Pasaron otros tres meses, el otoño llegó, y llegó también finalmente la fecha marcada en el calendario: noventa días para el viaje de vuelta. Todo había pasado tan de prisa y tan lentamente, pensó ella, descubriendo que el tiempo corría en dos dimensiones diferentes según su estado de espíritu; pero, en cualquier caso, su aventura estaba llegando al final. Podría continuar, está claro, pero no olvidaba la sonrisa triste de la mujer invisible que la había acompañado por el paseo alrededor del lago diciéndole que las cosas no eran así de simples. Por más que estuviese tentada de continuar, por más preparada que estuviese para los desafíos que habían surgido en su camino, todos esos meses conviviendo sólo consigo misma le habían enseñado que hay un momento para dejarlo todo. Dentro de noventa días volvería al interior de Brasil, compraría una pequeña hacienda (después de todo, había ganado más de lo que esperaba), algunas vacas (brasileñas, no suizas), invitaría a su padre y a su madre a vivir con ella, contrataría a dos empleados y la pondría a funcionar.

Aunque creyese que el amor es la verdadera experiencia de la libertad, y que nadie puede poseer a otra persona, todavía alimentaba sus secretos deseos de venganza, y parte de ellos era su retorno triunfal a Brasil. Después de montar su hacienda, iría hasta la ciudad, pasaría por el banco donde trabajaba el chico que había salido con su mejor amiga y haría un gran ingreso en efectivo.

«Hola, ¿cómo estás? ¿No me reconoces?», preguntaría él. Ella fingiría un gran esfuerzo de memoria, y acabaría diciendo que no, que llevaba un año entero en EU-RO-PA (pronunciar bien despacio, para que todos sus compañeros escuchen); mejor dicho, en SUI-ZA (sonaría más exótico y más aventurero que Europa), donde están los mejores bancos del mundo.

¿Quién era? Él mencionaría los tiempos del colegio. Ella diría: «Ah… creo que ya me acuerdo», pero poniendo cara de quien no se acuerda. Ya está, la venganza estaba consumada, después había que seguir trabajando, y cuando el negocio fuese como preveía, podría dedicarse a aquello que más le importaba en la vida: descubrir a su verdadero amor, el hombre que la había esperado todos esos años, pero que todavía no había tenido la oportunidad de conocer.

María resolvió olvidar para siempre la idea de escribir un libro con el título de Once minutos. Ahora tenía que concentrarse en la hacienda, en los planes para el futuro, o acabaría retrasando su viaje, un riesgo fatal.

Aquella tarde salió a visitar a su mejor y única amiga, la bibliotecaria. Le pidió un libro sobre economía y administración de haciendas. La bibliotecaria le confesó:

—¿Sabes? Hace algunos meses, cuando viniste en busca de títulos sobre sexo, llegué a temer por tu destino. Son muchas las chicas bonitas que se dejan llevar por la ilusión del dinero fácil, y se olvidan de que un día serán viejas y ya no tendrán la oportunidad de encontrar al hombre de sus vidas.

—¿Se refiere a la prostitución?

—Una palabra muy fuerte.

—Como ya le he dicho, trabajo en una empresa de importación y exportación de carne. Sin embargo, si tuviese la oportunidad de prostituirme, ¿serían las consecuencias tan graves si parase en el momento justo? Después de todo, ser joven también significa hacer cosas equivocadas.

—Todos los drogadictos dicen lo mismo; basta con saber cuándo parar. Pero nadie para.

—Debe de haber sido usted muy bonita, nacida en un país que respeta a sus habitantes. ¿Ha sido eso suficiente para sentirse feliz?

—Estoy orgullosa de cómo superé mis obstáculos.

¿Debía continuar la historia? Bueno, aquella chica necesitaba aprender algo sobre la vida.

—Tuve una infancia feliz, estudié en uno de los mejores colegios de Berna, vine a trabajar a Genéve y me casé con un hombre que amaba. Lo hice todo por él, él también lo hizo todo por mí, el tiempo pasó, y llegó la jubilación. Cuando se vio libre para emplear su tiempo en todo lo que le apetecía, sus ojos se volvieron tristes, porque tal vez, en toda su vida, jamás pensó en sí mismo. Nunca discutimos seriamente, no tuvimos grandes emociones, él jamás me traicionó ni me faltó al respeto en público. Vivimos una vida normal pero tan normal que sin trabajo él se sintió inútil, sin importancia, y murió un año después, de cáncer.

Le estaba contando la verdad, pero podía influir de manera negativa en la chica.

—En cualquier caso, es mejor una vida sin sorpresas —concluyó—. Tal vez mi marido se habría muerto antes, de no ser así.

María salió decidida a investigar sobre haciendas. Como tenía la tarde libre, resolvió pasear un poco, y se fijó, en la parte alta de la ciudad, en una pequeña placa amarilla con un sol y una inscripción: «Camino de Santiago». ¿Qué era aquello? Como había un bar del otro lado de la calle, y como había aprendido a preguntar todo lo que no sabía, decidió entrar e informarse.

—No tengo ni idea —dijo la chica de detrás de la barra.

Era un lugar elegante, y el café costaba tres veces más de lo normal. Pero como tenía dinero, y ya que estaba allí, pidió un café, y resolvió dedicar las horas siguientes a aprenderlo todo sobre administración de haciendas. Abrió el libro con entusiasmo, pero no consiguió concentrarse en la lectura, era aburridísimo. Sería mucho más interesante hablar con alguno de sus clientes al respecto, ellos siempre sabían la mejor manera de administrar el dinero. Pagó el café, se levantó, dio las gracias a la chica que la atendió, dejó una buena propina (había creado una superstición al respecto, si daba mucho, recibiría también mucho), caminó en dirección a la puerta y, sin darse cuenta de la importancia de aquel momento, oyó la frase que cambiaría para siempre sus planes, su futuro, su hacienda, su idea de felicidad, su alma de mujer, su actitud de hombre, su lugar en el mundo:

—Espera un momento.

Miró sorprendida hacia un lado. Aquello era un bar respetable, no era el Copacabana, donde los hombres tienen derecho a decir eso, aunque las mujeres puedan responder: «Me voy, y tú no vas a impedírmelo».

Se preparaba para ignorar el comentario, pero su curiosidad fue más fuerte, y se volvió en dirección a la voz. Lo que vio fue una escena extraña: un hombre de aproximadamente treinta años (¿o acaso debía pensar «un chico de aproximadamente treinta años»? Su mundo había envejecido muy de prisa), de pelo largo, arrodillado en el suelo, con varios pinceles diseminados a su lado, dibujando a un señor, sentado en una silla, con un vaso de anís a su lado. No se había fijado en ellos al entrar.

—No te vayas. Estoy terminando este retrato y me gustaría pintarte a ti también.

María respondió, y al responder creó el lazo que faltaba en el universo:

—No me interesa.

—Tienes luz. Déjame por lo menos hacer un esbozo.

¿Qué era un esbozo? ¿Qué era «luz»? No dejaba de ser una mujer vanidosa, ¡imagina tener un retrato pintado por alguien que parecía serio! Empezó a delirar: ¿y si era un pintor famoso? ¡Ella sería inmortalizada para siempre en un lienzo! ¡Expuesta en París, o en Salvador de Bahía! ¡Un mito!

Por otro lado, ¿qué hacía aquel hombre, con todo aquel desorden a su alrededor, en un bar tan caro y posiblemente bien frecuentado?

Adivinando su pensamiento, la chica que servía a los clientes dijo bajito:

—Es un artista muy conocido.

Su intuición no había fallado. María procuró controlarse y mantener la sangre fría.

—Viene aquí de vez en cuando y siempre trae a un cliente importante. Dice que le gusta el ambiente, que lo inspira; está haciendo un cuadro con la gente que representa a la ciudad, fue un encargo del ayuntamiento.

María miró al hombre que estaba siendo pintado. De nuevo la camarera leyó su pensamiento.

—Es un químico que ha hecho un descubrimiento revolucionario. Ha ganado el Premio Nobel.

—No te vayas —repitió el pintor—. Acabo dentro de cinco minutos. Pide lo que quieras y que lo pongan en mi cuenta.

Como hipnotizada por la orden, María se sentó en el bar, pidió un cóctel de anís (como no acostumbraba a beber, lo único que se le ocurrió fue imitar al tal premio Nobel), y esperó mientras miraba trabajar al hombre. «No represento a la ciudad, debe de estar interesado en otra cosa. Pero no es mi tipo», pensó automáticamente, repitiendo lo que siempre decía para sí misma desde que había empezado a trabajar en el Copacabana; era su tabla de salvación y su renuncia voluntaria a las trampas del corazón.

Una vez que estaba eso claro, no le costaba nada esperar un poco, tal vez la chica de la barra tuviese razón y aquel hombre podría abrirle las puertas de un mundo que no conocía, pero con el que siempre había soñado: al fin y al cabo, ¿no había pensado seguir la carrera de modelo?

Permaneció observando la agilidad y la rapidez con las que él concluía su trabajo, por lo visto era un lienzo muy grande, pero estaba completamente doblado, y ella no podía ver los demás rostros allí retratados. ¿Y si ahora tuviese una segunda oportunidad? El hombre —había decidido que era «hombre» y no «chico», porque si no comenzaría a sentirse demasiado vieja para su edad— no parecía de los que hacen esa proposición sólo para pasar una noche con ella. Cinco minutos después, conforme había prometido, él había terminado su trabajo, mientras María se concentraba en Brasil, en su futuro brillante y en su absoluta falta de interés por conocer gente nueva que pudiese poner todos sus planes en peligro.

—Gracias, ya puede cambiar de posición —le dijo el pintor al químico, que pareció despertar de un sueño.

Y girándose hacia María, dijo sin rodeos:

—Colócate en aquella esquina, y ponte cómoda. La luz es perfecta.

Como si ya todo estuviese planeado por el destino, como si fuese lo más natural del mundo, como si siempre hubiese conocido a aquel hombre, o hubiese vivido aquel momento en sueños y ahora supiese qué hacer en la vida real, María tomó su vaso de anís, el bolso, los libros sobre administración de haciendas, y se dirigió al lugar indicado por el pintor, una mesa cerca de la ventana. Él recogió los pinceles, el lienzo grande, una serie de pequeños frascos llenos de tinta de diversos colores, un paquete de cigarrillos, y se arrodilló a sus pies.

—Mantén siempre la misma posición.

—Eso es mucho pedir; mi vida está en constante movimiento. —Era una frase que consideraba brillante, pero él no le prestó la menor atención. María, procurando mantener la naturalidad, porque la mirada de aquel hombre la hacía sentirse muy incómoda, señaló el lado de fuera de la ventana, donde se veía la calle y la placa:

—¿Qué es «Camino de Santiago»?

—Una ruta de peregrinación. En la Edad Media, personas venidas de toda Europa pasaban por esta calle en dirección a una ciudad de España, Santiago de Compostela.

Él dobló una parte del lienzo y preparó los pinceles. María seguía sin saber muy bien qué hacer.

—¿Quieres decir que, si sigo esta calle, llegaré a España? —Dentro de dos o tres meses. Pero ¿puedo pedirte un favor? Permanece en silencio; esto no dura más de diez minutos. Y quita el paquete de la mesa.

—Son libros —respondió ella, con una cierta dosis de irritación por el tono autoritario de la petición. Quería que él supiese que estaba ante una mujer culta, que gastaba su tiempo en bibliotecas, no en tiendas. Pero él mismo tomó el paquete y lo puso en el suelo, sin ningún tipo de ceremonia.

No había conseguido impresionarlo. De hecho, no tenía la menor intención de impresionarlo, estaba fuera de su horario de trabajo, guardaría la seducción para más tarde, con hombres que pagaban bien por su esfuerzo. ¿Por qué intentar relacionarse con aquel pintor, que tal vez no tuviese dinero ni para invitarla a un café? Un hombre de treinta años no debe llevar el pelo largo, queda ridículo. ¿Por qué creía que no tenía dinero? La chica del bar había dicho que era una persona conocida, ¿o acaso era el químico el que era famoso? Se fijó en su ropa, pero no le decía mucho; la vida le había enseñado que hombres vestidos displicentemente, como era su caso, parecían siempre tener más dinero que los que usaban traje y corbata.

«¿Qué hago pensando en este hombre? Lo que me interesa es el cuadro.»

Diez minutos no era un precio muy alto por la oportunidad de hacerse inmortal en una pintura. Vio que él la estaba pintando al lado del químico premiado, y empezó a preguntarse si iba a pedirle algún tipo de pago al final.

—Gira la cabeza hacia la ventana.

Una vez más, María obedeció sin preguntar nada, lo que no formaba en absoluto parte de su carácter. Se puso a mirar a las personas que pasaban, la placa del camino, imaginando que aquella calle llevaba allí muchos siglos, una ruta que había sobrevivido al progreso, a los cambios del mundo, a los propios cambios del hombre. Tal vez fuese un buen presagio; aquel cuadro podía tener el mismo destino, estar en un museo dentro de quinientos años.

Él empezó a dibujar y, a medida que el trabajo progresaba, ella iba perdiendo la alegría inicial y empezó a sentirse insignificante. Al entrar en aquel bar, era una mujer segura de sí misma, capaz de tomar una decisión muy difícil, abandonar un trabajo que le daba dinero para aceptar un desafío todavía más difícil, dirigir una hacienda en su tierra. Ahora, parecía haber vuelto la sensación de inseguridad ante el mundo, cosa que una prostituta jamás se puede permitir el lujo de sentir.

Finalmente acabó descubriendo la razón de su incomodidad: por primera vez en muchos meses alguien no la veía como un objeto, ni como una mujer, sino como algo que no conseguía entender, aunque la definición más próxima fuese «él está viendo mi alma, mis miedos, mi fragilidad, mi incapacidad para luchar con un mundo que yo finjo dominar, pero del que no sé nada».

Ridículo, continuaba delirando.

—Me gustaría que…

—Por favor, no hables —dijo el hombre—. Estoy viendo tu luz.

Nunca nadie le había dicho eso. «Estoy viendo tus senos duros», «estoy viendo tus muslos bien torneados», «estoy viendo esa belleza exótica de los trópicos», o, como mucho, «estoy viendo que quieres salir de esta vida, ¿por qué no me das una oportunidad y alquilo un departamento para ti?». Éstos eran los comentarios que acostumbraba a oír pero… ¿tu luz? ¿Acaso se refería al atardecer?

—Tu luz personal —completó él, dándose cuenta de que ella no había entendido nada.

Luz personal. Bien, nadie podía estar más lejos de la realidad que aquel inocente pintor, que incluso con sus posibles treinta años no había aprendido nada de la vida. Como todo el mundo sabe, las mujeres maduran mucho más de prisa que los hombres, y María, aunque no se pasase las noches en vela pensando en conflictos filosóficos, al menos una cosa sí sabía: no poseía aquello que el pintor llamaba «luz» y que ella interpretaba como un «brillo especial». Era una persona como todas las demás, sufría su soledad en silencio, intentaba justificar todo lo que hacía, fingía ser fuerte cuando se sentía muy débil, fingía ser débil cuando se sentía fuerte, había renunciado a cualquier pasión en nombre de un trabajo peligroso; pero ahora, ya cerca del final, tenía planes para el futuro y arrepentimientos en el pasado, y una persona así no tiene ningún «brillo especial». Aquello debía de ser simplemente una manera de mantenerla callada y satisfecha por permanecer allí, inmóvil, haciendo el papel de boba.

«Luz personal. Podría haber escogido otra cosa, como “tu perfil es bonito”.»

¿Cómo entra luz en una casa? Si las ventanas están abiertas. ¿Cómo entra luz en una persona? Si la puerta del amor está abierta. Y, definitivamente, la suya no lo estaba. Debía de ser un pésimo pintor, no entendía nada.

—He terminado —dijo él, y empezó a recoger sus enseres. María no se movió. Tenía ganas de pedirle que le dejase ver el cuadro, pero al mismo tiempo eso podía significar una falta de educación, no confiar en lo que él había hecho. La curiosidad, sin embargo, habló más alto. Ella se lo pidió, él aceptó.

Sólo había dibujado su rostro; se parecía a ella, pero si algún día hubiese visto aquel cuadro sin conocer a la modelo, habría dicho que era alguien mucho más fuerte, llena de una «luz» que ella no conseguía ver reflejada en el espejo.

—Mi nombre es Ralf Hart. Si quieres, puedo invitarte a otra copa.

—No, gracias.

Por lo visto, el encuentro ahora caminaba de la manera tristemente prevista: el hombre intentaba seducir a la mujer.

—Por favor, otros dos vasos de anís —pidió, sin dar importancia al comentario de María.

¿Qué tenía que hacer? Leer un aburrido libro sobre administración de haciendas. Caminar, como ya había hecho otras tantas veces, por la orilla del lago. O charlar con alguien que había visto en ella una luz que desconocía, justamente en la fecha marcada en el calendario para el comienzo del fin de su «experiencia».

—¿Qué haces?

Ésta era la pregunta que no quería oír, que le había hecho evitar muchas citas cuando, por una razón o por otra, alguien se acercaba a ella (lo que ocurría raramente en Suiza, dada la naturaleza discreta de sus habitantes). ¿Cuál sería la respuesta posible?

—Trabajo en una discoteca.

Ya está. Un enorme peso desapareció de su espalda, y se alegró por todo lo que había aprendido desde su llegada a Suiza; preguntar (¿qué son los kurdos? ¿Qué es el Camino de Santiago?) y responder (trabajo en una discoteca) sin importarle lo que pensaran.

—Creo que te he visto antes.

María presintió que él quería ir más lejos, y saboreó su pequeña victoria; el pintor que minutos antes le daba órdenes, que parecía absolutamente seguro de lo que quería, ahora volvía a ser un hombre como los demás, inseguro ante una mujer que no conoce.

—¿Y esos libros?

Ella se los enseñó. Administración de haciendas. El hombre pareció sentirse más inseguro aún.

—¿Trabajas en sexo?

Él se había arriesgado. ¿Acaso se vestía como una prostituta? En cualquier caso, tenía que ganar tiempo. Se estaba probando a sí misma, aquello empezaba a ser un juego interesante, no tenía absolutamente nada que perder.

—¿Por qué los hombres sólo piensan en eso? Él volvió a meter los libros en la bolsa.

—Sexo y administración de haciendas. Dos cosas muy aburridas.

¿Qué? De repente, se sentía desafiada. ¿Cómo podía hablar tan mal de su profesión? Bien, él todavía no sabía en qué trabajaba ella, simplemente se arriesgaba con una suposición, pero no podía dejarlo sin respuesta.

—Pues yo pienso que no hay nada más aburrido que la pintura; algo detenido, un movimiento que fue interrumpido, una fotografía que jamás es fiel al original. Algo muerto, por lo que ya nadie se interesa, aparte de los pintores, gente que se cree importante, culta, y que no ha evolucionado como el resto del mundo. ¿Has oído hablar de Joan Miró? Yo no, sólo a un árabe en un restaurante, y eso no cambió absolutamente nada en mi vida.

No sabía si había ido demasiado lejos, porque llegaron las bebidas, y la conversación fue interrumpida. Ambos permanecieron sin decir palabra durante un rato. María pensó que ya era hora de irse, y tal vez Ralf Hart hubiese pensado lo mismo. Pero allí estaban aquellos dos vasos llenos de aquella bebida horrorosa, y eso era un pretexto para seguir juntos.

—¿Por qué los libros sobre haciendas?

—¿Qué quieres decir?

—He estado en la rue de Berne. Después de decirme dónde trabajabas, recordé que ya te había visto antes: en aquella discoteca cara. Sin embargo, mientras te pintaba, no me di cuenta: tu «luz» era muy fuerte.

María sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Por primera vez sintió vergüenza de lo que hacía, aunque no tuviese la menor razón para ello; trabajaba para sustentarse ella y su familia. Era él el que debería sentir vergüenza de ir a la rue de Berne; de un momento a otro, todo aquel posible encanto había desaparecido.

—Escucha, Ralf Hart, aunque sea brasileña, hace nueve meses que vivo en Suiza. Y he aprendido que los suizos son discretos porque viven en un país muy pequeño, casi todos se conocen, como acabamos de ver, razón por la cual nadie pregunta por la vida de los demás. Tu comentario ha sido impropio y muy poco delicado, pero si tu objetivo era humillarme para sentirte mejor, estás perdiendo el tiempo. Gracias por el licor de anís, que es horroroso, pero que voy a tomar hasta el final. Y después voy a fumarme un cigarrillo. Y finalmente, me levantaré y me marcharé. Pero tú puedes salir en este momento, ya que no es bueno para los pintores famosos sentarse a la misma mesa que una prostituta. Porque es eso lo que soy, ¿sabes? Una prostituta. Sin ninguna culpa, de los pies a la cabeza, de arriba abajo, una prostituta. Y ésta es mi virtud: no engañar, ni a mí misma ni a ti. Porque no vale la pena, no mereces ni una mentira. ¿Te imaginas si el químico famoso, al otro lado del restaurante, descubriese quién soy?

Ella empezó a levantar la voz:

—¡Una prostituta! ¿Y sabes qué más? ¡Eso me hace libre, saber que me marcho de esta maldita tierra exactamente dentro de noventa días, cargada de dinero, mucho más culta, capaz de escoger un buen vino, con la bolsa repleta de fotos que saqué en la nieve y entendiendo la naturaleza de los hombres!

La chica del bar escuchaba, asustada. El químico parecía no prestar atención. Pero tal vez fuese el alcohol, tal vez la sensación de que pronto sería otra vez una mujer de pueblo, tal vez la gran alegría de poder decir en qué trabajaba y reírse de las reacciones de sorpresa, de las miradas de crítica, de los gestos de escándalo.

—¿Has entendido bien, Ralf Hart? De arriba abajo, de los pies a la cabeza, ¡soy una prostituta, y ésa es mi cualidad, mi virtud!

Él no dijo nada. Ni se movió. María sintió que su confianza volvía.

—Y tú eres un pintor que no entiende a sus modelos. Tal vez el químico sentado allí, distraído, durmiendo, sea realmente un ferroviario, y el resto de las personas de tu cuadro sean siempre aquello que no son. Si no fuese así, jamás habrías dicho que puedes ver una «luz especial» en una mujer que, como has descubierto durante la pintura, ¡NO ES MÁS QUE UNA PROS-TI-TU-TA!

Las palabras finales fueron pronunciadas lentamente, en voz alta. El químico despertó, y la chica del bar trajo la cuenta.

—No tiene nada que ver con la prostituta, sino con la mujer que eres. —Ralf ignoró la cuenta, y también respondió lentamente, pero en voz baja—. Tienes brillo. La luz que viene de la fuerza de voluntad, de alguien que sacrifica cosas importantes en nombre de otras que juzga todavía más importantes. Los ojos, esa luz se manifiesta en los ojos.

María se sintió desarmada; él no había aceptado su provocación. Quiso creer que deseaba seducirla y nada más. Le estaba prohibido pensar —por lo menos en los próximos noventa días— que existen hombres interesantes sobre la faz de la tierra.

—¿Ves este licor de anís? —continuó él—. Pues tú ves simplemente un licor de anís. Yo, sin embargo, como necesito entrar en lo que hago, veo la planta de donde nació, las tempestades a las que esa planta se enfrentó, la mano que recogió los granos, el viaje en barco desde otro continente hasta aquí, los olores y colores que esa planta, antes de ser puesta en alcohol, dejó que la tocasen y que formasen parte de ella. Si algún día yo pintase esta escena, pintaría todo eso, aunque, al mirar el cuadro, tú creyeses que estabas ante un simple licor de anís.

»De la misma manera, mientras mirabas la calle y pensabas —porque sé que lo pensabas— en el Camino de Santiago, yo pinté tu infancia, tu adolescencia, tus sueños deshechos en el pasado, tus sueños en el futuro, tu voluntad, que es lo que más me intriga. Cuando viste el cuadro…

María bajó la guardia, sabiendo que sería muy difícil levantarla de allí en adelante.

—Yo vi esa luz…

»… aunque allí hubiese una mujer que sólo se parece a ti.

De nuevo, el incómodo silencio. María miró el reloj.

—Tengo que irme dentro de unos minutos. ¿Por qué dijiste que el sexo era aburrido?

—Tú debes de saberlo mejor que yo.

—Yo lo sé porque trabajo en eso. Hago lo mismo todos los días. Pero tú eres un hombre de treinta años…

—Veintinueve…

—… Joven, atractivo, famoso, que todavía debería estar interesado en estas cosas, y que no necesita ir a la rue de Berne para conseguir compañía.

—Sí que lo necesita. Me he acostado con alguna de tus colegas, no porque tuviese problemas para conseguir compañía. Mi problema es conmigo mismo.

María sintió un poco de celos, y se asustó. Ahora entendía que realmente tenía que irse.

—Era mi última tentativa. Ahora he desistido —dijo Ralf, empezando a reunir el material diseminado por el suelo.

—¿Tienes algún problema físico?

—Ninguno. Simplemente, desinterés. No era posible.

—Paga la cuenta. Vamos a caminar. En realidad, creo que mucha gente siente lo mismo, pero nadie lo dice, está bien charlar con alguien tan sincero.

Salieron por el Camino de Santiago, era una subida y una bajada que terminaba en el río, que terminaba en el lago, que terminaba en las montañas, que terminaba en un remoto lugar de España. Pasaron junto a gente que volvía de comer, madres con sus cochecitos de bebé, turistas que sacaban fotos del hermoso chorro de agua en el medio del lago, mujeres musulmanas con la cabeza cubierta por un pañuelo, chicos y chicas haciendo jogging, todos peregrinos en busca de esa ciudad mitológica, Santiago de Compostela, que tal vez ni siquiera existía, que tal vez era una leyenda en la que la gente necesita creer para darle sentido a su vida. En el camino recorrido por tanta gente, hace tanto tiempo, también andaban aquel hombre de pelo largo cargando una pesada mochila llena de pinceles, tintas, lienzos, y una chica con una bolsa llena de libros sobre administración de haciendas. A ninguno de los dos se le ocurrió preguntar por qué hacían aquella peregrinación juntos; era lo más normal del mundo, él lo sabía todo sobre ella, aunque ella no supiese nada sobre él.

Y por eso resolvió preguntar, ahora lo preguntaba todo. Al principio él se hizo el tímido, pero ella sabía cómo conseguir cualquier cosa de un hombre, y él acabó contando que se había casado dos veces (¡récord para tener veintinueve años!), que había viajado mucho, había conocido reyes, actores famosos, fiestas inolvidables… Había nacido en Géneve, había vivido en Madrid, Amsterdam, Nueva York, y en una ciudad del sur de Francia llamada Tarbes, que no estaba en ninguna ruta turística importante, pero que a él le encantaba por su proximidad a las montañas Y por el calor en el corazón de sus habitantes. Su talento había sido descubierto cuando tenía veinte años, cuando un gran marchante de arte había ido a comer, por casualidad, a un restaurante japonés de su ciudad natal, decorado con sus trabajos. Había ganado mucho dinero, era joven, estaba sano, podía hacer cualquier cosa, ir a cualquier lugar, quedarse con quien deseara, ya había vivido todos los placeres que un hombre puede vivir, hacía lo que le gustaba, y sin embargo, a pesar de todo aquello, fama, dinero, mujeres, viajes, era un hombre infeliz que sólo tenía una alegría en la vida: el trabajo.

—¿Te han hecho sufrir las mujeres? —preguntó ella, dándose cuenta en seguida de que era una pregunta idiota, probablemente escrita en un manual sobre Todas las cosas que las mujeres deben saber para conquistar a un hombre..

—Nunca me han hecho sufrir. Fui muy feliz en mis dos matrimonios. Fui traicionado y traicioné como cualquier pareja normal. Sin embargo, después de pasado algún tiempo, ya no me interesaba el sexo. Continuaba amando, sintiendo la falta de compañía, pero el sexo… ¿por qué estamos hablando de sexo?

—Porque, como tú mismo has dicho, yo soy una prostituta.

—Mi vida no tiene gran interés. Soy un artista que consiguió tener éxito siendo joven, lo cual es raro, y en pintura, rarísimo. Que hoy en día puede pintar cualquier tipo de cuadro, y valdrá un buen dinero, aunque los críticos se pongan furiosos, creyendo que sólo ellos saben lo que es el «arte». Una persona de la que todos creen que tiene respuesta para todo, y cuanto más callado estoy, más inteligente me consideran.

Él continuó contando su vida: todas las semanas lo invitaban a algún acto, en algún lugar del mundo. Tenía un agente que vivía en Barcelona, ¿sabía dónde estaba? Sí, María lo sabía, estaba en España. El agente se ocupaba de todo lo relacionado con dinero, invitaciones, exposiciones, pero jamás lo presionaba para hacer nada que él no quisiese, ya que, después de muchos años de trabajo, habían conseguido una cierta estabilidad en el mercado.

—¿Es una historia interesante? —su voz denotaba una ligera inseguridad.

—Yo diría que es una historia muy diferente. A mucha gente le gustaría estar en tu piel.

Ralf quiso saber cosas de María.

—Yo soy tres, dependiendo de la persona que me busca. La Niña Ingenua, que mira al hombre con admiración, y finge estar impresionada con sus historias de poder y de gloria. La Mujer Fatal, que ataca a aquellos que se sienten más inseguros, pero que al reaccionar así, tomando el control de la situación, hace que se sientan más cómodos, porque ellos no tienen que preocuparse por nada más.

»Y, finalmente, la Madre Comprensiva, que cuida de los que necesitan consejo y escucha, con aire de quien lo comprende todo, historias que le entran por un oído y le salen por el otro. ¿A cuál de las tres quieres conocer?

—A ti.

María se lo contó todo, porque necesitaba contarlo, era la primera vez que lo hacía, desde que había salido de Brasil. Al final, descubrió que, a pesar de su empleo poco convencional, no había sucedido nada demasiado emocionante aparte de la semana en Río y del primer mes en Suiza. Todo era casa, trabajo, casa, trabajo, y nada más.

Cuando terminó, estaban de nuevo sentados en un bar, esta vez al otro lado de la ciudad, lejos del Camino de Santiago, cada cual pensando en lo que el destino había reservado para el otro.

—¿Falta algo? —preguntó ella—. Cómo decir «hasta luego».

Sí. Porque no había sido una tarde como las demás. María se sentía angustiada, tensa, por haber abierto una puerta y no saber cómo cerrarla.

—¿Cuándo podré ver el lienzo?

Ralf le tendió una tarjeta de su agente en Barcelona.

—Llámala dentro de seis meses, si aún estás en Europa. Las caras de Géneve, gente famosa y gente anónima, será expuesta por primera vez en una galería de Berlín. Después hará una gira por Europa.

María se acordó del calendario, de los noventa días que faltaban, de todo lo que cualquier relación, cualquier lazo, podría significar de peligroso.

«¿Qué es lo más importante de esta vida? ¿Vivir o fingir que he vivido? ¿Me arriesgo ahora, diciéndole que ha sido la tarde más hermosa que he pasado en esta ciudad? ¿Le agradezco que me haya escuchado sin críticas y sin comentarios? ¿O me limito a poner la coraza de mujer con fuerza de voluntad, con “luz especial”, y me voy sin hacer ningún comentario?»

Mientras andaban por el Camino de Santiago, y a medida que se escuchaba a sí misma contando su vida, María había sido una mujer feliz. Podía contentarse con eso, ya era un gran regalo de la vida.

—Iré a buscarte —dijo Ralf Hart.

—No lo hagas. Me voy dentro de nada a Brasil. No tenemos nada que darnos el uno al otro.

—Iré a buscarte como cliente.

—Eso será una humillación para mí.

—Iré a buscarte para que me salves.

Él había hecho aquel comentario al principio, sobre el desinterés por el sexo. Ella quiso decir que sentía lo mismo, pero se controló; había ido demasiado lejos en sus negativas, era más inteligente permanecer callada.

Qué patético. Una vez más estaba allí con un chico, que esta vez no le pedía un lápiz, sino un poco de compañía. Miró a su pasado y, por primera vez, se perdonó a sí misma: no había sido culpa suya, sino del niño inseguro, que había desistido a la primera tentativa. Eran pequeños, y los pequeños se comportan así, ni ella ni el niño estaban equivocados, y eso supuso un gran alivio, se sintió mejor, no había desperdiciado su primera oportunidad en la vida. Todos lo hacen, es parte de la iniciación del ser humano en busca de su otra parte, las cosas son así.

Sin embargo, ahora la situación era diferente. Por inmejorables que fuesen las razones (me voy a Brasil, trabajo en una discoteca, no hemos tenido tiempo de conocernos bien, no me interesa el sexo, no quiero saber nada de amor, tengo que aprender a administrar haciendas, no entiendo nada de pintura, vivimos en mundos diferentes), la vida la desafiaba. Ya no era una niña, tenía que escoger.

Prefirió no responder. Apretó su mano, como era la costumbre en aquella tierra, y se fue en dirección a su casa. Si él era realmente el hombre que a ella le gustaría que fuese, no se dejaría intimidar por su silencio.