Del diario de María, dos días después de que todo volvió a la normalidad:
La pasión hace que uno deje de comer, de dormir, de trabajar, de estar en paz. Mucha gente se asusta porque, cuando aparece, derrumba todas las cosas viejas que encuentra.
Nadie quiere desorganizar su mundo. Por eso, mucha gente consigue controlar esta amenaza, y es capaz de mantener en pie una casa o una estructura que ya está podrida. Son los ingenieros de las cosas superadas. Otra gente piensa exactamente lo contrario: se entrega sin pensar, esperando encontrar en la pasión las soluciones para todos sus problemas. Descarga sobre la otra persona toda la responsabilidad por su felicidad, y toda la culpa por su posible infelicidad. Está siempre eufórica porque algo maravilloso sucedió, o deprimida porque algo inesperado acabó destruyéndolo todo. Apartarse de la pasión, o entregarse ciegamente a ella, ¿cuál de las dos actitudes es la menos destructiva? No sé.
Al tercer día, como resucitando de entre los muertos, Ralf Hart volvió, y casi llegó un poco tarde, porque María ya estaba hablando con otro cliente. Cuando lo vio, sin embargo, le dijo educadamente al otro que no quería bailar, que estaba esperando a alguien. Entonces se dio cuenta de que lo había esperado todos esos días. Y en ese momento aceptó todo lo que el destino había puesto en su camino.
No se quejó; se puso contenta, podía permitirse ese lujo, porque un día se iría de aquella ciudad, sabía que ese amor era imposible, y por tanto, ya que no esperaba nada, tendría todo lo que aún esperaba de aquella etapa de su vida.
Ralf le preguntó si quería una copa y María pidió un cóctel de frutas. El dueño del bar, fingiendo que fregaba los vasos, miró a la brasileña sin entender nada: ¿qué la habría hecho cambiar de idea? Esperaba que aquel hombre no fuese allí simplemente a tomar algo, y se sintió aliviado cuando él la sacó a bailar. Estaban cumpliendo el ritual, no había por qué preocuparse.
María sentía la mano que rodeaba su cintura, su cara pegada, la música muy alta que, gracias a Dios, impedía cualquier conversación. Un cóctel de frutas no bastaba para tener coraje, y las pocas palabras que habían intercambiado habían sido muy formales. Ahora era una cuestión de tiempo: ¿irían a un hotel? ¿Harían el amor? No debía de ser difícil, ya que él había dicho que no estaba interesado en el sexo, sería simplemente cuestión de cumplir su compromiso profesional. Eso ayudaría a acabar de matar cualquier vestigio de una posible pasión, no sabía por qué se había torturado tanto después del primer encuentro.
Esa noche sería la Madre Comprensiva. Ralf Hart era simplemente un hombre desesperado, como tantos millones de hombres. Si hacía bien su papel, si conseguía seguir las normas que se había marcado desde que había comenzado a trabajar en el Copacabana, no tenía por qué preocuparse. Era muy arriesgado tener a aquel hombre cerca, ahora que sentía su olor, y le gustaba, que experimentaba su roce, y le gustaba, se descubría esperándolo, y no le gustaba.
Al cabo de cuarenta y cinco minutos ya habían seguido todos los pasos, y él se dirigió al dueño de la discoteca:
—Me la llevo para el resto de la noche. Pagaré por tres clientes. El dueño se encogió de hombros y pensó de nuevo que la chica brasileña acabaría cayendo en la trampa del amor. María, a su vez, se sorprendió: no sabía que Ralf Hart conocía tan bien las reglas.
—Vayamos a mi casa.
Tal vez ésa fuese realmente la mejor decisión, pensó ella. Aunque fuese en contra de todas las recomendaciones de Milan, en este caso decidió hacer una excepción. Además de descubrir de una vez por todas si estaba o no casado, conocería la forma de vida de los pintores famosos, y un día podría escribir algo para el periódico de su pequeña ciudad, de modo que todos supiesen que, durante su período en Europa, ella había frecuentado círculos intelectuales y artísticos.
«Qué absurda disculpa», rió consigo misma.
Media hora después llegaron a un pequeño pueblo al lado de Géneve, llamado Cologny; una iglesia, la panadería, el ayuntamiento, todo en su lugar. ¡Y era realmente una casa de dos plantas, no un departamento! Primera observación: debía de tener dinero de verdad. Segunda observación: si estuviese casado, no osaría hacer aquello, porque siempre había gente mirando. Entonces, era rico y soltero.
Entraron por un hall con una escalera que conducía al segundo piso, pero siguieron recto, hasta las dos salas de la parte de atrás, que daban a un jardín. Una de ellas tenía una mesa, y las paredes estaban cubiertas de cuadros. La otra sala tenía algunos sofás, sillas, estanterías llenas de libros, ceniceros sucios, vasos que habían sido usados hace mucho tiempo y que todavía estaban allí.
—Puedo preparar un café…
María negó con la cabeza. No, no puedes preparar un café. Aún no puedes tratarme de forma diferente. Estoy desafiando mis propios demonios, haciendo exactamente todo lo contrario de lo que me prometí a mí misma. Pero vayamos con calma; hoy haré el papel de prostituta, o de amiga, o de Madre Comprensiva, aunque en mi alma yo sea una Hija que precisa cariño. Finalmente, cuando todo esté terminado, podrás prepararme un café.
—Al fondo del jardín está mi estudio, mi alma. Aquí, entre todos estos cuadros y libros, está mi cerebro, lo que pienso.
María pensó en su propia casa. No tenía un jardín al fondo. Ni libros, Simplemente los que retiraba prestados de la biblioteca, ya que no había necesidad de gastar dinero con lo que podía conseguir gratis. Tampoco había cuadros, sólo un póster del Circo Acrobático de Shangai, al que ella soñaba con ir.
Ralf trajo una botella de whisky y le ofreció.
—No, gracias.
Él se sirvió un trago, y se lo tomó todo, sin hielo, sin tiempo.
Empezó a hablar de cosas inteligentes, y por más que la conversación le interesase, ella sabía que aquel hombre tenía miedo de lo que iba a suceder, ahora que estaban a solas. María recuperaba el control de la situación.
Ralf se sirvió otro trago, y como si dijese algo sin importancia, comentó:
—Te necesito.
Una pausa. Un silencio largo. «No lo ayudes a romper este silencio, veamos cómo sigue.»
—Te necesito, María. Tienes luz, aunque pienses que todavía no crees en mí, que simplemente estoy intentando seducirte con esta conversación. No me preguntes: «¿Por qué yo? ¿Qué tengo yo de especial?». No tienes nada de especial, nada que pueda explicarme a mí mismo. Sin embargo, he ahí el misterio de la vida, no consigo pensar en otra cosa.
—No te preguntaría eso —mintió.
—Si yo buscase una explicación, diría: esta mujer ha conseguido superar el sufrimiento y lo ha transformado en algo positivo, creativo. Pero eso no basta para explicarlo todo.
Se hacía difícil escapar. Él continuó:
—¿Y yo? Con toda mi creatividad, con mis cuadros que son disputados y deseados por galerías de todo el mundo, con mi sueño realizado, con un pueblo que sabe que soy un hijo querido, con mis mujeres que jamás me cobran pensión ni cosas así, con salud, buena apariencia, todo lo que un hombre puede desear, ¿y yo? Aquí estoy, diciéndole a una mujer que conocí en un café, y con la que he pasado una sola tarde: «Te necesito». ¿Sabes lo que es la soledad?
—Sé lo que es.
—Pero no sabes qué es la soledad cuando se tiene la posibilidad de estar con todo el mundo, cuando se recibe todas las noches una invitación para una fiesta, un cóctel, un estreno de teatro. Cuando el teléfono no deja de sonar, y son mujeres a las que les encanta tu trabajo, que dicen que les gustaría mucho cenar contigo, son hermosas, inteligentes, educadas. Y algo te empuja lejos y te dice: no vayas. No te vas a divertir. Una vez más pasarás la noche entera intentando impresionarlas, gastarás tu energía demostrándote a ti mismo que eres capaz de seducir al mundo.
»Entonces me quedo en casa, entro en mi estudio, busco la luz que vi en ti, y sólo consigo verla mientras trabajo.
—¿Qué puedo darte que ya no tengas? —respondió ella, sintiéndose un poco humillada por aquel comentario sobre otras mujeres, pero recordando que, al fin y al cabo, él había pagado para tenerla a su lado.
Él bebió el tercer trago. María lo acompañó en su imaginación, el alcohol que quemaba su garganta, su estómago, que entraba en su corriente sanguínea llenándolo de valor; ella se sentía también embriagada, aunque no había bebido ni una sola gota. La voz de Ralf Hart sonó más firme.
—Está bien. No puedo comprar tu amor, pero dijiste que lo sabías todo sobre el sexo. Entonces, enséñame. O enséñame algo sobre Brasil. Cualquier cosa, siempre que pueda estar a tu lado. ¿Y ahora?
—Solamente conozco dos ciudades de mi país: aquella en la que nací y Río de Janeiro. En cuanto al sexo, no creo que pueda enseñarte nada. Tengo casi veintitrés años, tú eres sólo seis años mayor, pero sé que has vivido mucho más intensamente. Yo conozco a hombres que pagan por hacer lo que ellos quieren, no lo que yo quiero.
—Ya he hecho todo lo que un hombre puede soñar hacer con una, dos, tres mujeres al mismo tiempo. Y no sé si he aprendido mucho.
De nuevo el silencio, pero era el turno de María. Y él no la ayudó, como ella no lo había ayudado antes.
—¿Me quieres como profesional?
—Te quiero como tú quieras.
No, él no podía haber respondido eso, porque era todo lo que ella deseaba oír. De nuevo el terremoto, el volcán, la tempestad. Iba a ser imposible escapar de su propia trampa, iba a perder a ese hombre, sin haberlo tenido nunca realmente.
—Tú sabes, María. Enséñame. Tal vez eso me salve, nos salve a los dos, nos traiga de vuelta a la vida. Tienes razón, sólo tengo seis años más que tú, y, aun así, ya he vivido el equivalente a muchas vidas. Hemos pasado por experiencias completamente distintas, pero ambos estamos desesperados.
»Lo único que nos da paz es estar juntos.
¿Por qué decía esas cosas? No era posible, y, aun así, era verdad. Se habían visto sólo una vez, y ya se necesitaban el uno al otro. Imagina que siguiesen viéndose, ¡qué desastre! María era una mujer inteligente, con muchos meses de lectura y observación del género humano; tenía un propósito en la vida, pero también tenía un alma que necesitaba conocer y descubrir su «luz».
Ya se estaba cansando de ser quien era, y aunque el inminente viaje a Brasil fuese un desafío interesante, todavía no había aprendido todo lo que podía. Ralf Hart era un hombre que había aceptado desafíos, lo había aprendido todo, pero ahora le pedía a aquella chica, a aquella prostituta, a aquella Madre Comprensiva, que lo salvase. ¡Qué absurdo!
Anteriormente otros hombres se habían comportado de la misma manera ante ella. Muchos no habían conseguido tener una erección, otros querían ser tratados como niños, otros decían que les gustaría tenerla por esposa porque se excitaban al saber que su mujer había tenido muchos amantes. Aunque todavía no hubiese conocido a ninguno de los «clientes especiales», ya había descubierto el enorme universo de fantasías que habitaba el alma humana. Pero todos estaban acostumbrados a sus mundos, y nunca le habían pedido «sácame de aquí». Al contrario, querían llevarse a María consigo.
Y aunque todos esos hombres siempre la hubiesen dejado con algún dinero y sin ninguna energía, no era posible que ella no hubiese aprendido nada. Sin embargo, si alguno de ellos realmente estuviese buscando el amor, y si el sexo fuese sólo una parte de esa búsqueda, ¿cómo le gustaría que la tratasen? ¿Qué sería importante que sucediese en el primer encuentro?
¿Qué le gustaría realmente que sucediese?
—Recibir un regalo —dijo María.
Ralf Hart no entendió. ¿Regalo? Él ya le había pagado por adelantado aquella noche, en el taxi, porque conocía el ritual. ¿Qué quería decir con aquello?
María acababa de darse cuenta de que entendía, en ese minuto, lo que una mujer y un hombre tenían que sentir. Lo tomó de la mano y lo condujo hasta una de las salas.
—No vamos a subir a la habitación —dijo.
Apagó casi todas las luces, se sentó en la alfombra y le pidió que se sentase delante de ella. Se fijó en que había una chimenea.
—Enciende la chimenea.
—Pero si estamos en verano.
—Enciende la chimenea. Me has pedido que dirija nuestros pasos esta noche, y lo estoy haciendo.
Ella lo miró fijamente, esperando que él viese de nuevo su «luz». Él la vio, porque fue hasta el jardín, recogió unos troncos de madera mojados por la lluvia y puso algunos periódicos viejos para hacer que el fuego secase los troncos y los encendiese. Fue hasta la cocina para servirse más whisky, pero María lo interrumpió.
—¿Me has preguntado qué quería?
—No.
—Pues que sepas que la persona que está contigo existe. Piensa en ella. Piensa si ella desea whisky, o ginebra, o café. Pregúntale qué quiere.
—¿Qué quieres beber?
—Vino. Y me gustaría que me acompañes.
Él dejó la botella de whisky, y volvió con una de vino. A esas alturas, el fuego ya quemaba los troncos; María apagó las pocas luces que todavía estaban encendidas, dejando que sólo las llamas iluminasen el ambiente. Se comportaba como si siempre hubiese sabido que aquél era el primer paso: reconocer al otro, saber que está ahí.
Abrió el bolso y encontró un bolígrafo que había comprado en un supermercado. Cualquier cosa servía.
—Esto es para ti. Cuando lo compré, pensaba en tener algo para anotar las ideas sobre administración de haciendas. Lo he usado durante dos días, he trabajado hasta cansarme. Tiene un poco de mi sudor, de mi concentración, de mi voluntad, y ahora te lo entrego.
Depositó el bolígrafo suavemente en su mano.
—En vez de comprarte algo que te gustaría tener, te estoy dando algo que es mío, realmente mío. Un regalo. Una señal de respeto por la persona que está ante mí, pidiéndole que comprenda lo importante que es estar a su lado. Ahora tiene una pequeña parte de mí misma, que le he dado por libre y espontáneo deseo. Ralf se levantó, fue hasta una estantería y volvió con un objeto. Se lo tendió a María:
—Éste es el vagón de un tren eléctrico que yo tenía cuando era niño. No tenía permiso para jugar con él yo solo, porque mi padre decía que era caro, importado de Estados Unidos. Así pues, no tenía más remedio que esperar a que él tuviese ganas de armar el tren en medio de la sala, aunque generalmente se pasaba los domingos escuchando ópera. Por eso el tren sobrevivió a mi infancia, pero no me dio ninguna alegría. Allí tengo guardados todos los raíles, la locomotora, las casas, incluso el manual; porque yo tenía un tren que no era mío, con el cual no jugaba.
»Ojalá lo hubiese destruido como todos los demás juguetes que recibí y de los que ya ni me acuerdo, porque esta pasión por destruir forma parte del modo en que el niño descubre el mundo. Pero este tren intacto siempre me recuerda una parte de mi infancia que no viví, porque era demasiado preciosa, o demasiado trabajosa para mi padre. O tal vez porque, cada vez que armaba el tren, tenía miedo de demostrar su amor por mí.
María empezó a mirar fijamente el fuego en la chimenea. Algo estaba sucediendo, y no era el vino, ni el ambiente acogedor. Era la entrega de regalos.
Ralf también se volvió hacia el fuego. Permanecieron callados escuchando el crepitar de las llamas. Bebieron vino, como si no fuese importante decir nada, hablar de nada, hacer nada. Simplemente estar allí, el uno con el otro, mirando en la misma dirección.
—Tengo muchos trenes intactos en mi vida —dijo María, después de un rato—. Uno de ellos es mi corazón. Al igual que tú, sólo jugaba con él cuando el mundo ponía los raíles, y no siempre era el momento adecuado.
—Pero tú amaste.
—Sí, amé. Amé mucho. Amé tanto que, cuando mi amado me pidió un regalo, tuve miedo y huí.
—No entiendo.
—No hace falta. Te estoy enseñando, porque he descubierto algo que no sabía. El regalo, la entrega de algo que es tuyo. Dar antes de pedir algo que sea importante. Tú tienes mi tesoro: el bolígrafo con el que he escrito algunos de mis sueños. Yo tengo tu tesoro: el vagón de tren, parte de la infancia que no viviste.
»Yo ahora llevo conmigo parte de tu pasado, y tú guardas un poco de mi presente. Qué bien.
Dijo todo eso sin pestañear, sin extrañarse, como si supiese hace mucho tiempo que ésa era la mejor y la única manera de comportarse. Se levantó con suavidad, tomó su chaqueta del perchero y le dio un beso en la mejilla. Ralf Hart, en ningún momento, hizo ademán de levantarse de donde estaba, hipnotizado por el fuego, posiblemente pensando en su padre.
—Nunca he entendido muy bien por qué guardaba ese vagón. Hoy ha quedado claro: para dártelo una noche con la chimenea encendida. Ahora esta casa es más ligera.
Él dijo que, al día siguiente, donaría el resto de los raíles, la locomotora, las pastillas que imitaban el humo, a algún orfanato.
—Tal vez hoy este tren sea una rareza que ya no se fabrica y valga mucho dinero —advirtió María, para luego arrepentirse. No se trataba de eso, sino de librarse de algo todavía más caro para nuestro corazón.
Antes de volver a decir algo que no encajaba en aquel momento, volvió a darle un beso en la mejilla y se dirigió a la puerta. Él todavía seguía observando el fuego, ella le pidió, delicadamente, que fuese a abrirla.
Ralf se levantó y ella le explicó que, aunque le alegrase verlo observando el fuego, los brasileños tienen una extraña superstición: cuando visitan a alguien por primera vez, no pueden abrir la puerta al salir, porque si lo hacen, jamás volverán a aquella casa.
—Y yo quiero volver.
—Aunque no nos hayamos quitado la ropa y yo no haya entrado dentro de ti, ni siquiera te haya tocado, hemos hecho el amor.
Ella rió. Él se ofreció a llevarla a casa, pero María lo rechazó.
—Iré a verte mañana al Copacabana.
—No lo hagas. Espera una semana. He aprendido que esperar es la parte más difícil, y también quiero acostumbrarme a eso; saber que tú estás conmigo, aunque no estés a mi lado.
Anduvo de nuevo por el frío y por la oscuridad de la noche, como había hecho tantas otras veces en Géneve; normalmente esas caminatas estaban asociadas con tristeza, soledad, ganas de volver a Brasil, nostalgia de la lengua que no hablaba hacía tanto tiempo, cálculos financieros, horarios.
Hoy, sin embargo, caminaba para encontrarse a sí misma, encontrar a aquella mujer que, durante cuarenta minutos estuvo ante el fuego con un hombre, y estaba llena de luz, de sabiduría, de experiencia, de encanto. Había visto el rostro de esa mujer algún tiempo atrás, cuando paseaba por el lago pensando si debía o no dedicarse a una vida que no era la suya; aquella tarde había sonreído de un modo muy triste. Había visto su rostro por segunda vez en un lienzo doblado, y ahora sentía de nuevo su presencia. Tomó un taxi después de mucho tiempo al ver que aquella presencia mágica se había ido y la había dejado sola como siempre.
Entonces era mejor no pensar en el asunto para no estropearlo, para no dejar que la ansiedad sustituyese todo aquello de bueno que acababa de vivir. Si aquella otra María existía de verdad, volvería en el momento adecuado.
Fragmento del diario de María escrito la noche en que recibió el vagón de tren:
El deseo profundo, el deseo más real es aquél de acercarse a alguien. A partir de ahí, comienzan las reacciones, el hombre y la mujer entran en juego, pero lo que sucede antes, la atracción que los unió, es imposible de explicar. Es el deseo intacto, en estado puro. Cuando el deseo todavía está en ese estado puro, hombre y mujer se apasionan por la vida, viven cada momento con veneración y, conscientemente, esperan siempre el momento adecuado para celebrar la siguiente bendición.
Así, las personas no tienen prisa, no precipitan los acontecimientos con acciones inconscientes. Saben que lo inevitable se manifestará, que lo verdadero siempre encuentra una manera de mostrarse. Cuando llega el momento, no dudan, no pierden una oportunidad, no dejan pasar ningún momento mágico porque respetan la importancia de cada segundo.