los cuadros, porque no queremos y no podemos olvidar quiénes somos».

Al final del culto, fui hasta él y le di las gracias: le dije que era una extranjera en una tierra extranjera, y le agradecí que me recordase que lo que los ojos no ven, el corazón lo siente. Y por haber sentido tanto, hoy me voy.