En los días siguientes, María se descubrió de nuevo presa de la trampa que tanto había evitado, pero no estaba triste ni preocupada por eso. Al contrario: ya que no tenía nada más que perder, era libre.
Sabía que, por más romántica que fuese la situación, un día Ralf comprendería que ella no era más que una prostituta, mientras que él era un respetado artista; que ella vivía en un país distante, siempre en crisis, mientras él vivía en el paraíso, con la vida organizada y protegida desde su nacimiento. Él había sido educado en los mejores colegios y museos del mundo, mientras que ella apenas había terminado la enseñanza secundaria. En fin, los sueños como ése no duran mucho, y María ya había vivido lo bastante para entender que la realidad no coincidía con sus sueños. Ésa era ahora su gran alegría: decirle a la realidad que no necesitaba de ella, que no dependía de lo que sucedía para ser feliz. «Qué romántica soy, Dios mío.»
Durante esa semana intentó descubrir algo que hiciese feliz a Ralf Hart; él le había devuelto una dignidad y una «luz» que ella creía perdidas para siempre. Pero la única manera de recompensarlo era a través de lo que él juzgaba que era la especialidad de María: el sexo. Como las cosas no variaban mucho en la rutina del Copacabana, decidió procurar otras fuentes.
Fue a ver algunas películas pornográficas, y de nuevo no encontró nada interesante, a no ser algunas variaciones en el número de parejas. Como las películas no ayudaban mucho, por primera vez desde su llegada a Géneve decidió comprar libros, aunque todavía creía que era mucho más práctico no tener que ocupar el espacio de su casa con algo que, una vez leído, ya no servía para nada. Fue hasta una librería que había visto mientras andaba con Ralf por el Camino de Santiago y preguntó si tenían algo sobre el tema.
—Muchas, muchas cosas —respondió la chica encargada de las ventas—. En realidad, parece que la gente sólo se interesa por eso. Además de una sección especial, en todas las novelas que ve a su alrededor también hay por lo menos una escena de sexo. Aunque esté escondido en bonitas historias de amor, o en tratados serios sobre el comportamiento del ser humano, el hecho es que la gente sólo piensa en eso.
María, con toda su experiencia, sabía que la chica estaba equivocada: la gente quería pensar eso, porque creía que todo el mundo se preocupaba sólo de ese tema. Hacían regímenes, usaban pelucas, se pasaban horas en la peluquería o en el gimnasio, se ponían ropa insinuante, intentaban provocar la chispa deseada, ¿y después? Cuando llegaba el momento de ir a la cama, once minutos y listo. Ninguna creatividad, nada que llevase al paraíso; en poco tiempo, la chispa ya no tenía fuerza para mantener el fuego encendido.
Pero era inútil discutir con la chica rubia, que creía que el mundo podía explicarse en los libros. Preguntó de nuevo dónde estaba la sección especial, y allí descubrió varios títulos sobre gays, lesbianas, monjas que revelaban cosas escabrosas de la Iglesia, y libros ilustrados con técnicas orientales que mostraban posturas muy incómodas. Sólo le interesó uno de los volúmenes: El sexo sagrado. Por lo menos debía de ser diferente.
Lo compró, fue para casa, puso la radio en una emisora que siempre la ayudaba a pensar (porque la música era tranquila), abrió el libro y vio que tenía varias ilustraciones, con posturas que solamente aquel que trabaja en un circo puede practicar. El texto era aburrido.
María había aprendido lo suficiente en su profesión como para saber que no todo en la vida era una cuestión de la postura en la que uno se pone mientras hace el amor, sino que, la mayoría de las veces, cualquier variación sucedía de manera natural, sin pensar, como los pasos de un baile. Aun así, intentó concentrarse en lo que leía.
Dos horas después, se dio cuenta de dos cosas.
La primera, que tenía que cenar pronto, pues debía volver al Copacabana.
La segunda, que la persona que había escrito aquel libro no entendía nada, NADA del asunto. Mucha teoría, cosas orientales, rituales inútiles, sugerencias idiotas. Se veía que el autor había meditado en el Himalaya (tenía que enterarse de dónde quedaba eso), que había frecuentado cursos de yoga (ya había oído hablar de ello), que había leído mucho sobre el asunto, pues citaba a uno y otro autor, pero no había aprendido lo esencial. El sexo no era teoría, incienso, puntos tántricos, veneración, ni tanta ceremonia. ¿Cómo aquella persona (en verdad, una mujer) osaba escribir sobre un tema que ni siquiera María, que trabajaba en el gremio, conocía bien? Tal vez fuese culpa del Himalaya, o de la necesidad de complicar algo cuya belleza está en la simplicidad y en la pasión. Si aquella mujer había sido capaz de publicar y de vender un libro tan estúpido, era mejor volver a pensar seriamente en su texto Once minutos. No sería cínico ni falso, simplemente sería su historia, nada más. Pero no tenía ni tiempo, ni interés; necesitaba concentrar su energía en alegrar a Ralf Hart, y en aprender cómo administrar haciendas.
Extracto del diario de María, justo después de dejar el aburrido libro a un lado:
He encontrado a un hombre y me he enamorado de él. Me he dejado llevar por una simple razón: no espero nada. Sé que dentro de tres meses estaré lejos, él será un recuerdo, pero ya no podía aguantar más vivir sin amor; estaba al límite.
Estoy escribiendo una historia para Ralf Hart, ése es su nombre. No estoy segura de si volverá a la discoteca en la que trabajo, pero por primera vez en mi vida eso no tiene la menor importancia. Me basta con amarlo, estar con él en mi pensamiento, y colorear esta ciudad tan hermosa con sus pasos, sus palabras, su cariño. Cuando deje este país, tendrá un rostro, un nombre, el recuerdo de una chimenea. Todo lo demás que he vivido aquí, todas las cosas duras por las que he pasado, no serán nada al lado de ese recuerdo. Me gustaría poder hacer por él lo que él hizo por mí. He estado pensando mucho, y he descubierto que no entré en aquel café por casualidad; los encuentros más importantes ya han sido planeados por las almas antes incluso de que los cuerpos se hayan visto. Generalmente estos encuentros suceden cuando llegamos a un límite, cuando necesitamos morir y renacer emocionalmente. Los encuentros nos esperan, pero la mayoría de las veces evitamos que sucedan. Sin embargo, si estamos desesperados, si ya no tenemos nada que perder, o si estamos muy entusiasmados con la vida, entonces lo desconocido se manifiesta, y nuestro universo cambia de rumbo.
Todos sabemos amar, pues hemos nacido con ese don. Algunas personas lo practican naturalmente bien, pero la mayoría tiene que reaprender, recordar cómo se ama, y todos, sin excepción, tenemos que quemarnos en la hoguera de nuestras emociones pasadas, revivir algunas alegrías y dolores, malos momentos y recuperación, hasta conseguir ver el hilo conductor que hay detrás de cada nuevo encuentro; sí, hay un hilo.
Y entonces, los cuerpos aprenden a hablar el lenguaje del alma, eso se llama sexo, eso es lo que puedo darle al hombre que me ha devuelto el alma, aunque él desconozca totalmente su importancia en mi vida. Eso fue lo que él me pidió, y eso tendrá; quiero que sea muy feliz.