Se encontraba de nuevo en la sala de estar de la casa de Ralf Hart, el fuego en la chimenea, el vino, los dos sentados en el suelo, y todo lo que había experimentado el día anterior, con aquel ejecutivo inglés de la compañía discográfica, no pasaba de un sueño o de una pesadilla, dependiendo de su estado de ánimo. Ahora volvía a la búsqueda de su razón de vivir, mejor dicho, a la entrega más disparatada posible, aquella en la que uno ofrece su corazón y no pide nada a cambio.
Había crecido mucho mientras esperaba ese momento. Había descubierto, por fin, que el amor real nada tenía que ver con lo que imaginaba, o sea, una cadena de acontecimientos provocados por la energía amorosa: enamoramiento, compromiso, matrimonio, hijos, espera, cocina, parque de atracciones los domingos, más espera, vejez juntos, la espera acaba y en su lugar llega el retiro del marido, las enfermedades, la sensación de que ya es muy tarde para vivir juntos lo que soñaban.
Miró al hombre a quien había decidido entregarse, y a quien había decidido no contar jamás lo que sentía, porque lo que sentía ahora estaba lejos de cualquier forma, incluso la física. Él parecía más cómodo, como si estuviese empezando un período interesante de su existencia. Sonreía, contaba historias de su reciente viaje a Munich, para reunirse con un importante director de museo. Me preguntó si el lienzo sobre los rostros de Géneve estaba acabado. Le dije que había encontrado a una de las principales personas a las que me gustaría pintar; una mujer llena de luz. Pero no quiero hablar de mí, quiero abrazarte. Te deseo.
Deseo. ¿Deseo? ¡Deseo! Eso, ése el punto de partida para aquella noche, porque era algo que ella conocía muy bien.
Por ejemplo: despertar el deseo sin entregar ya su objeto.
—Entonces, deséame. Es lo que estamos haciendo, en este momento. Estás a menos de un metro de mí, fuiste hasta una discoteca, pagaste por mis servicios, sabes que tienes derecho a tocarme. Pero no te atreves. Mírame. Mírame, y piensa que tal vez yo no quiera que me mires. Imagina lo que está escondido bajo mi ropa.
Siempre usaba vestidos negros para trabajar, y no entendía por qué las demás chicas del Copacabana intentaban ser provocativas con sus escotes y sus colores agresivos. Para ella, excitar a un hombre era vestirse como cualquier mujer que él puede encontrar en la oficina, en el tren, o en casa de una amiga de su mujer.
Ralf la miró, María sintió que él la desnudaba, y le gustó ser deseada de aquella manera, sin contacto, como en un restaurante o en la cola del cine.
—Estamos en una estación —continuó María—. Estoy esperando el tren junto a ti, tú no me conoces. Pero mis ojos se cruzan con los tuyos, por casualidad, y no se desvían. Tú no sabes qué intento decir, porque aunque seas un hombre inteligente, capaz de ver la «luz» de la gente, no eres lo suficientemente sensible como para ver lo que la luz ilumina.
Se había aprendido el «teatro». Quiso olvidar rápidamente la cara del ejecutivo inglés, pero él estaba allí, guiando su imaginación.
—Mis ojos están fijos en los tuyos, y puedo estar preguntándome a mí misma: «¿Lo conozco de algún sitio?». O puedo estar distraída. O puede que tema ser antipática, tal vez tú me conozcas, voy a darle el beneficio de la duda por algunos segundos, hasta concluir que es un hecho, o un malentendido.
»Pero también puede que quiera la cosa más simple del mundo: encontrar a un hombre. Puedo estar intentando huir de un amor que sufrí. Puedo estar procurando vengarme de una traición que acaba de suceder, y he decidido ir hasta la estación en busca de un desconocido. Puedo desear ser tu prostituta sólo por una noche, sólo para hacer algo diferente en mi vida aburrida. Puedo, incluso, ser una prostituta de verdad, que está allí buscando trabajo.
Un rápido silencio; María se había distraído de repente. Había vuelto al hotel, la humillación, «amarillo», «rojo», dolor y mucho placer. Aquello perturbaba su alma de una manera que no le estaba gustando.
Ralf lo notó e intentó empujarla de nuevo hacia la estación de tren:
—¿En este encuentro tú también me deseas?
—No lo sé. No nos hablamos, no lo sabes.
Otros segundos de distracción. En cualquier caso, la idea de «teatro» ayudaba mucho; hacía surgir al verdadero personaje, apartaba a muchas personas falsas que habitan en nosotros mismos.
—Pero el hecho es que yo no desvío mis ojos, y tú no sabes qué hacer. ¿Debes acercarte? ¿Serás rechazado? ¿Llamaré a un guardia? ¿O te invitaré a tomar un café?
—Vuelvo de Munich —dijo Ralf Hart, y su tono de voz era diferente, como si realmente se estuviesen viendo por primera vez. Estoy pensando en una colección de cuadros sobre las personalidades del sexo. Las muchas máscaras que usa la gente para no vivir jamás el verdadero encuentro.
Él conocía el «teatro». Milan había dicho que también era un cliente especial. La alarma sonó, pero ella necesitaba tiempo para pensar.
—El director del museo me dijo: ¿en qué pretendes basar tu trabajo? Yo respondí: en mujeres que se sienten libres para ganar dinero haciendo el amor. Él comentó: no puede ser, llamamos a esas mujeres prostitutas. Yo respondí: bueno, son prostitutas, voy a estudiar su historia y haré algo más intelectual, pero al gusto de las familias que visitarán el museo. Todo es cuestión de cultura, ¿sabes? De presentar de una manera agradable aquello que cuesta digerir.
»El director insistió: pero el sexo ya no es tabú. Es algo tan explorado, que es difícil hacer un trabajo sobre él. Yo respondí: ¿y tú sabes de dónde viene el deseo sexual? Del instinto, dijo el director. Sí, del instinto, pero eso todo el mundo lo sabe. ¿Cómo hacer una bonita exposición, si simplemente estamos hablando de ciencia? Yo quiero hablar de cómo un hombre explica esa atracción. Cómo un filósofo, por ejemplo, lo contaría. El director me pidió que pusiese un ejemplo. Yo dije que, cuando tomase el tren de vuelta a casa y alguna mujer me mirase, hablaría con ella; diría que, por ser una extraña, podríamos tener la libertad de hacer todo lo que habíamos soñado, vivir todas nuestras fantasías, y después irnos a nuestras casas, nuestras mujeres y nuestros maridos, y no volver a vernos jamás. Y entonces, en esa estación de tren, te veo.
—Tu historia es tan interesante que está matando el deseo. —Ralf Hart rió y estuvo de acuerdo. El vino se había acabado, él fue hasta la cocina a buscar otra botella, y ella se quedó mirando el fuego, sabiendo ya cuál sería el siguiente paso, pero al mismo tiempo saboreando aquel ambiente acogedor, olvidando al ejecutivo inglés, volviendo a entregarse.
Ralf llenó los dos vasos.
—Simplemente por curiosidad, ¿cómo acabarías esta historia con el director?
—Citaría a Platón, ya que estaría ante un intelectual. Según él, al principio de la creación, los hombres y las mujeres no eran como son hoy; había sólo un ser, que era bajo, con un cuerpo y un cuello, pero cuya cabeza tenía dos caras, cada una mirando en una dirección. Era como si dos criaturas estuviesen pegadas por la espalda, con dos sexos opuestos, cuatro piernas, cuatro brazos.
»Los dioses griegos, sin embargo, eran celosos, y vieron que una criatura que tenía cuatro brazos trabajaba más, dos caras opuestas estaban siempre vigilantes y no podían ser atacadas a traición, cuatro piernas no exigían tanto esfuerzo para permanecer de pie o andar durante largos períodos. Y lo que era más peligroso: la criatura tenía dos sexos diferentes, no necesitaba a nadie más para seguir reproduciéndose en la tierra.
»Entonces dijo Zeus, el supremo señor del Olimpo: “Tengo un plan para hacer que estos mortales pierdan su fuerza”.
»Y, con un rayo, partió a la criatura en dos, y así creó al hombre y a la mujer. Eso aumentó mucho la población del mundo, y al mismo tiempo desorientó y debilitó a los que en él habitaban, porque ahora tenían que buscar su parte perdida, abrazarla de nuevo, y en ese abrazo recuperar la antigua fuerza, la capacidad de evitar la traición, la resistencia para andar largos períodos y soportar el trabajo agotador. A ese abrazo donde los dos cuerpos se confunden de nuevo en uno lo llamamos sexo.
—¿Esa historia es cierta?
—Según Platón, el filósofo griego.
María lo miraba fascinada, y la experiencia de la noche anterior había desaparecido por completo. Ella veía a aquel hombre lleno de la misma «luz» que él había visto en ella, al contar aquella extraña historia con entusiasmo, con los ojos brillándole, ya no de deseo, sino de alegría.
—¿Puedo pedirte un favor?
Ralf respondió que podía pedirle cualquier cosa.
—¿Puedes enterarte de por qué, después de que los dioses dividiesen a la criatura de cuatro piernas, algunas de ellas decidieron que ese abrazo podía ser simplemente una cosa, un negocio como otro cualquiera, que en vez de enriquecer, absorbe toda la energía de la gente?
—¿Te refieres a la prostitución?
—Eso. ¿Puedes enterarte de cuándo el sexo dejó de ser sagrado?
—Lo haré si quieres —respondió Ralf—. Pero nunca he pensado en ello, y no creo que nadie más lo haya hecho.
María no aguantó la presión:
—¿Y se te ha ocurrido pensar que las mujeres, principalmente las prostitutas, son capaces de amar?
—Sí, se me ha ocurrido. Se me ocurrió el primer día, cuando estábamos en la mesa del café, cuando vi tu luz. Entonces, cuando pensé en invitarte a un café, escogí creer en todo, incluso en la posibilidad de que tú me devolvieses al mundo de donde partí hace mucho tiempo.
Ahora ya no había vuelta atrás. María, la maestra, tenía que acudir rápidamente en su auxilio, o ella lo besaría, lo abrazaría, le pediría que no la dejase.
—Volvamos a la estación de tren —dijo—. Mejor dicho, volvamos a esta sala, al día en que vinimos aquí por primera vez, y tú reconociste que yo existía, y me hiciste un regalo. Fue la primera tentativa de entrar en mi alma, y no sabías si eras bienvenido. Pero, como dice tu historia, los seres humanos fueron divididos, y ahora buscan de nuevo ese abrazo que los una. Ése es nuestro instinto. Pero también nuestra razón para soportar todas las cosas difíciles que suceden durante esa búsqueda.
»Quiero que me mires, y quiero, al mismo tiempo, que evites que yo lo note. El primer deseo es importante porque está escondido, prohibido, no permitido. No sabes si estás ante tu otra mitad perdida, ella tampoco lo sabe, pero algo los atrae, y es preciso creer que es verdad.
«¿De dónde saco todo esto? Lo saco del fondo de mi corazón, porque me gustaría que siempre hubiese sido así. Saco estos sueños de mi propio sueño de mujer.»
Ella bajó un poco el tirante de su vestido, de modo que una parte, sólo una ínfima parte de su pezón quedase al descubierto.
—El deseo no es lo que ves, sino aquello que imaginas.
Ralf Hart miraba a una mujer de cabellos negros, y ropa igual que el cabello, sentada en el suelo de su sala de estar, llena de deseos absurdos, como tener una chimenea encendida en pleno verano. Sí, quería imaginar lo que aquella ropa escondía, podía ver el tamaño de sus senos, sabía que el sostén que ella usaba era innecesario, aunque tal vez fuese una obligación del oficio. Sus senos no eran grandes, no eran pequeños, eran jóvenes. Su mirada no mostraba nada; ¿qué estaba ella haciendo allí? ¿Por qué él alimentaba esa relación peligrosa, absurda, si no tenía ningún problema en conseguir a una mujer? Era rico, joven, famoso, de buena apariencia. Le encantaba su trabajo, había amado a mujeres con las que se había casado, había sido amado. En fin, era una persona que, dadas las circunstancias, debería decir: «Soy feliz».
Pero no lo era. Mientras que la mayoría de los seres humanos se mataban por un pedazo de pan, un techo bajo el cual vivir, un empleo que les permitiese vivir con dignidad, Ralf Hart tenía todo eso, lo cual lo hacía más miserable. Si tuviera que hacer un balance reciente de su vida, tal vez habría dos, tres días en los que se levantó, vio el sol, o la lluvia, y se sintió alegre porque era la mañana, simplemente alegre, sin desear nada, sin planear nada, sin pedir nada a cambio. Aparte de esos pocos días, el resto de su existencia se había gastado en sueños, frustraciones y realizaciones, deseo de superarse a sí mismo, viajes más allá de sus límites; no sabía exactamente a quién, o a qué, pero se había pasado la vida intentando probar algo.
Miraba a aquella hermosa mujer, discretamente vestida de negro, alguien a quien había conocido por casualidad, aunque ya la hubiese visto antes en una discoteca y se hubiese fijado en que no encajaba en aquel lugar. Ella pedía que la desease, y él la deseaba mucho, mucho más de lo que podía imaginar, pero no eran sus senos, ni su cuerpo; era su compañía. Quería abrazarla, quedarse en silencio mirando al fuego, bebiendo vino, fumando un cigarrillo después de otro, eso era suficiente. La vida estaba hecha de cosas simples, estaba cansado de todos esos años buscando algo que no sabía qué era.
Sin embargo, si lo hiciese, si la tocase, todo estaría perdido. Porque a pesar de su «luz», no estaba seguro de si ella entendía lo bueno que era estar a su lado. ¿Estaba pagando? Sí, y seguiría pagando el tiempo que fuese necesario para poder conquistarla, hasta poder sentarse con ella a orillas del lago, hablarle de amor, y oír lo mismo de ella. Era mejor no arriesgarse, no precipitar las cosas, no decir nada.
Ralf Hart dejó de torturarse, y volvió a concentrarse en el juego que acababan de crear juntos. Aquella mujer estaba en lo cierto: no bastaba con el vino, el fuego, el cigarrillo, la compañía; era preciso otro tipo de embriaguez, otro tipo de llama.
Ella llevaba un vestido de tirantes, había dejado un pecho al descubierto, pudo ver su carne, más morena que blanca. Y la deseó. La deseó mucho.
María notó el cambio en los ojos de Ralf. Saberse deseada la excitaba más que cualquier otra cosa. No tenía nada que ver con la receta convencional: quiero hacer el amor contigo, quiero casarme, quiero que tengas un orgasmo, quiero tener un hijo, quiero compromisos. No, el deseo era una sensación libre, suelta en el espacio, vibrando, llenando la vida con la voluntad de tener algo, y eso era suficiente, ese deseo lo empujaba todo hacia adelante, desmoronaba las montañas, humedecía su sexo.
El deseo era la fuente de todo, de salir de su tierra, de descubrir un nuevo mundo, de aprender francés, superar sus prejuicios, soñar con una hacienda, amar sin pedir nada a cambio, sentirse mujer simplemente con la mirada de un hombre. Con una lentitud calculada, se bajó el otro tirante y el vestido se deslizó por su cuerpo. Después, se desabrochó el sujetador. Permaneció allí, con la parte superior del cuerpo completamente desnuda, imaginando que él saltaría sobre ella, la tocaría, le haría promesas de amor, o si era lo suficientemente sensible para sentir, en el propio deseo, el mismo placer del sexo.
El entorno de ambos empezó a cambiar, ya no había ruidos, la chimenea, los cuadros, los libros fueron desapareciendo, y fueron sustituidos por una especie de trance, donde únicamente existe el oscuro objeto del deseo, y nada más tiene importancia.
Él no se movió. Al principio sintió una cierta timidez en sus ojos, pero no duró mucho. Él la miraba, y en el mundo de su imaginación la acariciaba con su lengua, hacían el amor, sudaban, se abrazaban, mezclaban ternura y violencia, gritaban y gemían juntos.
En el mundo real, sin embargo, no decían nada, ninguno de los dos se movía, y eso la excitaba más todavía, porque también ella era libre para pensar lo que quisiera. Le pedía que la tocase con suavidad, abría las piernas, se masturbaba delante de él, decía frases románticas y vulgares como si fuesen lo mismo, tenía varios orgasmos, despertaba a los vecinos, despertaba al mundo entero con sus gritos. Allí estaba su hombre, que le daba placer y alegría, con quien podía ser quien era, hablar de sus problemas sexuales, contarle cuánto le gustaría pasar junto a él el resto de la noche, de la semana, de la vida.
El sudor comenzó a gotear de la frente de ambos. Era la chimenea, le decía uno mentalmente al otro. Pero tanto el hombre como la mujer en aquella sala habían llegado a su límite, habían usado toda la imaginación, habían vivido juntos una eternidad de buenos momentos. Tenían que parar, porque un paso más y aquella magia sería destruida por la realidad.
Con mucha lentitud, porque el final es siempre más difícil que el principio, ella volvió a ponerse el sujetador y escondió los senos. El universo volvió a su lugar, las cosas del entorno volvieron a surgir, ella levantó el vestido que había caído hasta su cintura, sonrió, y con suavidad le tocó el rostro. Él tomó su mano y la apretó contra su cara, también sin saber hasta cuándo debía mantenerla allí, ni con qué intensidad debía agarrarla.
Ella sintió ganas de decir que lo amaba. Pero eso lo estropearía todo, podía asustarlo o, lo que era peor, podía hacer que respondiese que él también la amaba. María no quería eso: la libertad de su amor era no pedir ni esperar nada.
—El que es capaz de sentir sabe que es posible tener placer incluso antes de tocar a la otra persona. Las palabras, las miradas, todo eso contiene el secreto de la danza. Pero el tren llegó, cada uno va por su lado. Espero poder acompañarte en este viaje hasta… ¿hasta dónde?
—De vuelta a Géneve —respondió Ralf.
—El que observa, y descubre a la persona con la que siempre ha soñado, sabe que la energía sexual sucede antes que el propio sexo. El mayor placer no es el sexo, es la pasión con la que se practica. Cuando esta pasión es intensa, el sexo viene a consumar la danza, pero nunca es el punto principal.
—Hablas del amor como una profesora.
María decidió hablar, porque ésa era su defensa, su manera de decirlo todo sin comprometerse con nada:
—El que está enamorado hace el amor todo el tiempo, incluso cuando no lo está haciendo. Cuando los cuerpos se encuentran, es simplemente la gota que colma el vaso. Pueden permanecer juntos durante horas, incluso días. Pueden empezar la danza un día y acabar al día siguiente, o incluso no acabar, de tanto placer. Nada que ver con once minutos.
—¿Qué?
—Te amo.
—Yo también te amo.
—Perdón. No sé lo que digo.
—Ni yo.
Se levantó, le dio un beso y salió. Ella misma podía abrir la puerta, ya que la superstición brasileña decía que el dueño de la casa sólo tenía que hacerlo la primera vez que se marchase.
Del diario de María, a la mañana siguiente:
Ayer por la noche, cuando Ralf Hart me miró, abrió una puerta, como si fuese un ladrón; pero, al marcharse, no se llevó nada de mí, al contrario, dejó olor a rosas, no era un ladrón, sino un novio que me visitaba. Cada ser humano vive su propio deseo; forma parte de su tesoro, y, aunque sea una emoción que pueda apartar a alguien, generalmente trae a quien es importante. Es una emoción que mi alma escogió, y tan intensa que puede contagiarlo todo y a todos a mi alrededor. Cada día escojo la verdad con la que pretendo vivir. Procuro ser práctica, eficiente, profesional. Pero me gustaría poder escoger, siempre, el deseo como mi compañero. No por obligación, ni para atenuar la soledad de mi vida, sino porque es bueno. Sí, es muy bueno.