Al día siguiente, junto con Maílson, el intérprete/agente de seguridad, que ahora decía ser su representante, dijo que aceptaba la invitación, siempre que tuviese un documento expedido por el consulado suizo. El extranjero, que parecía acostumbrado a ese tipo de exigencias, afirmó que no sólo era un deseo de ella, sino también suyo, ya que para trabajar en su tierra era necesario tener un papel que probase que nadie allí podría hacer aquello para lo que ella se estaba ofreciendo, y no sería difícil conseguirlo, pues las suizas no tenían grandes aptitudes para la samba. Fueron juntos hasta el centro de la ciudad, el agente de seguridad/intérprete/representante exigió un adelanto en dinero efectivo en cuanto firmaron el contrato, y se quedó con un treinta por ciento de los quinientos dólares recibidos.
—Esto es una semana de adelanto. Una semana, ¿entiendes? ¡Ganarás quinientos dólares por semana, y sin comisión, porque sólo me quedo con una parte del primer pago!
Hasta aquel momento, los viajes, la idea de marcharse lejos, todo parecía un sueño, y soñar es muy cómodo, siempre que no nos veamos obligados a hacer aquello que planeamos. Así, no corremos riesgos, ni sufrimos frustraciones, momentos difíciles, y cuando seamos viejos, siempre podremos culpar a los demás, a nuestros padres preferentemente, o a nuestros maridos, o a nuestros hijos, por no haber realizado aquello que deseábamos.
¡De repente, allí estaba la oportunidad que tanto esperaba, pero que deseaba que no llegase nunca! ¿Cómo enfrentarse a los desafíos y a los peligros de una vida que ella no conocía? ¿Cómo abandonar todo aquello a lo que estaba acostumbrada? ¿Por qué la Virgen había decidido ir tan lejos?
María se consoló con el hecho de que podía cambiar de idea en cualquier momento, aquello no era más que un juego irresponsable, algo diferente que contar cuando volviese a su tierra. A fin de cuentas, vivía a más de mil kilómetros de allí, ahora tenía trescientos cincuenta dólares en su cartera, y si mañana decidía hacer las maletas y huir, ellos jamás conseguirían saber dónde se había escondido.
La tarde en la que fueron al consulado, María decidió pasear sola por la orilla del mar, mirando a los niños, a los jugadores de vóleibol, a los mendigos, a los borrachos, a los vendedores de artesanía típica brasileña (fabricada en China), a los que corrían y hacían ejercicio para ahuyentar la vejez, a los turistas extranjeros, a las madres con sus hijos, a los jubilados que jugaban a las cartas al final de la playa. Había ido a Río de Janeiro, había conocido un restaurante de primerísima clase, un consulado, a un extranjero, había tenido un representante, le habían regalado un vestido y un par de zapatos que nadie, absolutamente nadie en su tierra podría comprar.
¿Y ahora?
Miró hacia el otro lado del mar: su libro de geografía afirmaba que, si seguía en línea recta, llegaría a África, con sus leones y sus selvas llenas de gorilas. Sin embargo, si andaba un poco hacia el norte, acabaría con sus pies en el reino encantado de Europa, donde estaba la torre Eiffel, la Disneylandia europea y la torre inclinada de Pisa. ¿Qué tenía que perder? Como cualquier brasileña, había aprendido a bailar samba incluso antes de decir «mamá»; podía volver si no le gustaba, y había aprendido que las oportunidades están hechas para aprovecharlas.
Había pasado gran parte de su tiempo diciendo «no» a cosas a las que le habría gustado decir «sí», decidida a vivir sólo las experiencias que podía controlar, como ciertas aventuras con hombres, por ejemplo. Ahora estaba ante lo desconocido, tan desconocido como ese mar lo había sido un día para los navegantes que lo cruzaban, así se lo habían enseñado en la clase de historia. Podría decir siempre «no», pero ¿se pasaría el resto de su vida lamentándose, como todavía hacía con la imagen del niño que una vez le había pedido un lápiz, y había desaparecido con su primer amor? Siempre podría decir «no», pero ¿por qué no ensayar un «sí» esta vez?
Por una razón muy simple: era una chica de pueblo, sin ninguna experiencia en la vida aparte de un buen colegio, una gran cultura de las telenovelas y la certeza de que era bella. Eso no bastaba para enfrentarse al mundo.
Vio a un grupo de personas riendo y mirando al mar, con miedo de acercarse. Dos días antes ella había sentido lo mismo, pero ahora no tenía miedo, entraba en el agua siempre que lo deseaba, como si hubiese nacido allí. ¿No podía ocurrirle lo mismo en Europa?
Rezó una oración en silencio, pidió de nuevo consejo a la Virgen María y, segundos después, parecía de acuerdo con la decisión de seguir adelante, porque se sentía protegida. Siempre podría volver, pero no siempre tendría la oportunidad de ir tan lejos. Valía la pena correr el riesgo, siempre que el sueño resistiese las cuarenta y ocho horas de vuelta en autobús sin aire acondicionado, y siempre que el suizo no cambiase de idea.
Estaba tan animada que, cuando él la invitó a cenar de nuevo, quiso ensayar un aire sensual, y tomó su mano, pero él la retiró en seguida; María entendió, con cierto miedo, y con un cierto alivio, que realmente hablaba en serio.
—¡Estrella samba! —decía—. ¡Linda estrella samba brasileño! ¡Viaje próxima semana!
Todo era una maravilla, pero «viaje próxima semana» estaba absolutamente fuera de toda previsión. María le explicó que no podía tomar una decisión sin consultar a su familia. El suizo, furioso, le mostró una copia del documento firmado, y por primera vez sintió miedo.
—¡Contrato! —decía él.
Incluso decidida a viajar, resolvió consultarlo con Maílson, su representante; después de todo, le pagaba para que la asesorase. Maílson, sin embargo, ahora parecía estar más preocupado por seducir a una turista alemana que acababa de llegar al hotel, y que hacía topless en la arena (sin darse cuenta de que era la única persona con los pechos al aire, y sin notar que todos los demás miraban con cierto desagrado), segura de que Brasil es el lugar más liberal del mundo. Fue difícil conseguir que prestase atención a lo que estaba diciendo.
—¿Y si cambio de idea? —insistía María.
—No sé qué pone en el contrato, pero tal vez él te denuncie.
—¡No me encontrará nunca!
—Tienes razón. Así que no te preocupes.
El suizo, sin embargo, que ya se había gastado quinientos dólares, había comprado un par de zapatos, un vestido, había pagado dos cenas y los gastos notariales del consulado, empezaba a preocuparse, de modo que, como María insistía en la necesidad de hablar con su familia, resolvió comprar dos pasajes de avión y acompañarla hasta el lugar en el que había nacido, siempre que todo se resolviese en cuarenta y ocho horas, y pudiesen viajar la semana próxima, conforme lo acordado. Con sonrisas por aquí, sonrisas por allá, ella empezaba a entender que eso constaba en el documento, y que no se debe jugar mucho con la seducción, ni con los sentimientos… ni con los contratos.
Fue una sorpresa, y un orgullo para la pequeña ciudad, ver a su bella hija María llegar acompañada de un extranjero que quería invitarla a ser una gran estrella en Europa. Se enteró todo el vecindario, y sus amigas del colegio preguntaban: «¿Pero cómo fue?». «Tengo suerte.»
Ellas querían saber si eso siempre sucedía en Río de Janeiro, porque habían visto telenovelas con episodios semejantes. María no dijo ni sí ni no, para engrandecer su experiencia y convencer a sus amigas de que ella era una persona especial.
Fueron hasta su casa, él mostró de nuevo los folletos, el Brazil (con «z»), el contrato, mientras María explicaba que ahora tenía un representante, y pretendía seguir una carrera artística. La madre, viendo el tamaño del biquini de las chicas en las fotos que el extranjero le enseñaba, se las devolvió inmediatamente y no quiso hacer preguntas, todo lo que le importaba era que su hija fuese feliz y rica, o infeliz, pero rica.
—¿Cuál es su nombre?
—Roger.
—¡Rogelio! ¡Yo tenía un primo que se llamaba así!
El hombre sonrió, aplaudió, y todos se dieron cuenta de que no había entendido nada. El padre comentó con María:
—Pero si tiene mi edad.
La madre le pidió que no interfiriese en la felicidad de su hija. Como todas las costureras hablan mucho con sus clientas y acaban teniendo una gran experiencia en materia de matrimonio y amor, ella le aconsejó:
—Querida, es mejor ser infeliz con un hombre rico que ser feliz con un hombre pobre, y allí tienes muchas más posibilidades de ser una rica infeliz. Además, si no sale bien, tomas un autobús y vuelves para casa.
María, una chica de pueblo pero con más inteligencia que la que su madre o su futuro marido imaginaban, insistió simplemente para provocar:
—Mamá, no hay autobús de Europa a Brasil. Además, quiero seguir una carrera artística, no busco marido.
La madre miró a su hija con un aire casi desesperado:
—Si llegas hasta allí, también podrás volver. Las carreras artísticas son muy buenas para las chicas jóvenes, pero sólo duran mientras seas bella, y eso se acaba más o menos a los treinta años. Así que aprovecha, encuentra a alguien que sea honesto, apasionado y, por favor, cásate. No tienes que pensar mucho en el amor, al principio yo tampoco amaba a tu padre, pero el dinero lo compra todo, hasta el amor verdadero. ¡Y mira que tu padre ni siquiera es rico!
Era un pésimo consejo de amiga, pero un excelente consejo de madre. Cuarenta y ocho horas después, María estaba de vuelta en Río, no sin antes haber pasado, ella sola, por su antiguo empleo a presentar su dimisión, y a escuchar del dueño de la tienda de tejidos:
—Me he enterado de que un gran empresario francés ha decidido llevarte a París. No puedo impedir que persigas tu felicidad, pero quiero que, antes de irte, sepas una cosa.
Sacó del bolsillo una cadena con una medalla.
—Se trata de la medalla milagrosa de Nuestra Señora de las Gracias. Su iglesia está en París, de modo que vete hasta allí y pídele protección. Mira lo que tiene escrito.
María vio que, alrededor de la Virgen, había algunas palabras:
«Oh, María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos. Amén».
—No dejes de decir esta frase al menos una vez al día. Y… —Él dudó, pero ahora era tarde—… si algún día vuelves, que sepas que te estaré esperando. Dejé pasar la oportunidad de decirte algo tan simple: «Te amo». Tal vez sea tarde, pero me gustaría que lo supieses.
«Dejar pasar una oportunidad», ella había aprendido muy pronto lo que eso significaba. «Te amo», sin embargo, era una frase que había oído muchas veces a lo largo de sus veintidós años, y parecía que ya no tenía ningún sentido, porque nunca había resultado ser nada serio, profundo, que se tradujese en una relación duradera. María agradeció las palabras, las anotó en su subconsciente (nunca se sabe lo que la vida nos depara, y siempre está bien saber dónde se encuentra la salida de emergencia), le dio un beso en la mejilla, y partió sin mirar atrás.
Volvieron a Río, en sólo un día ella consiguió el pasaporte (Brasil realmente ha cambiado, había comentado Roger con algunas palabras de portugués y muchas señas, que María tradujo como «antiguamente tardaban mucho»). Poco a poco, con la ayuda de Maílson, el agente de seguridad/intérprete/representante, hicieron el resto de los preparativos (ropa, zapatos, maquillaje, todo lo que una mujer como ella podía soñar). Roger la vio bailar en una discoteca que visitaron la víspera del viaje a Europa y quedó entusiasmado con su elección; realmente estaba ante una gran estrella para el cabaret Cologny, la hermosa morena de ojos claros y cabellos negros como el ala del coco negro (un pájaro brasileño con el que los escritores suelen comparar los cabellos de ese color). El permiso de trabajo del consulado suizo estaba listo, hicieron las maletas, y al día siguiente viajaban hacia la tierra del chocolate, el queso y los relojes, mientras María planeaba en secreto hacer que aquel hombre se enamorase de ella; al fin y al cabo, no era ni viejo, ni feo, ni pobre. ¿Qué más se podía desear?