No es la casa de él. No es su casa. No es ni Brasil, ni Suiza, sino un hotel que puede estar en cualquier lugar del mundo, siempre con los mismos muebles, y es ese ambiente que pretende ser familiar, lo que lo hace aún más distante.

No es el hotel con la hermosa vista hacia el lago, el recuerdo del dolor, del sufrimiento, del éxtasis; sus ventanas dan al Camino de Santiago, una ruta de peregrinación pero no de penitencia, un lugar en el que la gente se encuentra en los cafés, a orillas de la carretera, descubre la «luz», habla, hace amigos, se enamora. Está lloviendo, y a esta hora de la noche nadie anda por allí, pero anduvieron muchos durante muchos años, décadas, siglos, tal vez el Camino necesite respirar, descansar un poco de los muchos pasos que todos los días se arrastran por él.

Apagar la luz. Cerrar las cortinas.

Pedirle que se quite la ropa, quitarse también la suya. La oscuridad física nunca es total, y cuando los ojos ya están acostumbrados, pueden ver, en el contorno de una pequeña luz que entra no se sabe de dónde, la silueta de él. La otra vez que se habían visto, sólo ella había dejado parte de su cuerpo desnudo.

Sacar dos pañuelos, cuidadosamente doblados, lavados y enjuagados varias veces, para que no quedase ningún rastro de perfume ni de jabón. Acercarse a él y pedirle que le vende los ojos. Él duda por un momento y comenta algo sobre algunos de los infiernos por los que ya pasó. Ella le dice que no se trata de eso, que simplemente necesita tener oscuridad total, que ahora es su turno de enseñarle algo, como ayer él le había enseñado sobre el dolor. Él se entrega, se pone la venda. Ella hace lo mismo; ahora ya no hay rendija de luz, están en la verdadera oscuridad, uno precisa de la mano del otro para llegar hasta la cama.

«No, no debemos acostarnos. Vamos a sentarnos como siempre hemos hecho, frente a frente, sólo que un poco más cerca, de modo que mis rodillas toquen tus rodillas.»

Siempre quiso hacer eso. Pero nunca tenía lo que necesitaba: tiempo. Ni con su primer novio, ni con el hombre que la penetró por primera vez. Ni con el árabe que pagó mil francos, tal vez esperando más de lo que ella fue capaz de dar; aunque mil francos no fueran suficientes para comprar lo que ella deseaba. Ni con los muchos hombres que habían pasado por su cuerpo, que habían entrado y salido de sus piernas, a veces pensando sólo en ellos, a veces pensando también en ella, a veces con sueños románticos, a veces sólo con el instinto de repetir algo porque le habían dicho que era así como se comportaba un hombre, y si no se comportaba así, no era hombre.

Se acuerda de su diario. Está harta, quiere que las semanas que faltan pasen rápidamente y por eso se entrega a ese hombre, porque allí está la luz de su propio amor escondido. El pecado original no fue la manzana que Eva comió, fue creer que Adán tenía que compartir exactamente lo que ella había probado. Eva tenía miedo de seguir su camino sin la ayuda de alguien, y entonces quiso compartir lo que sentía.

Ciertas cosas no se comparten. Tampoco se puede tener miedo de los océanos en los que nos sumergimos por nuestra libre voluntad; el miedo obstaculiza el juego de todo el mundo. El hombre está pasando por infiernos para entenderlo. Amémonos los unos a los otros, pero no intentemos poseernos los unos a los otros.

«Amo a este hombre que está frente a mí porque no lo poseo, y él no me posee. Somos libres en nuestra entrega, tengo que repetir eso decenas, centenas, millones de veces, hasta creerme mis propias palabras.»

Piensa un poco en la mentalidad de las demás prostitutas que trabajan con ella. Piensa en su madre, en sus amigas. Todas creen que el hombre desea simplemente once minutos al día, y que pagan un dineral por eso. No, no es así; el hombre también es una mujer; quiere encontrar a alguien, descubrir un sentido para su vida.

¿Es que su madre se comporta como ella y finge tener un orgasmo con su padre? ¿O es que, en el interior de Brasil, todavía está prohibido mostrar que una mujer siente placer con el sexo? Sabe tan poco de la vida, del amor, pero ahora, con los ojos vendados y todo el tiempo del mundo, va descubriendo el origen de todo, y todo comienza donde y como a ella le habría gustado que hubiese comenzado.

El contacto físico. Olvida a las prostitutas, a los clientes, a su padre, a su madre, ahora está en la oscuridad total. Ha pasado toda la tarde buscando lo que podría darle a un hombre que le devolvía la dignidad, que le hacía entender que la búsqueda de la alegría es más importante que la necesidad del dolor.

«Me gustaría darle la felicidad de enseñarme algo nuevo, como ayer me enseñó sobre el sufrimiento, las prostitutas de la calle, las prostitutas sagradas. Vi que es feliz cuando me hace aprender algo, entonces, que me haga aprender, que me guíe. Me gustaría saber cómo se llega hasta el cuerpo, antes de llegar al alma, a la penetración, al orgasmo.»

Extiende el brazo y le pide que él haga lo mismo. Susurra unas pocas palabras, diciéndole que aquella noche, en aquel lugar de nadie, le gustaría que descubriese su piel, el límite entre ella y el mundo. Le pide que la toque, que la sienta con sus manos, porque los cuerpos se entienden, aunque las almas no siempre estén de acuerdo. Él empieza a tocarla, ella también lo toca, y ambos, como si ya lo hubiesen planeado todo antes, evitan las partes del cuerpo en que la energía sexual aflora más rápidamente.

Los dedos tocan su rostro, ella siente un ligero olor a pintura, un olor que siempre permanecerá allí, por más que él se lave las manos miles, millones de veces, que estaba allí cuando nació, cuando vio el primer árbol, la primera casa, y decidió dibujarla en sus sueños. También él debe de estar notando algún olor en su mano, pero ella no sabe qué es, y no quiere preguntar, porque en ese momento todo es cuerpo, el resto es silencio.

Acaricia, y se siente acariciada. Puede quedarse así toda la noche, porque es agradable, no va a acabar necesariamente en sexo, y en ese momento, justamente porque no tiene la obligación, ella siente un calor entre las piernas y sabe que está húmeda. Llegará el momento en el que él toque su sexo, y descubrirá que ella lo desea, no sabe si es bueno o malo, pero es así como está reaccionando su cuerpo, y no intenta dirigirlo para ir por aquí, por allí, más despacio, más de prisa. Las manos de él ahora tocan sus axilas, los pelos de sus brazos se erizan, ella tiene ganas de apartarlas de allí, pero está bien, aunque tal vez sea dolor lo que esté sintiendo. Le hace lo mismo a él, nota que las axilas tienen una textura diferente, tal vez por el desodorante que ambos usan, ¿pero en qué estaba pensando? No debes pensar. Debes tocar, eso es todo.

Los dedos de él trazan círculos en torno a su seno, como un animal que acecha. Ella quiere que se muevan más de prisa, que toque ya los pezones, porque su pensamiento estaba yendo más rápidamente que las manos de él, pero, tal vez sabiendo eso, él provoca, se deleita, y tarda una eternidad en llegar hasta allí. Están duros, él juega un poco, eso estremece su cuerpo aún más, dejando su sexo más caliente y más húmedo. Ahora él pasea por su vientre, se desvía y va hasta las piernas, los pies, sube y baja las manos por el lado interno de sus muslos, siente el calor, pero no se acerca, es una caricia dulce, delicada, y cuanto más delicada, más alucinante.

Ella hace lo mismo, con las manos casi en el aire, tocando sólo el pelo de las piernas, y también siente el calor, cuando se acerca al sexo. De repente es como si hubiese recuperado misteriosamente la virginidad, como si descubriese por primera vez el cuerpo de un hombre. Lo toca. No está duro como imaginaba, pero ella está toda mojada, eso es injusto, aunque tal vez él necesite más tiempo, quién sabe.

Y empieza a acariciarlo como sólo las vírgenes saben hacer, porque las prostitutas ya lo han olvidado. Él reacciona, el sexo comienza a crecer en sus manos, y ella aumenta lentamente la presión, ahora sabiendo dónde debe tocar, más en la parte de abajo que en la de arriba, debe envolverlo con los dedos, empujar la piel hacia atrás, hacia el cuerpo. Ahora él está excitado, muy excitado, toca los labios de su vagina, manteniendo la suavidad, ella desea pedirle que sea más fuerte, que ponga los dedos ahí dentro, en la parte de arriba. Pero él no hace eso, esparce por el clítoris un poco del líquido que brota de su vientre, y de nuevo hace los mismos movimientos circulares que hizo en sus pechos. Aquel hombre la toca como si fuese ella misma.

Una de las manos de él sube de nuevo a su seno («qué bueno, cómo me gustaría que ahora me abrazase»). Pero no, están descubriendo el cuerpo, tienen tiempo, necesitan mucho tiempo. Podrían hacer el amor ahora, sería la cosa más natural del mundo, y posiblemente sería bueno, pero todo aquello es tan nuevo, tiene que controlarse, no quiere estropearlo todo. Recuerda el vino que tomaron la primera noche, lentamente, sorbiendo cada trago, sintiendo que la calentaba, que le hacía ver el mundo diferente, le hacía sentirse más cómoda y más en contacto con la vida.

Desea también beber a aquel hombre, y entonces podrá olvidar para siempre el mal vino, que se toma de un trago y da una sensación de embriaguez, pero que termina en dolor de cabeza y un agujero en el alma.

Ella se detiene, suavemente entrelaza sus dedos en las manos de él, oye un gemido y desea gemir también, pero se controla, siente que aquel calor se expande por todo su cuerpo, lo mismo debe de estar sucediéndole a él. Sin orgasmo, la energía se dispersa, va hasta el cerebro, no la deja pensar en nada que no sea ir hasta el final, pero es eso lo que ella quiere, parar, parar en el medio, expandir el placer por todo el cuerpo, invadir la mente, renovar el compromiso y el deseo, volver a ser virgen.

Se quita suavemente la venda de los ojos, y le hace lo mismo a él. Enciende la luz de la mesilla de noche. Los dos están desnudos, pero no sonríen, sólo se miran. Yo soy el amor, yo soy la música, piensa ella. Vamos a bailar.

Pero no dice nada de eso: hablan sobre algo trivial, cuándo nos veremos de nuevo, ella señala una fecha, tal vez dentro de dos días. Él dice que le gustaría invitarla a una exposición, ella vacila. Eso significaría conocer su mundo, a sus amigos, y lo que van a decir, lo que van a pensar.

Dice que no. Pero él nota que su deseo era decir sí, entonces insiste, usando algunos argumentos alocados, pero que forman parte de la danza que están danzando ahora, ella acaba cediendo, porque era eso lo que quería. Marca un lugar para encontrarse, en el mismo café en el que se vieron el primer día. Ella dice que no, los brasileños son supersticiosos, y no deben citarse en el mismo lugar donde se encontraron el primer día, porque eso podría cerrar el ciclo y hacer que todo se acabase.

Él dice que se alegra porque ella no quiere cerrar ese ciclo. Se deciden por una iglesia desde la que se puede ver la ciudad, y que está en el Camino de Santiago, parte de la misteriosa peregrinación de ambos desde que se encontraron.

Del diario de María, la víspera de comprar su billete de avión de vuelta a Brasil:

Érase una vez un pájaro, adornado con un par de alas perfectas y plumas relucientes, coloridas y maravillosas. En fin, un animal hecho para volar libre e independiente, para alegrar a quien lo observase. Un día, una mujer lo vio y se enamoró de él. Se quedó mirando su vuelo con la boca abierta de admiración, con el corazón latiéndole más de prisa, con los ojos brillantes de emoción. Lo invitó a volar con ella, y los dos viajaron por el cielo en completa armonía. Ella admiraba, veneraba, adoraba al pájaro. Pero entonces pensó: «¡Tal vez quiera conocer algunas montañas distantes!». Y la mujer tuvo miedo. Miedo de no volver a sentir nunca más aquello con otro pájaro. Y sintió envidia, envidia de la capacidad de volar del pájaro.

Y se sintió sola.

Y pensó: «Voy a poner una trampa. La próxima vez que el pájaro venga, no volverá a marcharse».

El pájaro, que también estaba enamorado, volvió al día siguiente, cayó en la trampa y fue encerrado en la jaula.

Todos los días ella miraba al pájaro. Allí estaba el objeto de su pasión, y se lo enseñaba a sus amigas, que comentaban: «Eres una persona que lo tiene todo». Sin embargo, empezó a producirse una extraña transformación: como tenía al pájaro, y ya no tenía que conquistarlo, fue perdiendo el interés. El pájaro, sin poder volar ni expresar el sentido de su vida, se fue consumiendo, perdiendo el brillo, se puso feo, y ella ya no le prestaba atención, excepto para alimentarlo y limpiar la jaula.

Un buen día, el pájaro murió. Ella se puso muy triste, y no dejaba de pensar en él. Pero no recordaba la jaula, recordaba sólo el día que lo había visto por primera vez, volando contento entre las nubes.

Si profundizase en sí misma, descubriría que aquello que la emocionaba tanto del pájaro era su libertad, la energía de las alas en movimiento, no su cuerpo físico. Sin el pájaro, su vida también perdió sentido, y la muerte vino a llamar a su puerta. «¿Por qué has venido?», le preguntó a la muerte.

«Para que puedas volar de nuevo con él por el cielo —respondió la muerte—. Si lo hubieses dejado partir y volver siempre, lo admirarías y lo amarías todavía más; sin embargo, ahora necesitas de mí para poder encontrarlo de nuevo.»