El Copacabana tenía, en promedio, treinta y ocho mujeres que frecuentaban la casa con regularidad, aunque sólo una, la filipina Nyah, pudiese ser considerada por María como alguien parecido a una amiga. La media de permanencia allí era como mínimo seis meses, y como máximo tres años, porque después recibían una proposición de matrimonio, ser amante fija o, si ya no conseguían atraer la atención de los clientes, Milan les pedía, delicadamente, que se buscasen otro lugar de trabajo.
Por eso, era importante respetar la clientela de cada una, y jamás intentar seducir a los hombres que entraban allí y se dirigían directamente a una determinada chica. Además de ser deshonesto, podía ser muy peligroso; la semana anterior, una colombiana había sacado delicadamente una hoja de afeitar del bolso, y poniéndola sobre el vaso de una yugoslava, le había dicho con la voz más tranquila del mundo que la desfiguraría si volvía a aceptar la invitación de cierto director de banco que acostumbraba a ir por allí con regularidad. La yugoslava había alegado que el hombre era libre, y si la había escogido a ella, no podía decir que no.
Aquella noche, el hombre entró, saludó a la colombiana y se fue a la mesa en la que estaba la otra. Tomaron la copa, bailaron, y —María creyó que era demasiada provocación— la yugoslava le guiñó un ojo a la otra, como diciendo: «¿Ves? ¡Me ha escogido él!».
Pero aquel guiño contenía muchas cosas no dichas: me ha escogido porque soy más atractiva, porque estuve con él la semana pasada y le gustó, porque soy joven. La colombiana no dijo nada. Cuando la serbia volvió, dos horas después, ella se sentó a su lado, sacó la hoja de afeitar del bolso y le cortó el rostro cerca de la oreja: nada profundo, nada peligroso, sólo lo suficiente para dejarle una pequeña cicatriz que le recordase para siempre aquella noche. Se pegaron, la sangre salpicó por todos lados, los clientes salieron asustados.
Cuando la policía llegó y quiso saber qué pasaba, la yugoslava dijo que se había cortado la cara con un vaso que había caído de una estantería (no había estanterías en el Copacabana). Ésa era la ley del silencio, o la omertá, como lo llamaban las italianas: todo lo que hubiese que resolver en la rue de Berne, desde el amor a la muerte, sería resuelto, pero sin interferencia de la ley. Allí, ellos hacían la ley.
La policía sabía lo de la omertá, vio que la mujer mentía, pero no insistió en el asunto; le costaría mucho dinero al contribuyente suizo si decidía apresarla, procesarla, y alimentarla durante el tiempo que estuviese en prisión. Milan agradeció a los policías la rápida intervención, pero todo era un malentendido, o alguna artimaña de un competidor.
En cuanto salieron, les pidió a ambas que jamás volviesen a su bar. Al fin y al cabo, el Copacabana era un local familiar (una afirmación que a María le costaba entender) y tenía una reputación que mantener (lo que la intrigaba más todavía). Allí no había peleas, porque la primera ley era respetar al cliente ajeno.
La segunda ley era la total discreción, «semejante a la de un banco suizo», decía él. Sobre todo porque allí se podía confiar en los clientes, que eran seleccionados como un banco selecciona a los suyos, basándose en la cuenta corriente, pero también en los informes policiales, o sea, en los buenos antecedentes. A veces había algún equívoco, algunos casos raros de impago, de agresión o de amenazas a las chicas, pero en los muchos años en los que había creado y desarrollado con esfuerzo la fama de su discoteca, Milan ya sabía identificar a los que debían o no frecuentar la casa. Ninguna de las mujeres sabía cuál era exactamente su criterio. Sin embargo, ya habían visto a alguien bien vestido ser informado de que la discoteca estaba llena aquella noche (aunque estuviese vacía) y en las noches siguientes (o sea: por favor, no vuelva). También habían visto a personas con ropa de sport y sin afeitar ser eufóricamente invitados por Milan a una copa de champán. El dueño del Copacabana no juzgaba por las apariencias, pero al final siempre tenía razón.
En una buena relación comercial, todas las partes tienen que estar satisfechas. La gran mayoría de los clientes estaban casados, o tenían una posición importante en alguna empresa. Por otro lado, algunas de las mujeres que trabajaban allí estaban casadas, tenían hijos, y frecuentaban las reuniones de padres en los colegios, sabiendo que no corrían ningún riesgo: si alguno de los padres aparecía en el Copacabana, también estaría comprometido, y no podría decir nada: así funcionaba la omertá.
Había camaradería, pero no había amistad; nadie hablaba mucho de su vida. En las pocas conversaciones que había mantenido, María no había descubierto amargura, ni culpa, ni tristeza entre sus compañeras: simplemente una especie de resignación. Y también una extraña mirada de desafío, como si estuviesen orgullosas de sí mismas, enfrentándose al mundo, independientes y confiadas. Después de una semana, cualquier chica recién llegada ya era considerada una «profesional», y recibía instrucciones: ayudar a conservar los matrimonios —una prostituta no puede ser una amenaza para la estabilidad de un hogar—, jamás aceptar invitaciones fuera del horario de trabajo, escuchar confesiones sin dar demasiadas opiniones al respecto, gemir a la hora del orgasmo —María descubrió que todas lo hacían, y que al principio no se lo habían dicho porque era uno de los trucos de la profesión—, saludar a la policía en la calle, mantener actualizado el permiso de trabajo y las revisiones sanitarias, y finalmente, no cuestionarse demasiado sobre los aspectos morales o legales de lo que hacían; eran lo que eran, y punto.
Antes de que empezase el movimiento, a María siempre se la veía con un libro, y en seguida pasó a ser conocida como la «intelectual» del grupo. Al principio querían saber si eran historias de amor, pero al ver que se trataba de asuntos áridos y poco interesantes como economía, psicología y, recientemente, administración de haciendas, en seguida la dejaban sola para que continuase con su investigación y sus anotaciones.
Por tener muchos clientes fijos, y por ir al Copacabana todos los días, incluso cuando el movimiento era escaso, María se ganó la confianza de Milan y la envidia de sus compañeras; comentaban que la brasileña era ambiciosa, arrogante, y que sólo pensaba en ganar dinero. Esta última parte no dejaba de ser verdad, aunque ella tuviese ganas de preguntarles si todas ellas no estaban allí por el mismo motivo.
En cualquier caso, los comentarios no matan, forman parte de la vida de cualquier persona de éxito. Era mejor ignorarlos y concentrar la atención en sus dos únicos objetivos: volver a Brasil en la fecha señalada y comprar una hacienda.
Ralf Hart estaba ahora en su pensamiento de la mañana a la noche, y por primera vez era capaz de ser feliz con un amado ausente, aunque estaba algo arrepentida de haberlo confesado, arriesgándose así a perderlo todo. ¿Pero qué tenía que perder si no pedía nada a cambio? Recordó cómo su corazón había latido más de prisa cuando Milan había dicho que era, o que ya había sido, un cliente especial. ¿Qué significaba aquello? Se sintió traicionada, se puso celosa.
Claro que los celos eran normales, aunque la vida ya le hubiese enseñado que era inútil pensar que alguien puede poseer a otra persona (el que cree que eso es posible se engaña a sí mismo). A pesar de ello, no se puede reprimir la idea de los celos, ni tener grandes ideas intelectuales al respecto, y menos, creer que es un signo de fragilidad.
«El amor más fuerte es aquel que puede mostrar su fragilidad. En cualquier caso, si mi amor es verdadero —y no sólo una manera de distraerme, de engañarme, de pasar el tiempo que no corre nunca en esta ciudad—, la libertad vencerá los celos, y el dolor que provocan, ya que también el dolor es parte de un proceso natural. El que hace deporte lo sabe: cuando queremos conseguir nuestros objetivos, tenemos que estar dispuestos a soportar una dosis diaria de dolor o malestar. Al principio, es incómodo y no motiva, pero con el paso del tiempo entendemos que forma parte del proceso de sentirse bien, y llega un momento en que, sin el dolor, tenemos la sensación de que el ejercicio no está teniendo el efecto deseado.»
Lo peligroso es focalizar ese dolor, darle un nombre de persona, mantenerlo siempre presente en el pensamiento; y de eso, gracias a Dios, María ya había conseguido librarse.
Aun así, a veces se descubría pensando en dónde estaría él, por qué no la buscaba, si había pensado que era estúpida con aquella historia de la estación de tren y deseo reprimido, si había huido para siempre porque ella le había confesado su amor… Para evitar que pensamientos tan hermosos se transformasen en sufrimiento, María desarrolló un método: cuando algo positivo relacionado con Ralf Hart viniese a su cabeza, y eso podía ser la chimenea y el vino, una idea que le gustaría discutir con él, o simplemente la agradable ansiedad de saber cuándo volvería, María dejaba lo que estaba haciendo, sonreía hacia el cielo, y agradecía estar viva y no esperar nada del hombre que amaba.
Sin embargo, si su corazón empezaba a quejarse de su ausencia, o de las equivocaciones que había cometido cuando estaban juntos, ella se decía a sí misma: «¿Quieres pensar en eso? De acuerdo, sigue haciendo lo que deseas, mientras yo me dedico a cosas más importantes».
Seguía leyendo, o, si estaba en la calle, empezaba a prestar atención a todo lo que había a su alrededor: colores, personas, sonidos, sobre todo sonidos, de sus pasos, de las páginas que pasaba, de los coches, de los fragmentos de conversación, y el pensamiento incómodo acababa desapareciendo. Si volvía cinco minutos después, ella repetía el proceso, hasta que esos recuerdos, al ser aceptados pero amablemente rechazados, se apartaban por un tiempo considerable.
Uno de esos «pensamientos negativos» era la posibilidad de no volver a verlo. Con un poco de práctica y mucha paciencia, consiguió convertirlo en un «pensamiento positivo»: cuando se fuese, Géneve sería el rostro de un hombre con pelo muy largo y pasado de moda, sonrisa infantil, voz grave. Si alguien le preguntara, muchos años después, cómo era el lugar que había conocido en su juventud, María podría responder: «Bonito, capaz de amar y de ser amado».
Del diario de María, en un día de poco movimiento en el Copacabana:
De tanto convivir con las personas que vienen aquí, llego a la conclusión de que el sexo ha sido utilizado como cualquier otra droga: para huir de la realidad, para olvidar los problemas, para relajarse. Y, como todas las drogas, es una práctica nociva y destructiva. Si una persona quiere drogarse, ya sea con sexo o con cualquier otra cosa, es problema suyo; las consecuencias de sus actos serán mejores o peores de acuerdo con aquello que ella ha escogido para sí misma. Pero si hablamos de avanzar en la vida, tenemos que entender que lo que es «bueno» es muy diferente de lo que es «mejor».
Al contrario de lo que mis clientes piensan, el sexo no puede ser practicado a cualquier hora. Hay un reloj escondido en cada uno de nosotros, y para hacer el amor las manecillas de ambas personas tienen que marcar la misma hora al mismo tiempo. Eso no sucede todos los días. Aquel que ama no depende del acto sexual para sentirse bien. Dos personas que están juntas, y que se quieren, tienen que sincronizar sus manecillas, con paciencia y perseverancia, con juegos y representaciones «teatrales», hasta entender que hacer el amor es mucho más que un encuentro: es un «abrazo» de las partes genitales. Todo tiene importancia. Una persona que vive intensamente su vida goza todo el tiempo y no echa de menos el sexo. Cuando practica el sexo, es por abundancia, porque el vaso de vino está tan lleno que desborda naturalmente, porque es absolutamente inevitable, porque acepta la llamada de la vida, porque en ese momento, sólo en ese momento, consigue perder el control.
P. D. Acabo de releer lo que he escrito: ¡Dios mío, me estoy volviendo demasiado intelectual!