Estaba atemorizada. Empezaba a notar que, después de tanto autocontrol, la presión, el terremoto, el volcán de su alma daba señales de explotar, y a partir del momento en que eso sucediese, ya no podría controlar sus sentimientos. ¿Quién era aquel aprendiz de artista, que podía estar mintiendo respecto de su vida, con quien no había pasado más que unas horas, que no la había tocado, que no había intentado seducirla (podía haber algo peor que eso)?

¿Por qué su corazón daba señales de alarma? Porque creía que él sentía lo mismo, pero, claro, estaba muy equivocada. Ralf Hart quería encontrar a la mujer capaz de despertar el fuego que estaba casi apagado; quería convertirla en su gran diosa del sexo, con una «luz especial» (y en eso había sido sincero), dispuesta a tomarlo de la mano y mostrarle el camino de vuelta a la vida. No podía imaginar que María sentía el mismo desinterés, que tenía sus propios problemas (incluso después de tantos hombres, no había conseguido alcanzar un orgasmo durante la penetración), que había hecho planes aquella mañana y que había organizado una vuelta triunfal a su tierra.

¿Por qué pensaba en él? ¿Por qué pensaba en alguien que en ese preciso momento podía estar pintando a otra mujer, diciéndole que tenía una «luz especial», que podía ser su diosa del sexo? «Pienso en él porque pude hablar.»

¡Qué ridículo! ¿Pensaba también en la bibliotecaria? No. ¿Pensaba en Nyah, la filipina, la única de todas las mujeres del Copacabana con quien podía compartir un poco sus sentimientos? No, no pensaba en ellas. Y eran personas con las que había estado muchas veces, y con las que se sentía cómoda.

Intentó desviar su atención hacia el calor que hacía, o hacia el supermercado que no consiguió visitar el día anterior. Le escribió una larga carta a su padre, llena de detalles con respecto al terreno que le gustaría comprar, eso pondría a su familia contenta. No precisó la fecha de vuelta, pero dio a entender que sería pronto. Durmió, despertó, durmió de nuevo, volvió a despertar. Descubrió que el libro sobre haciendas era muy bueno para los suizos, pero no servía para los brasileños, los mundos eran completamente distintos.

Durante la tarde vio que el terremoto, el volcán, la presión disminuía. Estaba más relajada; ya había experimentado en otras ocasiones este tipo de pasión súbita, y desaparecía siempre al día siguiente (qué bien, su universo seguía siendo el mismo). Tenía una familia que la amaba, un hombre que la esperaba, y que ahora le escribía con mucha frecuencia, contándole que la tienda de tejidos estaba creciendo. Aunque decidiese tomar el avión aquella misma noche, tenía el dinero suficiente para, por lo menos, comprar un solar. Había sobrevivido a la peor parte, la barrera de la lengua, la soledad, el primer día en el restaurante con el árabe, la manera de convencer a su alma para que no se quejase de lo que hacía con su cuerpo. Sabía muy bien cuál era su sueño, y estaba dispuesta a todo por él. Y este sueño no incluía a un hombre; por lo menos, no incluía a hombres que no hablasen su lengua materna y que no viviesen en su ciudad.

Cuando el terremoto se calmó, María entendió que parte de la culpa era suya, porque no había dicho en aquel momento: «Yo estoy sola, soy tan miserable como tú, ayer viste mi “luz” y fue la primera cosa bonita y sincera que un hombre me ha dicho desde que llegué aquí».

En la radio sonaba una vieja canción: «Mis amores mueren incluso antes de nacer». Sí, ése era su caso, su destino.