Al día siguiente se matriculó inmediatamente en un curso matutino de francés, donde conoció a gente de todos los credos, creencias y edades, hombres con ropas de colores y muchas pulseras de oro en los brazos, mujeres con la cabeza siempre cubierta por un pañuelo, niños que aprendían más de prisa que los adultos, cuando justamente debía ser al contrario, ya que los adultos tienen más experiencia. Se sentía orgullosa al saber que todos conocían su país, el carnaval, la samba, el fútbol, y a la persona más famosa del mundo, llamada Pele. Al principio quiso ser simpática y corregir la pronunciación (¡es Pelé! ¡Pelééé!), pero después de algún tiempo desistió, ya que también la llamaban Mariá, esa manía que tienen los extranjeros de cambiar todos los nombres y encima creen que siempre tienen razón.

Durante la tarde, para practicar el idioma, ensayó sus primeros pasos por aquella ciudad de dos nombres, descubrió un chocolate delicioso, un queso que jamás había comido, una gigantesca fuente en medio del lago, la nieve que los pies de ninguno de los habitantes de su ciudad habían tocado, las cigüeñas, los restaurantes con chimenea (jamás había entrado en ninguno, pero veía el fuego en su interior, y aquello le daba una agradable sensación de bienestar). También se sorprendió al descubrir que no en todos los letreros había publicidad de relojes, también la había de bancos, aunque no conseguía entender por qué había tantos bancos para tan pocos habitantes cuando raramente había alguien dentro de las sucursales, pero resolvió no preguntar nada.

Después de tres meses de autocontrol en su trabajo, su sangre brasileña, sensual y sexual como todo el mundo pensaba, habló más alto; se enamoró de un árabe que estudiaba francés en su mismo curso.

La historia duró tres semanas hasta que, una noche, María decidió dejarlo todo de lado e irse a visitar una montaña cerca de Genéve. Cuando llegó al trabajo la tarde siguiente, Roger le pidió que fuese a su despacho.

En cuanto abrió la puerta, fue sumariamente despedida, por dar mal ejemplo a las otras chicas que allí trabajaban. Roger, histérico, dijo que una vez más estaba decepcionado, que las mujeres brasileñas no eran de confianza (ah, Dios mío, esa manía de generalizarlo todo). De nada sirvió afirmar que todo se había debido a una fiebre muy alta por culpa de la diferencia del clima, él no se convenció, y encima se quejó porque tenía que volver de nuevo a Brasil para conseguir una sustituta, y que mejor habría sido hacer un espectáculo con música y bailarinas yugoslavas, que eran mucho más bonitas y más responsables.

María, aunque todavía joven, no tenía nada de boba, principalmente después de que su amante árabe le dijo que en Suiza el estatuto de los trabajadores es muy severo, y que podía alegar que estaba realizando un trabajo esclavo, ya que la discoteca se quedaba con gran parte de su salario.

Volvió al despacho de Roger, esta vez hablando un francés razonable, que incluía en su vocabulario la palabra «abogado». Salió de allí con algunos insultos, y cinco mil dólares de indemnización, un dinero con el que jamás había soñado, y todo gracias a aquella palabra mágica, «abogado». Ahora podía salir libremente con el árabe, comprar algunos regalos, sacar unas fotos en la nieve, y volver a casa con la victoria tan soñada.

Lo primero que hizo fue telefonear a una vecina de su madre y decir que era feliz, que tenía una prometedora carrera por delante, que nadie en casa debía preocuparse. Después, como tenía un plazo para dejar el cuarto de la pensión que Roger le había alquilado, no le quedaba otra alternativa que ir a ver al árabe, jurarle amor eterno, convertirse a su religión, casarse con él, incluso aunque la obligasen a usar uno de aquellos pañuelos extraños en la cabeza; al fin y al cabo, todos allí sabían que los árabes eran muy ricos y eso era suficiente.

Pero el árabe, a esas alturas, ya estaba lejos, posiblemente en Arabia, un país que María no conocía; en el fondo, ella dio gracias a la Virgen María por no verse obligada a traicionar su religión. Ahora que ya hablaba suficiente francés, que tenía dinero para el pasaje de vuelta, permiso de trabajo que la clasificaba como «bailarina de samba», un visado que aún tenía validez, y sabiendo que en último caso podía casarse con un comerciante de tejidos, María resolvió hacer lo que sabía que era capaz: ganar dinero con su belleza.

Cuando estaba todavía en Brasil, había leído un libro sobre un pastor que, en busca de su tesoro, encuentra varias dificultades, y esas dificultades lo ayudan a conseguir lo que desea; ése era exactamente su caso. Ahora era plenamente consciente de que había sido despedida para encontrarse con su verdadero destino: modelo y maniquí.

Alquiló un pequeño cuarto (que no tenía televisión, ya que era preciso ahorrar al máximo, hasta que realmente consiguiese ganar mucho dinero), y al día siguiente comenzó a visitar agencias. En todas había que dejar fotos profesionales, pero al fin y al cabo era una inversión en su carrera, todo sueño cuesta caro. Gastó una considerable parte del dinero en un excelente fotógrafo, que hablaba poco y exigía mucho: tenía un gigantesco guardarropa en su estudio, y ella posó con varios vestidos sobrios, extravagantes, e incluso con un biquini del que su único conocido en Río de Janeiro, el agente de seguridad/intérprete y ex representante Maílson, se moriría de envidia. Pidió una serie de copias extra, escribió una carta contando que era feliz en Suiza y la envió a su familia. Creerían que era rica, que tenía un guardarropa envidiable, y que se había convertido en la hija más ilustre de su pequeña ciudad. Si todo salía bien como pensaba (y ya había leído muchos libros de «pensamiento positivo» que no dejaban la menor duda de su victoria), sería recibida con una banda de música a su vuelta, y hallaría el modo de convencer al alcalde para que inaugurase una plaza con su nombre.

Compró un teléfono móvil, de los de tarjeta (ya que no tenía domicilio fijo), y los días siguientes esperó las ofertas de trabajo. Comía en restaurantes chinos (los más baratos) y, para pasar el tiempo, estudiaba como una loca.

Pero el tiempo tardaba en pasar, y el teléfono no sonaba. Para su sorpresa, nadie se metía con ella cuando paseaba por la orilla del lago, salvo algunos traficantes de droga que se ponían siempre en el mismo lugar, debajo de uno de los puentes que unían el bello jardín con la parte más nueva de la ciudad. Empezó a dudar de su belleza, hasta que una de las ex compañeras de trabajo, con quien se encontró por casualidad en un café, le dijo que no era culpa suya, sino de los suizos, a los que no les gusta molestar a nadie, y de los extranjeros, que tienen miedo de ser encarcelados por «acoso sexual», algo que habían inventado para hacer que las mujeres de todo el mundo se sientan mal.

Del diario de María, una noche en la que no tenía valor ni para salir, ni para vivir, ni para seguir esperando esa llamada que no llegaba:

Hoy pasé por delante de un parque de atracciones. Como no puedo gastar dinero a lo loco, pensé que era mejor observar a la gente. Estuve mucho rato ante la montaña rusa: veía que la mayoría de las personas entraban allí en busca de emoción, pero cuando ésta se ponía en marcha, se morían de miedo y pedían que parasen los vagones.

¿Qué es lo que quieren? Si escogieron la aventura, ¿no deberían estar preparadas para ir hasta el final? ¿O creen que sería más inteligente no pasar por estos sube y baja, y montarse todo el tiempo en un tiovivo, girando en el mismo sitio? Por el momento estoy demasiado sola como para pensar en el amor, pero necesito convencerme de que va a pasar, conseguiré un empleo, y estoy aquí porque he escogido este destino. La montaña rusa es mi vida, la vida es un juego fuerte y alucinante, la vida es lanzarse en paracaídas, es arriesgarse, caer y volver a levantarse, es alpinismo, es querer subir a lo alto de uno mismo, y sentirse insatisfecho y angustiado cuando no se consigue.

No es fácil estar lejos de mi familia, de la lengua en la que puedo expresar todas mis emociones y sentimientos, pero a partir de hoy, cuando me deprima, recordaré aquel parque de atracciones. Si me hubiese dormido y hubiese despertado de repente en una montaña rusa, ¿qué sentiría?

Bien, la primera sensación es la de estar prisionera, sentir pavor en las curvas, querer vomitar y salir de allí. Sin embargo, si confío en que los raíles son mi destino, en que Dios guía la máquina, esta pesadilla se transforma en excitación. Pasa a ser exactamente lo que es, una montaña rusa, un juego seguro y fiable, que va a llegar hasta el final, pero mientras dura el viaje, tengo que ver el paisaje alrededor, gritar de excitación.